Nota: Estas líneas no son una reseña al uso del libro de Víctor Lenore Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural, publicado por Capitán Swing en octubre de 2014, sino solamente un conjunto de reflexiones deshilvanadas surgidas de su lectura.
En el año 2005 apareció una pintada en la plaza de Bilbao La Vieja que decía: «Basta de glamour! Modernazos a Londres». En el apogeo de la burbuja de la abundancia financiera, era obvio que la consigna pretendía denunciar la deriva que estaba viviendo el barrio bilbaino de San Francisco, en cuyo seno diversos polos -sobre todo el centro BilboArte, pero no sólo él- estaban contribuyendo a remodelar el paisaje urbano al gusto de una nueva clase media consumidora de cultura, en detrimento de sus antiguos habitantes. Era lo que ha recibido el célebre nombre de gentrificación. El ayuntamiento de Bilbao, adicto al higienismo que se ha impuesto por doquier, no tardó ni una semana en borrarla. Sin embargo, la consigna reaparecería tiempo después en forma de pegatina. Sin lugar a dudas, uno de esos mismo modernos a los que se dirigía la pintada la encontró tan graciosa que no pudo abstenerse de imitarla, reescribiéndola de paso con el tipografía («de batzoki») que suele asociarse con el PNV, y que para cualquier gafapasta evoca un insoportable aroma a bosta de vaca. Parece claro que quien sacara esa pegatina pretendía burlarse de lo que debía de considerar una crítica paleta (o «plebeya») del moderneo. En 2016, pese al paréntesis que supuso la irrupción de la crisis actual, la gentrificación se ha reanudado a gran velocidad en el mismo barrio, extendiéndose además a las Siete Calles, al otro lado de la Ría.
Ya entonces se hablaba de modernos, modernazos, modernukis o gafapastas. La palabra que se ha impuesto ahora (globalización obliga) es hipster, que cotiza más por sonar a anglo. La subcultura hipster es precisamente de lo que trata el libro de Víctor Lenore Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural, que describe el fenómeno con la perspectiva doblemente privilegiada de quien lo ha vivido desde dentro y quiere romper con ello, no en busca de privilegios en otros lugares sino por pura honradez.
Lenore describe la cultura hipster como un derivado del indie de los noventa que ha acentuado algunas características que ya estaban presentes entonces, como el elitismo, la superficialidad, el narcisismo, la falta de compromiso político o el cinismo. Aunque no suela admitirse explícitamente, querer distinguirse a toda costa de la masa lleva a una derechización, lo que a veces se ha enunciado de forma explícita en algunas obras abanderadas de lo hipster. Dominante en ciertos ámbitos como la música pop -especialmente los festivales de verano- o la moda, esta cultura ejerce una supremacía que se extiende también al cine de autor o a los estilos de vida; y, pese a que desdeñe abiertamente las expresiones artísticas del pueblo llano, nunca ha dejado de parasitarlas y reapropiárselas cuando le convenía. Al mismo tiempo, Lenore cree que estas tendencias han servido para allanar el terreno a algunos de los efectos más nocivos del capitalismo contemporáneo, como la esterilización de ciertos barrios populares, el desarraigo o el culto a lo eternamente adolescente. Sin embargo, las cosas están empezando a cambiar desde el 15 de mayo de 2011, ya que a su juicio cada vez más hipsters empiezan a compartir la idea de que es necesario un cambio profundo en la sociedad para que las cosas mejoren o, por lo menos, dejen de empeorar.
Por mi parte, tengo que fiarme de lo que dice Lenore sobre los orígenes del fenómeno hipster, pues sólo he podido contemplarlo desde fuera, especialmente en lo que concierne a la música pop; eso sí, a veces muy cerca de algunas de sus manifestaciones más ridículamente caricaturescas. Conocí mi primer hipster (o protohipster) hace ya casi veinte años. Era un tipo inteligente, bastante soberbio, poco lector, integrista musical y adorador del cine de Michael Haneke (y más en concreto de su recién estrenada Funny Games). Su pasión melómana le llevaba a mirar con condescendencia a todos aquellos seres que -como yo- no escucharan lo más selecto que se producía en el mundo anglosajón. Como puede verse, el individuo presentaba ya todos los rasgos del hipster actual, salvo la barba, que aún no se estilaba. Cuento todo esto simplemente para ilustrar lo conservadora que es esta figura, pues su arquetipo ha evolucionado muy poco en casi cuatro lustros.
Lenore describe precisamente a los hipsters como individuos conservadores o incluso reaccionarios cuya principal preocupación es destacar por encima de una masa que desprecian, pese a que ellos mismos sean, en su calidad de consumidores, parte de esa misma masa. Para lograrlo se valen de una competencia atroz en ciertos ámbitos de la cultura, que son sobre todo la moda, los viajes a ciertas Mecas escogidas, la música y la industria audiovisual (televisión, cine e internet); en resumen, las tendencias. Pero, dado que en la actualidad estos ámbitos atraen por igual a consumidores de toda condición, los hipsters se ven obligados a cultivar un elitismo radical, a fin de no incurrir en un delito de baja plebeyez, y para ello se apoyan en dos actitudes muy fáciles de reconocer: un sarcasmo ilimitado, que a menudo se reservan incluso para sí mismos (que algunos consideran autoironía), y una busca incansable en pos de las nuevas tendencias que todavía no conoce casi nadie. Por desgracia, esta similitud entre el comportamiento del hipster y el de tantos otros consumidores contemporáneos plantea un problema -a mi entender, no resuelto- para el análisis que hace Lenore. El principal reproche que puede hacérsele es una cierta superficialidad en el análisis, que insiste demasiado en describir, a menudo burlonamente, los peores rasgos del gafapastismo sin ahondar en una de las peculiaridades más llamativas de este fenómeno, que es su capacidad de ejercer de modelo cultural dominante al que quisieran aspirar muchos de quienes económicamente ven impedido su acceso a este tipo de consumo. Dicho de otro modo: los hipsters son pocos, y sin embargo se les dedica una atención desmesurada.
A nadie le habrá pasado desapercibida la proliferación de artistas de toda laya en los sectores más insospechados, desde gaztetxes y centros sociales okupados a facultades de comunicación. El rasgo fundamental que según Lenore caracteriza a la subcultura hipster -la distinción por lo alto respecto a una masa indiferenciada- se ha convertido casi en una obsesión general de la sociedad, pese a que obviamente cada vez sea más difícil ser único cuando hay tanta gente que colecciona sellos indonesios, viaja a la India o a Nigeria o escucha rap tuareg. Exagero, claro, pero no mucho. Lo hipster que describe Lenore es una especie de afán de depuración absoluta de la veta esnob, exenta de cualquier rastro de escoria, pero es muy raro encontrarla en ese estado (o, por lo menos, lo es para quienes no frecuentamos los mismos ambientes que Lenore, y eso que he trabajado en el festival de cine independiente de Gijón).
Se diría que Indies, hipsters y gafapastas no reconoce esta tendencia, que sin embargo parece intuir; esto es, que el deseo de diferenciación se encuentra por doquier en la actualidad, y no sólo en la subcultura que critica en la obra. Por ejemplo, Lenore menciona como síntomas del avance de lo hipster la película Ocho apellidos vascos o el himno «Waka waka» de Shakira (ejemplos respectivamente del sarcasmo y del plagio de la cultura popular), pero dudo mucho que los hipsters se identifiquen con uno u otro producto. Es decir, lejos de ser privativos de ese entorno autocomplaciente y endogámico, muchos de esos rasgos tan perniciosos se han extendido a toda la cultura de masas, sea presuntamente elitista o descaradamente popular.
Es evidente que un arquetipo tan exclusivo de distinción y desprecio olímpico de la plebe no puede resultar accesible más que para una minoría ínfima, así que los elegidos serán muchos menos que los llamados. El hipster ideal (el modelo salido del alambique, si se prefiere) es varón, de clase media, trabaja en el mundo del diseño gráfico, la moda o la «comunicación», gana mucho dinero, viaja todo el rato y dedica su tiempo de ocio a la lectura (poco, por lo general), a la pantalla del ordenador (mucho) y a la música (muchísimo). Por el contrario, el (o la) hipster realmente existente suele ser precario, hace malabares económicos para acercarse a las mercancías que se exhiben en los escaparates de moda, se pasa el año trabajando (si puede) en Zara o en una gasolinera para hacer el circuito de festivales del verano y tiene por fuerza un bagaje cultural bastante más limitado. Éste es, de hecho, el significado del término «esnob», que procede del inglés snob. Según una etimología popular, snob es un acrónimo de sine nobilitate (sin nobleza), es decir, de ausencia de pedigrí. Aunque el origen de la palabra no esté claro, desde hace tiempo la palabra en inglés se refiere a los trepadores que aspiran a hacerse un hueco entre las clases más pudientes, para lo cual es necesario hacer alarde de un refinamiento (real o aparente) que suele atribuirse a «los que más saben».
El ansia de destacar es una curiosa obsesión de la sociedad administrada. Pero los gustos estandarizados que tratan de alejarse de las tendencias mayoritarias adoptan la forma de nuevas sumisiones:
Las formas de sociabilidad han cambiado radicalmente, y para comprobarlo no tiene uno más que subirse a un vagón cualquiera del metro en una hora punta y contar el número de viajeros ensimismados en las pantallas de sus móviles o tabletas. La «muchedumbre solitaria» (lonely crowd) de las «Sociedades de consumo» de hace medio siglo […] es ahora una masa conectada, en perpetuo estado gregario, un cardumen o un conjunto de cardúmenes excitables por mínimos impulsos eléctricos.[[Jon Juaristi, A cuerpo de rey, Ariel, 2014, pág. 120. Pido perdón a los guardianes de las esencias libertarias por citar al inefable Juaristi (especialmente en una obra que enaltece hasta el ridículo la figura de Juan Carlos I de Borbón y Borbón), pero este tipo de reflexiones hay que buscarlas en libros como el suyo, porque no hay forma de dar con algo parecido en Slavoj Žižek, Diana J. Torres o Alain Badiou.]]
Los hipsters serían en estos cardúmenes, o bancos de peces, quienes van en cabeza, mientras los demás les siguen; pero a casi todos ellos les gustaría estar en el grupo que marca la orientación de los demás. Un ejemplo de esto es lo que ha ocurrido con la película Amanece que no es poco. De ser un clásico de los años ochenta, pasó a convertirse en el nuevo milenio en el santo y seña de un culto que no busca prosélitos sino lo contrario: distinción. Supongo que ahora que está tan de moda, los mismos que idolatraban esta película deberán marcar distancias respecto a los nuevos conversos. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que este tipo de devociones, tan caprichosas como desmedidas, sirven de modelo a toda una forma de consumo que no deja de crecer en nuestra época. Lo mismo sucede con las series; cuando han sido acogidas con entusiasmo por toda la población, un hipster debe buscar imperativamente el último berrido que lo separe del resto de espectadores (y mejor cuanto más bleak chic, o sea, cuanto más empapado esté de la «estética de lo lúgubre»).
Un ejemplo claro de lo que digo: lo friki podría definirse como una versión cutre de lo hipster, es decir, un deseo de diferenciación conseguido, a falta de refinamiento, a base de refocilarse en todo aquello que parece precisamente demasiado cutre, mainstream o vulgar. Si uno pierde el rubor de admitir que se aburre con el cine de Jim Jarmusch (o burlándose de las producciones de Bollywood), siempre puede coleccionar muñecos de Viernes 13 o ver doscientas veces las obras completas de Steven Seagal. No es nada casual que frikis y hipsters compartan un mismo gusto por la ostentación de sus manías y sus vicios, ya que al fin y al cabo se trata de dos formas perfectamente normales del estar arrojado en el mundo de la sociedad narcisista. Lenore se ha dado cuenta de esta similitud, ya que al final de su libro apunta a que «el viejo hipster o gafapasta, apegado a sus estrictos códigos culturales, se percibe ahora más bien como un friki». Pero es que «lo friki» se ha convertido en el paradigma del consumo de baja estofa de nuestra época: irresponsable, ostentoso, frívolo, sarcástico con todo y sobre todo consigo mismo, pueril y hedonista. Si todavía quedan diferencias de calado -aparte del dinero que manejan- entre los hipsters y este modelo ya universal, a mí se me escapan. Quien no esté de acuerdo puede echar un vistazo a Alta fidelidad.
Otro reparo, quizá más grave, que puede hacerse al libro de Lenore es su optimismo respecto al interés que al parecer los hipsters empiezan a mostrar por la política, lejos del encierro en una supuesta torre de marfil que les habría caracterizado hasta hace bien poco. Al contrario, me temo que los gafapastas no descubrieron la política «radical» el 15 de mayo de 2011. La revista Vice, de cuya edición estadounidense habla Lenore en términos muy duros («nihilismo cool como desmovilizador político»), publicó un artículo en su día sobre la famosa operación de la policía francesa contra los «nueve de Tarnac».[[La banda armada dirigida por Michèle Alliot-Mariem ministra francesa de Interior, detuvo el 27 de noviembre de 2009 a nueve personas en la aldea de Tarnac, en el Limousin. Se acusó a estas personas de haber realizado sabotajes contra las catenarias del TAV en el sur de Francia, modalidad subversiva que se preconizaba en La insurrección que viene. La prensa y la policía galas atribuían la autoría del texto a un grupo colectivo que habría escrito las obras firmadas por Tiqqun o el Comité Invisible, incluido el Llamamiento (y posteriormente A nuestros amigos), casi todas ellas publicadas ya en castellano. Después de que hasta el diario Le Monde denunciara la actuación policial, casi toda la prensa francesa sostiene que aquello fue un chapucero montaje de Alliot-Marie.]] El texto, firmado por Aaron Lake Smith, se titula «Vive le [sic] Tarnac 9! La tradición francesa del sabotaje inteligente sigue viva» y viene a ser como el viaje a una «aldea Potemkin»[[Se dice que el ministro de Catalina la Grande Grigori Potemkin es conocido, aparte del acorazado imperial que llevaba su nombre, por haber creado aldeas que mostraban una feliz vida campesina para que su emperatriz creyera que toda iba bien. Como se ve, ni Stalin ni Mao inventaron nada.]]. En la misma línea, otra revista que Lenore considera típicamente hipster, Jot Down, publicó no hace mucho tiempo una sonada entrevista a Gregorio Morán en que se despachaba contra la leyenda rosa de la Transición española en unos términos que suscribirían a grandes rasgos todos los lectores de Ekintza Zuzena.
Quizá sea un buen síntoma que los hipsters se interesen un poco más por la política, como dice Lenore, pero es de esperar que cuando lo hagan será para tratarla con frivolidad, como ocurre con todo lo demás, y esto es algo fácil de prever, conociendo el paño. Véase la obra escrita de Kiko Amat para ver qué da la política radical pasada por el filtro del gafapastismo. Más en serio, las películas de Michael Haneke, uno de los tótems hispters, son incomprensibles si se separan de la política. Ya sea el peso del legado de la guerra de Argelia (Oculto), el embrutecimiento contemporáneo (Funny Games), la devastación del ser humano en una situación de catástrofe ecológica (El tiempo del lobo) o la deshumanización de la que sería la primera generación de nazis (La cinta blanca), el cine de Haneke es explícitamente político; pero lo es como la propia politización de los hipsters, es decir, superficial y simplista, aunque dotada de un acabado formal muy pulido. Ahora bien, el cinismo de los hipsters no les permite apoyar abiertamente ninguna corriente política, como lo prueba el anuncio que lanzó el Partido Popular «También los hipsters», que mostraba a uno de éstos anunciando -contra la opinión de su cuadrilla- que iba a votar a Rajoy, a fin de atraer a un electorado poco movilizado por la política, por mucho que ideológicamente no sea lejano.
Por poner un ejemplo de política radical «frivolizada», es perfectamente legítimo leer al último Guy Debord (no sólo el de los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo o el Panegírico, sino también el de In girum imus nocte…) desde un punto de vista nada alejado de la soberbia y el narcisismo de los modernos que se permiten mirar por encima a la chusma que respira el mismo aire que ellos. Y así se leía ya ese Debord en algunos cenáculos universitarios antes de la crisis. ¿Acaso el uso sarcástico de aderezos de la cultura de masas (como llevar una camiseta de los New Kids On The Block o utilizar una imagen de Bud Spencer) no es una forma de détournement, «lo contrario de la cita, de la autoridad teórica siempre falsificada por el mero hecho de haberse convertido en cita»?[[Guy Debord, La sociedad del espectáculo, § 208. ]] El propio Lenore menciona a Godard en su libro (págs. 105-106), aduciendo que las críticas que dirigen los modernos hacia los documentales de directores como Michael Moore «usan el argumentario de artistas politizados como Jean-Luc Godard. El director francés propuso la expresión “películas de pizarra” para denostar los filmes políticos demasiado pedagógicos, similares a un libro de instrucciones. La diferencia, realmente enorme, es que Godard buscaba un cine más eficazmente político, mientras que los actuales hipsters que critican a Moore parecen más pendientes de encontrar una excusa para poder olvidarse de las cintas sociales». Sin embargo, al contrario de lo que dice Lenore, La Chinoise (1967) de Godard anuncia ya algunos de los peores rasgos de lo hipster, como una ironía absolutamente autoindulgente, por no hablar de lo caprichoso de su compromiso maoísta.
He dejado para el final un asunto que merecería una discusión mucho más larga, pero me limitaré a esbozarla porque tampoco Lenore llega a teorizar al respecto. En todo el libro Indies, hipsters y gafapastas subyace una concepción del arte popular que no se formula de forma clara en ningún momento. No se entiende muy bien por qué Lenore parece creer en la existencia de una cultura popular espontánea, inmaculada de la contaminación esnob. Estoy seguro de que asistir a una apasionada conversación de fútbol que se prolonga durante horas puede ser un suplicio hasta para el etnógrafo urbano más paciente; supongo que el autor del libro de que hablo estaría de acuerdo conmigo. Se diría que Lenore sufre lo que los franceses llaman nostalgie de la boue, «nostalgia del fango», que lleva a idealizar todo lo que huela a popular. Pero «popular» puede ser Lope de Vega o Julio Iglesias, el romancero castellano o Belén Esteban, REM o Steven Spielberg, el reggaetón o el partido de Aznar y de Rajoy. Incluso un pogromo puede ser absolutamente espontáneo, horizontal y participativo.
La distinción entre una cultura de élite y otra popular nunca ha sido sencilla, pues se han nutrido mutuamente a lo largo de los siglos. La particularidad de la subcultura que pretende ser elitista en nuestro tiempo es su indigencia y su injustificada vanidad, pero también el hecho de que sirve de modelo de conducta para el resto de subculturas industriales que conviven con ella en la actualidad. Por esa razón, el interés renovado por la política que pueda mostrar el mundo hipster será estimable en la medida en que lleve a renunciar a sus señas de identidad; es decir, a cuestionarse a sí mismo, tanto desde un punto de vista ético como estético, lo cual tiene muy poco que ver con su «autoironía», que en realidad no es más que una forma de sarcasmo autocomplaciente, ya que no es difícil ser el cosmopaleto más viajado del planeta. El libro de Lenore no sirve para comprender el fenómeno hispter, pero gracias a su éxito y a su desarmante sinceridad podrá servir para contrarrestarlo, siempre que lo sucedan gestos de más calado.
Javier Rodríguez Hidalgo
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