¿Cómo deberíamos definir el sistema económico contemporáneo?
Rechazo la expresión «capitalismo cognitivo», porque sólo del trabajo puede decirse que es cognitivo. El capital no está sujeto a la actividad cognitiva, de la que es sólo su explotador. El portador del conocimiento, creatividad y competencia es el trabajador cognitivo.
Evito, asimismo, las definiciones de «monetarismo» y de «capitalismo neoliberal» por parecerme inexactas pese a su uso generalizado. La variación en la oferta monetaria era únicamente un aspecto técnico, y el neoliberalismo, solo la justificación ideológica de la transformación histórica de las últimas décadas del siglo XX.
En el marco de una evolución antropológica a largo plazo, el capitalismo contemporáneo podría entenderse como el punto donde se trasciende al humanismo. La burguesía moderna encarnaba los valores humanistas de emancipación del destino ecológico, siendo el capitalismo burgués un producto de la revolución humanista. Pero el efecto combinado de la enorme acumulación de capital y la desterritorialización del proceso de producción ha puesto punto final al carácter burgués del sistema económico. La producción y el intercambio de signos abstractos han sustituido en gran medida al proceso general de acumulación: el semiocapitalismo a reemplazado al capitalismo industrial. La abstracción financiera es sólo la manifestación extrema del predominio de la semiosis en comparación con la producción de bienes físicos.
El semiocapitalismo es, en mi opinión, un término adecuado para referirnos al actual sistema económico mundial. Sin embargo, para comprender la dimensión política de la transformación efectuada por la desregularización neoliberal sería más correcto hablar de «capitalismo absoluto».
La palabra «absoluto» viene del latín ab-solutus, que significa «emancipado de toda limitación». En este contexto, «absoluto» quiere decir no limitado por restricción alguna, incondicional, no constreñido por cláusulas constitucionales o de otro tipo.
La burguesía luchó contra el absolutismo de inicios de la modernidad tras aprovechar los efectos de la unificación nacional y de la regulación social que los monarcas absolutistas habían puesto en marcha en las sociedades tradicionales. Los esfuerzos de la burguesía por poner fin al absolutismo monárquico tenían por objeto liberar a la empresa privada del control del Estado, pero también limitar el poder regio bajo el imperio de la ley.
Una vez que la ley logró imponerse a la aristocracia feudal y al monarca, la burguesía aceptó que también se limitara legalmente su expansión económica. La burguesía no podía desentenderse del destino del territorio ni de la comunidad de los trabajadores, por estar estos últimos ligados al destino de las inversiones de la compañía. Trabajadores y burguesía compartían el mismo espacio urbano y el mismo futuro. El fracaso económico era una desgracia para el propietario, aunque mucho menos que para el trabajador y su familia. Por todo lo anterior la clase burguesa aceptó la democracia, y la negociación con la clase trabajadora.
La llegada del capitalismo financiero, la desterritorialización de la producción y del intercambio y, finalmente, el surgimiento de una clase virtual sin identidad territorial han ido acompañados de un proceso general de desregularización. La globalización del comercio corporativo ha obstaculizado y en última instancia imposibilitado todo control legal sobre su actividad global. La soberanía del Estado-nación ha dado paso a que las corporaciones globales puedan actuar con total libertad sin tener que rendir cuentas a la autoridad local y pudiendo mover de un lugar a otro sus activos inmateriales. Esto resulta particularmente cierto respecto de la crisis medioambiental, puesto que los límites legales a la explotación de los recursos físicos y a la contaminación del medioambiente son ignorados sistemáticamente (en última instancia de forma suicida) por las corporaciones.
Al mismo tiempo, la globalización del mercado de trabajo ha destruido el poder organizado de los trabajadores y ha permitido que se produzcan la reducción general de los salarios, una mayor explotación y el debilitamiento de la negociación de las condiciones laborales y del tiempo de trabajo.
Esto explica por qué el sistema global contemporáneo debería definirse como capitalismo absoluto, ya que los únicos principios por los que se rige son los de la acumulación de valor, el crecimiento de beneficios y la competencia. Estas son sus prioridades globales y el apabullante ímpetu que anida en su centro. Todo lo demás, incluida la supervivencia del planeta o el futuro de las próximas generaciones, está sometido a dichos objetivos.
Comparado con el anterior capitalismo industrial burgués, la situación actual ha invertido la relación entre el bienestar social y el beneficio financiero. En la economía industrial, los beneficios aumentaban cuando los trabajadores tenían suficiente poder adquisitivo para comprar los bienes producidos en las fábricas. En la esfera del capitalismo financiero, los indicadores financieros suben solo si disminuye el bienestar social y bajan los salarios.
No es de extrañar, pues, que los cientos de multimillonarios de la revista Forbes hayan aumentado su capital en 2010, 2011 y 2012, años que han estado marcados por un desempleo creciente, por ña pobreza y los recortes del Estado de bienestar.
Lejos de emancipar a la sociedad de las normas, la desregulación neoliberal ha emancipado al capital de la ley política y de las necesidades sociales, conduciendo a la sociedad a su sometimiento ciego a la ley de la acumulación financiera. La desregulación neoliberal ha supuesto, en fin, el inicio de una era de absolutismo capitalista, en la que la acumulación del capital y en particular la acumulación financiera funcionan de manera totalmente independiente (ab-solutus, desligados) de los intereses sociales.
Así es como finalmente la tradición humanista, que se basaba en la idea de destino humano no sujeto a las leyes teológicas o a la necesidad, ha sido destruida.
Franco «Bifo» Berardi
Extraído de «Héroes, asesinato masivo y suicidio».
Ed. Akal (2016), pág. 81