Esto no es unidad nacional: Hamás y Fatah deben reformarse para poder hablar en nombre de los palestinos
Lunes 30 de octubre de 2017 por CEPRID
Ramzy Baroud
MEMO
El acuerdo de reconciliación firmado en El Cairo el pasado 12 de octubre entre las dos principales facciones palestinas rivales, Hamás y Fatah, no fue un acuerdo de unidad nacional – al menos, no de momento. Para que esto se consiga, el acuerdo debe priorizar los intereses del pueblo palestino.
La crisis de liderazgo en Palestina no es algo nuevo. Precede a Fatah y Hamás por décadas.
Desde la partición de Palestina y la creación de Israel en 1948 – e incluso antes – los palestinos se vieron atrapados en el juego de poder internacional y regional, más allá de su capacidad de controlar o siquiera influir.
El mayor logro del difunto Yasser Arafat, el icónico líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) fue su capacidad de fomentar una identidad política palestina independiente y un movimiento nacional que, aunque recibía apoyo árabe, no estaba totalmente apropiado por ningún país árabe en concreto.
Sin embargo, los Acuerdos de Oslo fueron el fin de ese movimiento. Los historiadores discuten si Arafat, la OLP y su mayor partido político, Fatah, tuvieron otra opción aparte de involucrarse en el llamado ‘proceso de paz’. Sin embargo, en retrospectiva, sin duda podemos argumentar que Oslo fue la cancelación abrupta de todo logro político de Palestina, al menos desde la guerra de 1967.
A pesar de la rotunda derrota de los países árabes a manos de Israel y sus poderosos aliados occidentales en esa guerra, nació la esperanza para un nuevo comienzo. Israel ocupó Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza, pero, involuntariamente, unificó a los palestinos como una nación, aunque estuviera oprimida y ocupada.
Además, las profundas heridas que sufrieron los países árabes tras esa desastrosa guerra le dieron a Arafat y a Fatah la oportunidad de utilizar los nuevos márgenes que se abrieron como resultado de la retirada árabe.
La OLP, que originalmente era dirigida por el difunto presidente egipcio Jamal Abdul Nasser, se convirtió en una plataforma únicamente palestina. Fatah, establecido unos pocos años antes de la guerra, era el partido al mando.
Cuando Israel ocupó Líbano en 1982, su objetivo era aniquilar al movimiento nacional de Palestina, sobre todo porque Arafat estaba abriendo nuevos canales de diálogo, no sólo con países musulmanes y árabes; también internacionalmente. Las Naciones Unidas, entre otras instituciones globales, empezaron a reconocer a los palestinos, no como refugiados que necesitaban ayuda, sino como un movimiento nacional serio que tenía que ser escuchado y respetado.
En aquel momento, Israel estaba obsesionado con impedir que Arafat convirtiera a la OLP en un gobierno en ciernes. A corto plazo, Israel logró su principal objetivo: Arafat fue llevado a Túnez junto a los líderes de su partido, y el resto de los militantes de la OLP se dispersaron por Oriente Medio, víctimas, una vez más, de los caprichos y las prioridades árabes.
Entre 1982 y la firma de Oslo en 1993, Arafat luchó por la relevancia. El exilio de la OLP se hizo particularmente evidente cuando los palestinos comenzaron su primera intifada (el levantamiento de 1987). Empezó a surgir una nueva generación de líderes palestinos; una identidad distinta incubada en las prisiones israelíes, nutrida en las calles de Gaza y nacida en Nablus. Cuanto mayores eran los sacrificios y las cifras de muertos palestinos, más crecía el sentido de identidad colectiva.
El intento de la OLP de sabotear la intifada fue una de las principales razones por las que el levantamiento acabó fracasando. Las conversaciones de Madrid en 1991 marcaron la primera vez que los verdaderos representantes del pueblo palestino en los Territorios Ocupados hablaban en nombre de su pueblo en una plataforma internacional.
Este logro fue efímero. Eventualmente, Arafat y Mahmoud Abbas (el líder actual de la Autoridad Palestina) negociaron en secreto un acuerdo alternativo en Oslo. El acuerdo permitía a Estados Unidos reclamar su posición como un autoproclamado ‘mediador honesto’ en el ‘proceso de paz’.
El jefe de la Oficina Política de Hamáas, Ismail Haniyeh, junto al líder de la ANP, Mahmud Abbás, en una imagen de archivo. Cuando Arafat y su facción tunecina tuvieron permitido volver para gobernar a los palestinos ocupados con un mandato limitado otorgado por el gobierno y el ejército israelíes, la sociedad palestina cayó en uno de sus dilemas más dolorosos en muchos años.
Con la OLP, que representaba a todos los palestinos, apartada para dejar hueco a la AP – que meramente representaba los intereses de una rama de Fatah en una región autónoma limitada – los palestinos se dividieron.
De hecho, 1994, cuando se formó oficialmente la AP, fue el año en el que nació la actual guerra de Palestina. La AP, presionada por Israel y EEUU, tomó medidas contra los palestinos opuestos a Oslo y rechazó justificadamente el ‘proceso de paz’.
La represión cayó sobre muchos palestinos que habían sido líderes durante la primera intifada. La táctica israelí funcionó a la perfección: los líderes palestinos exiliados fueron devueltos para la represión contra los líderes de la intifada mientras Israel observaba el triste espectáculo desde un rincón.
Hamas, que, en sí mismo, fue un resultado temprano de la Primera Intifada, se enfrentó directamente a Arafat y su autoridad. Durante años, Hamas se posicionó como el líder de la oposición que rechazaba la normalización de la ocupación israelí. Eso le dio a Hamas una popularidad masiva entre los palestinos, sobre todo tras quedar claro que Oslo fue una artimaña y que el ‘proceso de paz’ llegaba a un callejón sin salida.
Cuando murió Arafat, tras pasar años bajo un asedio del ejército israelí en Ramallah, Abbas se hizo cargo. Teniendo en cuenta que Abbas fue el artífice de Oslo y su falta de carisma y liderazgo, Hamas dio el primer paso en una maniobra política que costó cara: se presentó a las elecciones legislativas de la AP. Peor aún; ganó.
Al emerger como el principal partido político en una elección que fue, en sí misma, el resultado de un proceso político que Hamas había rechazado durante años, Hamas fue la víctima de su propio éxito.
Como era de esperar, Israel castigó a los palestinos. Como resultado de la presión de EEUU, Europa siguió su ejemplo. El gobierno de Hamas fue boicoteado, Gaza sufrió el bombardeo constante de Israel y los cofres palestinos empezaron a vaciarse.
En el verano de 2007 se produjo una breve guerra civil entre Hamás y Fatah que causó cientos de muertos y la división política y administrativa de Gaza desde Cisjordania.
Oficialmente, los palestinos tenían dos gobiernos, pero ningún Estado. Era una tomadora de pelo que un prometedor proyecto nacional de liberación abandonara la libertad y se centrara en contar los puntos de las facciones, mientras millones de palestinos sufrían bajo la ocupación militar y el asedio, y otros millones sufrían la angustia y la humillación del ‘shattat’ – el exilio de los refugiados en el extranjero.
En los últimos 10 años se han hecho muchos intentos de reconciliar a los dos grupos, pero todos han fracasado. Fracasan porque, una vez más, los líderes palestinos dejan sus decisiones en manos de potencias regionales e internacionales. La edad de oro de la OLP fue reemplazada por la era oscura de las divisiones en facciones.
Sin embargo, el último acuerdo de reconciliación en El Cairo no es resultado de un nuevo compromiso con un proyecto nacional Palestina. A Hamas y a Fatah se les han acabado las opciones. Su política regional era un desastre, y sus programas políticos ya no impresionaban a los palestinos, huérfanos y abandonados.
Para que la unidad entre Hamas y Fatah sea una verdadera unidad nacional tendrían que cambiar por completo las prioridades; el interés del pueblo palestino – de todos, en todas partes – ha de ser primordial, por encima de los intereses de una facción o dos.
CEPRID
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