Debatiendo sobre el racismo en Bolivia: la ley si educa
Miércoles 13 de octubre de 2010 por CEPRID
Carlos Torrico Delgadillo
Bolpress
La aprobación de una ley contra el racismo es un hecho significativo para la realidad social boliviana. Su importancia no sólo está en la penalización formal que hace de las prácticas racistas explícitas, sino en su rol referencial de las prácticas sociales cotidianas.
El simple hecho de que la ley antiracista exista, es más, la sola conciencia de su existencia en la gente (y por lo tanto en los periodistas), obliga a la gente a redefinir los límites de los correcto o incorrecto en su práctica social y discurso cotidiano, cuando de relacionarse con el otro, y aludirlo, se trata. Pues aquello que queda explicitado como ilícito en un código formal (legal) de normas de relacionamiento social, funciona a la vez como motor que induce a la gente a recodificar sus (malas) “costumbres” en sus modos de relacionarse con el otro. Con la ley, o más bien, con el temor mitificado a la norma legal, la sociedad misma va autoregulando su práctica y su discurso cotidiano. Y es que hace falta un poco de presión, finalmente, para que la gente misma se auto eduque contra su práctica y discurso racista.
Tenemos entonces que con la ley, y por la fuerza, entra en la cultura los deseables valores de la modernidad (igualdad, respecto al otro, a la diversidad…). Esta visión escandalizará seguramente a quienes dicen casi de memoria que “por decreto no se educa”. Y es verdad, pero es una verdad a medias. Pues cuando se piensa en la dimensión simbólica de la norma legal, resulta que “el decreto”, “la fuerza”, si educa. Es, pues, lo que suele llamarse “el carácter persuasivo de la ley”. ¿Un ejemplo? El modo en que ya empiezan a regular su discurso “racial” ciertos comentaristas mediáticos: “ahora, con esta ley, no me siento libre de decir lo que quiero”.
Nada más cierto. No siempre puede decirse ni hacerse lo que nos venga en gana en la vida social, apoyados en una mala comprensión de “la libertad”. Hay normas y reglas, no solo legales, sino morales, que deben respetarse en toda comunidad de individuos. Aunque para ello, el acuerdo social sobre lo que es correcto o incorrecto de una práctica social debe ser claro. Y tipificar el racismo como delito va en la dirección de crear tal acuerdo sobre lo que puede hacerse o no en el campo de lo relacional. Es eso, finalmente, educar a una sociedad contra problemas de relaciones sociales como el racismo.
Los argumentos que sostienen que antes que una ley necesitamos educación contra el racismo, oponiéndose con ello a la tipificación del delito del racismo, olvidan el carácter de “referente normativo de las prácticas sociales” de leyes de este género. Tipificar claramente las prácticas sociales ilícitas, es demarcar unos márgenes necesario en toda sociedad para las conductas sociales. Una demarcación que por sí sola obliga a la gente a racionalizar su práctica social, y por tanto a cuestionarla, creando con ello las condiciones para la adopción por nuestra cultura de una “ideología igualitaria”, es decir, de un conjunto de valores de la modernidad.
Pero esa ideología igualitaria no emerge automáticamente en toda sociedad. No lo hace sobre todo en sociedades “poco instruidas” y con una historia de formación como la nuestra. En nuestras sociedades, tal ideología igualitaria debe introducirse a través de todas las formas posibles de intervención cultural. De direccionamiento de “su desarrollo”. Y la ley antiracista es una forma de encaminar ese desarrollo, como lo es todo programa educativo de la sociedad. Si no se interviene en ese “desarrollo natural” de lo social, el resultado no puede ser otro que la reproducción perenne de “malos hábitos culturales” como el racismo, la violencia machista, el sexismo, etc. Toda sociedad moderna es, y debe ser “educada” por un sistema de normas y valores claros. Para eso se ha inventado la escuela, de hecho.
Debe saberse sin embargo que la educación de las prácticas sociales, ya sea aquellas que se hacen en la escuela, en la familia o mediante recursos como una norma legal, no termina en el hecho de normar e informar al individuo lo correcto o incorrecto de tales o cuales prácticas (o conductas, si se prefiere). Y ni siquiera termina en el hecho de dotarle al individuo de valores que le ayuden a autoregular su conducta. Lo más importante de la educación sobre prácticas sociales en una sociedad está quizás en el hecho de que ésta educación (la señalización de lo correcto o incorrecto de la práctica social) crea un ambiente de presión social al que los individuos se someten casi inconscientemente. Es decir, crea un ambiente social en el que “lo normal”, “lo correcto”, “lo aprobado por todos”, lo que “da prestigio” sea, por ejemplo, ser de espíritu abierto, igualitario, respetuoso del “más débil”. Y por lo tanto lo condenado moralmente sea la intolerancia, discriminación, el racismo.
La sociedad boliviana funciona todavía con una lógica opuesta a ésta. Una lógica “salvaje”, “incivilizada”, diríase. Lo percibido como “normal” en Bolivia todavía es la “prepotencia con el débil”, y el racismo en consecuencia, aún sin estar plenamente consciente de ello. Nuestras normas sociales “naturales” (continuación de nuestra historia colonial) nos inducen todavía a “seleccionar” a la gente de nuestro entorno basándonos en su realidad racial. Una ilustración de ello es “la costumbre” de calificar, sin rubor, el color de la piel por ejemplo del joven o la joven que pretende a nuestro hijo o hija (“Qué morenito tu novio”. “Qué linda, blanquita tu chica”). Casos de racismo cotidiano, en suma, que en un ambiente de censura moral al racismo, es decir, un ambiente con educación contra el racismo (o dominado por una ideología igualitaria) serían rechazadas socialmente. La presión social induciría a frenar tal falta, por el simple hecho de que “se ve mal hacerlo”. Cuando tengamos una sociedad que produzca presión social de este tipo, acorde con los valores de la modernidad, es cuando podamos quizás hablar de una “sociedad civilizada”, “educada”, o moderna, si se prefiere.
Hay quienes creer que ponerle tanto esfuerzo a “problemas menores” como el racismo cotidiano en vez de ocuparse de las “grandes transformaciones de la sociedad”, es quedarse en lo “superficial” del problema boliviano (en Bolpress.com 06/10/00). Ante tal lectura sólo puede decirse que devolverle mucha de su dignidad humana a cada individuo es tomarse con seriedad problemas individuales y “superficiales” como el “malestar en la cultura” que les genera una vivencia tan “calladamente dolorosa” como el racismo. Las grandes transformaciones sociales tienen sentido cuando se atienden precisamente estas aparentes cuestiones pequeñas. De poco sirve una “revolución” que a nombre de los grandes proyectos se olvide del individuo y sus problemas cotidianos, así sean del orden emocional, y no sólo material. Aunque, de hecho, el racismo, la discriminación, repercute en la distribución de los espacios sociales y los beneficios de vivir en sociedad. Por lo tanto, es un problema que repercute en la cuestión de la “distribución de la riqueza material”, como suele decirse en las lecturas materialistas.
Esconder el racismo
Asimismo, he oído y leído afirmar, con ingenuidad candorosa, que leyes como esta no sirven porque la gente no dejará de ser racista, pues simplemente, por temor a la ley, “esconderán su racismo” (La Prensa 04/10/00, por ejemplo). Debe decirse, ante tal candidez, que esconder el racismo en la vida cotidiana es de hecho lo que busca un proyecto normativo de lo social como este, y como todo proyecto de este tipo. Hacer que el racismo no se vea, “aunque se sienta en lo más hondo del ser”, es finalmente de lo que se trata. Que ello ocurra, que el racismo se esconda en la dimensión visible de las relaciones sociales, sería de hecho un indicador de que finalmente se tiene una sociedad que censura moralmente al racismo, además de penalizarla formalmente. Llegar a ello es por lo menos a lo que debería aspirar toda sociedad. Aspirar a construir una realidad en el que la misma presión social obligue a la gente a esconder su racismo (ya que cambiar “el alma” de las gentes es más difícil). Por lo tanto, lo que nos queda, a nuestras generaciones, es obligarnos a controlar las pulsiones racistas mediante el peso de la ley (y ojalá pronto por la presión social). Sólo así podemos imaginar el paso rápido de una sociedad racista a otra que genere espacios sociales exentos del mismo. Y esperar a que las nuevas generaciones, socializadas en sociedades que “no dejan ver su racismo”, sean personas que no practiquen racismo, ya que no tendrían ocasión de aprender a hacerlo. Pues el hombre todo lo aprende de su experiencia social: su ética, su sistema de valores, aquel desde donde juzga e incluso siente “lo bueno” y “lo malo” de los actos, aún su capacidad de sentir lo bonito y feo de las cosas (en fin, su alma), viene de la sociedad que “lo hizo”. Si las nuevas generaciones se socializarán en ambiente en el que no se dejó ver el racismo, puede presuponerse que serán personas sin racismo en el alma. Deberíamos esforzarnos, entonces, en generar espacios sociales en los que nuestro racismo profundo vaya escondido.
Carlos Torrico Delgadillo es sociólogo.
tdcarlangas@yahoo.fr
CEPRID
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