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Guatemala.- Un fantasma recorre el país: la justicia maya (I)

Sábado 20 de mayo de 2017 por CEPRID

José Luis Rocha

Envío

Las poblaciones mayas reclaman que se reconozca su sistema jurídico propio. Reclaman un derecho que crea derechos. El gran capital guatemalteco ha cerrado filas contra la iniciativa que propone incluir en la Constitución este derecho. Reconocer el pluralismo jurídico en Guatemala es un pequeño pero significativo correctivo a 500 años de una situación de despojo y de violencia que ha mantenido a los indígenas mayas sin un Estado que los defienda.

Un fantasma recorre Guatemala: el fantasma de la justicia maya. El gran capital, los tertulianos biempensantes, los ángeles custodios del derecho positivo, las plumas omnipresentes en las páginas de opinión, los adictos incondicionales a la soberanía nacional y los paladines de los derechos humanos se han unido para acosar a este fantasma. Este fantasma casi siempre ha estado ahí, agazapado en las montañas del altiplano, encarnado en el derecho consuetudinario, pero ahora quiere penetrar en el Estado, adquirir carta de ciudadanía dentro de un sistema jurídico plural e incluso recibir una espaldarazo en la Constitución de la República.

REFORMA CONSTITUCIONAL

El 25 de abril de 2016 la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el Ministerio Público y el Procurador de los Derechos Humanos, en el marco de un paquete de reformas a la Constitución, propusieron incluir el siguiente párrafo en el artículo 203 de la Constitución: “Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales de conformidad con sus propias normas, procedimientos, usos y costumbres siempre que no sean contrarios a los derechos consagrados en la Constitución y a los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Para este efecto deberán desarrollarse las coordinaciones necesarias entre el Sistema de Justicia Oficial y las autoridades indígenas”.

TRES CONCEPTOS

Derecho comunitario, consuetudinario e indígena no son conceptos equivalentes. El Derecho comunitario se refiere a los mecanismos de justicia local, que existen también en comunidades no indígenas, como la favela que Boaventura de Sousa Santos llama Pasárgada y cuyas normativas y procedimientos analiza en “Sociología jurídica crítica”.

El Derecho consuetudinario hace referencia a las normas basadas en la costumbre. El Derecho indígena es el que se presenta como un sistema jurídico con significado y procedimientos propios. En el caso de los pueblos mayas, los tres se traslapan.

El derecho maya (indígena) es el que rige en sus aldeas (comunitario) y el que se legitima, sobre todo ante la población local, como una justicia basada en los preceptos de los ancestros (consuetudinario). Usemos los tres términos indistintamente.

EN ECUADOR Y EN BOLIVIA

Los pueblos indígenas latinoamericanos han tenido en el derecho consuetudinario un instrumento para resolver sus conflictos, expresar sus tradiciones y reproducir su identidad. Sin ser reconocido como un derecho por las legislaciones nacionales, se venía ejerciendo al margen, a escondidas o incluso a contrapelo de las disposiciones administrativas de los aparatos estatales.

El fin de los regímenes militares en América Latina abrió espacios a las luchas indígenas y al respeto por sus instituciones y mecanismos de autodeterminación. En algunos países el derecho indígena obtuvo un reconocimiento que se presume sustancial y duradero, como parte de un proceso de refundación de un Estado que se reconoce plurinacional. Desde 2008 y 2009 las constituciones de Ecuador y Bolivia reconocen la paridad del derecho indígena. Según el artículo 179 de la Constitución boliviana la legislación ordinaria y la “jurisdicción indígena originaria campesina tienen la misma jerarquía”. Algunos critican que la jurisdicción indígena esté confinada a las áreas rurales y que la ley exige que los magistrados indígenas sean abogados. Ecuador ha legalizado la aplicación del derecho indígena a indígenas y no indígenas, aunque sólo en aldeas indígenas. Eso ha ocurrido en dos países muy diversos. Ecuador tiene sólo el 7% y Bolivia el 62% de población indígena.

EL PAÍS LEGAL NO REFLEJA EL PAÍS REAL

Guatemala tiene casi una década de rezago en el avance hacia el reconocimiento de un aspecto clave de la plurinacionalidad. A pesar de su peso demográfico (¿o debido a los anticuerpos que ese peso suscita?), los indígenas guatemaltecos no han obtenido ese reconocimiento. Todo lo contrario: en 1999 un referendo rechazó una propuesta de reforma de la Constitución que incluía el reconocimiento oficial del derecho indígena. En Guatemala, los indígenas están en una posición de desventaja porque el país legal no se ajusta a la demografía del país real.

En 1998 el PNUD calculaba un 41.7% de indígenas en Guatemala, el mismo porcentaje que la CEPAL calculó en 2010. Algunas organizaciones indígenas, como la Defensoría Maya y la Coordinadora Nacional Indígena y Campesina (CONIC), elevan esa cifra al 60%. La disputa por el número, sus alzas y bajas según la posición política de la fuente, es altamente significativa. Quizás estos números elevados infunden temor y desencadenan las reacciones, a menudo brutales y abiertamente ofensivas, que sin ápice de pudor violan el protocolo de lo políticamente correcto, expresadas en páginas de opinión de los medios guatemaltecos contra la justicia maya en sí misma y contra su reconocimiento constitucional.

Líderes e intelectuales indígenas han expuesto sus argumentos y organizaciones indígenas han presionado en febrero de 2016 con tomas de carreteras y manifestaciones pacíficas. La fuerza de las demandas y las reacciones son sintomáticas de la tensión que el antropólogo estadounidense Charles Hale encontró en Guatemala hace más de una década: “Los triunfos del empoderamiento indígena son irrefutables. Un índice revelador de este empoderamiento es la ansiedad que sienten muchos ladinos, quienes temen que su largo dominio se esté desvaneciendo”.

UNA REFORMA COHERENTE

Tal y como está siendo discutida en la Asamblea Nacional desde octubre de 2016, la propuesta consiste en sustituir la frase de cierre del artículo 203 de la Constitución de 1985 reformada en 1993 (“Ninguna otra autoridad podrá intervenir en la administración de justicia”) por dos párrafos: “Las autoridades indígenas ancestrales ejercen funciones jurisdiccionales de conformidad con sus propias instituciones, normas, procedimientos y costumbres siempre que no sean contrarios a los derechos consagrados dentro de la Constitución y a los derechos humanos internacionalmente reconocidos”.

“Las decisiones de las autoridades indígenas ancestrales están sujetas al control de constitucionalidad. Deben desarrollarse las coordinaciones y cooperaciones necesarias entre el sistema jurídico ordinario y el sistema jurídico de los pueblos indígenas o en caso de existir conflictos de competencia, el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción resolverá lo pertinente, conforme a la ley”.

Según el abogado Edgar Raúl Pacay Yalibat, ex-Presidente de la Corte Suprema de Justicia, este reclamo de reconocimiento es mera coherencia con el artículo 66 de la Constitución: “Protección a grupos étnicos. Guatemala está formada por diversos grupos étnicos entre los que figuran los grupos indígenas de ascendencia maya. El Estado reconoce, respeta y promueve sus formas de vida, costumbres, tradiciones, formas de organización social, el uso del traje indígena en hombres y mujeres, idiomas y dialectos”. Y el derecho indígena es parte medular de las costumbres, tradiciones y formas de organización social.

UN DERECHO RECUPERADO

El derecho consuetudinario de los indígenas fue recuperado en los años 90 y fue entonces etiquetado como derecho consuetudinario indígena, sistema jurídico maya, justicia maya y justicia indígena, entre otros títulos. Se trata de una recuperación y no de una creación.

Los historiadores han desempolvado documentos donde la Corona española reconoce las leyes de los indígenas. Según el historiador del derecho Antonio Dougnac Rodríguez, esas leyes y costumbres fueron sancionadas por la Corona española en 1530, 1542 y 1555. El 6 de agosto de 1555, a petición de Juan Apobezt, cacique en Vera Paz (Guatemala), el rey Carlos I declaró en real cédula: “Aprobamos y tenemos por buenas vuestras buenas leyes y buenas costumbres que antiguamente entre vosotros habéis tenido y tenéis para vuestro regimiento y policía, y las que habéis hecho y ordenado de nuevo todos vosotros juntos…”

El inquisidor y luego obispo Diego de Landa, conversor de almas idólatras, ejecutor de cuerpos apóstatas e incinerador de códices paganos, nos dejó en su acervo de medias verdades y embustes completos algunas líneas sobre presuntas costumbres precolombinas de los mayas: “El hurto pagaban y castigaban, aunque fuese pequeño, con hacer esclavos, y por eso hacían tantos esclavos, principalmente en tiempo de hambre… Y si eran señores o gente principal, juntábase el pueblo y prendido (el delincuente) le labraban el rostro desde la barba hasta la frente, por los dos lados, en castigo que tenían por grande infamia”.

“¡AQUÍ VA UN LADRÓN!”

En 1937 el antropólogo estadounidense Charles Wagley dio testimonio del sistema jurídico en Santiago Chimaltenango para castigar a una mujer acusada. La politóloga Rachel Sieder y el antropólogo Carlos Flores documentan en “Dos justicias” (2012) un caso similar al que Wagley en 1937 registró así: “Si se prueba que el acusado es ladrón, el alcalde y los regidores lo conducen a través del pueblo y lo exhiben ante los ojos de todos, mientras la multitud lo rodea y lo sigue. Una marimba y un tambor se encargan de atraer la atención sobre el ladrón, el cual es forzado a llevar sobre la cabeza lo que ha robado. La gente grita: ¡Aquí va un ladrón! Los regidores lo escoltan posteriormente hasta San Pedro, en donde el intendente lo envía a la cárcel de Huehuetenango o a la de Guatemala. Los que han sufrido esta vergüenza pública raras veces vuelven al pueblo después de haber cumplido sus condenas”.

No deja de ser elocuente el hecho de que, incluso en el régimen de Ubico, famoso por su carácter represivo y durante el cual Wagley realizó su trabajo de campo, hubiera un espacio para la autonomía del gobierno indígena, que posteriormente desaparece, aunque lo hace después. Todavía en 1967 el antropólogo guatemalteco Joaquín Noval señala que “la comunidad indígena guatemalteca desarrolló y mantuvo durante largo tiempo una organización política y religiosa combinada, regida por una jerarquía de edades que servía para enlazar a la comunidad con el aspecto formal de la religión y con el Estado, aislándola al mismo tiempo, por el hecho de reinterpretar en términos locales las disposiciones de estos elementos nacionales. Las disposiciones de la Iglesia formal y el gobierno nacional no llegaban al individuo, la familia y grupos particulares directamente, sino tamizadas por las fuentes indígenas del poder”. Noval presenta a las autoridades indígenas como mediadoras y traductoras, y no como creadoras y fuentes del derecho, aunque reconoce que organizaban servicios policiales.

EL “DERECHO” DEL EJÉRCITO

El sacerdote y antropólogo guatemalteco Ricardo Falla describe paso a paso el proceso mediante el cual, desde los años 60, el ejército se fue añadiendo atribuciones más allá de su tradicional rol coercitivo, en detrimento y atropello de los espacios de deliberación y toma de decisiones de las cooperativas del Ixcán. A lo largo de décadas, el militarismo no sólo redujo los ya harto menguados márgenes de autogobierno de las comunidades indígenas. También se apropió y monopolizó competencias de otras ramas del poder estatal y controló el cooperativismo e incluso el comercio.

El ejército se convirtió en la institución total allí donde otros brazos del Estado se habían achicado o jamás habían llegado. Su capacidad coercitiva se expandió con la creación de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) a finales de 1981, legalizadas por la Asamblea Constituyente de 1984. Según el investigador británico Roddy Brett, “predominantemente bajo supervisión militar, las PAC se convirtieron en instrumento de masacres y asesinatos selectivos individuales de aquellos acusados de colaborar con la insurgencia o de participar en ella en la Guatemala rural”.

EL “DERECHO” DE LAS PAC

Voceros del ejército aseguran que en las PAC llegaron a participar entre 300 y 500 mil hombres de 15 a 60 años, que en 850 poblados patrullaban vastas zonas en cuadrillas de 10 a 14 hombres, en rastreos que podían durar varios días y que debían realizar un día de cada tres. Brett cita un informe de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala que afirma que en 1995, antes de desarmarlas dentro de los Acuerdos de Paz de 1996, todavía eran 375 mil.

El ejército invistió a los jefes de las PAC y a los comisionados militares con facultades para juzgar y ejecutar. Sus intervenciones no se limitaron al ámbito político, también dirimieron conflictos matrimoniales, pleitos, robos y problemas de propiedad. En aquellos años el derecho consuetudinario maya desapareció o sólo pudo ser ejercido de forma clandestina.

Hubo un desmantelamiento y suplantación de las estructuras comunitarias de poder. La historiadora guatemalteca Matilde González aclara qué significado tuvo esta dramática transformación para el derecho consuetudinario: “Los mecanismos de mediación y negociación de los conflictos que habían tenido autoridades de Costumbre o de AC (Acción Católica), fueron sustituidos con la aplicación arbitraria de las normas y medidas disciplinarias de las PAC. La violencia verbal y física se convirtió en el mecanismo utilizado para dirimir diferencias”. La investigadora británica Rachel Sieder coincide: “La violencia contrainsurgente dejó a las personas sin mecanismos pacíficos y culturalmente apropiados para regular su coexistencia”.

DESPUÉS DE LA GUERRA

Con reuniones semanales entre las PAC y los comisionados militares, y más de un año y diez meses de trabajo voluntario por patrullero entre 1983-1996, las PAC sirvieron para que el ejército mantuviera un control férreo sobre las comunidades. Pero, como la autoridad de las PAC derivaba del poder coercitivo del ejército y no emanaba del consenso comunitario, la disolución en 1993 de los comisionados militares, en 1995 de las mismas PAC en varias localidades y en 1996 su completa desmovilización, reabrió el espacio para la recuperación de las viejas instancias comunitarias de autoridad y juridicidad.

Antes de la recuperación y después de la firma de la paz, el departamento del Quiché fue escenario de una ola de linchamientos contra supuestos delincuentes, ejecutados a golpes o quemados vivos. En las zonas más afectadas por la guerra se recurrió más a los linchamientos como mecanismo de reducción de la inseguridad, en un contexto donde el poder coercitivo menguaba y la institucionalidad no pasaba de ser una promesa. La justicia indígena ya era una necesidad, faltaba su oportunidad.

LA HORA DE LOS DERECHOS DE “LAS MINORÍAS”

Roddy Brett sostiene que durante la preparación de los festejos de los 500 años del “descubrimiento” de América en 1992, aparecieron diversos movimientos indígenas que cuestionaron la celebración y los postulados liberales de gobiernos que hacían caso omiso de la diversidad cultural y la supervivencia de la opresión colonial en variadas formas. Fue un contexto favorable para las plataformas de lucha por los derechos de los pueblos indígenas. La concesión ese año del Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú se inscribe en una ola de revaloración y de reconocimiento de los indígenas.

Estos eventos no ocurrieron por generación espontánea. Hubo un contexto internacional que fue terreno fértil para el florecimiento de estas iniciativas.

También en 1992, la ONU aprobó la “Declaración de los Derechos de las Personas Pertenecientes a Minorías Nacionales o Étnicas, Religiosas o Lingüísticas”. Este trasfondo internacional propició un apoyo supranacional al resurgimiento del derecho maya y posibilita ahora su reconocimiento oficial en un sistema legal pluralista. Desde sus inicios, los organismos internacionales han influido en las defensorías mayas: han apoyado las iniciativas que vinculan el activismo local con las agendas internacionales sobre los derechos humanos.

En este contexto, en los años 90 el financiamiento internacional de los temas indígenas fortaleció las organizaciones y causas mayas, y su diversificación, por diversas vías: el Banco Mundial con el “Fondo Indígena” que formaba parte de sus fondos especiales; la USAID, que patrocinó el fortalecimiento de las entidades de la sociedad civil con una opción preferencial por las organizaciones mayas, el mecenazgo de la Comunidad Europea y los países escandinavos, que hizo posible el surgimiento de la Coordinadora de Organizaciones del Pueblo Maya (COPMAGUA).

AÑOS 90: EL DERECHO MAYA

La Defensoría Maya nació en 1993 de la fusión de dos redes de derechos humanos que operaban en los departamentos de Quiché y Sololá. Sus objetivos de largo plazo han sido la recuperación de los derechos culturales colectivos de la población indígena, incluyendo las estructuras locales de autoridad y el restablecimiento y oficialización del sistema legal maya. Es una concepción que incluye la estructura política como parte de la cultura.

Al principio, en Sololá hablaban del “sistema de resolución de conflictos”. Después, del derecho consuetudinario y derecho maya. Los activistas de Sololá ya habían trabajado en la recuperación de la alcaldía indígena desde 1992, pero el apoyo internacional fue clave: en 1994 la embajada de Canadá concedió a la Defensoría maya un apoyo financiero de largo plazo que le permitió consolidar y ampliar sus redes y su trabajo. Fue hacia 1994-95 que empezaron a usar el término “derecho maya”. El derecho consuetudinario se politizó con la demanda de una pluralización del sistema legal.

En 1995 se firmó el Acuerdo sobre la Identidad y los Derechos de los Pueblos Indígenas (AIDPI), basándose en el convenio 169 de la OIT sobre pueblos tribales e indígenas en países independientes. El último capítulo del AIDPI enuncia la necesidad de reformas constitucionales que reconozcan la naturaleza multiétnica, multicultural y plurilingüe de la nación-Estado de Guatemala y también “la capacidad de las comunidades indígenas para utilizar el derecho consuetudinario”, con parecida salvedad a la que estableció la Corona española 500 años atrás: “Cuando no sea incompatible con los derechos humanos reconocidos internacionalmente y en la Constitución nacional”.

¿MENOS PELIGROSO?

La mengua en el mundo de las violaciones a los derechos humanos también favoreció un cambio en los parámetros de la lucha social: de derechos universales individuales a derechos colectivos étnicos. Brett observa que “protestar por marginación y opresión sobre bases culturales dentro de una nación-Estado que había tratado a la oposición basada en clase con una brutalidad feroz e infatigable, aparentaba ser políticamente más efectivo y menos peligroso que hacerlo sobre demandas de exclusión económica… Las demandas de derecho basadas en factores étnicos parecían ser menos amenazantes para los intereses de la élite y se apoyaban en un movimiento indígena, cada vez más efectivo, que operaba dentro de un contexto nacional e internacional favorable”.

El modelo neoliberal puso énfasis en políticas de descentralización administrativa, en mayor participación local en la provisión de bienes públicos y en el reconocimiento de la diversidad étnica. El reconocimiento de la justicia maya parece calzar en estas tres propuestas neoliberales. Pero las luchas del movimiento maya contienen -en el seno mismo de su reclamo de respeto a su cultura- elementos en modo alguno inocuos que no pueden ser catalogados como emanaciones del diversionismo neoliberal.

“TOCAMOS A LA ÉLITE”

Hace más de diez años Charles Hale constató que el florecimiento maya, en parte apoyado por el multiculturalismo adoptado por el Estado, había producido notoria inquietud, aprehensión y ambivalencia entre los ladinos de Chimaltenango. Esa inquietud encontró poco después sobradas razones para subir de tono: el reclamo de pluralidad jurídica, el reconocimiento de las autoridades locales y las demandas de títulos de tierras de comunidades indígenas como derechos culturales. El florecimiento maya había dado frutos en modo alguno inofensivos, desviándose de su versión neoliberal domesticable y convirtiéndose en una oportunidad potencial de resolver las miles de controversias territoriales en un país con alta conflictividad agraria. Entre 1997 y 2013 la Comisión Presidencial para la Resolución de Conflictos de Tierra y la Secretaría de Asuntos Agrarios, registraron 6,482 conflictos agrarios, el 44% en los departamentos de Alta Verapaz, Izabal, Quiché y Huehuetenango. Involucraron a unos 2 millones de personas.

Esa arista conflictiva fue enfatizada por Rafael Chanchavac Cux, entonces sub-coordinador de la CONIC: “Nuestras propuestas sobre la redistribución de la tierra tocaron los intereses de la élite. Para nosotros, nuestra cultura viene de la Naturaleza, de la tierra. Pero el gobierno sólo habla y reconoce la identidad étnica, no la cultura de la tenencia de la tierra”.

EL DERECHO A TENER SU PROPIO RÉGIMEN DE DERECHOS

El “indigenismo” en América Latina, que tuvo mayor desarrollo en México, Perú y Brasil, ha revestido diversas formas. El mero interés folclórico e investigativo por lo indígena. La formulación del ser y el deber ser de sus luchas. La presentación de los indígenas como una cultura y raza superior, incluso modelo de la sociedad futura. La concepción no racial sino cultural de lo indígena. Y la subsunción de las luchas indígenas en las categorías del marxismo clásico, que fue la posición de José Carlos Mariátegui, uno de los pensadores de izquierda que más se ocupó de lo que él denominó “el problema indígena”.

En sus “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana” Mariátegui pronostica la lucha de los indígenas contra el orden feudal, pero le asigna a esa lucha un papel en buena medida centrado alrededor del recurso tierra. Tanto para Mariátegui como para otros indigenistas (Luis E. Valcárcel y José María Arguedas, por citar dos casos significativos) los indígenas tenían derechos: a la tierra, a un trabajo bien remunerado, a la educación, a recibir apoyo del Estado, a reproducir su cultura. Tenían derechos económicos, sociales, culturales y políticos, pero no el derecho político a ejercer su propio derecho. Sólo tenían derechos derivados de un sistema de derechos superpuesto y no derechos que emanaran de una fuente autónoma y que fueran expresión de su propio régimen de derechos. Y éste es precisamente el nudo del carácter profundamente contrahegemónico del reclamo maya a ver reconocido su sistema jurídico: es un derecho que crea derechos.

PROMOVER LA DIFERENCIA

La pluralidad jurídica fue el fruto prohibido del multiculturalismo. En Guatemala, antes de la guerra, la posición dominante entre los ladinos poderosos era la promoción de la diferencia, concebida como separación y desigualdad. Los gobiernos militares y los sectores cultivados defendían diversas variantes del asimilacionismo. Los militares impusieron lo que Hale llama “asimilación disciplinaria”. Y los sectores cultivados, una especie de integración promovida desde una actitud condescendiente.

Alentado por entidades supranacionales y presionado por las organizaciones indígenas, el Estado neoliberal promovió un multiculturalismo que retomó la tesis de la diferencia. La lucha por la igualdad incorporó la lucha por el reconocimiento de las diferencias. Las organizaciones mayas le dieron un nuevo contenido a las diferencias. En el caso de la justicia maya incluye el reconocimiento de igual validez legal donde hubo desigualdad, así como complementariedad y coordinación donde hubo separación. Esta reedición de la diferencia es un plato fuerte, y no un postre neoliberal, que ciertos sectores en Guatemala no pueden digerir. Quizás ni oler.

VOZ DE ALARMA DEL CACIF CONTRA EL “CISMA” JURÍDICO

El rechazo del gran capital a la reforma del artículo 203 de la Constitución que se debate hoy en Guatemala no tuvo fisuras.

Felipe Bosch, del grupo Pollo Campero y presidente de la Fundación para el Desarrollo de Guatemala (FUNDESA), lanzó la voz de alarma durante la clausura del Encuentro Nacional de Empresarios en 2016: El reconocimiento de la justicia indígena dividiría más a los guatemaltecos.

Le hizo eco Salvador Paiz, del grupo Hiper Paiz, hoy propiedad de Wal-Mart y vicepresidente de FUNDESA: “No tengo nada más que admiración a las autoridades indígenas ancestrales… No obstante, el texto propuesto de jurisdicción indígena, deja vacíos y más preguntas que respuestas… La aprobación irresponsable de reformas que carezcan de mecanismos de coordinación adecuados, que no contengan suficientes límites y que estén llenas de ambigüedades, sin duda alguna, debilitará todo nuestro sistema de justicia”.

El Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) dio a conocer su posición en un pronunciamiento del 7 de noviembre de 2016: “No es necesario hacer ninguna modificación constitucional en el tema del pluralismo jurídico, dado que no se pueden tener sistemas jurídicos paralelos, ya que esto atenta contra la certeza jurídica y la igualdad ante la ley, llama a una aplicación subjetiva de la ley y en consecuencia genera confusión y atenta nuevamente contra la certeza”.

El gran capital guatemalteco ha cerrado filas contra el reconocimiento constitucional, incluso contra cualquier tipo de reconocimiento, de la justicia indígena. Lo perciben como una suerte de intento de independencia jurídica, con el agravante de que los independentistas no son criollos que se desagregan del centralismo capitalino, sino indígenas que reclaman una jurisdicción legal comunitaria. Ven ese reconocimiento como un atentado contra el centralismo de las élites. Según Charles Hale, para un sector de los guatemaltecos, el país ideal sería una Guatemala sin indígenas ni ladinos, “una visión de asimilación clásica que implícitamente favorece a las personas de la cultura dominante”. Y ése es el ideal que en el terreno legal apuesta por la unicidad jurídica.

¿UNIDAD JURÍDICA EN UN MAR DE SISTEMAS NORMATIVOS?

El problema no es, como proclama el CACIF, el peligro potencial de un sistema jurídico paralelo. En Guatemala existen numerosas entidades que establecen normas que aplican a distintas minorías y que a menudo entran en contradicción con la legislación nacional. Por ejemplo, la iglesia católica condena a los amancebados y no permite los divorcios, y puede aplicar penas que van desde leves penitencias hasta la excomunión. Censura el uso de los anticonceptivos que son promovidos insistentemente por el gobierno y el UNFPA, con lo que practica una abierta oposición a la política demográfica oficial, y en ese sentido atenta contra el proyecto del Estado-nación. La exclusión de las mujeres del sacerdocio atropella diariamente la equidad de género, pero ningún Estado reclama un cambio en esa dirección ni osa pretender una intervención en lo que es potestad del fuero eclesiástico.

Muchas iglesias evangélicas prohíben a sus miembros lo que la legislación reconoce como derechos, pero al CACIF le tiene sin cuidado que los ciudadanos evangélicos se sometan a un régimen que les impide ser iguales ante el derecho positivo guatemalteco. En un ámbito no religioso encontramos que los organismos del sistema de Naciones Unidas establecen a menudo regímenes de contratación y de uso de la propiedad intelectual que están en abierta contradicción con las legislaciones de los Estados-nación a cuyos ciudadanos las aplican. Nada de esto perturba al CACIF, al que jamás se le ocurriría tampoco demandar la abolición del ejército, en vista de que operó conforme a códigos “alternativos”, arrogándose potestades judiciales y policiales para crear una condición de juridicidad paralela que posibilitara y legitimara las masacres de civiles a inicios de los años 80.

INVESTIGADOR DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA DE EL SALVADOR E INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO DE INVESTIGACIÒNY PROYECCIÓN SOCIAL SOBRE DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES (IDGT) DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE GUATEMALA.


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