INTERNACIONALISMO

Introducción

Explicitar el valor concreto del internacionalismo en el actual mundo globalizado, determinado por tantas inercias y dinámicas sociales y psicológicas que nos superan, parece sin duda complicado. Se podría incluso poner en cuestión la misma esencia de este concepto, altamente contradictorio y tópico en muchos aspectos. La misma posibilidad de «solidarizarse» con otras realidades que nos son ajenas (porque no vivimos en ellas ni compartimos sus circunstancias vitales), resulta muy complejo fuera de las reglas de juego establecidas por el propio sistema capitalista.

El abordaje de este tema parte, por tanto, de un cierto escepticismo. Sin embargo, a la hora de aportar algunas reflexiones sobre actual internacionalismo, se han tomado ciertas ideas o hechos más o menos comunes o aceptados dentro la cultura política de izquierdas. Esto no implica necesariamente darlos por válidos ni considerar dignas de todo elogio determinadas luchas o banderas enarboladas en diferentes momentos históricos por muchos grupos internacionalistas. Se trata más bien de establecer un punto de partida que, aunque contradictorio, resulte en cierto modo reconocible.

Algunos hitos históricos del internacionalismo[[Según la edición de 2001 del diccionario de la lengua española la palabra internacionalismo tiene dos acepciones: 1) Doctrina o actitud que antepone la consideración o estima de lo internacional a la de lo puramente nacional; 2) Sistema socialista que preconiza la asociación internacional de los obreros para obtener ciertas reivindicaciones.]]

En 1848 de Marx y Engels difundieron su «Manifiesto Comunista», en cuyo final podía leerse la célebre proclama: «Proletarios de todos los países, uníos». Una primera llamada al internacionalismo de clase que surgió en pleno desarrollo de la industrialización capitalista y burguesa, hecho que pronto adquirió una dimensión planetaria, de la mano de la división internacional del trabajo y el imperialismo. En este proceso la clase obrera se fue constituyendo y adquiriendo conciencia de sus propios intereses y se concibió a sí misma como una unidad que trascendía las fronteras. Un ejemplo de esta visión lo encontramos en la propia denominación que adquirían muchas de las organizaciones obreras anarquistas en su periodo de rápida expansión -tras la ruptura entre Marx y Bakunin en 1872- entre finales de siglo XIX y comienzos del XX. Federación de Trabajadores de la Región Española, Federación Obrera Regional Argentina o Federación Obrera Regional Paraguaya eran los nombres de algunas de estas agrupaciones, que no se adscribían a un estado, sino a una región del mapa del internacionalismo obrero. Esta unidad proletaria se vio además facilitada por la todavía precaria constitución de las identidades nacionales de muchos países.

Sin embargo, la preeminencia de la conciencia de clase por encima de la adhesión patriótica entró en crisis en los prolegómenos del estallido de la Primera Guerra Mundial. Mientras un sector del movimiento obrero denunció la guerra como el sangriento juego al que conducían las pugnas entre los intereses de las distintas burguesías nacionales, otro acabó apoyando de forma decisiva la política militarista de los propios estados. Este momento de fractura dentro del movimiento obrero dejó huellas profundas, pero no terminó con el aliento internacionalista. El estallido de la revolución rusa y la constitución de la URSS hicieron confluir diversas fuerzas en pos de la revolución mundial, aunque la represión y el autoritarismo bolcheviques contribuyeron a una nueva división dentro del movimiento obrero internacional.

También fue significativa la amplia campaña de solidaridad en contra de la ejecución en Estados Unidos de los anarquistas Sacco y Vanzetti, desarrollada entre 1921 y 1927, con movilizaciones, huelgas y otros actos de solidaridad que agruparon a diferentes sectores políticos y conmocionaron la vida social de muchos países, aunque finalmente no se lograría salvar sus vidas.

Las Brigadas Internacionales[[Las «Brigadas Internacionales» canalizaron el esfuerzo de la Tercera Internacional (Komintern) y en consecuencia el del PCE, por monopolizar, controlar y dirigir el apoyo internacional a la lucha contra las fuerzas de Franco. Este control tenía como objetivo reforzar la posición (marginal al principio de la guerra civil española) del PCE y deshacer la revolución social que se desarrolló a partir del 19 de julio de 1936 (todo eso bajo la bandera «antifascista»). Las Brigadas Internacionales fueron controladas desde París por una oficina del Komintern y en España por el PCE y personas vinculadas a los demás partidos estalinistas de Europa, además de por oficiales del Ejercito Rojo Ruso y miembros del servicio secreto soviético. Objetivos principales de los estalinistas fueron terminar con las colectivizaciones y militarizar la lucha en el frente. ]] y los miles de voluntarios internacionales que se incorporaron a las columnas de los anarquistas y poumistas para combatir el fascismo y llevar adelante la revolución social y la lucha anticapitalista durante la Guerra Civil española (1936-1939) dejaron paso a partir de los años 50 a las luchas antinucleares y antimilitaristas en Europa Occidental, y en los años 60 al apoyo activo a los movimientos de liberación nacional del tercer mundo (con ejemplos emblemáticos como Argelia o Vietnam), a las luchas guerrilleras latinoamericanas y a los gobiernos de los países donde éstas habían tomado el poder (como Cuba o Nicaragua), sin olvidarse de la «revolución democrática» de Salvador Allende en Chile. Procesos políticos que fueron más o menos abortados o limitados en un contexto de «Guerra Fría» y política de bloques en manos de EEUU y de la URSS. Un pulso estratégico que tras la caída del muro de Berlín en 1989, dejó paso al escenario del Nuevo Orden Mundial.

El colapso del modelo soviético y la consecuente victoria y hegemonía del capitalismo promovían el fatalismo del «fin de la historia». En ese contexto, el internacionalismo parecía limitarse mayormente a la denuncia o la solidaridad con conflictos más o menos aislados o crónicos (Palestina, Sudáfrica, Sahara, Guatemala, Kurdistán, Irlanda del Norte, Euskal Herria,…), cuando no derivaba hacia el camino marcado de la cooperación internacional, el oenegismo y la falsa solidaridad[[ «La solidaridad que han practicado aquellos que se han resistido a la explotación y a la opresión ha sido siempre, y a lo largo de toda la historia, ayuda mutua. Es decir, una relación entre iguales que sólo puede surgir de y en una misma lucha. Dicha solidaridad no persigue tanto salvar vidas como extender el enfrentamiento, posibilitar una autodeterminación política colectiva. Esta solidaridad, peligrosa porque es transformadora de la realidad social y de quienes la practican, ha sido poco a poco desplazada por una solidaridad ya no entre iguales, sino jerarquizada, que tiene en las instituciones su mayor defensor. Una solidaridad definida como ayuda (por no llamarla directamente caridad) que se establecería entre los que nada tienen y los que teniéndolo todo poseen un exceso de mala conciencia. Desde esta solidaridad «humanizada» se contempla al hombre curiosamente sólo como un animal biológico al que hay que salvar.
Al buen ciudadano que participa en estas comedias caritativas no le preocupan lo más mínimo los condicionantes políticos que determinan la miseria y por consiguiente la exclusión. Es fácil comprender por qué. El (buen) ciudadano, a causa de su propia posición en la sociedad capitalista -su única identidad son las marcas comerciales que consume-solamente puede ver al excluido que pretende ayudar a su vez como excluido del consumo. Para él es inimaginable otra forma de exclusión que no sea la del reino de la mercancía. Y, lógicamente la respuesta humanitaria está calcada del propio modelo del consumo por lo que posee toda su instantaneidad. La ayuda solidaria debe ser una intervención puntual y rápida con olvido más rápido si cabe. No hace falta insistir mucho para mostrar que la solidaridad es lo de menos y que muy otros son los efectos en verdad perseguidos» (López Petit, Santiago, «Contra el hombre, a favor del querer vivir», Suport Mutu, Castelló, enero 1996, pág 5.)]]. Sin embargo, dos elementos pusieron en tela de juicio la utopía neoliberal: el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994 y la crítica a la globalización económica capitalista y al imperio de las multinacionales. Esta crítica fue el desencadenante de una nueva ola de descontento, que de forma diversa y sin una dirección centralizada agrupó a millones de personas en todo el mundo en torno al denominado movimiento antiglobalización. Tomando como referencia las reuniones de los diferentes órganos de gobierno de la globalización (FMI, Banco Mundial, OMC, etc.), este movimiento ha ido quemando etapas, desde Seattle a Génova, hasta poner en evidencia sus propias contradicciones, rupturas y burocratización en espacios como los Foros Sociales. En Latinoamérica además se ha producido en los últimos años un doble proceso: el estallido de revueltas sociales al que abocaron las políticas neoliberales (como en el caso de Argentina, Ecuador o Bolivia), y la victoria electoral de gobiernos de izquierda y populistas (Brasil, Venezuela, Argentina o Uruguay). Este último hecho ha generado una nueva corriente de solidaridad, que en muchos casos se reduce a un apoyo más o menos acrítico y a un cierto panamericanismo personalizado en figuras como Chávez, Lula, Tabaré o Kirchner. La apropiación de recursos y la destrucción o precarización generalizada de las formas de vida tradicionales impulsada por el neoliberalismo también ha visibilizado internacionalmente las luchas de los pueblos originarios y de los campesinos. Por otro lado, el clima de guerra global y la invasión de Iraq han movilizado y removido la conciencia mundial, aunque dentro de los límites de la impotencia y la desorientación.

El internacionalismo hoy. Algunas críticas

El actual internacionalismo es, desde luego, hijo de su tiempo. Los cambios históricos, la penetración ideológica y sociológica de un sistema globalizado y las derrotas en los sucesivos embates proletarios por «asaltar los cielos» han dejado un panorama de crisis generalizada de los proyectos políticos que pretenden ser superadores del capitalismo. Diversidad de caminos para un mundo en el que es difícil encontrar el rumbo y en el que en todo momento se delimitan de forma brutal y amenazadora los límites de nuestro accionar y se pretende reducir el ámbito de participación a las leyes del dinero, el consumo y los espacios virtuales.

En este panorama, en el que la concepción del mundo se reduce y homogeneiza, la perspectiva internacionalista adquiere nueva dimensión y se presenta como contradictoria, entre la conciencia de un potencial de intercambio, enriquecimiento y avance de las luchas, y la generación de escenarios de engaño y autoengaño. En esta última cuestión vemos como intervienen tanto elementos psicológicos como estrategias políticas uni o bidireccionales.

En el aspecto psicológico, la dominación capitalista se evidencia a través de la asunción de valores establecidos y de las inercias estructurales que definen el actuar individual y colectivo. Seducción, acomodo, miedo y frustración marcan la vida cotidiana en el Primer Mundo. La frustración se revela como una consecuencia necesaria de la alienación y la imposibilidad de realización de determinados proyectos sociales o ilusiones personales, presos en una vía de única dirección. Esta constatación de la falta de margen, de la visión subjetiva del «todo está bajo control», se contrapone a la percepción y representación de un escenario de catástrofes, tensiones y revueltas que asolan la periferia de Occidente, el llamado «Tercer Mundo», que se percibe también como un campo en cierto modo enigmático y lleno de posibilidades, tanto para buscar esperanzas, sentidos vitales o paliativos para la mala conciencia, como para dar satisfacer el consumo de imágenes y experiencias que promete el turismo.

Un panorama diverso que conmueve sensibilidades e impulsa a actuar desde la perspectiva de la implicación sentimental y/o política. En este sentido, algunos elementos condicionan la posibilidad de comunicación entre las diferentes realidades que entran en contacto. En primer lugar, se sitúan los intereses y representaciones que se crean en el primer mundo. Desde la imposición de la llamada postmodernidad, la falta de referentes y de raíces configuran un nuevo tipo de sujeto que no es de ningún lado, que bebe sin mucha contradicción de todas las fuentes y que está en constante movimiento[[La hipermovilidad de personas y mercancías es una de las características de la globalización económica capitalista.]], sin atarse de forma prolongada a ningún proceso o espacio en el que participe. La búsqueda hedonista de experiencias y sensaciones nuevas se va renovando en función de las distintas coyunturas. El conflicto social en otros países atrae porque permite proyectar los propios sueños y ensoñaciones, suavizar en ocasiones las renuncias a intervenir en la propia realidad y oponer la aventura al aburrimiento y la desmotivación. La construcción de esas realidades, tamizada por la cultura del espectáculo, puede generar toda una suerte de visiones falsificadas y, ciertamente adaptadas a los propios valores y a la necesidad de autojustificación. Así, viajar al tercer mundo puede convertirse en un despliegue de comportamientos banales e irresponsables, un acercamiento que sólo se está dispuesto a hacer sin renunciar al nivel de bienestar económico del que disfrutamos ni a la seguridad de los caminos marcados (becas, negocios, participación en ONGs o brigadas, etc.). Este tipo de internacionalista se emparenta así con el turista, cuyo egoísmo despreocupado obvia o deja en segundo plano las realidades de los sitios por donde pasa.

En segundo lugar, los receptores de la «ayuda», bien sea material o humana, son también en muchas ocasiones parte de esa estructura de incomunicación, bien sea por la falta de igualdad en el intercambio, por determinados prejuicios históricos o culturales, por la subordinación a los discursos y prácticas que se dan en los países occidentales, o por la adopción de una mentalidad «utilitarista» o manipuladora, que busca asegurar el apoyo económico o la legitimación política, mostrando lo que el visitante quiere ver y lo que el visitado quiere que vea. Lo «políticamente correcto» convierte igualmente a determinadas colectividades desfavorecidas en objeto de idealización o victimización, lo que impide a menudo ver que en todos los lugares están presentes los valores dominantes, que contaminan y condicionan a las diferentes sociedades.

Las estrategias colectivas

La política eurocentrista, caritativa, paternalista y dirigista (quien paga manda) ha sido una constante dentro del movimiento de ayuda al tercer mundo, que encabezan los estados y buena parte de las ONGs como correas de transmisión de las políticas de cooperación diseñadas por los organismos internacionales. Los grupos internacionalistas más combativos, por su parte, aún cayendo en ocasiones en algunos de estos errores, han elaborado un discurso más crítico, aportado históricamente por militantes muy comprometidos con luchas en las que han participado. Sin embargo, al igual que en el pasado (aunque en una situación de mayor debilidad) hoy en día se aprecia como su actuación se ve condicionada y limitada por sus dependencias y subordinaciones políticas, por la propia inercia que los conduce en muchas ocasiones a ser fines en sí mismos y por la falta de un rumbo político claro. En este sentido, los viajes y contactos sirven a menudo sólo para reforzar acríticamente los planteamientos de los grupos locales de ambos lados, negociando apoyos, prestigio y legitimidad política mutuas. Los pactos y fidelidades llevan a interpretar las luchas de otros países desde la perspectiva sesgada de los propios intereses y alianzas de poder. Esto genera el afianzamiento de las respectivas burocracias, que difunden un discurso oportunista y mitificador[[En muchas ocasiones oímos hablar a los profesionales del internacionalismo de grupos como Madres de Plaza de Mayo, el MST, los piqueteros, Chávez, etc., pero casi siempre con una visión uniforme, en la que determinados cuestionamientos o críticas son vistos como un ataque inaceptable que da «armas al enemigo».]], no problemático ni contradictorio, que busca la adhesión sentimental y no la comprensión de la complejidad de los procesos sociales. Esta falsificación o distorsión no siempre obedece a una estrategia política consciente, sino que a veces también es fruto de la necesidad de tener esperanza o de ilusionarse con un proyecto lejano al que no se le ven las aristas de la cotidianidad[[Se da el caso de que muchos internacionalistas acaban aceptando determinadas realidades con las que se encuentran en los países visitados (dirigismo, autoritarismo, nacionalismo, utilitarismo, militarismo, (auto)censura, populismo, etc.), aspectos que en «en casa» considerarían inadmisibles. En otros casos, las críticas son simplemente negadas, ignoradas o calificadas como paternalistas o eurocentristas.]]. Se trata también de una forma de «realismo» o pragmatismo que trata de apuntalar lo que hay sin mucho espíritu crítico. Esta falta de crítica -aun bienintencionada- ha demostrado ser un error histórico, tal como sucedió con la Guerra Civil Española[[Muchos voluntarios internacionales tras volver a sus países se autocensuraron de criticar, en unos casos los sangrientos excesos del Stalinismo, y en otros la deriva política de la CNT/FAI «para no apoyar de forma indirecta a los fascistas.»]] o con los procesos que llevaron a los fiascos electorales de los sandinistas en Nicaragua o la del FMLN en El Salvador.

Ciertas preguntas surgen al ver el trasiego de brigadistas, cooperantes y voluntarios hacia determinados países: ¿Hacen algo que no puedan hacer los grupos locales con el apoyo adecuado? ¿Dónde está la barrera entre el viaje militante y las vacaciones? ¿Es necesario fletar un avión lleno de cooperantes para ir a pintar una escuela, ayudar a recoger la cosecha o supervisar un campamento de refugiados? ¿Existen las condiciones para un verdadero intercambio mutuo? ¿En que medida se interfieren o desvirtúan las experiencias locales? ¿Existe la posibilidad de criticar y de ver la realidad por cuenta propia, fuera de un itinerario predefinido? ¿Es realmente factible pasar del plano de la superficialidad visitando una zona determinada por un breve periodo de tiempo? ¿Es lícito participar en un proyecto subvencionado o es preferible destinar ese dinero -que al fin y al cabo no ha salido del propio bolsillo- a las necesidades del sitio que se visita? ¿No se ha reducido en muchas ocasiones el internacionalismo a una agenda de «luchas fetiche» que acaban en ocasiones siendo consumidas espectacularmente?

Algunas experiencias nos sitúan frente a la dificultad de superar determinadas barreras sin salirse de una lógica autoimpuesta. En ocasiones hemos visto cómo se han utilizado este tipo de viajes para hacer un patético chauvinismo político (cuando no escandalosa propaganda) sin la humildad o la consideración necesaria hacia las realidades (en ocasiones mucho más duras que la nuestra) y las personas con las que se toma contacto. Las rutinas militantes también han conducido igualmente a que de determinadas formas de ayuda coyuntural (ej. escudos humanos, apoyo a comunidades en lucha, testigos en conflictos, etc.) se haya pasado a la reiteración e institucionalización de determinadas fórmulas, aunque éstas no sean necesarias o efectivas.

Buscando el Sur

Se ha dicho que ser internacionalista es inherente a ser revolucionario. También parece ser inherente a ser humano la necesidad de conocer otras realidades. Dentro del estrecho margen que hoy se nos plantea, la definición de lo que debe ser esta lucha ha de ser cuanto menos fruto de un proceso en que deben potenciarse las relaciones, el intercambio de saberes, críticas y experiencias, de amistad o de amor, en el plano de la mayor igualdad y honestidad posibles. Cualquier forma de paternalismo o instrumentalización de una parte sobre la otra es el comienzo del fin de eso a lo que se llama solidaridad internacionalista. Las «relaciones plenas», satisfactorias para todas las partes, devendrán de un conocimiento mutuo que siempre es contradictorio y problemático. Es difícil atreverse a cuestionar ciertos prejuicios o certidumbres, a ponerse ante el espejo de otros, pero en ese riesgo está la posibilidad de descubrir y descubrirnos, de contrastar la validez de nuestras seguridades y de ampliar las perspectivas vitales y políticas.
No hay que olvidar que el capitalismo trata de convertirlo todo en mercancía. Ser críticos en este terreno es fundamental porque se está jugando con la pobreza, el dolor y la esperanza de muchas personas a las que no se debe tratar como objetos.

El afán de patrimonializar las luchas y de hacerlas entrar por los cauces de línea estrecha de una secta política determinada, sólo pone en evidencia las propias miserias, el afán de competencia entre facciones a las que antes que nada les importa su propia supervivencia en el supermercado de las ideologías.

Por otro lado, el Capitalismo pretende la uniformización cultural y económica del planeta para realizar sus negocios con mayor efectividad, rentabilidad y garantías de control social. El mestizaje y la diversidad son, sin embargo, reclamos que se utilizan para esconder que la mayoría hacemos y nos comportamos básicamente del mismo modo. En este sentido, explorar la complejidad de esta cuestión se hace plenamente necesario. Geografía y cultura son meros accidentes que nos hacen tener nuestras peculiaridades respecto a otras comunidades, y eso evidentemente no nos hace mejores ni nos da derecho a imponer nuestra visión del mundo. La burguesía además ha explotado históricamente estas «diferencias» para dividir a los explotados. Al mismo tiempo, lo diverso, los rasgos distintivos, las prácticas comunitarias pueden ser referentes -en medio de la confusión- para tratar de constituir formas de resistencia y modos de vida alternativos.

Finalmente, no hay que olvidar que seguramente las luchas fundamentales son las que se desarrollan en el sitio donde uno vive. Allí es donde se pueden establecer vínculos solidarios concretos y donde se tienen que dar los cambios que al fin y al cabo van a modificar nuestra cotidianidad y quizá la de otros (puesto que en este espacio de se toman determinadas decisiones). En este sentido, adquirir conciencia del propio modo de vida resulta fundamental. Cuestionar los modos de consumo[[La globalización ha puesto a flor de piel muchas de las contradicciones y esquizofrenias de nuestro modo de vida. Cuando se ciernen amenazas sobre el bienestar económico colectivo de los países occidentales, nos encontramos pdenunciando las reconversiones industriales o la competencia desleal que se hace desde otros países, aunque al mismo tiempo -y a menudo con un carácter populista- no se cuestionan nuestras formas de consumo, la procedencia de las mercancías -a las que sólo les pedimos que sean baratas- o las condiciones en las que han sido elaboradas.]], las formas de «cooperación necesaria» con el Sistema, ser conscientes de las repercusiones globales de nuestros actos y sobre todo tratar de no engañarse y ser críticos y transparentes en esa crítica, son elementos imprescindibles para una nueva concepción, no sólo del internacionalismo, sino de la propia lucha política.

Argia Landariz

(Este artículo se ha elaborado en base reflexiones de diferentes
personas, aunque la redacción y enfoque definitivos son individuales)

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