Izquierdismo y reformismo en América Latina actual
Lunes 9 de diciembre de 2013 por CEPRID
Fernando Martínez Heredia
Alainet
Es óptima la elección de este tema principal. Hace 20 años la situación del movimiento popular era pésima y los temas principales eran de sobrevivencia, exigencias mínimas, aferrarse a ideales y tratar de recuperar autoestima en medio de la euforia neoliberal. Hoy este es un tema principal porque hemos avanzado mucho y la situación es diferente y mucho más favorable. Hay que tener esto muy en cuenta, para lograr planteos a la altura de la situación y soluciones que realmente no sean mediocres o mezquinas, porque, en términos históricos, estamos abocándonos en América Latina a una nueva etapa de acontecimientos que pueden ser decisivos, de grandes retos y enfrentamientos, y de posibilidades de cambios sociales radicales. Es decir, una etapa donde predominarán la praxis y el movimiento histórico, donde los actores podrían imponerse a las circunstancias y modificarlas a fondo, una etapa en que habrá victorias o derrotas. El momento exige mucho al pensamiento revolucionario, porque esa praxis tiene que acertar y tiene que ser intencionada, saber lo que quiere, por qué lo quiere, cómo hacer, distinguir el tiempo de acumular del tiempo de actuar con decisión, combinar la paciencia y la audacia. La actuación revolucionaria es como el arte más difícil. Lo que hoy llamamos reformismo o izquierdismo tiene una historia tan larga como la de las resistencias, las luchas y los movimientos contra la dominación colonial y de clase en América Latina. A pesar de sus rasgos singulares e irrepetibles, los hechos históricos portan también una continuidad y unas constantes que permiten sacarles provecho en los análisis actuales, y portan una acumulación cultural que puede convertirse en una fuerza concientizadora y movilizadora. Al mismo tiempo, cada nueva época trae problemas y exigencias específicas que es obligatorio conocer y enfrentar con creatividad y originalidad. La combinación no es fácil, pero ayuda un hecho que me atrevo a considerar axiomático: en la medida en que la práctica y sus instrumentos ganan fuerza, organización y atracción sobre las mayorías, la acumulación histórica se les va entregando y pueden atribuírsela, se van apropiando de la razón histórica y de los nexos entre el pasado y el futuro; eso multiplica su fuerza y su seguridad en el triunfo, y disminuye las de sus adversarios. El funcionamiento de los sistemas de dominación siempre conllevó la subordinación de las mayorías oprimidas: el momento del consenso es la clave de las hegemonías, no el de la represión. Entonces, lo que se considera normal han sido las diferentes y sucesivas formas de adecuación al dominio de una minoría sobre la sociedad. Las resistencias culturales que se vuelven activas, los estallidos sociales, las rebeldías individuales, han dado cuenta del conflicto que siempre está latente, pero no de la posibilidad de que se convierta en rebeldía organizada y en opción de victoria y de poder. Ellas tienen raíces lejanas en el tiempo y se apoyan en ideas de justicia y de libertad, y sus acciones han dejado huellas históricas importantes. Pero por sí solas no han generado políticas capaces de vencer a los sistemas de dominación. El problema que hoy llamamos de reformismo o izquierdismo solo aparece cuando existe suficiente conciencia de la dominación y una actitud de rechazo a ella, aunque esa conciencia haya sido de diferentes tipos y alcances en la historia latinoamericana. Pero una y otra vez se ha llegado a nuevas formas de adecuación al dominio después de las etapas de alta conciencia y rechazo generalizado, incluso después de revoluciones, por dos razones principales: no se llegaba a destruir las bases del sistema de dominación; este aprendía a hacer concesiones en cuestiones no esenciales, a mudar sus modos de mandar y sus símbolos, a reformular, en suma, su hegemonía. La falta de una política propia, de representaciones autónomas del mundo y de decisión de ir hasta el final en los cambios y crear un poder popular, ha sido complementaria al funcionamiento del poder, muy fuerte y previamente instalado, a su represión sistemática y despiadada y a su inteligencia en cuanto a reformular la hegemonía. Los rebeldes intransigentes han sido reprimidos y aislados al mismo tiempo, y después demonizados, trivializados, manipulados y sometidos al olvido. Con el desarrollo del capitalismo en la región se fue produciendo una maduración de la capacidad de las clases dominantes de darle relativa autonomía a la dimensión política y organizar dentro de ella formas de consenso en que la petición y obtención de reformas dentro del sistema tuviera peso y ocupara a la mayoría de los actores sociales y sus ideologías. Aunque una parte del reformismo viniera a satisfacer demandas que habían levantado las rebeldías, y aunque fuera un vehículo usual de ciertas redistribuciones de recursos y de posiciones sociales, su función primordial ha sido siempre asegurar la dominación capitalista sobre la sociedad. Por eso lo que hoy llamamos reformismo ha tenido su sentido último en la subordinación al sistema y el desarme o la prevención de las actitudes y las ideas subversivas. El horizonte del pragmático-reformista siempre queda dentro del orden vigente. Para los que nos oponemos de manera consecuente a la explotación, la complicidad subordinada al imperialismo y las demás formas de dominación, todo eso está claro en general, pero frente a la situación concreta de cada sociedad en un momento determinado muchas veces esa claridad desaparece. Duros datos de realidades, prácticas y creencias llenan la materia de la vida cotidiana y de lo que le parece posible pretender a la mayoría, acotan identidades y demandas sectoriales, configuran lealtades, aversiones e ideologías, y le fijan férreos límites a las actuaciones y al trabajo de concientización de los movimientos populares que luchan por cambiar a fondo la sociedad y la vida de esa misma mayoría. Termino este primer acercamiento a nuestro problema con dos precisiones. La primera es que ambas posiciones, su contraposición y su dialéctica deben ser analizadas, pero la valoración predominante desde una perspectiva revolucionaria las diferencia de una manera radical. El reformismo es antirrevolucionario en cuanto práctica de sus gestores y es un indicador de escasa conciencia y de confusiones de los que se adhieren a él, mientras que el izquierdismo es un grave desacierto que cometen quienes son o pretenden ser revolucionarios, es una enfermedad infantil que padecen, diría Lenin. La liberación de todas las dominaciones y la creación de sociedades nuevas es el ideal que nos mueve, nos sostiene y nos sirve de brújula y de guía política y moral. Las grandes jornadas de rebeldía popular, las vidas y los hechos de los revolucionarios, son los hitos principales de esta memoria y proveen sus símbolos. Simplificando, el izquierdismo sería un error, y el reformismo un crimen. Pero mi segunda precisión es que las prácticas, las experiencias, las formas organizativas y los niveles de conciencia establecidos que se convierten en formidables adelantos provienen de las épocas en las que el campo popular ha tenido que reorganizarse después de los grandes eventos. Más de una vez han sido elaborados después de la derrota de los esfuerzos más radicales. Son fruto de trabajos pacientes y extraordinarios, de descubrir realmente a la gente común y compartir con ellos sus vidas, sus necesidades, anhelos y demandas, de tejer redes de alcance restringido pero que nada puede romper. Aunque obligan a la dominación a ceder avances y campos, a negociar y convivir con lo que repudia, pudieran calificarse de moderadas, porque caben dentro del orden vigente y no pretender tomar el cielo por asalto. Sin embargo, la acumulación cultural que producen no es nada desdeñable: ella es la realidad a partir de la cual es factible proponerse las empresas revolucionarias más ambiciosas. La cuestión, entonces, es compleja, como sucede siempre en los análisis sociales. No soy capaz de resolverla, y creo que en los momentos cruciales es la actuación la que puede hacerlo. Pero también creo que el estudio, la discusión, la formación política e ideológica, son imprescindibles para comprender lo fundamental en una sociedad determinada, en un proceso, en una coyuntura, en el movimiento que será histórico, que siempre es diferente a lo aparente. En política, lo principal es lo que no se ve. Esa preparación es indispensable para los activistas, porque su deber es enorme: conducir bien, acertar, no dejar pasar las oportunidades, combinar la audacia, la determinación y el buen juicio, y mucho más. Para ayudar un poco a esa tarea examinaré algunas cuestiones que me parecen necesarias para nuestro tema, tanto de los dilemas mismos de la actuación expresados por el par “reformismo-izquierdismo” como del análisis de las realidades históricas y actuales que constituyen sus condicionantes, en el espíritu de promover los debates y dar algún marco a la exposición y la discusión de las experiencias y las ideas. Aunque hay un conjunto de factores comunes que nos permiten situarnos en América Latina y el Caribe como un todo, y que serán cada vez más fuertes en la medida en que nuestra causa avance, las diferencias entre países en la región son muy notables, y en varios casos las de regiones dentro de ellos. Ellas se verán mejor cuando escuchemos las contribuciones por países, ahora nos referiremos a los problemas en sus dimensiones más generales, que suelen implicar tendencias para cada caso, o servir para hacer más claras las particularidades. Recuperar la historia desde el campo popular es una necesidad para comprender el presente y para guiar nuestras acciones y proyectos. La historia ha sido prisionera primero del colonialismo, y después de las clases dominantes de las repúblicas, burguesas y neocolonizadas. La independencia misma, al fijarse el bicentenario en 2010 escamoteó la gran Revolución haitiana, verdadero inicio en 1791 del proceso que culminó en Ayacucho 33 años después. En Haití hubo una grandiosa revolución social, en la que una enorme masa de esclavos que producían para el capitalismo mundial se liberaron mediante la guerra revolucionaria, vencieron a los soldados de Inglaterra, de España y a un gran ejército de Napoleón, se consideraron americanos a pesar de que una gran parte había nacido en África, implantaron el primer Estado soberano de nuestra región y promulgaron la Constitución más avanzada de América. Nadie hubiera concebido posible algo así en 1791, y trece años después era realidad. Esa fue una gran lección histórica. Solo unas palabras acerca de aquel proceso. La independencia de la América ibérica fue la más temprana descolonización regional ocurrida en el mundo. Lo determinante en el proceso fueron revoluciones violentas en la mayor parte de los casos de la América española, aunque en Centroamérica y Brasil la independencia se estableció a partir de actos no violentos promovidos desde arriba. Hubo crisis en las metrópolis y en sus colonias, sin duda, pero sólo porque hubo revoluciones pudo producirse la gran transformación. La nación, como la entendemos hoy, era una idea incipiente en Europa cuando sucedió la independencia en América. Si allá era una novedad, en América pudo encontrar espacio precisamente por las necesidades de autoidentificación que tenían los que se levantaban contra un orden colonial que, además de su poder material y la inercia de lo establecido, tenía muchos medios espirituales a su favor. Los insurgentes y los nuevos políticos tuvieron que aprender a organizar poderes propios, confiar en ellos y hacerlos permanentes, y aprender a nombrar el nuevo mundo que iban creando. Hubo revoluciones sociales en diferentes lugares durante el proceso, más o menos victoriosas, inconclusas, parciales o derrotadas. Desde las complejas sociedades de dominación resultantes de la larga época colonial fue que cada país enfrentó la ruptura del orden colonial y la formación de los Estados independientes. Solamente la violencia revolucionaria pudo ser eficaz para conseguir que individuos y grupos sociales se representaran negar y trascender su situación de colonizados o su condición servil y actuar en consecuencia, ser muy subversivos en sus prácticas, sacrificarse, persistir durante las circunstancias más difíciles, organizarse militar y políticamente, superar hasta donde fue necesario las divisiones en castas que tenían y las ideas y sentimientos correspondientes, cambiarse o reeducarse a sí mismos en buena medida, crear nuevas instituciones y relaciones, vencer a sus enemigos e instituir países que se reconocieran como tales y masas de personas que fueran o aspiraran a ser sus ciudadanos. En general, las independencias se consideraron parte de una epopeya y un proyecto americanos, y así quedaron fijados en la conciencia social y en los discursos más influyentes. Moderados, aprovechados y conservadores americanos tuvieron que adoptar los símbolos de la epopeya libertadora, incluso los que querían mediatizarla y controlarla. En el origen estuvieron, por tanto, la revolución y un proyecto continental. La iniciativa humana radical e intransigente fue decisiva, y el resultado de conjunto fue un formidable avance cultural a escala continental. Esa tradición es un aspecto de enorme importancia en la acumulación cultural latinoamericana y caribeña actual. Pero en las repúblicas se fueron integrando y consolidando versiones que se convirtieron en la historia nacional, como parte de un complejo cultural que respondía, en todo lo esencial, a la dominación de clase, al Estado y a las representaciones sociales correspondientes. Igual que las economías locales, los idiomas, las comunidades, las diversidades sociales y humanas, la historia fue cristalizada en un molde nacional. No les fue posible reducir ese molde a los arbitrios de los dominantes, pero lo cierto es que excluyó lo que fuera realmente peligroso para la dominación. No fue por gusto: la subordinación al capitalismo mundial no fue eliminada, y ella rigió desde la formación económica y la organización estatal hasta las corrientes dominantes de ideas y creencias. Las colonizaciones persisten hasta hoy, en las instituciones, las mentes, los sentimientos y la vida espiritual. Las zonas de silencio, las multitudes sin voz, las selecciones tendenciosas de hechos, procesos y personalidades, las distorsiones y las falsedades, han formado parte hasta hoy de las culturas nacionales. La libertad, las naciones y la justicia social han vivido muy dilatados y complejos procesos en nuestra América desde 1824 hasta hoy. La forma republicana de gobierno predominó, pero las libertades fueron recortadas, conculcadas o no cumplidas en la práctica en innumerables ocasiones y lugares, la justicia social siguió siendo negada a las mayorías y las naciones se fueron forjando paulatinamente, tanto que algunas no se han completado todavía. Sin embargo, en nombre de ellas y del nacionalismo se implantaron regímenes de dominación, se reprimieron las luchas sociales y de los grupos étnicos oprimidos y se emprendieron numerosas guerras y conflictos entre países del continente. Las potencias capitalistas, y cada vez más Estados Unidos, aprovecharon el tipo de sociedades de dominación establecido en la región para convertir a sus beneficiarios en socios subordinados o en cómplices, dominantes y dominados al mismo tiempo. Estos sacrificaron los intereses generales de sus sociedades para mantener los de ellos y los de sus nuevos mandantes.
La acumulación cultural Pero existe una gran acumulación cultural en el continente, de capacidades económicas, cultura política y social, identidades, experiencias e ideas, que es hija del transcurso histórico de estos dos siglos y forma parte de su patrimonio. Ella es potencialmente capaz de enfrentar en mejores condiciones que otras regiones del mundo los males a los que ha sido sometido en las últimas décadas y la rapacidad y la agresividad del imperialismo, y de emprender transformaciones profundas que le permitan hacer posible y convertir en realidad lo que le está impidiendo el sistema capitalista. (8m) Entre las décadas quinta y octava del siglo XX tuvieron su máxima expresión ideas y prácticas de políticas de desarrollo relativamente autónomas de cierto número de países de la región, pero ellas cayeron en decadencia. Los burgueses latinoamericanos protagonizaron una etapa económica expansiva y fueron en general hegemónicos en sus países, pero no resistieron el desafío de cuatro procesos simultáneos, aunque diferentes entre sí: a) la emergencia de Estados Unidos después de 1945 como el poder decisivo en el continente y a escala del capitalismo mundial, lo que le permitió doblegar las resistencias, desmantelar las autonomías e imponer la incorporación de cada país a su dominio político y económico; b) la extrema centralización del sistema capitalista mediante los procesos de transnacionalización y el dominio financiero y comercial, la especulación, el gigantesco parasitismo de la deuda externa y la tiranía ejercida por el FMI y el Banco Mundial. En consecuencia, las burguesías subalternas perdieron espacio de maniobra, se redujo el papel de América Latina en el comercio mundial, quebraron o se deformaron ramas industriales y predominaron los sectores primarios exportadores, se multiplicó la entrega de excedente como tributo, se anuló la capacidad de los Estados para cumplir sus funciones de factor redistribuidor y de equilibrio social y se produjo la conservatización y el desarme de la mayor parte del pensamiento económico y social; c) el enorme crecimiento de las luchas sociales y políticas latinoamericanas, que llegaron a ser radicales en su actuación y en sus proyectos de cambio del sistema y deslegitimaron a numerosos grupos de poder, desafiaron la hegemonía burguesa, proclamaron proyectos populares y profundizaron el antimperialismo. Esas experiencias fueron muy ricas y diversas: gran número de movimientos de masas muy combativos, luchas armadas en una docena de países, el Gobierno de Unidad Popular en Chile de 1970-1973 y varios intentos nacionalistas en otros países; d) la liberación de Cuba de sus ataduras, mediante una insurrección triunfante y una revolución muy profunda, social, política y de las conciencias. Cuba, un país pequeño pero estratégico del Caribe, que tuvo dos grandes expansiones económicas entre 1780 y 1930 y un extraordinario proceso revolucionario anticolonial, y fue sometido al neocolonialismo por Estados Unidos desde fines del XIX, liquidó el poder de la burguesía y del imperialismo, y logró colosales cambios sociales y económicos que transformaron las relaciones fundamentales, la vida pública y las instituciones, le aportaron dignidad y bienestar a toda la ciudadanía y la soberanía nacional plena al país. Su ejemplo y la resistencia y las victorias obtenidas frente a la agresión y el bloqueo imperialistas durante medio siglo, han despertado un arco muy amplio de esperanzas, rebeldías, solidaridad, odio y agresiones. La Revolución cubana ha estado siempre presente desde 1959 en los asuntos latinoamericanos, por sus actuaciones, por las reacciones que ha provocado, por las relaciones que se han sostenido con ella y por su influencia en la política norteamericana hacia los demás países de la región. En la actualidad es un factor importante para las acciones y los proyectos que promueven soberanía, políticas sociales a favor de los pueblos, autonomía, integración y unidad continental. Ante las profundas transformaciones acontecidas en las cuatro décadas citadas, la política burguesa en América Latina no se dividió entre los arcaicos y los modernos, los entreguistas y los “nacionales”, como suponían la creencia y la esperanza pertinaces que albergaban fuertes corrientes de pensamiento y organización de organizaciones de izquierda y el campo popular. Volveré a referirme a esa creencia. En general, los modernos abandonaron las políticas de cierto desarrollo autónomo –allí donde las había— y se “integraron” como subordinados al gran capital, y en todo lo esencial al imperialismo norteamericano. En el terreno político, en vez de aliarse a los movimientos de rebeldía o resistencia populares, se plegaron a las exigencias imperialistas, aceptaron las nuevas dictaduras –los llamados regímenes de “seguridad nacional”— o fueron incluso coautores en los procesos represivos en numerosos países de la región, que llegaron hasta el genocidio en algunos casos. En vez de una integración, se organizó una internacional del crimen. Los regímenes capitalistas neocolonizados arrasaron o desmontaron las formas organizativas del pueblo, abandonaron las políticas de desarrollo autónomo y los instrumentos de la soberanía nacional, practicaron el entreguismo, abolieron conquistas y políticas sociales y provocaron fuertes retrocesos culturales conservadores, todo en nombre de las bondades o la necesidad del neoliberalismo. Esos daños han persistido hasta hoy en muchos ámbitos. El Che había escrito en 1966: “las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo —si alguna vez la tuvieron— y sólo forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer: o revolución socialista o caricatura de revolución”. La política revolucionaria fue la principal en esta etapa en que las clases dominantes mostraron su entraña antinacional y fueron verdugos de sus propias sociedades. Por primera vez en el siglo XX se pensó y se actuó en América Latina para conquistar una transformación radical liberadora a una escala de participación notable. Los revolucionarios intentaron derrocar el sistema de dominación de cada país mediante el desarrollo de luchas armadas, la concientización y la formación de bases sociales, combatieron al imperialismo, practicaron el internacionalismo y plantearon la continentalización. El pensamiento logró un alto grado de independencia y produjo tesis, corrientes y conceptos para comprender las realidades materiales e ideales, y para guiar o fundamentar la conciencia, la conducta y la actuación de los individuos, los grupos sociales y los pueblos. (Dependencia, TL, Che). Hubo un nuevo grado de socialización más amplio de esas ideas, por los estudios de militantes y activistas y la divulgación intencionada a sectores de población, y por la combinación del acompañamiento de un buen número de intelectuales a los procesos prácticos y la producción de pensamiento por parte de revolucionarios activos. A pesar de los sacrificios, las movilizaciones, el heroísmo y la tenacidad que desplegaron, las extraordinarias luchas populares de esta época no lograron convertir en realidad sus ideales y sufrieron derrotas políticas, no sólo represivas. Pero por segunda vez en la historia latinoamericana fueron la política y el pensamiento revolucionarios los que pusieron a la orden del día el derrocamiento de las opresiones y las liberaciones sociales y humanas. Los proyectos radicales abominaron al sistema capitalista como un todo, no a sus vicios o errores, y le dieron suelo americano al socialismo, que adquirió concreción y atractivo para muchos. La libertad y la justicia social reunidas, que habían sido el motor de tantas rebeldías, ahora se representaron y se formularon como características indispensables de las sociedades a crear, como objetivo a conquistar a partir de las experiencias de anticolonialismo, repúblicas, ciudadanía, democracia, combates sociales, revoluciones, organizaciones populares, antimperialismo, representaciones, símbolos e ideas latinoamericanos. Ese proyecto de América nuestra que cristalizó hace pocas décadas tiene mucha fuerza y vigencia como ideal general, porque brinda una base espiritual y política para abominar el sucio final del siglo XX mientras se elaboran las nuevas bases que están exigiendo las realidades actuales, porque logró ser efectivamente latinoamericano, y porque sus propuestas fueron firmadas con sangre. (8m) En el marco de los procesos diversos de modernizaciones del siglo XX, existieron muchas organizaciones políticas y sociales que actuaron a favor del bienestar de las mayorías, el buen gobierno, el desarrollo económico, más soberanía, estado de derecho pleno, dentro de las reglas de juego cívicas del orden vigente. Sería un error muy grave despreciarlas o subestimarlas por esa limitación básica. Ellas proveyeron el campo para la actuación, las ideas y las experiencias políticas de millones de personas durante un largo período histórico; muchas veces obtuvieron demandas y avances parciales, más o menos duraderos, que no hubieran cedido graciosamente los gobernantes, los patronos y los magnates, la clase dominante poseída del afán de lucro, poder y predominio social. En otros casos sirvieron al menos como escuela de ciudadanía y aprendizaje de los límites de ese tipo de política. Lo que me impide tildarlos de “pragmáticos” es que estoy refiriéndome a los largos períodos y las coyunturas en las que no estaban en marcha protestas apreciables o rebeldías. El indicador fundamental, a mi juicio, es que este tipo de acción política y social, y sus ideologías, son las factibles y esperables dentro del funcionamiento de un sistema de dominación que no está confrontando graves conflictos abiertos ni crisis. Eran funcionales al sistema en general, es cierto, pero al menos le forzaban a negociar y a ceder en temas que no ponían en peligro su dominio. Por otra parte, los golpes de Estado a gobiernos que no iban más allá de reformas moderadas, las brutales represiones a partidos y movimientos sociales que no tenían pretensiones de subvertir lo esencial del orden, constituyeron también enseñanzas para los pueblos acerca de la naturaleza del sistema capitalista. Las revoluciones mismas tampoco han sido criaturas procedentes de la nada. Han tenido que comenzar por lo que el medio existente consideraba demandas y banderas de rebelión, y expresándose en su lenguaje (Sandino, liberal; Cuba 1952-53: Const 40). El izquierdista cree ser el verdadero radical, y el único representante de un pueblo abstracto y virtuoso al que prácticamente no conoce. El revolucionario sabe que debe partir de los conflictos reales, y al mismo tiempo de las percepciones reales que tienen de ellos la gente y los diferentes sectores del pueblo. El proceso práctico y las concientizaciones irán dando instrumentos para profundizar las comprensiones y los objetivos, permitirán a unos y otros conocerse y aportarse saberes, a los revolucionarios ganar la condición de conductores, a los participantes adquirir la determinación y otras cualidades personales y la organización política que resultan imprescindibles. (Reforma y rev, SP 1992). Acabo de salir de improviso del terreno del recuento histórico, porque me preocupa que ya llevo media hora hablando. Quisiera incluir en esta introducción la cuestión de los instrumentos de pensamiento, que tienen una importancia fundamental para la actividad revolucionaria, porque ella sucede a contracorriente de lo que parece de sentido común y esta obligada a ser intencionada y creativa, a pensar lo que hace y lo que propone. Ante todo, ¿a partir de qué pensamos? Carlos Marx y Antonio Gramsci nos han dejado claro que lo que parece vacío al inicio de los análisis de ningún modo lo está: hay materiales previos que condicionan poderosamente la actividad de pensamiento. La formación entera de los niños y jóvenes incluye una preparación para servir al orden de dominación vigente, o por lo menos para aceptarlo. En los países que han sido colonizados y neocolonizados la formación incluye una autosubestimación que compulsa a buscar modelos externos, a imitarlos y correr detrás de ellos, a creer que de ese modo se recorre un camino que tendrá su punto de llegada y su premio en una civilización que es ajena y, por consiguiente, inalcanzable. Ya estamos alertas contra la colonización del pensamiento, pero no está de más insistir, porque en el problema del par reformismo-izquierdismo existe también un componente de colonización mental. El problema es muy complejo, porque a lo largo del transcurso histórico de este continente desde la conquista europea ha sido dominante la cultura de los colonizadores, que ha contado con incontables medios de imposición y de atracción. El pensamiento reconocido como tal excluía en la práctica lo que no estuviera dentro de la llamada modernidad; es realmente reciente la emergencia de valoraciones positivas y de alguna utilización de otros saberes y formas de conocer y hacer juicios de origen propiamente americanos. Lo grave es que los procesos de universalización cultural capitalista se han acelerado cada vez más en los últimos sesenta años; por consiguiente, la colonización mental es muy fuerte y abarcadora, y muchas veces resulta difícil identificarla. Las ideas opuestas al capitalismo no podían salir de la nada. En Europa, que fue el centro de todo aquel proceso histórico, las oposiciones al capitalismo contenían –junto a antiguas creencias como la de una parusía o un destino— un gran número de ideas y símbolos pertenecientes al propio orden que querían combatir, y durante mucho tiempo fueron sobre todo formas de radicalismo procedente de la “izquierda” de las revoluciones burguesas. No olvidemos que una parte apreciable del pensamiento de Marx se dedicó a la crítica de esas ideas y de algunos movimientos que produjeron, que se oponían a la propiedad privada y solían considerarse socialistas. Y es que ellos eran productos de la reproducción de lo existente, aunque quisieran oponérsele, y la teoría y el comunismo de Marx se basaban en irse muy por encima de lo que podría producir el capitalismo en cualquiera de sus modos de superarse, para negarlo e impulsar la revolución anticapitalista a escala total en la que los oprimidos se cambiarían a sí mismos y crearían una sociedad diferente y muy superior. Algunos opositores en realidad querían regresar a un pasado idealizado, pero otros querían reformar las modernas sociedades europeas para darles una racionalidad que no oprimiera a las mayorías. Marx y Engels entendían que ya solo podrían cambiarse las sociedades que el capitalismo industrial estaba revolucionando y dominando a la vez, pero ese orden proyectado hacia el futuro tenía que partir de hechos sumamente radicales: las luchas políticas de clases, la concientización proletaria, la formación de organizaciones revolucionarias y la revolución proletaria que debería alcanzar una extensión mundial. Ellos partían del análisis del modo de producción capitalista, y de Europa como centro de ese proceso —como era lógico pensar entonces en Europa—, y de una sociología del conocimiento que vinculaba íntimamente los pensamientos posibles y la producción de conocimientos sociales con el desarrollo del capitalismo, con el conflicto antagónico que él mismo generaba y con el movimiento histórico que los revolucionarios iban a promover. A mi juicio, ellos crearon el instrumento de análisis social más capaz que se ha logrado hasta hoy, la ciencia política y las formas políticas prácticas más apropiadas para producir las revoluciones sociales y humanas que logren la liberación de todas las dominaciones y la epistemología más adecuada para el conocimiento social. Siempre, claro está, que tengamos en cuenta los innumerables aportes que se han hecho desde entonces hasta hoy desde posiciones muy variadas, los que incluyen cambios, a veces muy notables, de ideas que tenían los fundadores del marxismo. También era inevitable que la teoría original contuviera algunas contradicciones, ambigüedades y ausencias; más de una de ellas fue advertida por el propio Marx, que trató de avanzar en su superación. Para profundizar en nuestro tema, necesitaríamos apoderarnos de la historia del pensamiento marxista y asumir una perspectiva marxista consecuente con esa posición –lo que, lamentablemente, no es muy usual—, poner a esa historia siempre en relación con la historia política y social de ese largo período histórico, y sobre todo introducir la dimensión de la universalización, que desde hace un siglo se volvió fundamental para el desarrollo del pensamiento revolucionario. Seguramente, la organización prevista para este día nos permitirá en algún momento abordar algo de esos temas. Ahora solo quisiera agregar algunos comentarios que sirvan para ilustrar problemas. Es natural que una teoría destinada a servir a la gente de abajo en sus luchas tuviera mayor éxito en la medida en que estos la asumieran como suya. Pero fue inevitable que desde entonces la tomaran desde sus estructuras de pensamientos y creencias, y la acomodaran a sus necesidades más sentidas. El marxismo que con razón consideramos vulgar tiene en esto uno de sus fundamentos. La creencia en que “después del capitalismo vendrá el socialismo”, como un destino inevitable, en que “la Historia está con nosotros”, o incluso la de que “la materia” es lo primero y “la conciencia” es segundona, son formas ideológicas de reafirmación de quiénes tienen muy poca fuerza para hacer realidad sus ideales. También la conversión de la expresión de Engels de que la teoría marxiana había llevado al socialismo de la utopía a la ciencia en el título pretencioso de “socialismo científico”, que en realidad se acogía para legitimarse a la ideología burguesa de la ciencia, en el momento en que esta era la gran justificadora intelectual del colonialismo y del racismo. La formulación intelectual más importante e influyente de la vulgarización del marxismo ha sido el modelo de simple dominio y dependencia entre la base “económica” y la superestructura, que supuestamente debe regir la política revolucionaria y lo que esta podría proponerse en cualquier situación concreta. Pero insisto, en esta primera ocasión, en tener en cuenta siempre las realidades de lo que piensa y siente nuestra gente. Les leeré una cita un poco larga, pero con la idea de que constatemos la grandeza del pensamiento que hemos producido en cada país de nuestra América, y que es necesario rescatar y conocer. En 1931, Gabriel Barceló, un joven dirigente comunista cubano que fue un gran estudioso del marxismo, estaba en presidio y allí era el profesor de El Capital en la Academia de los presos. Le escribió Barceló a un intelectual muy notable que no entendía nada de lo esencial, desde el presidio político en que estaba recluido: La economía marxista, que fue construida con el mismo sentido del devenir que anima todo el pensamiento de Marx, al igual que el materialismo histórico, su genial interpretación de la Historia, no solo no son dogmáticos, sino que son destructores de todo dogma. Esto no quiere decir que “algunas verdades científicas y perfectamente controlables prácticamente”, sobre todo por el estudioso, no tengan forma dogmática en la mente popular. César Vallejo, en su libro Rusia en 1931, trata en un capítulo de su interesante obra la dogmática y la mítica revolucionaria. (…) Entre el elemento mítico, se puede situar la “lucha final”. De esta convicción profunda, que surge sobre su infinito dolor, brota potente del proletariado la voluntad de triunfar en una “lucha” que sea “final” de toda desventura. Hemos logrado en estas últimas décadas desterrar la idea de que el pensamiento revolucionario solo podía ser elaborado por unos pocos iluminados. Por lo mismo, tenemos que generalizar el ejercicio de pensar. Por eso, aunque sea difícil, resulta fundamental el trabajo de formación en la actualidad. Habana, octubre 2013. Seminario latinoamericano de formación política, de CEPIS- Brasil
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