CEPRID

La izquierda peruana en su encrucijada

Viernes 20 de junio de 2008 por CEPRID

Miguel Cortavitarte ARGENPRESS

Contraria a la tesis neoliberal posguerra fría, la izquierda mundial (1) no ha desaparecido. Principalmente en la periferia capitalista persigue el control de los Estados y se confronta-simbólicamente en algunos casos- al poder de la burguesía, tal como ocurre en América Latina. Es también en nuestra región donde distintos referentes de izquierda compiten en el marco democrático liberal con las fuerzas políticas conservadoras, cuyos partidos o espacios políticos, altamente desprestigiados, han iniciado un proceso de desintegración acelerado que los obliga a reunificarse en caudillos autoritarios aliados a los intereses del imperio norteamericano y de las transnacionales (2).

En el Perú la reunificación conservadora no ha tenido sin embargo más que un pálido contrincante. La izquierda peruana, otrora una de las más importantes de esta parte del mundo, se encuentra desde la década de 1990 fragmentada y aislada. En las elecciones generales del 2006 profundizó su marginalidad y escasa vinculación con las masas. Presentándose dividida, ninguno de sus partidos logró superar el umbral del 4 % (3), aunque la suma de sus votos tampoco hubiese logrado superar ese porcentaje. Fue en realidad el nacionalismo ambiguo de Ollanta Humala quien logró identificarse con las propuestas de cambio que enarbolaban sus respectivos programas (aún cuando abiertamente socialdemócratas) atemorizando a la derecha política y ocasionando una cruzada ultra reaccionaria contra el Partido Nacionalista.

Sin ser revolucionario, el nacionalismo humalista radicalizó al movimiento popular, sobre todo en el sur andino donde consiguió su mayor votación. A partir de ese apoyo masivo, la clase dominante se vio obligada a confiar su seguridad en un partido potencialmente fascista y en un gobernante con comprobados antecedentes criminales. Una vez en el gobierno, el APRA y Alan García, garantía ambos de seguridad autoritaria, han emprendido un proceso de criminalización del movimiento social y de aplastamiento de cualquier protesta popular contra las políticas neoliberales. La persecución a los grupos bolivarianos, la represión abierta contra los movilizados, las tácticas psicosociales en complicidad con la prensa ultraderechista, han logrado parcialmente sus objetivos, limitando los alcances de la protesta social a explosiones momentáneas y localizadas, en detrimento de la conformación de un bloque contestatario nacional.

A lo anterior hay que sumar la crónica debilidad de la izquierda y sus organizaciones gremiales que pudieron evidenciarse en la última celebración del 1 de mayo, convocada por la CGTP en la tradicional plaza dos de mayo. La raleada asistencia, que siendo optimistas llegaría a las 3000 personas y que incluyó a todos los sectores, desde los autodenominados “marxistas revolucionarios” hasta los socialdemócratas, demostró que la fragmentación no es el único problema que arrastra. En un contexto en el que el gobierno ataca frontalmente todas las reivindicaciones que se levantan desde el campo popular, con leyes represivas y campañas macartistas, los partidos de izquierda en su conjunto no logran convertirse ni en alternativa opositora ni en instrumento de movilización. Es decir que no sólo carecen de un planteamiento programático claro, sino que tampoco sintonizan con las claras demandas de las masas y su aversión al neoliberalismo agonizante.

¿Reformismo o revolución?

En la fragmentada izquierda nacional se agita un debate que permanece insoluto. Los alcances y los métodos de la transformación social, las tácticas que han de llevarse a cabo para tales propósitos y la apreciación del momento actual. La década de 1980 no ha sido analizada exhaustivamente, por lo tanto menos aún las responsabilidades de la izquierda que se sumergió en la táctica electoral y aquella de los grupos subversivos. Lo que subsisten son las enemistades del pasado, las mismas desviaciones caudillistas y la diferenciación ideológica, que más que real, sólo es retórica. Si se realiza un inventario de los grupos de izquierda, podremos apreciar que el discurso varía muy poco del uno al otro, y más bien algunos reciclados caudillos buscan pescar militancia juvenil a río revuelto, agitando las confrontaciones en busca de la hegemonía partidaria.

El debate actual con ribetes de seriedad es aquel de la unidad de la izquierda con el nacionalismo de Ollanta Humala. A aquella heredera de Izquierda Unida parece no quedarle otra alternativa. Y otras voces, muchas de ellas tan sólo extensiones radicales de la izquierda tradicional, buscan una alternativa propia, con más bulla que posibilidades reales de convertirse en una opción aglutinadora. Especialmente ciertos grupos marginales encabezados por nuevos (y no tan nuevos) caudillos juegan al discurso ultrista y sectario, haciendo énfasis en su carácter revolucionario y diferenciándose tan sólo en el lenguaje, mas no en la conducta (igualmente burocrática, dogmática y mesiánica), de la izquierda que dicen renovar y superar. Aún sin ninguna posibilidad de convertirse en opción popular, esta izquierda marginal le hace el juego a los aparatos de inteligencia, con un provocacionismo y liberalismo pocas veces visto en la historia del socialismo peruano.

De lo que abiertamente carece la izquierda en estas circunstancias es de una visión táctica que le indique que es lo que debe hacer en cada circunstancia según el nivel de movilidad y radicalización de las masas. En el proceso electoral del 2006, en un inicio podían haber marcado una diferencia con el nacionalismo, uniendo todos los grupos situados a la izquierda de Humala, obligando a éste a definir claramente su posición sin ambigüedades y afirmando la opción, aún desde el reformismo, de una transformación socioeconómica radical. Prefirió ir separada para luego irse subiendo de pocos al coche nacionalista entre el repudio de impresentables oportunistas como Torres Caro y Gutiérrez. Hoy parece dudar entre recorrer el proceso inverso o sumarse incondicionalmente a la candidatura de Humala, un tibio opositor a las políticas imperialistas del APRA. La posibilidad por otro lado de golpear el régimen vía movilizaciones se han reducido drásticamente desde que éste lograra revertir la ofensiva de una de sus organizaciones más solidas: el SUTEP.

Vieja izquierda y nueva izquierda

Regresando a la fragmentación de la izquierda, es posible también identificar la existencia de una constelación de diminutas organizaciones socialistas, aquejadas también por el caudillismo y el individualismo que impregna la sociedad peruana. Sin embargo también es cierto que su existencia se debe a la difícil participación e inclusión en las viejas estructuras partidarias de la izquierda, dominadas por líderes eternos y por manejos antidemocráticos. Acertadamente algunas de estas organizaciones deslindaron con el proceso electoral del 2006 por no reconocer ninguna opción en el campo electoral (táctica o estratégicamente), y equivocadamente otras, se asimilaron al nacionalismo de Humala y su antiizquierdismo declarado. En estas constelaciones de la izquierda nacional subyace el germen de la renovación, así como en la juventud postergada de los partidos de la “vieja izquierda”. No ha logrado aún posicionarse de una voz, siendo además que muchas de ellas empezaron su militancia en la década fujimorista y otras durante los últimos años. Sus integrantes más curtidos nacieron en la década de 1970 y muchos de ellos deberían asumir la dirección de referentes mayores, todavía copados por la vieja guardia.

Lo que sería por lo tanto una situación de renovación lógica, no se produce ni en los partidos, ni en los movimientos sociales que aún siguen anexados a éstos. Lo que el humalismo parece representar (renovación en la vetusta escena política nacional) la izquierda desprecia como poco importante. No es sin embargo ni remotamente secundario: representaría la autocrítica real de una izquierda que fracasó en todos los frentes y posibilitó el advenimiento bonapartista del fujimorismo delincuencial. La postración de la izquierda peruana está pues relacionada con el ahogamiento en la incomprensión de sus propios errores, por su incapacidad política para sentirse en las masas que dicen representar, por la imposibilidad de potenciarse incluso con la poca sangre nueva que aún les queda, muy escondida por falsos liderazgos y personalismos persistentes.

En todo caso, la nueva izquierda tiene que ganarse -no mendigar- su lugar en estos momentos de crisis nacional y de desamparo popular. Y sólo si consigue revertir su dispersión orgánica, su postergación política, su sometimiento al hábito conformista, podrá lograrlo. Y si además cubre su vació teórico y programático por sí misma, su deficiente educación teórico- práctica, su improvisación. Pero sobre todo si entiende que el poder que se irá construyendo implica imaginación, flexibilidad, creatividad y arrojo. Que no sólo hay que recitar la teoría sino alimentarla paciente y rigurosamente. Si al fin y al cabo reconoce la importancia de los cuadros revolucionarios que se autoerigen en las peores circunstancias, que discuten los temas de su tiempo, los de necesaria e inmediata solución (¿derrota estratégica? ¿Nueva estrategia revolucionaria?). Si esta izquierda despierta, entonces no habrá lugar para la derrota; y la continuidad del legado de sus reales herederos no habrá sido en vano. Ningún sacrificio ni combate habrá sido en vano, ni la historia tendrá que comenzar de nuevo.

Notas:

1) Genéricamente y para efectos del presente artículo la izquierda puede entenderse como aquella representación política que con distintas variantes y grados propugna la distribución igualitaria de los excedentes económicos en la sociedad.

2) Alvaro Uribe no es el único, sino revísese las gobernantes previos a la actual oleada de regímenes progresistas en Latinoamérica.

3) Considerándose la votación al congreso del Movimiento de Nueva Izquierda-Patria Roja (1.23%) y el Partido Socialista (1.24%).


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