COLOMBIA. AYUDA PARA UN VIETNAM

Los funcionarios del Gobierno y los congresistas norteamericanos están haciendo cada día más ruidos ominosos sobre la necesidad de ayudar a Colombia en su guerra interna: 50 años de violencia política agravados por 20 de narcotráfico. Es para echarse a temblar, porque en estos casos la ayuda norteamericana siempre se traduce en una escalada de la guerra. Y esa de Colombia que ahora se anuncia, más que a los conflictos casi parroquiales de América Central, en los que prestaron su ayuda los presidentes Reagan y Bush (El Salvador, Guatema-la, Nicaragua), se parece a otro modelo más antiguo y más devastador: la guerra del Vietnam de los tiempos de Kennedy, Johnson y Nixon.

Porque, en efecto, las dimensiones de Colombia son otras. Se trata de un país de cerca de 40 millones de habitantes y más del doble de la extensión territorial de España, mediano productor de petróleo (es uno de los llamados países reserva), principal proveedor de cocaína y segundo de heroína para el inmenso y creciente mercado norteamericano, y con una privilegiada -es decir, peligrosa- situación estratégica. Domina, geográficamente hablando, el mar Caribe; es vecino de Venezuela, primer abastecedor externo de petróleo de Estados Unidos; de Panamá, cuyo Canal interoceánico sigue siendo de tal importancia para Washing-ton que el Gobierno de Bill Clinton no ha vacilado en romper los tratados de devolución firmados por su predecesor Jimmy Carter manteniendo en él tropas norteamericanas hasta el año 2010 (por el momento); del Perú, lo cual la convierte en paso obligado para la coca producida por éste y por Bolivia en su ruta hacia las ciudades norteamericanas; del Ecuador y del Brasil, con los cuales comparte un buen trozo de la cuenca amazónica, reserva biológica y pulmón del planeta que está siendo aceleradamente arrasada por… sí, ya lo adivinó el lector: por la expansión de los cultivos de coca, que a su vez están siendo erradicados por orden y con ayuda de los Estados Unidos sólo para reproducirse un poco más adentro de la selva, en algo que, más que un círculo, es una espiral viciosa.

Desde hace medio siglo, y por razones demasiado complejas para explicarlas en un artículo de periódico (demasiado complejas para que las haya intentado explicar jamás un medio de información europeo o norteamericano), Colombia es el teatro de una incesante guerra civil “de baja intensidad”, que deja unos 20.000 muertos al año. Los protagonistas del conflicto son variados, y han ido cambiando con el paso del tiempo: latifundistas ociosos, empresarios agroindustriales de alta explotación de mano de obra estacional y barata, terratenientes del narcotráfico, colonos campesinos en busca de tierras baldías, comunidades indígenas despojadas de las suyas, sindicatos agrarios diezmados por los asesinatos pero activos, partidos políticos tradicionales (liberal y conservador), guerrillas de toda índole (comunistas prosoviéticas, desde los años cincuenta, guevaristas del foquismo desde los sesenta, maoísta de la guerra popular prolongada desde los setenta), ejército institucional (con ayuda, aunque más bien parca, del Gobierno de los Estados Unidos), policía, policía antinarcóticos (con ayuda, más sustancial, del Gobierno de los Estados Unidos) y bandas armadas llamadas “paramilitares” al servicio del mejor postor: latifundistas, industriales agrarios (banano, algodón, ganado), narcotraficantes o ejército institucional.

Eso, en lo que toca al campo. La descomunal violencia urbana colombiana (un botón de muestra: 2.000 secuestros al año) es menos visiblemente política, pero se alimenta del exilio campesino a las ciudades provocado por la violencia política rural, que no puede ser absorbido por una industria precaria que además ha sido en los últimos años desmantelada por la apertura económica recetada por el Fondo Monetario Internacional e impuesta por los neoliberales locales: la misma apertura que ha contribuido a la ruina del campo, incapaz de competir, pese a los bajos salarios, con la agroindustria subvencionada de los Estados Unidos o de la Unión Europea. Y los dos tipos de violencia, la rural y la urbana, han sido potenciados en los últimos 15 ó 20 años por el caudaloso dinero ilegal del narcotráfico (un 4% del PIB), que, de pasada, ha corrompido hasta los tuétanos todas las instituciones: Gobiernos, Parlamento, poder judicial, Ejército, policía, banca o Iglesia. Hasta los equipos de fútbol y los reinados de belleza (institución nacional por excelencia) están hoy manejados en Colombia por los dineros llamados calientes del narcotráfico, provenientes de la insaciable voracidad narcótica de los consumidores norteamericanos.

Todo lo cual ha hecho de Colombia una bomba a punto de estallar. Una bomba que el Estado colombiano, débil y corrupto, es ya incapaz de controlar, y que empieza a tener derrames chernobilescos sobre los países vecinos (en particular Venezuela y Panamá). Una bomba que los gobernantes de los Estados Unidos empiezan a considerar gravemente peligrosa para su “seguridad nacional”. Por eso hablan ahora de ayudar a Colombia, o incluso, si se llega a una “situación crítica”, de invadirla, para lo cual han hecho consultas con otros países de América Latina, como Perú y Argentina, que contribuirían con sus tropas a una “misión de paz”. Un analista del Pentágono, James Zackrison, entrevistado por una revista colombiana, dice sin ambages: “Lo único claro es que no podemos perder a Colombia”.

El pretexto para la intervención, para la ayuda, está en la amenaza del narcotráfico: Colombia -según declaraban recientemente a The New York Times funcionarios del Pentágono y del Departamento de Estado- corre el peligro de convertirse en una coca republic. El general Barry McCaffrey, zar antidroga de los Estados Unidos, se refiere a las guerrillas colombianas (presentes hoy en por lo menos la mitad del país) diciendo: “Están protegiendo drogas, moviendo drogas, cultivando drogas. Son una fuerza narcoguerrillera, y punto”. Y el general Charles Wilhelm, el jefe del Comando Sur del Ejército Norteamericano para América Latina y el Caribe, es contundente en cuanto a las dimensiones que pueda alcanzar la ayuda: “En términos de geografía y de uso de recursos, yo personalmente no sé que exista ninguna restricción”. El analista del Pentágono citado es más truculento: “Hasta bombas atómicas”. Ya hace unos años, el ilustrado alcalde de Nueva York, Edward Koch, había propuesto el bombardeo de las ciudades colombianas de Medellín y Cali como remedio para la venta callejera de droga en su propia ciudad. Y hasta la prensa seria norteamericana -The New York Times- se hace eco de todo esto, resumiendo -en un muy largo artículo- las tentaciones guerreristas de su Gobierno bajo el título: Ayuda a Bogotá: ¿para combatir drogas o rebeldes?, y señalando cómo en los últimos tres años se ha triplicado la ayuda y se han cuadruplicado las ventas a Colombia de equipo militar.

La cosa empezó hace más tiempo. Hace seis años, el entonces presidente colombiano César Gaviria (hoy secretario general de la Organización de Estados Americanos por imposición de los Estados Unidos) permitió que el cuerpo militar norteamericano de los marines se instalara durante varios meses en la costa colombiana del Pacífico con el estrambótico propósito de construir una escuelita para niños pobres. ¿Marines construyendo una escuelita? Hace dos años, los funerales del arzobispo dados por el Gobierno de Ernesto Samper y la embajada norteamericana en Bogotá a un ignoto “instructor civil de fumigación” confirmó lo que era un secreto a voces, negado siempre por los dos Gobiernos: que en Colombia operan ya centenares de asesores y consejeros militares de los Estados Unidos. Colombia se está llenando de “americanos tranquilos”, como aquel que describió Graham Greene en su novela The quiet american sobre la preparación de la escalada de la guerra en la Indochina todavía francesa de los años cincuenta. Se está llenando de agentes de la DEA que van a combatir las drogas, de agentes de la CIA disfrazados de agentes de la DEA, de ornitólogos que van a estudiar aves tropicales, de misioneros del Instituto Lingüístico de Verano que van a estudiar lenguas indígenas. De turistas. Los consulados norteamericanos en Colombia ponen en guardia a sus compatriotas sobre el peligro de hacer turismo en ese inestable país, pero allá acuden cada día más turistas norteamericanos que desafían el peligro.

O que crean el peligro. El epílogo de la novela de Graham Greene fue la guerra del Vietnam.

Antonio Caballero

[related_posts_by_tax posts_per_page="4"]

You May Also Like