“Y dijeron ea alcemos una ciudad y
una torre y su cabeza en el cielo y
démonos un nombre para no
dispersarnos por el haz de la tierra.
Y Adonai descendió para ver la
ciudad y la torre que construían los
hijos del hombre.
Y Adonai dijo si el pueblo es uno
y la lengua una para todos y esto es
lo que ahora comienzan a hacer ya
no podrá impedírseles nada de
cuanto meditan hacer.
Descendamos y embabelemos su
lengua que no entiendan el uno la
lengua del otro”
Versión del texto hebreo del Génesis XI:4-9 según H. Meschonnic
(en Les Tours de Babel, TER, 1985).
Ab urbe condita[[Ab urbe condita (AUC o a. u. c.) es una expresión latina que significa “desde la fundación de la ciudad”, es decir, “desde la fundación de Roma”, que se sitúa tradicionalmente en el año 753 a. C. Por lo tanto, el año 1 de la era cristiana equivale al año 754 ab urbe condita. Esta expresión era utilizada por los ciudadanos de Roma para la datación de sus hechos históricos.]]
1. Según la interpretación más habitual dentro de la tradición judeo-cristiana, el mito de la Torre de Babel incluido en el capítulo XI del génesis narra el enfado divino hacia unos hombres que tras sobrevivir al Diluvio resuelven erigir una ciudad donde asentarse y en cuya cabeza alzar una torre con la finalidad de prevenir un segundo diluvio. Se trataría pues, de la historia de un nuevo castigo divino, en el que a los descendientes de Noé se les habría condenado, esta vez por su soberbia.
Existen, no obstante, algunos comentaristas que señalan que en el texto original no existe indicio alguno del escarnio divino que se ha querido leer en él. No hace falta ser un gran adepto de las teorías conspirativas para intuir que las traducciones menos literales de los escasos nueve versos que componen este fragmento (cuya brevedad llama la atención en relación a lo vastamente citado y difundido del pasaje) estarían movidas por intereses espurios. En cualquier caso, la versión que ha hecho de la historia de la Torre de Babel la fábula moral del tercer castigo divino tras la expulsión del Edén y el Diluvio Universal, es la interpretación que a la postre ha prevalecido. Más allá de si resulta pertinente hablar de pecado de soberbia o no, y para evitar entrar en vanas controversias teológicas, lo que nos interesa de este relato es el hecho de que lo que en realidad narra es la crónica de una determinación política de gran calado, y de toda la serie de estrategias que se desplegarán supeditadas a esta determinación primera.
Nos revela a unos hombres y mujeres, que han tomado por una vez su destino con sus propias manos. Describe a una comunidad en ciernes, de hombres y mujeres que pueden y sobre todo… que lo saben. Y allí donde existe una potencia real, no hay pecado de soberbia ni omnipotencia que achacar. Cabe preguntarse ¿qué es exactamente aquello que se juzga, a falta de pecado? Desde esta perspectiva, la conminación a “poblar la tierra” (tal era la condena subyacente al ababelamiento[[“En acadio, Babilonia (Bab-îlu) significa “Puerta de Dios”, pero en el término europeo bâlal (que proviene del acadio Bab-ilu) figura la raíz de confundir, “embrollar”, balal. Es un término frecuente: balbala (árabe), to babble (inglés), balbucir (español), bárbaroi (griego). Sugiere el desarticulado e incomprensible chapurrear de los “extranjeros”, de los “bárbaros”: la lengua de los otros mundos. El juego de palabras que aparece explícitamente en el versículo 9 jugando explícitamente con la proximidad de bavel-bilbel (“se llamó Babel porque el Señor embabeló la lengua”) no ha sido traducido como tal juego en ninguna de las modernas versiones de la Biblia.” Félix de Azua, La torre de los mundos incomprensibles, en Cortocircuitos, pag. 19.]] de las lenguas de los constructores) se revela como una estrategia de la providencia, valga decir del poder establecido, para dispersar a esta comunidad al fin encontrada, para minar ese hogar común desmembrando su lengua y diseminando los trozos “por la haz de la tierra”. Después de todo, a ningún poder divino o terrenal le hace gracia que sus súbditos puedan, que hayan aprendido el delicado arte de conjugar sus fuerzas hasta el punto de saberse capaces de conjurar un segundo diluvio, aunque para esto deban tomar el cielo por asalto. Abortar esta (nuestra) potencia es, después de todo, la empresa colosal de toda dominación.
Si algún mérito hay que reconocer a las alegorías bíblicas, es que difícilmente se puedan hallar metáforas más precisas que las que en ellas se emplean, en este caso respecto a los métodos dispuestos para amputarnos como comunidad. Según se recoge en el fragmento, el método utilizado para la dispersión de tanto arrogante albañil fue en un primer momento la confusión de sus lenguas, privándoles de los códigos básicos en los que darse a entender y haciendo estallar la lengua adánica en una profusión de idiomas, arrancando de cuajo la lengua común y con ella, la condición de posibilidad de toda comunidad. A esto se podría añadir un segundo momento en el que a la confusión original se suma la distancia impuesta por un poder que pone tierra de por medio para rematar la faena de la separación, lo que viene a sentar un precedente de aquello que en la actualidad llamamos “ordenación del territorio”, es decir la gestión del espacio y las poblaciones en función de intereses políticos relativos al mantenimiento de un determinado orden social (statu quo), en este caso separar lo que busca reunirse… cachitos sueltos del sueño colectivo que diría el poeta montonero.
Esa experiencia, la de pensarse en común, es la que nos ha sido hurtada. De ahí que cuando de modo fortuito, casi inadvertido, tropezamos con ella (con un hacer y pensar en común) tenemos la extraña sensación de estar en presencia de una rara avis, o de algún tipo de criatura prehistórica… o en este caso habría que decir propiamente Histórica. Experimentar el extrañamiento de pensar en común restituye en parte precisamente aquello que nos ha sido escamoteado: el sentido de lo político.
2. Ya desde su origen como disciplina separada y al calor de las revueltas de la Comuna, el urbanismo deberá ser pensado según criterios de eficiencia tanto para la producción económica como para el control social, es decir para la separación. El trazado urbano se cuadricula para favorecer el sofocamiento de posibles sublevaciones por medio de la incursión de vehículos motorizados a la par que comienza un proceso de “zonificación” clasista de la ciudad. Se crean barrios periféricos con la intención de alojar a las masas de asalariados venidos del mundo rural para integrarse a una industria fabril emergente. Los límites se desdibujan, las ciudades comienzan a extenderse de modo caótico más allá de las lindes del centro, lo que obliga al urbanismo a prolongarse en la llamada “ordenación del territorio”. La feliz unión de ambas disciplinas y su proyección sobre la totalidad del territorio (o más propiamente, el proyecto de la gestión totalitaria del territorio) es lo que llamamos metropolización. La administración del territorio, es decir de todo espacio donde se desarrolle la actividad humana, queda en manos de especialistas y comienza a regirse no ya en función de intereses y necesidades sociales, sino en atención a imperativos económicos, favoreciendo el desplazamiento de mercancías y el uso generalizado del automóvil que no tardará en convertirse en el amo y señor del territorio.
A partir de la segunda mitad del siglo XX se produce un cambio fundamental en el modelo urbano. Cuando el grueso de la producción material se ha desplazado a las zonas más empobrecidas del globo, las ciudades de los así llamados países desarrollados pasan de ser centros de producción de bienes, a convertirse en espacios cuya principal actividad económica es la oferta de servicios. El pasaje del sujeto productor al consumidor se ha efectuado en la península no sin sobresaltos, la conflictividad social que supo tener como epicentro la fábrica y los espacios de sociabilidad en general, supuso el último revés importante dado a un capitalismo en permanente reconversión, los Pactos de la Moncloa son el epitafio del llamado segundo asalto proletario a la sociedad de clases.
De modo quizás demasiado esquemático se puede decir que la ciudad fábrica de mercancías ha dado paso a la fábrica de subjetividades. Además de circuitos organizados para el consumo, las ciudades se convierten en zonas de condensación de información, proliferan los sectores económicos relacionados con la comunicación: estudios de diseño y publicidad, agencias informáticas y en general con la llamada “producción inmaterial”. La creación de nuevas “necesidades” produce a su vez individuos nuevos. Cada persona se refugia en su vida privada, cada uno con su “pedrada” y liberado de responsabilidades para con los otros. Surgen nuevas formas de vida de las que hay tantas como almas hay en el mundo, todas ellas idénticas en su singularidad.
En éste nuevo escenario la ciudad misma se convertirá en una mercancía (a la que algunos autores llamarán ciudad-marca), que como tal deberá ser sometida a las leyes de un mercado que cada vez más se halla rendido a las órdenes del turismo. Precisamente en esta época, en la que por uno u otro motivo a casi todos nos toca en algún momento ejercer de turistas (a veces incluso en contra de la propia voluntad) y antes de iniciar su diatriba, quizás merezca la pena hacer una pequeña salvedad. La crítica que sigue pretende abordar el fenómeno turístico desde las decisiones políticas que existen detrás de su expansión y las implicaciones e impactos que suele acarrear, y no como un ataque ad hominem sobre los ocasionales viajeros. Aunque considerásemos que en un momento dado estos merecieran ser repudiados, esto sería a causa de algún tipo de contingencia más que de un juicio moral. En otras palabras, aquí no se trata de si el turista es bueno o malo, de si es más o menos respetuoso, de si tiene la delicadeza de dirigirse a los nativos en su lengua vernácula o si habría que reeducarle en cuestiones de urbanidad, cosas que podrían tener su interés pero simplemente escapan a las pretensiones de este escrito, puesto que de lo que aquí queremos hablar es de cuestiones políticas.
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