Reforma vs revolución
La lógica de crecimiento inherente a la dinámica de acumulación capitalista y su profunda imbricación actual con el consumo de combustibles fósiles hacen que la solución definitiva al cambio climático solo pueda venir de la mano de la superación del capitalismo. Es cierto que un capitalismo no dependiente de combustibles fósiles es en principio pensable. En el mejor de los casos, un capitalismo solar; en el peor, un capitalismo nuclear, por ejemplo. Otra cosa muy diferente es que sea posible alcanzarlo desde la situación actual. Y otra cosa aún más diferente es que esa transformación pueda ocurrir antes de que muchas zonas del mundo pasen a ser inhabitables.
Y ahora va una obviedad: no parece que a corto plazo vaya a tener lugar una serie de revoluciones sociales de alcance global que puedan iniciar un proceso de abolición del capitalismo. Es decir, y dada la urgencia y escala del cambio climático, vamos a tener que empezar a afrontarlo dentro de los márgenes de actuación del sistema capitalista. Dicho de otra forma, vamos a tener que obligar a Estados y empresas a tomar las primeras medidas de mitigación y adaptación, y a que estas se hagan en un sentido político y no en otro.
Esta problemática, en sí misma, no es nueva. Es el viejo debate del movimiento obrero que atraviesa consignas «reforma o revolución» o «socialismo o barbarie». Por un lado, el cambio climático agudiza este debate dada la urgencia de las medidas necesarias para evitar atravesar los «tipping points» que nos llevarían a catástrofes desconocidas, así como la escala que se prevé de dicha catástrofe. Por otro lado, hace cada vez más crucial una dimensión ecológica (que ya está presente al menos desde los 70 como crisis ecológica) que se manifiesta tanto en una lucha concreta: «¿Cómo luchamos contra el cambio climático?». Además, atraviesa toda la multiplicidad de luchas particulares que se van a ver afectadas por él: desde el sindicalismo a las migraciones.
En lo concreto, este debate se traduce en decisiones tácticas y estratégicas concretas. Por poner un ejemplo: debemos apoyar, aunque sea tácticamente, esquemas de rentas básicas financiadas por impuestos al carbono (fee-and-dividend) como el propuesto por el climatólogo James Hansen1 o debemos rechazar cualquier esquema basado en el mercado, tal y como propone el ecosocialista francés Daniel Tanuro. Otro ejemplo: ¿Cómo conciliamos las medidas concretas de adaptación y/o mitigación, como la propuesta de colocar aires acondicionados para paliar las olas de calor en espacios donde habitan poblaciones vulnerables, con la estrategia a largo plazo de construir una sociedad postcapitalista basada esencialmente en energías renovables y un menor consumo energético?
Transformar ya la vida cotidiana
Actualmente, el cambio climático no es una preocupación exclusiva de cuatro ecologistas y rojos. Es ampliamente reconocido, al menos de boquilla, desde muchas posiciones de poder como la mayor amenaza a la que se enfrenta la humanidad en los próximos años. Y aun así, el capitalismo lleva casi 30 años no ya siendo incapaz de reducir las emisiones que lo provocan, sino que estas han aumentado muchísimo desde entonces. Sin embargo, diría que la conciencia ecológica que se fomenta desde el capitalismo, por ser la más compatible y menos problemática, es la del ecologismo individual, el de las pequeñas cosas: recicla, no uses bolsas de plástico, compra verde, etc.
La lucha contra el cambio climático debe partir de la necesidad de esta aproximación individual, pero también de sus límites, de su insuficiencia. La lucha contra el cambio climático es ante todo un esfuerzo colectivo de concienciación, movilización y lucha para obligar a Estados y empresas a que tomen las medidas necesarias.
Hay muchísima información sobre las cosas que se pueden hacer a nivel individual, pero esencialmente: comer mucha menos carne, comprar electrodomésticos de alta eficiencia energética o reducir el consumo energético y usar formas de transporte bajas en emisiones (la bici o transporte público en vez del coche y evitar el transporte aéreo). Obviamente, lo que podemos hacer en cada caso está determinado por nuestra situación contradictoria dentro del entramado de clase, raza, género, etc. Por ejemplo: a nadie se le escapa que algunas medidas suponen un ahorro y otras suponen un mayor desembolso económico o que no todos podemos permitirnos rechazar trabajos que nos obligan a desplazarnos diariamente en coche, etc.
¿Quién es el sujeto llamado a frenar el cambio climático?
Frenar el cambio climático exige un esfuerzo colectivo, pero ¿de quién? ¿Quién es el agente social, el sujeto de la lucha contra el cambio climático? En la tradición del movimiento obrero clásico, el agente del cambio social es, en última instancia, la clase trabajadora, el proletariado. En los 60, el auge de los llamados nuevos movimientos sociales saca a la luz a sujetos (mujeres, racializados, LGTBI…) cuya opresión material había quedado oculta bajo concepciones parciales y limitadas de quién o qué era la clase obrera. Históricamente, el ecologismo en general, y el cambio climático en particular, siempre ha tenido un problema con el sujeto. En realidad, desde finales de los 70, esta «crisis del sujeto revolucionario» atraviesa de una forma u otra toda la política, y no solo la que se pretende revolucionaria, por cierto.
En abstracto, el cambio climático sería un problema transversal: interclasista y «por encima» del patriarcado y de la opresión racial. ¿Acaso no estamos todos en el mismo barco? ¿Es que no todos somos responsables? Por supuesto, la realidad concreta es que esto no es así. Cuando un barco se hunde es fácil ver quién se ahoga primero y quién se queda con los botes cuando no hay para todos. Debido a la asimetría de las consecuencias, quienes más van a sufrir el cambio climático serán mayoritariamente los pobres (proletarizados o semiproletarizados) del Sur Global y, concretamente, las mujeres, en su gran mayoría racializadas. Y esto se reproduce, a otra escala, dentro de cada país occidental. Lo mismo ocurre con las responsabilidades: la gran mayoría de emisiones causantes del cambio climático, tanto históricas como actuales, procede de países desarrollados y, dentro de dichos países, de las capas sociales más ricas. Un dato: Si el 10% más rico a nivel global redujese sus emisiones al nivel del europeo medio, disminuiríamos las emisiones en un 30%. Esta es la base de la justicia climática, que debería ser la base de todo movimiento contra el cambio climático.
En fácil ver que clase, raza y heteropatriarcado son estructuras de opresión profundamente imbricadas, tan dependientes como conflictivas, en lo material y en lo ideológico. Y que el cambio climático va a modificar, sin duda para peor, cada una de esas estructuras, así como sus interrelaciones. El ecologismo siempre ha sido acusado interesadamente de «clasemedianismo». Es posible que sea cierto para determinadas corrientes. Sin embargo, siempre ha existido un ecologismo de los pobres, que se ha enfrentado a los desastres ambientales provocados históricamente por el progreso capitalista que ponían en riesgo su supervivencia material.
Dada la urgencia, la escala que ya hemos comentado, es posible que sea inevitable que las luchas contra el cambio climático en el seno del capitalismo tiendan hacia una cierta transversalidad, hacia un cierto frentepopulismo, por decirlo en términos más clásicos. Lo que está en juego, por tanto, es quién va a liderar discursiva y materialmente dichos movimientos. ¿Qué medidas se tomarán?, ¿qué narrativas se construirán?, ¿quién pagará las consecuencias?, etc.
Las políticas del catastrofismo
En cualquier proceso de transformación social hay unas penalidades de las que se escapa y la visión de una vida mejor a la que se aspira, y que compensa sufrir las penalidades que siempre acompañan el enfrentamiento contra los dueños del mundo. Un palo y una zanahoria, manejados por la historia, por así decirlo. En el cambio climático el palo estaría claro, ya que las previsiones son duras y aterradoras, y de hecho, al tratar el cambio climático se suele caer en el catastrofismo. Y es cierto. Pero hay que matizarlo.
Tenemos una tendencia a pensar el cambio climático como algo catastrófico inmediato y no es cierto. El cambio climático está destruyendo ya, hoy, nuestras condiciones de supervivencia, sí, pero se parece más a una enfermedad degenerativa que a un ataque al corazón. No, los colapsos sociales, al menos los asociados a cambios climáticos, no han ocurrido históricamente así. Las escalas temporales de los efectos climáticos catastróficos son a bastante largo plazo: 50, 100 o incluso 300 años. Esto también hay que decirlo cuando se plantean dichos riesgos. En nuestra opinión, la gravedad del cambio climático se debe menos a las consecuencias climáticas catastróficas directas que al efecto amplificador de las tensiones sociales y nacionales que se van a producir en el camino. Por poner un ejemplo: una de las causas materiales de lo que está pasando en Siria es la peor sequía en la zona de los últimos 900 años. Es un fenómeno climático extremo. Pero la catástrofe en Siria no es que la gente se esté muriendo de sed en sus casas, sino que mucho antes de que eso ocurriese se avivaron tensiones sociales, étnicas y religiosas que acabaron produciendo una serie de revueltas y, con el tiempo, una larga y cruenta guerra civil.
El otro gran problema del catastrofismo, de su proclamación, es que, por desgracia, su capacidad de movilización política es escasa. Esto está muy estudiado desde la comunicación y la psicología del cambio climático. Advertir de las catástrofes climáticas por venir puede tener potencial político en muchos de los que ya estén previamente concienciados por otras causas, pero no siempre tiene el efecto que se busca en las personalidades moldeadas por los dispositivos materiales y culturales neoliberales de los últimos 40 años. Es más, a veces tiende a provocar el efecto contrario: la aversión al problema, preferir no pensar en él, cuando no directamente un nihilismo cínico que justifique ni movilizarse ni transformarse.
Que vivir con menos no sea vivir peor
Un cambio climático por encima de los +2ºC empeorará las condiciones de vida de la humanidad en todo el planeta y hará inhabitables muchas regiones, pero la catástrofe irá por barrios, bueno, por continentes. Las consecuencias directas no serán las mismas en Nigeria que en Noruega, a lo que hay que añadir que la capacidad de adaptación local tampoco lo será. Hemos insistido muchas veces ya en la desigualdad y la asimetría del cambio climático, pero es que es esencial. La lucha contra el cambio climático debe plantearse desde ya en términos de justicia climática y de internacionalismo. De lo contrario, lo que veremos será el surgimiento de nacionalismos verdes o incluso ecofascismos. Y el internacionalismo, concretamente, implica que en los países occidentales, que directamente vamos a sufrir menos las consecuencias del cambio climático, tendremos que tomar medidas más estrictas y más radicales para que el resto de países pueda aumentar su nivel de vida. Cualquier movimiento contra el cambio climático debe asumir que el capitalismo ha generado en los países occidentales unas condiciones materiales que son insostenibles y, por supuesto, de ninguna manera extensibles a toda la población mundial.
En general, las transiciones energéticas que se proponen desde organismos oficiales no suelen tocar esta parte, el llamado lado de la demanda. Más bien lo que estudian es cómo sustituir la oferta de energía de origen fósil por energías renovables. Suponen un crecimiento del consumo energético global y lo que incluyen son aumentos de la eficiencia. Dicho de otro modo, reducen el problema de la transición energética a un problema técnico y, por tanto, se buscan soluciones ingenieriles. El «modo de vida occidental -parafraseando la famosa declaración de George Bush padre en la cumbre de Río de 1992- no está en cuestión». Las transiciones energéticas son un problema técnico (enorme, de hecho) pero envueltas en una densa y compleja problemática social y económica de la que no pueden separarse.
Por diferentes motivos, las sociedades post-carbono van a ser sociedades con un consumo global de energía menor y, por tanto, menos abundantes «materialmente». También es esperable que, debido al cambio climático en marcha, incluso aunque esas transiciones adoptasen ritmos vertiginosos, la habitabilidad de muchas regiones del planeta se va a ver disminuida. La clave aquí, por tanto, es la cuestión, política, del reparto. ¿Cómo se va a repartir socialmente esa disminución material a nivel global y dentro de cada región? ¿Vamos a avanzar hacia sociedades tan desiguales o más que las actuales, con enormes diferencias en el acceso no ya a los recursos materiales, sino a las zonas habitables del planeta? O, por el contrario, ¿vamos a avanzar hacia sociedades más igualitarias y más justas, más frugales, pero para todo el mundo? Esa, y no otra, es la cuestión esencial en la lucha contra el cambio climático. Lo que muchas veces se vende como una lucha «por la tierra» o «por la humanidad» (en el mejor de los casos) es, en el fondo, una lucha política completamente atravesada por la clase, el género, la raza y el imperialismo.
Antes de cerrar este último punto, quisiera plantear dos cuestiones profundamente relacionadas que son cruciales para la lucha actual. La primera es la cuestión de la utopía, por así decirlo. Decíamos antes que las transformaciones sociales ocurren cuando se persigue la visión de un mundo mejor. Sin embargo, en el mejor de los casos, para nosotros los habitantes del mundo occidental, es probable que el resultado sea una disminución de la abundancia material disponible y asumir modos de vida más simples y frugales. Vamos a vivir con menos. Es, por tanto, una tarea crucial desarrollar imaginarios y relatos colectivos en los que vivir con menos no sea necesariamente vivir peor o, como mínimo, no tan, tan mal2. Hay que disputar la idea hegemónica de «riqueza», desmaterializándola, poniendo en el centro las relaciones, los cuidados, los afectos, el tiempo libre, la crítica del trabajo asalariado, etc.
Creo que en este punto es crucial, a pesar de sus límites, el concepto de prefiguración, el intento por crear espacios donde desarrollar modos de vida más acordes con el futuro al que nos dirigimos. No solo por una cuestión ética, sino por una doble cuestión de pura propaganda y de ensayo y error. Debemos poner en práctica, aunque sea de forma contradictoria y parcial, los modos de vida por los que luchamos, para demostrar que merece la pena luchar por ellos y para autoconvencernos de ello, pero también para ir aprendiendo sobre la marcha, teniendo en cuenta que, como todos sabemos, lo que parece factible sobre el papel o la imaginación, suele presentar muchos errores y limitaciones cuando se intenta concretar en la realidad.
Y aquí surge una segunda cuestión clave. Y es cómo reconciliar esta prefiguración, este tratar de vivir de otro modo hoy, más simple y frugal, con la austeridad impuesta desde arriba por el capitalismo. Porque sí, es cierto que hay que hablar de autocontención, de «lujosa pobreza» o pasar a la segunda persona del plural el «contigo, pan y cebolla», pero teniendo claro que esta, como toda disputa cultural, se da en unas determinadas condiciones materiales concretas que no pueden ser obviadas ni esquivadas con palabras bonitas o discursos abstractos. En navegar esa tensión entre negarnos a reducir nuestro nivel de vida porque «es lo que quiere la austeridad capitalista» y adoptar los modos de un moderno eremita, está el camino para generar una nueva cultura que pueda hacerse hegemónica cuando las condiciones materiales sean más propicias para ello.
NOTAS:
1. https://monthlyreview.org/2013/02/01/james-hansen-and-the-climate-change-exit-strategy/
2. Aquí hay que hacer una matización, ya que ese «vivir con menos» es heterogéneo. Creo que puedo adaptarme a un mundo sin viajes en avión y múltiples aparatos electrónicos, pero considero completamente necesario un socialismo con analgésicos, antibióticos y agua corriente, por ejemplo.
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