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Bolivia: el censo, Santa Cruz y la violencia

Viernes 18 de noviembre de 2022 por CEPRID

Leyner Javier Ortiz Betancourt

Alai

En cierta medida, la historia de Bolivia se pudiera narrar a partir de sus censos, no solo por el registro demográfico que representan sino por las disputas políticas que implicaron. En lo que respecta a los poderes territoriales, el censo importa por las cuotas de representación parlamentaria en el Congreso y las partidas presupuestarias. La Constitución de 2009 y su impulso de descentralización territorial reforzaron estas cualidades autonómicas ligadas a los dineros de Estado.

El departamento de Santa Cruz es el de mayor crecimiento demográfico en lo que va de siglo XXI en Bolivia y en 2012 se proyectaba que sería el más poblado para 2022, cuando se pretendía realizar el duodécimo censo nacional. Esa planificación no se pudo cumplir por la crisis pandémica, en consecuencia, la disputa entre el gobierno de Santa Cruz y el nacional se dirime, en su superficie, en torno a la definición de la fecha final. De realizarse en 2023, como demanda Camacho, gobernador de Santa Cruz, los resultados — que se suponen favorables al departamento — se tendrían en cuenta para las elecciones de 2025. No sucedería así de realizarse el censo en 2024, como propone Arce. Para el gobierno nacional, por cuestiones técnicas y políticas, conviene el 2024. Pero los beneficios electorales y presupuestarios del censo no son tan relevantes. Se trata, ante todo, de una batalla política.

La disputa pone en disyuntiva una vez más la historia del proceso de cambio boliviano: ¿Quién vence? ¿Qué actor demuestra mayor capacidad política? y ¿Qué implicaciones tendrá el desenlace? ¿Por qué Santa Cruz?

Hasta la segunda mitad del siglo XX, Bolivia era el Altiplano y sus valles centrales adyacentes. Quechuas y aymaras, las poblaciones originarias mayoritarias, se establecieron en esta zona. La corona española impulsó la extracción minera en esta área, usando la mano de obra allí abundante. Las principales ciudades, en consecuencia, también se establecieron en los Andes. La república oligárquica no alteró esta disposición altiplano-céntrica de la demografía, la política y la economía bolivianas. Tanto es así que en un libro de 1925, El factor geográfico en la nacionalidad boliviana, Jaime Mendoza afirmaba que el núcleo de la nación era la meseta andina. El defecto geográfico era la falta de costas, perdidas en la Guerra del Pacífico contra Chile. Las tierras bajas del Este eran, para él, meras «prolongaciones» del macizo. Por ello la Guerra del Chaco (1932–1935) es recordada como un redescubrimiento del país, pues en la lucha contra Paraguay por territorios del Chaco se desplazaron grandes grupos humanos del Altiplano a las inhóspitas, agrestes y casi despobladas áreas del Oriente. La derrota final tuvo mucho que ver con el profundo desequilibrio entre las dos regiones.

El descubrimiento y explotación de hidrocarburos y la revolución de 1952 incorporaron al Oriente a la economía boliviana. En cuanto a revolución, mientras realizaba una reforma agraria en el Altiplano y los valles centrales, tendencias agraristas del MNR en alianza con intereses estadounidenses propiciaron inversiones dirigidas al desarrollo de la agricultura en el Este¹. Inicia así el capitalismo agrario en las tierras bajas, en particular las del Chaco, en torno a Santa Cruz, ciudad provinciana pero la más importante del Oriente. El ascenso del narcotráfico a partir de la década de 1970 será otra fuente de acumulación de capitales para estas tierras, donde se producían y comerciaban drogas hacia Brasil y Argentina. Este dinamismo económico ha sido ascendente: para el último cuarto del siglo XX Santa Cruz integraba la tríada de los departamentos más importantes de Bolivia, junto a La Paz y Cochabamba.

Como en otras realidades latinoamericanas, la amplitud geográfica del país suponía grandes distancias entre asentamientos humanos, lo cual funcionaba como base para los regionalismos y proyectos de Estado federado. Santa Cruz de la Sierra fue parte de esta tendencia nacida con la república. Sin embargo, el movimiento actual le debe mucho al dinamismo económico del departamento alcanzado en el siglo XX.

Su despertar político brota del vacío de autoridad estatal que provocó el ciclo insurreccional indígena-popular en Bolivia entre 2000 y 2005. Año clave fue el 2003, cuando Sánchez de Lozada es expulsado de la presidencia y la balanza se inclina en favor de los insurgentes. El anterior alineamiento entre los intereses de la oligarquía cruceña y el gobierno neoliberal central es uno de los puntos que el movimiento popular hará estallar.

Desde un escenario lejano a la insurrección altiplánica y de los valles, la oligarquía allí existente pronto hilvanó un proyecto político neoliberal-autonomista, por medio del Comité Cívico Pro Santa Cruz.

El triunfo electoral de los insurgentes, con Evo Morales a la cabeza, dio lugar a un nítido enfrentamiento entre el regionalismo oligárquico cruceño y el nacionalismo indígena y popular del nuevo bloque histórico. Desde 2006 varios procesos políticos han sido campo de batalla privilegiado de este conflicto, en particular el proceso constituyente, el golpe de 2019 y la actual pugna por el censo.

El proceso constituyente culminó en una gran victoria del bloque indígena popular. Pero otras crisis como la del TIPNIS² y el referéndum de 2016 que perdió Evo, terminaron en cierto empate de fuerzas no antagónico al dominio del MAS. El golpe de 2019, en cambio, fue una victoria de la oligarquía, para la cual el Comité Santa Cruz fue bastión de resistencia y base de operaciones. Es cierto que no supieron ni pudieron sostener su dominio ante las presiones del bloque indígena popular, que en 2020 restituyó la presidencia del MAS. Pero esto no borra de la memoria oligárquica el éxito del 2019, y ahora actualizan su capacidad política en contra del nuevo gobierno progresista y en torno a la disputa por el duodécimo censo nacional.

La violencia democrática

Si hay algo en común en la manera en que se proyectan acción y pensamiento en estos conflictos es que su horizonte es la democracia participativa y representativa. Su objeto de conquista es el aparato gubernativo en su heterogeneidad, es decir, desde sus dos conflictos fundamentales: el que ocurre entre federalismo y centralismo, y el que se dirime entre los partidos de clase y sus facciones.

Toda pugna está recubierta de un lenguaje legal, como si la legalidad fuese la fuente directa de la legitimidad.

En cuanto a los militares, la política real se mantiene en las sombras, en el reino de la conspiración. Es cierto que el MAS no logró crear un cuerpo militar nuevo, pero al menos ha logrado convertir al ejército y la policía en campos de batalla, divididos a lo interno entre lealtades jerárquicas, simbólicas o clientelares. En última instancia, no obstante, la memoria de este cuerpo represivo no dejaría de remitirlo a su historia sangrienta en contra del pueblo boliviano. Así lo confirma su toma de partido mayoritaria por la oligarquía durante el golpe de 2019. Pero entonces ambos bandos fueron débiles y a la larga el bloque indígena popular se impuso. Ahora los militares permanecen al margen, acaso a la espera de una evidencia irrefutable de los oligarcas, que el gobierno deberá evitar a toda costa. Entre tanto, el recurso a la violencia es respetuoso de la legalidad/legitimidad, opera con cautela y hasta discreción. Al parecer, su empleo asiduo no forma parte de la ética del gobierno.

Lo cierto es que aquí la coerción ha sido raquítica y la hegemonía ha sufrido de hipertrofia. En efecto, si en Bolivia hay un ejército permanente desplegado y en lucha es el de la sociedad civil. De este ejército civil forma parte no solo el poderoso Comité Pro Santa Cruz sino los potentes movimientos sociales que, en estrecha alianza con el gobierno, han sostenido el poder del bloque indígena popular. Y, como es de esperar, la relación Estado-movimientos sociales — que el MAS permite y sostiene — es asimétrica y hasta jerárquica, donde el gobierno tiene la primacía y la prioridad ante la urgencia de salvar lo conquistado. También en esta tupida trama de instituciones civiles la geopolítica opera en favor de la diferencia regional: la fuerza, extensión, pertenencia política y combatividad de los movimientos sociales del Altiplano y los valles centrales es incomparablemente superior a la que tienen en tierras bajas. Quiere esto decir que allí, en Santa Cruz, por tradición histórica y actualidad de las relaciones de fuerza, la oligarquía tiene las de vencer en la batalla civil. Pero hay una práctica política de los indígenas de tierras bajas que tiene una enseñanza geopolítica crucial: sus más relevantes victorias han implicado una marcha hacia La Paz, como si allí radicara el núcleo del Estado.

Las últimas noticias anuncian el dictamen de la mesa técnica de negociación interdepartamental, auspiciado por el gobierno. El censo será, según la mesa, en 2024. Antes del resultado se retiró la delegación de Santa Cruz, para escapar de la implicación vinculante del dictamen de la mesa, cuya composición prefiguraba un fallo en favor del MAS desde el principio. ¿Qué queda por hacer cuando se apuesta por el pacifismo de la democracia mientras otros explotan su lado violento?

Todo orden democrático se asienta sobre un momento originario de excepcionalidad, por lo cual el estado de excepción está en su fondo histórico.

Su forma no tiene por qué ser necesariamente militar o armada pero sí decididamente violenta o dictatorial. La oligarquía, por la tradición de dominación que ha acumulado en peligrosos sedimentos, ya ha sabido apelar a este lado oscuro de la democracia en otras ocasiones, con notable éxito en 2019. ¿Sabrá el bloque indígena popular repetir, cuando el momento lo exija, la excepcionalidad que lo llevó al poder en 2005? Mientras tanto, Camacho anuncia la continuidad del paro y el incremento de las presiones.

Notas:

[1] Zavaleta, René: «Carta a Mariano Baptista Gumucio, 18 de noviembre de 1962», en Mariano Baptista Gumucio, Cartas para comprender la historia de Bolivia, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2016 [2013].

[2] Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure, por donde el gobierno central pretendía hacer pasar una carretera que conectara Villa Tunari y San Ignacio de Moxos. La pugna local escaló a nivel nacional y representó una crisis para el gobierno.


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