CEPRID

Lysenko: La teoría materialista de la evolución en la URSS (III)

Domingo 31 de enero de 2010 por CEPRID

Juan Manuel Olarieta Alberdi

NÓMADAS

La ideología micromerista

Para un ciencia que estaba en sus inicios era inevitable empezar poniendo el énfasis en el ambiente exterior, e incluso identificar esa concepción con el fundador de la misma, Lamarck. Pero a lo largo del siglo las alusiones ambientalistas van a ser erradicadas de una manera tajante y, con ellas, saldrá despedido de la biología aquel a quien se imputaba su introducción: Lamarck. Me resulta imposible descifrar -ni siquiera imaginar- los motivos por los que el ambientalismo se imputó a Lamarck y no a Comte. Quizá ello sea achacable a que muy pronto el positivismo iba a tener un carácter dominante, hasta el punto de identificarse con la ciencia y, por tanto, había que poner a Comte más allá de cualquier crítica.

En cualquier caso, esa mixtificación es equiparable a las demás que se produjeron a finales del siglo XIX, ninguna de las cuales tuvieron -como veremos- carácter científico alguno, abriendo una etapa de la biología repleta de paradojas y contradicciones que aún no han sido ni siquiera despejadas. Así, no cabe duda de que es una gran incongruencia de algunos partidarios de la teoría sintética que, por un lado, rechazan la influencia de los factores ambientales en la evolución de las especies y, por el otro, recurren a las catástrofes geológicas cuando sus postulados se encuentran ante un callejón sin salida. Como antes le ocurrió a la sicología, la ecología crecerá como una disciplina independiente de la biología, ambas mal articuladas entre sí y, por consiguiente, sosteniendo tesis contradictorias. Por ejemplo, la edición digital de 5 de octubre de 2009 de la revista Proceedings of the National Academy of Sciences tituló así un artículo de dos investigadores de la Universidad de Kansas: “Un cambio climático pasado provocó el enanismo de las lombrices de tierra y otros pobladores del suelo”. Del mismo modo en los manuales de ecología es posible leer afirmaciones tales como que la “tensión ambiental” produce nuevas especies y que el hombre es “producto” de las glaciaciones (111b). Si los ciclos climáticos no han podido influenciar la evolución, como sostiene la teoría sintética, no tienen sentido esas continuas alusiones de los paleontólogos a las glaciaciones que ha experimentado el planeta. Los manuales de biología y genética de los mendelistas siguen de espaldas a la realidad sin aludir para nada a ningún factor ambiental. En ellos apenas encontramos algo más que las famosas “mutaciones al azar”, siempre referidas al genoma. Los mendelistas nunca lograron erradicar al ambiente de la biología sino que las referencias a su influjo se utilizaron de una manera oportunista. En el caso de los dinosaurios, los meteoritos no explican su vida pero sí su muerte (112). Sin embargo, para mantener la validez de los postulados antiambientalistas es imprescindible, a su vez, sacar a la muerte (a las extinciones y a la enfermedad) de la biología y llevarlos a los estudios de medicina. En el nacimiento de la teoría de la evolución en 1800 las referencias a las circunstancias, al medio y al entorno eran tan ambiguas como cualesquiera otras utilizadas en la biología (y en la sociología), pero no son suficientes para explicar el repudio que empezaron a desencadenar en un determinado momento del siglo. Nos encontramos ante un caso único en la ciencia cuya explicación merecería reflexiones muchísimo más profundas del cúmulo de las que se han venido exponiendo durante cien años. Resultaría sencillo comprobar que, además del estado inicial de la biología, concurrían también factores ideológicos, políticos y económicos para un rechazo tan visceral. Las alusiones ambientalistas tenían un componente corrosivo para una burguesía atemorizada por la experiencia del siglo XIX. Sobre todo tras la I Internacional y la Comuna de París, hablar del ambiente se hizo especialmente peligroso, signo de obrerismo y de radicalismo, y Lamarck era la referencia ineludible en ese tipo de argumentaciones.

Entendido a la manera usual, el lamarckismo rompía la individualidad clasista de la burguesía, la disolvía en una marejada informe. Frente al ambientalismo socialista, la burguesía comienza a alterar los diccionarios y a dar a la expresión “herencia” un contenido semántico nuevo: primero tuvo un significado nobiliario (feudal), luego económico (capitalista) y finalmente biológico (imperialista). Pero, según los manuales mendelistas, la esencia del fenómeno es idéntica: cuando se hereda una casa cambian los propietarios pero no la casa, de la misma manera que en la herencia biológica cambian los cuerpos pero no los genes (112b). En cierto modo es otro neologismo cuya utilidad iba a ser la misma que el grupo sanguíneo, la raza, el gen o las huellas dactilares. La herencia es algo esencialmente individual, se ciñe a los individuos de una especie, no a la especie misma y, desde luego, tampoco al propio ambiente, que es colectivista por antonomasia. Sin embargo, parece obvio constatar que la introducción de una especie en un habitat que no es el suyo, modifica éste de manera radical y definitiva. Si habitualmente no se considera este supuesto como “herencia de un carácter adquirido” es porque, lo mismo que el carácter, la expresión “herencia” se toma en un sentido individual. ¿No es heredable el medio? Cuando algunos simios comenzaron a caminar en bipedestación, no se trató de una modificación del medio, ni del organismo sino de ambas cosas a la vez y, desde luego, fue algo heredado porque no vuelve a repetirse en cada generación. Lo mismo cabe decir de la domesticación de algunos animales por los seres humanos, que no sólo los modificaron irreversiblemente sino que la especie humana también quedó modificada junto con ellos. Por ese motivo, lo mismo que Lysenko, Lamarck es otra figura denostada y arrinconada en el baúl polvoriento de la historia científica. Es muy extraño porque es realmente difícil encontrar una rama del saber cuyo origen deba tanto a un solo científico, como la biología evolucionista debe a Lamarck. Me parece muy pertinente la valoración que realizó Gould de la obra del naturalista francés: “Una idea tan difusa y amplia como la de evolución no puede reclamar un único iniciador o punto de partida [...] Pero Lamarck ocupa un lugar especial por ser el primero en trascender la nota a pie de página, el comentario periférico y el compromiso parcial, y en formular un teoría de la evolución consistente y completa: en palabras de Corsi, ‘la primera gran síntesis evolucionista de la biología moderna’” (112c). Naturalmente que esto no se puede atribuir a la ignorancia porque incluso la ignorancia (que la hay) no es aquí casual sino plenamente deliberada, es decir, que se trata de un caso claro de censura académica. Por ejemplo, en castellano de toda la obra de Lamarck sólo se ha traducido la “Filosofía zoológica”, una tarea que se llevó a cabo hace ya cien años para conmemorar el centenario de su publicación. No hay traducciones de otras obras y, naturalmente, Lysenko ni existe. Por eso cuando algunos ensayos crítican a Lamarck o Lysenko, no aparecen citas textuales sino vagas referencias, tópicos y lugares comunes que se vierten en la medida en que se necesitan y en la forma en que se necesitan. Lamarck marcó una pauta a la que seguiría Lysenko: la “crítica” es tanto más estridente cuanto más desconocido es aquello que se “critica”. Para poder divulgar tan infundadas “críticas” hay que obstaculizar el acceso directo a las fuentes originales. Es la mejor forma de preservar el engaño. En 2009 se conmemoró el 150 aniversario de la publicación de “El origen de las especies” sin una sola mención al 200 aniversario de la “Filosofía zoológica”, lo cual es bastante más significativo que un simple descuido.

Lamarck y Lysenko son dos personalidades científicas vilipendiadas y ridiculizadas aún hoy en los medios científicos dominantes por los mismos motivos: porque defienden la misma teoría de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Pero hay algo más que une a Lysenko con Lamarck: si aquel defendió la revolución rusa, éste defendió la revolución francesa y la reacción burguesa es rencorosa, no olvida estas cosas fácilmente: “No sorprende que el pensamiento lamarckiano haya influido sobre los pensadores revolucionarios franceses y tampoco que haya sido la doctrina oficial de Rusia en la época (aproximadamente 1937-1964) en que la ciencia agrícola estuvo dominada por las opiniones de Trofim Denisovich Lysenko y los genetistas mendelianos se encontraban en desgracia por creer en la desigualdad genética de los hombres” (113). Los revolucionarios como Lamarck creen en la igualdad de todos los hombres; por eso murió en la miseria, ciego, abandonado por todos y sus restos han desaparecido porque fueron arrojados a una fosa común, mientras los de Darwin yacen en el centro mismo de Londres, en la abadía de Westminster, junto a los de Newton. Quizá porque Lamarck no dedicó su obra a un príncipe, ni a un marqués, ni a ningún potentado sino “al pueblo francés”, una dedicatoria nada habitual en los libros de ciencia.

La biografía de Lamarck es tan sorprendente -por lo menos- como su obra. La revolución francesa había aupado a los científicos a las más altas cumbres de la gloria política como nunca se había visto anteriormente. Fueron adulados, agasajados y recompensados en vida con cargos de responsabilidad, sueldos elevados y menciones honoríficas, tanto durante la monarquía, como durante la república, el consulado y todas las formas de gobierno que se fueron sucediendo posteriormente. Científicos como Laplace, Lamarck o Cuvier mueren aproximadamente en las mismas fechas, coincidiendo con la revolución de julio de 1830 que inició en Francia el reinado de Luis Felipe de Orleans. Todos ellos, excepto Lamarck, estaban entonces en la cúspide de su gloria, disfrutando de innumerables prebendas. Aunque ambos habían trabajado juntos, Cuvier era una generación más joven que Lamarck y cuando le encargan leer el discurso funerario de éste, lo que prepara es una diatriba en toda regla contra su viejo amigo y colega, “un panfleto tan magistral como repugnante”, en palabras de Gould (114). Afortunadamente Geoffroy Saint-Hilaire logró impedir a última hora tamaño despropósito. Sin embargo, no pudo impedir que en lo sucesivo Lamarck fuera olvidado junto con sus últimos restos y que él mismo se viera obligado a mantener con Cuvier una agria polémica al año siguiente. Los términos eran los mismos que luego se reproducirían en 1900: ¿cambios cuantitativos y graduales o saltos cualitativos y catástrofes? Lo mismo en 1830 que en 1900 bajo las catástrofes y mutaciones lo que se ocultaban eran concepciones antievolucionistas, como las de Cuvier, De Vries o Bateson.

Cuando en 1856 aparecieron en Alemania los primeros fósiles de neandertal Virchow negó que se tratara de un antecedente humano: era un hombre pero deforme, un monstruo. A Cuvier le corresponde una frase célebre de las que deben pasar a la historia de los disparates científicos: “El hombre fósil no existe” (114b). A pesar de ello, Cuvier ha pasado a la historia como uno de los fundadores de la paleontología, mientras que Lamarck es ajeno por completo a ella. Lamarck fue enterrado muy pronto porque era la única manera de enterrar el evolucionismo.

Los motivos de este funeral no son científicos sino políticos. Nunca existió una autopsia que diagnosticara cuáles eran las causas de la muerte científica de Lamarck. El naturalista francés ni siquiera era digno de una crítica porque la crítica mantiene vivo el pensamiento del autor; el de Lamarck era mejor olvidarlo. Las exequias científicas del francés las llevaron a cabo políticos y no científicos, por más que sus sepultureros ostentaran indiscutibles títulos académicos. Lo mismo que Virchow, Cuvier (1769-1832) era un político muy influyente en la corte de Carlos X, de la que llegó a ser presidente del Consejo de Estado. Ambos, Virchow en Alemania y Cuvier en Francia, sólo fueron científicos durante su juventud; el resto de sus vidas las dedicaron al ejercicio profesional de la política, con una especial capacidad para influir sobre los planes de educación, las inversiones en instituciones científicas, la financiación de determinadas revistas, etc. Ambos, Virchow y Cuvier, eran antievolucionistas y esas concepciones fueron las que promocionaron desde los cargos de responsabilidad que ocuparon. Virchow advirtió del riesgo que suponía para el capitalismo la difusión del darwinismo, cuyas conclusiones eran favorables al movimiento obrero. Consecuente con ello, sugirió la posibilidad de limitar la enseñanza de las ciencias. Engels había pronosticado que “si la reacción triunfa en Alemania, los darwinistas serán, después de los socialistas, sus primeras víctimas” (115). Sin embargo, parece evidente concluir que el ostracismo de Lamarck -y de las primeras concepciones evolucionistas- no se puede atribuir exclusivamente a la labor de Cuvier sino a un cúmulo de factores de todo tipo, ajenos a la ciencia misma, que están en la sociología, la economía, la política y la cultura, en general, así como en los derroteros que fueron experimentando a lo largo del siglo.

Había que acabar con la maldición lamarckista y el mal ambiente revolucionario del momento. A finales del siglo XIX la burguesía tenía que dar un giro de 180 grados a su concepción de la biología: empezar de dentro para ir hacia fuera. Es el papel que desempeñó el micromerismo, una corriente ideológica asociada al positivismo que trata de explicar la materia viva a partir de sus elementos componentes más simples. A partir de 1839, con el desarrollo de la teoría celular, el micromerismo fue encontrando partículas cada vez más pequeñas de la materia viva (núcleo, cromosomas y genes), reales o inventadas, sobre las que concentrar la explicación de los fenómenos vitales. La fuente inspiradora del micromerismo fue la teoría celular, un extraordinario ejemplo de la dinámica de los descubrimientos científicos (116). La célula era una partícula conocida desde el siglo XVII y a la que Lamarck prestó una considerable atención en su “Filosofía zoológica”. Lo que en 1839 llevaron a cabo Schleiden y Schwann no consistió, pues, en aportar un nuevo descubrimiento sino en desarrollar una nueva teoría en torno a algo ya conocido, la célula, poniéndola en el primer plano de la fisiología de los seres vivos. Engels destacó la teoría celular como uno de los tres avances científicos más importantes del siglo XIX. Pero la teoría celular de Schleiden y Schwann no es la teoría celular de Virchow; la primera se expone en 1839 y la segunda en 1855; entre ambas, más que un breve lapso temporal, lo que se levanta es un abismo que conviene aclarar porque en ella se combinan aspectos distintos a través de los cuales Virchow deslizó sus propias convicciones ideológicas.

Lo mismo que en física, también en la biología venían pugnando de antaño concepciones tanto continuas como discontinuas. La teoría de los fluidos vitales, aquella vieja teoría de los humores procedente de la medicina hipocrática griega, se basaba en la continuidad. Los fluidos o humores, especialmente la sangre, eran los elementos que determinaban los caracteres del organismo y ponían en relación entre sí a sus diferentes componentes. A diferencia de los sólidos, los líquidos (plasma) pueden mezclarse y combinarse en cualquier proporción y tienen un carácter originario. Un organismo presentaba determinados rasgos característicos como consecuencia de una determinada combinación de los fluidos vitales, algo que ha trascendido al lenguaje coloquial (buen humor, mal humor). Así, originariamente la noción de protoplasma no era un componente de la célula sino un fluido originario a partir del cual se desarrollaban los organismos (117). Por lo tanto, hasta el siglo XIX, quizá hasta la obra de Bichat (118), los fluidos desempeñaban el papel que luego se atribuyó a los genes. La pangénesis de Darwin, por ejemplo, formaba parte de esa concepción continua, totalmente coherente con el gradualismo de su teoría evolutiva. En la mayor parte de los estudios sobre el origen de la vida, tanto en biología como en cosmología, es frecuente emplear las expresiones “caldo” o “sopa” para aludir a una supuesta sustancia líquida -caliente y originaria- cuyos precedentes están en la teoría de los humores.

Con su teoría celular Schleiden y Schwann no sólo no modifican esa concepción continua sino que la conciben dialécticamente, es decir, integran la continuidad con la discontinuidad característica de las células como unidades complejas de todos los organismos vivos. Esa integración es clara cuando el protoplasma se concibe no sólo como una parte integrante de la célula sino como la parte decisiva de ella porque es el componente originario. Según Schwann las células no eran originarias sino que procedían de un blastema o retoño primitivo. De una forma transfigurada, esa misma concepción adquiere hoy una nueva forma trascendental para la teoría de la evolución: la del paso de las células procariotas, sin núcleo definido, a las eucariotas o células nucleadas. Si bien tampoco se conoce con certeza el modo en que ese salto se produjo, lo que parece indudable es, sin embargo, que existió y, por tanto, que las células procariotas son antecedentes de las eucariotas. Esto indicaría que la concepción de Schwann sería correcta. La teoría celular Schleiden y Schwann expresa la unidad de la diversidad, es decir que, junto al concepto de “unidad de tipo” que luego defenderá Darwin, reconduce la gigantesca multiplicidad de los seres vivos, animales y plantas, a un único componente: la célula. Los seres vivos son todos ellos diferentes pero todos ellos se componen también de células similares, que desempeñan funciones similares, se duplican de manera similar, etc. La teoría celular descubre la unidad interna de la materia viva en medio de la gigantesca biodiversidad, reconduce la enorme multiplicidad de animales y plantas a un componente común a todos los seres vivos. Pese a sus enormes diferencias, todos los organismos vivos se componen de células, que son parecidas para todos ellos: unidades que se reproducen a sí mismas. Cualquier organismo vivo, por complejo que sea, se desarrolla a partir de una única célula.

A pesar de que tanto Schleiden y Schwann como Virchow son alemanes, su formación es distinta. Schleiden y Schwann forman parte de la gran tradición de la filosofía de la naturaleza, que prolongaba el idealismo clásico alemán, especialmente Schelling, Goethe y Oken. Por eso, aunque no están ausentes las expresiones positivistas, mecanicistas y reduccionistas que entonces comenzaban a emerger, su concepción es fundamentalmente dialéctica, mientras que Virchow es un mecanicista vulgar que está en la tradición de Vogt, Moleschott y Büchner. La tesis de Schleiden y Schwann resultó sutilmente desnaturalizada por Virchow, quien dio uno de esos vuelcos característicos de la biología del siglo XIX. Ambas parecen próximas y llevan un nombre parecido (teoría celular, en un caso, teoría de las células, en el otro), pero no son idénticas. Virchow impone una versión atomista y mecánica no sólo de la teoría celular sino del propio organismo vivo compuesto por células. Las concepciones de Schleiden y Schwann están abandonadas, afirma, y hay que sustituirlas por su propia concepción, que califica de mecanicista: “Es casi imposible tener ideas más mecanicistas de las que yo profeso”, reconocía. Sostiene que en el cuerpo no había otra cosa más que células, es decir, margina a los fluidos. Mientras Schleiden y Schwann consideran que las células nacen de un fluido originario, Virchow impone el postulado de que los fluidos eran secreciones de las células: son éstas y no aquellos los que tienen un carácter originario. Los líquidos que se observan entre las células están bajo la dependencia de ellas, porque “los materiales formadores se encuentran en las células”.

Paradójicamente los precedentes micromeristas de Virchow no se pueden atribuir exclusivamente a la influencia positivista, sino que están en mismas raíces de la filosofía de la naturaleza y, concremente, en Leibniz y Goethe, para quienes, a pesar de las apariencias, los seres vivos no eran sujetos individuales sino pluralidades autónomas (119), una especie de confederación de mónadas o células. Esta errónea concepción filosófica permitió a Virchow asociar la teoría celular a un componente ideológico. Consideraba que en su época estaban en un periodo de plena reforma médica, cuya consecuencia fue “perder de vista la idea de unidad del ser humano”. Esa unidad debía ser sustituida por otra, la célula: “La célula es la forma última, irreductible, de todo elemento vivo [...] en estado de salud como en el de enfermedad, todas las actividades vitales emanan de ella”. El cuerpo humano no forma una unidad porque no tiene un centro anatómico sino muchos: cada célula es uno de esos centros y, por tanto, ella es la unidad vital (120). De ahí se desprende, continúa Virchow, que las especies más elevadas, los animales y plantas, son “la suma o resultante de un número mayor o menor de células semejantes o desemejantes”. A causa de ello afirma sentirse “obligado” a dividir al individuo “no sólo en órganos y tejidos sino también en territorios celulares”. Como el Reich bismarckiano, los organismos vivos también son Estados federales. El minifundismo celular de Virchow condujo a una concepción también descentralizada de las patologías, a la teoría del foco: no es el organismo el que enferma sino que dentro de él hay partes enfermas y partes sanas. En aquel Reich federal no existía coordinación ni órganos centralizados. No existía organismo como tal. Frente al romanticismo de la filosofía de la naturaleza se había impuesto la ilustración alemana, el individualismo.

Las células se asociaron rápidamente a lo que entonces se calificaba como infusorios, una categoría de seres vivos que, a comienzos del siglo XIX, era muy confusa. Para algunos historiadores de la biología el fundador de la teoría celular es Oken porque para este biólogo los infusorios no eran ni protozoos ni un grupo de organismos vivos sino todos aquellos de tamaño microscópico, los microbios, aunque fueran pluricelulares, es decir, que incluían a los paramecios, amebas, lombrices o algas. Para Ehrenberg los infusorios eran organismos simples pero perfectos, independientes, completos y provistos de organismos coordinados. Es el modelo que Virchow extendería a las células: éstas eran autosuficientes, unidades vitales “todas las cuales ofrecen los caracteres completos de la vida”. Las células viven por sí mismas, actúan de manera aislada y funcionan independientemente unas de otras. En consecuencia también son independientes del cuerpo del que forman parte, e incluso capaces de vivir indefinidamente: cada célula pervive en las dos células que le suceden. De ahí derivó lo que califica como “ley eterna del desarrollo continuo”, según la cual la vida no procede de la materia inerte sino de la misma vida, (omnis cellula e cellula), esto es, que la vida es eterna y que las células derivan unas de otras. Se trataba de la liquidación del concepto de generación, refrendada por los experimentos de Pasteur que demostraron el error de la generación espontánea. Según Virchow los seres vivos no pueden proceder de “partes no organizadas”.

La teoría celular volvió, pues, a replantear la teoría de la generación y dio nuevos aires a la biogénesis. Tras la exposición de Schleiden y Schwann, el polaco Robert Remak la había completado demostrando cómo se suceden las células por desdoblamiento de una de ellas en dos. Lo más simple era asociar la división celular a la tesis de la continuidad de la vida. Fue otro de los espejismos de la biología. La división celular parecía la imagen gráfica de la biogénesis. No obstante, ahí se confundían dos cuestiones diferentes: una cosa es explicar el origen actual de cada célula y otra el origen de las células desde el punto de vista de la evolución. En otras palabras, se confundía el origen de la célula con el origen de la vida porque ésta era sinónimo de aquella, del mismo modo que en 1900 serán los genes los que se confundirán con la vida. No obstante, la célula no es un componente originario de la vida sino un grado de organización alcanzado por ella después de una larga etapa de la evolución. Sólo es posible concebir la tesis de la continuidad de Virchow si al mismo tiempo se admite su pensamiento antievolucionista. Como tantas otras formas organizativas de la materia viva, la célula no puede explicar el origen de la vida porque es una consecuencia y no una causa de su evolución. Los organismos unicelulares ponen de manifiesto formas de vida ya complejas y desarrolladas que han debido surgir de otras inferiores, más rudimentarias. De ahí que la naturaleza manifieste formas intermedias de vida como las procariotas (organismos unicelulares sin núcleo) o los virus.

El propio Virchow reconoció que la aportación de Schwann a la teoría celular se había limitado a consignar que el cuerpo se compone de células, mientras que la teoría de la continuidad fue su propia aportación. Como ya he expuesto, se ha mezclado indebidamente a Pasteur en esta concepción por su demostración de la falsedad de la generación espontánea como si de esa manera Pasteur hubiera sustentado la teoría de la continuidad. La patología puede ahora aportar otros dos puntos de vista acerca de este mismo asunto. Uno de ellos es que Pasteur sostiene una concepción sistémica del organismo vivo que está muy alejada del micromerismo de Virchow, de su teoría celular así como de los focos: la enfermedad puede tener su origen en un punto del organismo pero sus consecuencias repercuten por todo el organismo o, al menos, por partes muy extensas del mismo. El otro es que, como también he expuesto antes, la enfermedad es un fenómeno ligado a la vida y, de la misma manera que ésta no surge espontáneamente, tampoco las enfermedades aparecen espontáneamente. Como la muerte y las extinciones, las patologías son un análisis de la vida en negativo y en sus distintas manifiestaciones las infecciones externas desempeñan un papel muy importante. En la URSS, de la misma manera que Lysenko se enfrentó al mendelismo, Olga Lepechinskaia hizo lo propio con Virchow, con idéntico –o aún peor- resultado de linchamiento. Lepechinskaia es otra de las figuras malditas de esta corta pero vertiginosa historia. Autores como Rostand la ridiculizan y Medvedev, demostrando su baja catadura personal, la califica de “buena cocinera”. Es otra aberración científica soviética y, como en el caso de Lysenko, las concepciones de Lepechinskaia se presentan como únicas, originales y exclusivas. No obstante, otros magníficos cocineros como Sechenov combatieron las concepciones de Virchow desde 1860. Ludwig Büchner (121), Haeckel e Yves Delage (122) también expresaron la misma opinión que la soviética muchos años antes. Así por ejemplo, según Haeckel, las moneras, organismos unicelulares sin núcleo que hoy llamaríamos procariotas, son los organismos de los que parte la vida y, en consecuencia, son previos a las células en el curso de la evolución: “La vida ha comenzado en un principio por la formación de una masa homogénea amorfa y sin estructura, que es en sí tan homogéna como un cristal [...] La vida propiamente dicha está unida, no a un cuerpo de una cierta forma, morfológicamente diferenciado y provisto de órganos, sino a una substancia amorfa de una naturaleza física y de una composición química determinadas” (123). Charles Robin, primer catedrático de histología de la Facultad de Medicina de París, era igualmente contrario a la teoría celular, materia que no se impartió en sus aulas hasta 1922.

En 1946 Busse-Grawitz sostuvo la misma tesis que Lepechinskaia: que las células pueden aparecer en el seno de sustancias fundamentales acelulares; lo mismo defendió el neurólogo Jean Nageotte (1866-1948) en Francia. La distorsión introducida es de tal maginitud que todas estas tesis, incluida la de Lepechinskaia, son fieles a las concepciones originarias de Scheleiden y Schwann. Esto es algo característico tanto en Lysenko como en Lepechinskaia: ambos se niegan a aceptar el giro que había experimentado la biología en la segunda mitad del siglo XIX, y no son los únicos.

El micromerismo basó una parte de su éxito en la potencia del análisis, uno de los más eficaces medios de investigación científica en cualquier disciplina. La unidad sometida a estudio se puede y se debe descomponer en sus partes integrantes para conocer su funcionamiento. Ahora bien, eso nada tiene que ver con el mecanicismo ni con el reduccionismo. Aunque en ocasiones se estudian como si fueran cerrados, aislados, los organismos y los sistemas bióticos son complejos y abiertos. Como cualquier otra ciencia, la biología molecular ha construído su objeto extrayéndolo de su ambiente complejo para ponerlo en situaciones teóricas no complejas. Ninguna ciencia estudia una realidad simple; lo que hace es simplificarla para extraer ciertas propiedades y ciertas leyes. Por lo demás, no se puede considerar como todo lo que no es más que una parte, reducir el todo a una de sus partes, ni tampoco a una suma de ellas. El ser humano no es una federación celular. Ni siquiera son los componentes los que diferencian al todo.

Sin embargo, a medida que la cadena reduccionista se fue imponiendo en cada paso siempre se quedaba algo por el camino. Cuando en la celula se concentra el interés en el núcleo, todo el citoplasma pasa a desempeñar un papel marginal; cuando en el cromosoma el interés se limita a los ácidos nucleicos, son las proteínas las que aparecen descuidadas; cuando de los dos ácidos nucleicos sólo se alude al ADN, es al ARN a quien se olvida; cuando en el ADN sólo se presta atención a las secuencias codificantes, el resto se desprecia como basura. Al final de este recorrido la vida no aparece hoy ligada a un ser vivo sino a la célula, al ADN, los cromosomas o los genes, algo que los medios de comunicación repiten con insistencia. Se ha alterado radicalmente el objeto mismo de la biología como ciencia de la vida, que retorna a las “ciencias naturales” en donde aparecen confundidos lo vivo y lo inerte. El problema aparece cuando esos componentes no están vivos porque no se puede explicar la vida a partir de componentes no vivos exclusivamente, sino por la forma en que esos componentes interactúan entre sí, es decir, por la forma en que se organizan y, por lo tanto, por la forma en que funcionan. La evolución de las especies, las presentes y las pasadas, no se puede explicar solo con ayuda del microscopio ni se rige por las mismas leyes del mundo físico. Pero es que ni siquiera todos los fenómenos físicos se rigen por las leyes atómicas, salvo los del átomo. Sin embargo, los micromeristas sí pretenden extrapolar las leyes que rigen los fenómenos celulares y moleculares a la evolución de todos los seres que componen la naturaleza viva. En consecuencia, el micromerismo retrocedió cien años la biología.

El esquema micromerista está calcado del atomismo del mundo físico y expuesto sin temor al ridículo. Por ejemplo, Schrödinger no vacila en afirmar con rotundidad: “El mecanismo de la herencia está íntimamente relacionado, si no fundamentado, sobre la base misma de la teoría cuántica” porque ésta “explica toda clase de agregados de átomos que se encuentran en la naturaleza” (124). ¿Y qué son los seres vivos más que átomos amontonados unos junto a los otros? ¿Por qué no experimentar con ellos en aceleradores de partículas? Aunque lo expresa con otras palabras, François Jacob sostiene idénticas nociones: “De la materia a lo viviente no hay una diferencia de naturaleza sino de complejidad”. Por tanto, de lo muerto a lo vivo no hay más que diferencias de grado, puramente cuantitativas: lo vivo no es más que materia inerte algo más complicada. Para analizar lo vivo hay que dividirlo en partes: “No se puede reparar una máquina sin conocer las piezas que la componen y su uso”. Luego, cabe concluir, la vida no es más que una máquina como cualquier otra, lo cual se puede incluso seguir sosteniendo aunque esté en funcionamiento: “Hay al menos dos razones que justifican abordar el análisis del funcionamiento del ser vivo no ya en su totalidad, sino por partes...” (125). Pero un organismo vivo no es una máquina. En su conjunto, una máquina es menos fiable que cada uno de sus componentes tomados aisladamente. Basta una alteración en uno de ellos para que el conjunto deje de funcionar. Una organismo vivo, por el contrario, tiene unos componentes muy poco fiables, que se degradan muy rápidamente; las moléculas, como las células, se renuevan y mueren pero el organismo en su conjunto permanece idéntico a sí mismo aunque todos sus componentes se hayan deteriorado. La fiabilidad del conjunto contrasta con con la fragilidad de los componentes (126).

Es muy frecuente confundir el micromerismo con una forma de “materialismo”, cuando en realidad es un mecanicismo vulgar. Le sucedió a un filósofo de altura como Hegel y a un biólogo de la talla de Haldane. Por eso Rostand encuentra aquí una incongruencia entre los marxistas, que defienden el atomismo en física pero se oponen al atomismo en biología (126b). La diferencia es bastante obvia. Los físicos no han confundido la mecánica cuántica con la mecánica celeste; no han reducido toda la física a la física de partículas, ni han pretendido explicar los fenómenos físicos recurriendo a las leyes que rigen el movimiento de las partículas subatómicas. Tampoco han cometido otro atropello común entre los mendelistas: tratar de explicar los fenómenos del universo teniendo en cuenta sólo una parte de las partículas subatómicas. Para eso Rostand tendría que demostrar primero que los fenómenos que estudia la física son equiparables a los fenómenos vitales, y el marxismo sostiene todo lo contrario: que la biología no se puede reducir a la mecánica. Aunque la materia viva procede de la inerte, se transforma siguiendo leyes diferentes de ella. Entre ambos universos hay un salto cualitativo, de manera que no se puede confundir a la materia viva con la inerte ni al hombre con los animales. Así, tan erróneo es separar completamente al hombre de la naturaleza, como hace la Biblia, como equipararlos, que es lo que hacen los neodarwinistas (127). La complejidad creciente de las distintas formas de materia impide la reducción de las leyes de la materia viva a las de la materia inerte, pero a partir de ahí es igualmente erróneo sostener que la materia viva no es materia o que hay algo no material en la vida. Nada ha alimentado más al holismo que los absurdos reduccionistas (128). En consecuencia, el positivismo no se puede postular a sí mismo como alternativa a las corrientes finalistas y holistas, porque ambas son unilaterales y, por tanto, erróneas.

Las partes sólo se pueden comprender en su mutua interacción y en la mutua interacción con el todo que las contiene, un principio que Lamarck estableció entre los más importantes de su metodología. Según el naturalista francés, la alteración de una parte repercute sobre las demás y para conocer un objeto hay que comenzar por considerarle en su totalidad, examinando el conjunto de partes que lo componen. Después hay que dividirlo en partes para estudiarlas separadamente, penetrando hasta en las más pequeñas. Por desgracia, continúa Lamarck, no hay costumbre de seguir este método al estudiar la historia natural. El estudio de las partes más insignificantes ha llegado a ser para los naturalistas el tema principal de estudio: “Ello no constituiría, sin embargo, una causa real de retraso para las ciencias naturales si no se obstinasen en no ver en los objetos observados más que su forma, su color, etc., y si los que se entregan a semejante tarea no desdeñasen elevarse a consideraciones superiores, como indagar cuál es la naturaleza de los objetos de que se ocupan, cuáles son las causas de las modificaciones o de las variaciones a las cuales estos objetos están sujetos, cuáles son las analogías entre sí y con los otros que se conocen, etc. De ese modo no perciben sino muy confusamente las conexiones generales entre los objetos, ni perciben de ningún modo el verdadero plan de la naturaleza ni ninguna de sus leyes” (128b).

Al mismo tiempo, Hegel ya había advertido acerca de la falsedad de esa relación entre el todo y sus partes: el todo deja de ser una totalidad cuando se lo divide en partes. El cuerpo deja de estar vivo cuando se lo divide; se convierte en su contrario: en un cadáver (129), en materia inerte. Como su propio nombre indica, la teoría de la pangénesis de Darwin sigue esa misma concepción. Una sinfonía no se puede descomponer en los sonidos que emiten cada uno de los instrumentos que integran la orquesta por separado, y para comprender la visión no basta estudiar el ojo sino también es necesario entender el funcionamiento del cerebro. La isomería ya ha demostrado en química la fasedad del micromerismo: sustancias que tienen la misma composición molecular pero diferente estructura, tienen también diferentes propiedades químicas. Lo mismo cabe decir en biología de los priones, una proteína que no se diferencia de otras por su composición sino por la forma. Engels también denunció el mecanicismo. Dirigió su crítica contra el biólogo suizo Nägeli, quien consideraba explicadas las diferencias cualitativas cuando las podía reducir a diferencias cuantitativas, lo cual, continúa Engels, supone pasar por alto que la relación de la cantidad y la calidad es recíproca, que una se convierte en la otra, lo mismo que la otra en la una: “Si todas las diferencias y cambios de calidad se reducen a diferencias y cambios cuantitativos, al desplazamiento mecánico, entonces es inevitable que lleguemos a la proposición de que toda la materia está compuesta de partículas menores idénticas, y que todas las diferencias cualitativas de los elementos químicos de la materia son provocadas por diferencias cuantitativas en la cantidad y el agrupamiento espacial de esas partículas menores para formar los átomos” (130).

Pero en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siguiente persistió la concepción federal de Virchow, hasta que comenzó a extenderse la teoría del “sistema” nervioso superior de Sechenov y Pavlov. El centralismo retornó a la biología desde Rusia. Según Pavlov, “el todo se fragmenta progresivamente en partes constituyentes cada vez más elementales y se sintetiza de nuevo”. Por lo tanto, el análisis debe conducir a la síntesis en un momento determinado, a la generalización, que es el aspecto descuidado que las corrientes holistas vienen poniendo de manifiesto en la biología, en ocasiones con buenos argumentos que hubieran debido ser tomados en consideración. Los problemas surgen cuando esa síntesis no llega nunca, apareciendo las partes siempre dispersas. Los ejemplos que pueden aducirse son muchos. Así, cuando un hombre fallece por causas naturales, por simple vejez, su edad quizá supere los setenta años. Ahora bien, sus células se han renovado periódicamente y muchas de ellas se habrán formado pocos días antes de la muerte del organismo. La edad del organismo no es la de las células que lo componen. Un organismo viejo puede componerse de células muy recientes y, a la inversa, un organismo puede subsistir a pesar de que una parte de sus células no se hayan renovado, hayan muerto o dejado de funcionar tiempo atrás. Pavlov insistió en el papel coordinador del sistema nervioso, al que calificó como “el instrumento más completo para relacionar y conexionar las partes del organismo entre sí, al mismo tiempo que relaciona todo el organismo, como sistema complejo, con las innumerables influencias externas”. Según Pavlov, “el organismo animal es un sistema extremadamente complejo, compuesto por un número casi ilimitado de partes conectadas entre sí y que forman un todo en estrecha relación y en equilibrio con la naturaleza ambiente” (131). Frente a la claridad de este planteamiento, el micromerismo retardó la obtención de respuestas a preguntas muy importantes: ¿Cómo se comunican las células con su entorno? ¿Cómo se comunican las células entre sí? ¿Cómo coordinan su actividad? Ese tipo de interrogantes han tardado en resolverse y habitualmente las respuestas halladas no ocupan el espacio que merecen en la teoría celular. Por ejemplo, las glándulas de secreción interna (hipófisis, tiroides, los islotes del páncreas, las suprarrenales, los ovarios y los testículos) vierten sus mensajes, las hormonas, al torrente circulatorio. Una vez en la sangre, estas hormonas circulan por todo el organismo e interactúan con algunas células receptivas para un determinado mensaje, llamadas “células blanco”. El sistema endocrino capta los cambios en el medio externo, ajusta el medio interno y favorece la actividad de cada célula de forma tal que la respuesta general se integre. Es, pues, uno de los mecanismos de coordinación celular, pero sólo uno de ellos.

Otro aspecto olvidado por el micromerismo: la fusión celular, asunto sobre el que habrá que volver más adelante. Por influencia de Virchow, en la segunda mitad del siglo XIX, y en buena parte, a fecha de hoy, aún se mantiene la errónea convicción de que las células no se fusionan unas con otras porque tienen vida por sí mismas, porque son independientes unas de otras. Esta errónea concepción es la que luego se transmite a los genes: los genes no se mezclan, su actividad no se interfiere mutuamente, etc. El postulado es tan absurdo que sus propagadores no han caído en la cuenta de que la propia vida humana no es más que la fusión de dos células diferentes: un óvulo y un espermatozoide, y que fenómenos tan conocidos como la metástasis del cáncer no es más que la extensión de una patología celular a las células vecinas. Se podrían poner numerosos ejemplos de la inconsistencia de esta tesis pero, especialmente, un fenómeno reciente ha llamado la atención de los investigadores sobre este hecho: en los cultivos celulares in vitro que se utilizan en los laboratorios, unas células han influido sobre otras alterando su naturaleza, de modo que los investigadores no han estado trabajando sobre el material celular que habían imaginado, es decir, con el tipo de células que suponían. Es muy probable, por tanto, que los resultados derivados de tales investigaciones con células modificadas contengan importantes errores. Esto se debe a que unos linajes celulares pueden influir en cultivos de otros linajes e incluso, con el tiempo, desplazar a las células originales.

El contaminante más común es el linaje de células HeLa. Se cree que inopinadamente las células HeLa han contaminado otros cultivos celulares de manera que es posible que durante los últimos 30 años los investigadores de todo el mundo hayan trabajado con células HeLa sin saberlo, pensando que se trataba de otro tipo de cultivos celulares. Es una de las consecuencia de haber supuesto -erróneamente- que las células son independientes unas de otras. Si eso es falso en un cultivo celular de laboratorio, con mucha mayor razón se puede pensar lo mismo de las células que forman parte de un mismo organismo vivo. Waddington, uno de los pocos biólogos que mantuvo una actitud crítica hacia el micromerismo, lo expresó gráficamente: “La arquitectura en sí es más importante que los elementos que han servido para construirla”. Pero las propias expresiones que se utilizan habitualmente en estos casos (todo, partes) son igualmente reminiscencias mecanicistas. Por eso Waddington apunta con más precisión cuando lo expresa de la siguiente manera: “Un organismo vivo no se puede comparar a un saco lleno de sustancias químicas, cada una de las cuales ha sido configurada por un gen particular. Su carácter peculiar lo admitimos implícitamente al decir de él que es un ser vivo. Ello presupone aceptar también que tiene la propiedad de estar organizado; pero ¿qué se entiende exactamente por organización? Se trata de un concepto bastante difícil de definir, por lo que quizá baste con que digamos aquí que implica el hecho de que las partes de que se compone un ser organizado tienen propiedades que sólo pueden comprenderse del todo poniendo cada una en relación con todas las demás partes del sistema” (132).

El micromerismo es una variante del positivismo mecanicista que surge como reacción frente al finalismo, interpretándolo con referencia al creador, a la providencia divina, para rechazar cualquier posibilidad de un plan externo a la naturaleza misma. En su lugar puso un determinismo calificado de “ciego”, dominado por el azar y en donde la evolución no se interpretaba como un progreso que se manifiesta en la clasificación de las especies.

Como es habitual, a la hora de inculpar al finalismo Lamarck vuelve a convertirse en el blanco de las iras de los neodarwinistas. Pero una vez más, han construido un enemigo a su imagen y semejanza porque lo que el naturalista francés dijo con claridad fue lo siguiente: “Es un verdadero error atribuir a la naturaleza un fin, una intención cualquiera en sus operaciones; y este error es uno de los más comunes entre los naturalistas”. Un poco más adelante repite que los fines en los animales no son más que una apariencia: no son verdaderos fines sino necesidades (133). Sin embargo, también hay que tener presente que el actualismo, por un lado, así como la insistencia funcionalista de Lamarck, por el otro, le da un cierto aire finalista a algunos de sus textos, de lo que algunos historiadores neodarwinistas de la biología se han aprovechando para ridiculizar su pensamiento.

Aunque a los neodarwinistas les repugne reconocerlo, la obra de Darwin está lejos del ciego determinismo que pretenden imputarle. En ella aparecen las profundas raíces aristotélicas sobre las que se asienta el pensamiento del naturalista británico, donde una cierta idea de finalidad también está claramente presente, lo mismo que en Lamarck. Darwin alude en numerosas ocasiones a la idea de fin y perfección: “Todo ser tiende a perfeccionarse cada vez más en relación con sus condiciones. Este perfeccionamiento conduce inevitablemente al progreso gradual de la organización del mayor número de seres vivientes en todo el mundo. Pero entramos aquí en un asunto muy intrincado, pues los naturalistas no han definido a satisfacción de todos lo que se entiende por progreso en la organización” (134). Sin embargo, según el evolucionista británico las tendencias teleológicas de los seres vivos no son unilaterales sino contradictorias: “Hay una lucha constante entre la tendencia, por un lado, a la regresión a un estado menos perfecto, junto con una tendencia innata a nuevas variaciones y, por otro lado, la fuerza de una selección continua para conservar pura la raza. A la larga la selección triunfa” (135). No obstante, continúa Darwin, en ocasiones prevalece la tendencia opuesta: “He sentado que la hipótesis más probable para explicar la reaparición de los caracteres antiquísimos es que hay una ‘tendencia’ en los jóvenes de cada generación sucesiva a producir el carácter perdido hace mucho tiempo y que esta tendencia, por causas desconocidas, a veces prevalece” (136). Como en Lamarck, la noción de fin en Darwin tiene que ver con la de función, es decir, con la adaptación ambiental. De ahí que hable de órganos “creados para un fin especial” (137).

Para Waddington el desarrollo de los animales es el resultado de la autoorganización; la tendencia a la autoorganización es “la característica más importante” de las células y “una de sus más misteriosas propiedades” (138). Según Waddington, el embrión es un sistema organizado y autorregulado: “Una de las propiedades más llamativas de los embriones es la de ser capaces de ‘regular’, es decir, que a pesar de cercenar una parte de los mismos o de lesionarlos de varias maneras, muestran fuerte tendencia a terminar su desarrollo con un resultado final normal. Las fuerzas que configuran la morfología no pueden actuar con entera independencia y sin tener en cuenta lo que está ocurriendo alrededor. Han de tener la misma facultad que les permita compensar las anormalidades y adaptarse a la sustancia que las rodea, como ya tuvimos ocasión de advertir en los procesos químicos que intervienen en la diferenciación de los tejidos”. El concepto de “regulación” lo toma Waddington de la cibernética y lo relaciona de manera precisa con el de “finalidad”, aunque para no acabar equiparado con el hilozoísmo alude más bien a una “cuasi-finalidad”, algo en lo que también coincide con Kant o con lo que Lamarck consideraba como “voluntad” en el animal. Al mismo tiempo, para escapar del micromerismo, Waddington habla de “organicismo”, que concebía como un circuito cibernético “donde nada es ya causa o efecto”. El biólogo escocés detectaba al menos tres de esos circuitos cibernéticos: “Uno pone al animal en relación con el medio y los otros dos relacionan los caracteres adquiridos con las mutaciones que, a su vez, están sujetas a circuitos reverberantes propios del desarrollo ontogénico”. La cibernética le conduce a la noción de finalidad: “Hemos aprendido ya a construir mecanismos accionados por procesos que no son provocados por una causa final, pero que se integran en una máquina proyectada para un fin pre-determinado”. Los procesos de desarrollo tienen tendencia a alcanzar siempre el resultado final previsto, aún en circunstancias anormales (139).

Piaget ha tratado de restringir la noción de finalidad en biología que, según él, involucra tres significaciones distintas. En primer lugar, está la de utilidad funcional, que puede desligarse de la de fin si se interpreta como regulación homeostática o interna al organismo. La segunda es la de adaptación, que también puede excluir la de finalidad si se entiende como otra regulación, pero de tipo externo o relacionado con el medio ambiente. La tercera es la de anticipación, que también puede reconducirse, dice Piaget, a la regulación porque la retroalimentación se puede convertir en previsión. Hay una cuarta significación posible, según Piaget, que es la de finalidad en sentido estricto o plan en su acepción sicológica, es decir, referido a la conciencia. A partir de la constatación de que la idea de finalidad ha ido perdiendo terreno progresivamente para centrarse en esa última acepción, el sicólogo suizo se pregunta si la noción de finalidad añade algo más a la de regulación. Según él se trata de una noción “infantil” o animista en el sentido de que remite a la pregunta típica de los niños: ¿por qué?, a la que los adultos no son capaces de contestar en numerosas ocasiones.

En la psicología adulta, la noción de finalidad va perdiendo terreno, que es una forma de resignación ante la realidad, como si las cosas no pudiera diferentes de lo que son. Según Piaget, la noción de finalidad es producto de la indiferenciación entre lo objetivo y lo subjetivo, lo físico y lo sicológico, lo inerte y lo vivo, lo natural y lo humano, etc. (140). La finalidad subsistirá, pues, en la medida en que tales dicotomías no son absolutas. En efecto, es difícil ignorar alguna forma de teleología cuando vemos a los gatos corriendo detrás de los ratones o cuando observamos que podemos enterrar cada semila en una posición diferente, a pesar de lo cual el tallo de la planta que de ella brote siempre saldrá al aire; nunca profundiza más hacia el interior de la tiera, como si “buscara” la luz y fuera capaz de encontrarla. Inicialmente la genética no ocupó el mismo sitio académico de privilegio que en la actualidad. El origen de esta ciencia no estuvo en las facultades de medicina ni en nada que tuviera que ver con la biología, sino en la agronomía. Por lo tanto, tampoco tuvo nada que ver con estudios o investigaciones universitarias sino con la práctica, con agricultores que trabajan sobre el terreno y que, además, pretendían obtener beneficios económicos de sus experimentos, es decir, con la penetración del capitalismo en el campo. El vuelco que experimentó la biología tuvo profundas raíces económicas en una división capitalista del trabajo: los seleccionadores se separaron de los agricultores. Desde el neolítico, es decir, desde hace 10.000 años, la agricultura y la selección de las semillas las realizaban los mismos campesinos, que apartaban las mejores para volver a sembrarlas al año siguiente, un procedimiento empírico denominado “selección masal”. De la cosecha elegían aquellas que poseían las cualidades buscadas: alto rendimiento, fruto abundante, resistencia a las plagas, a la sequía, a las heladas, etc. Se las reproducía de nuevo y las mejores se volvían seleccionar para una otra reproducción, repitiendo el proceso un cierto número de generaciones, hasta obtener una variedad mejorada que se reproduce siempre con las mismas características, lista para ser plantada por los agricultores. Esta práctica dio lugar a una cantidad cada vez mayor de variedades vegetales adaptadas localmente. Un mercado de alcance limitado, basado en el autoconsumo, promovía la diversidad vegetal. Lo mismo cabe decir de la ganadería, en donde los mejores sementales se convirtieron en mercancía por sí mismos, por las cualidades reproductivas que transmiten en su descendencia. El apareamiento de la cabaña dejó de ser una práctica espontánea y empírica; se buscaban ejemplares especializados: un caballo de carreras será diferente de otro de tiro; determinados animales se cuidan y preservan sólo como instrumentos sexuales, lo cual se convierte en un negocio en sí mismo, tanto en caballos, como en perros, gallos, ovejas, vacas, palomas u otras especies.

En una cierta escala siempre había existido esa división del trabajo, pero cuando a finales del siglo XIX se profundiza, los primeros seleccionadores y propietarios de sementales son capitalistas que acumulan las mejores especies para revenderlas o explotar sus fecundaciones y no corren ninguno de los riesgos propios de la cosecha. Una parte de los campesinos se transforman en comerciantes. La primera empresa vendedora de semillas de siembra fue la Vilmorin en 1727 en Francia. Incluso ya se vendían semillas por correo en Estados Unidos comienzos del siglo XIX. Los agricultores tienen que comprar semillas todos los años, convirtiéndose así en dependientes de empresas comercializadoras cuyo radio de acción fue cada vez más amplio, hasta alcanzar al mercado internacional (141). A los seleccionadores sólo les interesan las semillas, no el fruto. Su tarea concierne a la reproducción, no alcultivo, cuidado y desarrollo de la planta o del ganado. La genética nació del impulso ideológico de estos seleccionadores de semillas que, por su propia configuración social, quebraron las líneas de desarrollo de la biología que existían a finales del siglo XIX, escindieron la generación de la transformación, lo cual no era más que un reflejo intelectual de la división del trabajo impuesta a la agricultura y, por lo tanto, de la penetración del capitalismo en el campo. Los seleccionadores pusieron a la herencia en el centro de la evolución, la genética suplantó a la biología o, en palabras de un micromerista actual, François Jacob, “el sustrato de la herencia acaba siendo también el de la evolución” (142).

Al separar la generación de la transformación, la metafísica positivista separó los dos componentes del mandato bíblico (“creced y multiplicaos”) e identificó la vida con la multiplicación exclusivamente. La vida no consiste en crecer, transformarse o desarrollarse sino en reproducirse, una idea que conectará fácilmente con el malthusianismo, la competencia y la lucha por la existencia. Por consiguiente, la vida se reduce a la multiplicación y ésta es un mecanismo cuantitativo: como cualquier fotocopiadora, no produce sino que reproduce a partir de un original, difunde copias que son idénticas entre sí e idénticas al modelo de procedencia. Si la vida es reproducción (y no producción), se debe identificar con los mecanismos que hacen posible su transmisión: cromosomas, primero y ADN posteriormente. En inglés el título de una obra de divulgación de Kendrew sobre biología molecular es “El hilo de la vida” (143), expresión con la que se refiere al ADN y que literalmente siguen Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, quienes también aluden al ADN como el “hilo de la vida” (144). En su panfleto Schrödinger habló de los cromosomas como “portadores” de la vida; en ellos radican las claves de los seres vivos: “En una sola dotación cromosómica se encuentra realmente de forma completa el texto cifrado del esquema del individuo”. Es un retorno de varios siglos atrás, hacia el preformismo: los cromososmas contienen el “esquema completo de todo el desarrollo futuro del individuo y de su funcionamiento en estado maduro”. Puede decirse incluso que son mucho más: los instrumentos que realizan el desarrollo que ellos mismos pronostican; son el texto legal y el poder ejecutivo, el arquitecto que diseña los planos y el aparejador que dirige la obra, la “inteligencia absoluta de Laplace” para establecer cualquier cadena causal (145). Ahí aparece confundida la biología con la quiromancia...

Los seleccionadores llevarán el micromerismo hasta sus últimos extremos, de la célula a los genes pasando por los cromosomas. Impondrán una concepción individualista de la herencia (y por tanto de la evolución): lo que evolucionan son cada uno de los organismos y combinaciones sexuales de ellos. El atomismo celular y genético no era más que un trasunto de ese individualismo, una noción política transfigurada a la biología. Según Virchow, el individuo es una organización social, una reunión de muchos elementos puestos en contacto, una masa de existencias individuales, dependientes unas de otras pero con actividad propia cada una de ellas. Esta concepción clasista, aseguró por su parte Haeckel, no es una analogía entre lo biológico y lo social: todo ser vivo evolucionado es una “unidad social organizada, un Estado cuyos ciudadanos son las células individuales”, de modo que “la historia de la civilización humana nos explica la historia de la organización de los organismos policelulares”, donde las algas son los salvajes, poco centralizadas, primitivas (145b). En torno a esta concepción política, en 1881 el genetista Wilhelm Roux desarrolló su “mecánica del desarrollo” y su teoría de la “lucha entre las partes” dentro de un mismo organismo, basada en una visión pluralista y no sistemática ni orgánica de los seres vivos. Cada parte conserva una independencia relativa. El tipo de cada parte -dice Roux- se alcanza y se realiza, no por transmisión integral de un modelo unitario, sino por satisfacción de necesidades inherentes a las cualidades heredadas de las partes singulares. Es el atomismo llevado a la materia viva, la lucha de todos (cada uno) contra todos (los demás). El micromerismo es la microeconomía del mundo vivo, su utilidad marginal y cumple idéntica función mistificadora: son las decisiones libres de los sujetos (familias y empresas) las que explican los grandes agregados económicos tales como el subdesarrollo, el déficit o la inflación. La naturaleza no forma un sistema, las partes de un organismo “no pueden subsistir como partes de un todo de manera rígidamente normativizada”. La lucha de las partes es el fundamento de la formación y del crecimiento del organismo en el proceso de su adaptación funcional. Como afirma Canguilhem, con la teoría celular “una filosofía política domina una teoría biológica”. Según el filósofo francés, “la historia del concepto de célula es inseparable de la historia del concepto de individuo. Esto nos autoriza ya a afirmar que los valores sociables y afectivos planean en el desarrollo de la teoría celular” (146).

En la biología el individualismo perseguirá la identidad propia, una diferencia indeleble por encima del aparente parecido morfológico de los seres humanos y de un ambiente social homogeneizador, hostil y opresivo. El fenotipo podía ser similar, pero el genotipo es único para cada individuo. Es la naturaleza misma la que marca el lugar de cada célula en los tejidos y de cada persona en la sociedad. El carácter fraudulento de esta inversión (de lo natural en lo social) ya fue indicado por Marx y Engels, quienes subrayaron que provenía de un truco previo de prestidigitación: Darwin había proyectado sobre la naturaleza las leyes competitivas de la sociedad capitalista que luego retornaban a ella como “leyes naturales” (146b). Sobre la base de ese individualismo, una base natural e inmutable, había que edificar la continuidad del régimen capitalista de producción. Cabía la posibilidad de hacer cambios, siempre que fueran pequeños, fenotípicos, y no alteraran los fundamentos mismos, la constitución genética de la sociedad capitalista. Por supuesto esas pequeñas variaciones no son permanentes, no son hereditarias, no otorgan derechos como los que derivan de la sangre, del linaje y de la raza. De ahí que las tesis micromeristas prevalecieran entre los mendelistas de los países capitalistas más “avanzados”, especialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y sus áreas de influencia cultural, bajo el título fastuoso de “dogma central” de la biología molecular.

Cuando la evolución se abrió camino en la biología de manera incontestable, era necesario un subterfugio para separar lo que evidentemente evolucionaba de aquello que –supuestamente- no podía evolucionar en ningún caso. La herencia no crea ni transforma, sólo transmite lo que ya existía previamente; es la teoría de la “copia perfecta”, algo posible porque el genoma no cambia (los mismos genotipos crean los mismos fenotipos). La genética no estudia los problemas de la génesis, que quedan disueltos entre los problemas de las mutaciones. Es otra de las paradojas que encontramos en el siglo XIX: la lucha contra Darwin pasó a desarrollarse en nombre del propio Darwin. Con el transcurso del tiempo los neodarwinistas prescindirán de la herencia de los caracteres adquiridos para acabar prescindiendo del mismo Lamarck, hábilmente suplantado por Darwin o, mejor dicho, por un remiendo de las tesis de Darwin. La biología y la sicología se reparten las tareas: a la biología compete lo hereditario y a la sicología lo aprendido; lo hereditario no se aprende y lo aprendido no es hereditario.

En esa larga polémica confluyeron factores de todo tipo, y los argumentos científicos sólo constituyeron una parte de los propuestos. Como ocurre frecuentemente cuando se oponen posiciones encontradas, los errores de unos alimentan los de los contrarios y por eso la oposición religiosa al darwinismo presentó a éste con un marchamo incondicional de progresismo que no está presente en todos los postulados darwinistas. Como también suele ocurrir cuando se abordan fenómenos asociados a conceptos tales como “raza”, los factores chovinistas estuvieron entre aquellos que hicieron acto de presencia y, ciertamente, no faltaron buenos argumentos para plantearlos porque de la misma manera que la historia del cine es la historia de Hollywood, la historia de la biología es la historia de la biología anglosajona, la bibliografía es anglosajona, las revistas son anglosajonas, los laboratorios son anglosajones... y el dinero que financia todo eso tiene el mismo origen. Todos los descubrimientos científicos se han producido y se siguen produciendo en Estados Unidos. Por eso sólo ellos acaparan los premios Nobel. Aunque Plutón no es un planeta, se incluye entre ellos porque fue el único descubierto por científicos estadounidenses, que no pueden quedarse al margen de algo tan mediático.

Regreso al planeta de los simios

Esa fue la tarea que emprendió el zoólogo alemán August Weismann (1834-1914), quien moldea una nueva forma de metafísica biológica, aunque esta vez en nombre del darwinismo. Con él la involución se traviste con las ropas de la evolución. Fue él quien dio el vuelco a la biología que hasta entonces predominaba. Además, ese vuelco estuvo acompañado de otro a la historia de la biología: también aquí tienen que aparecer las tergiversaciones históricas. Así, aunque Huxley consideraba que Weismann sólo tenía un interés histórico (147) y Lecourt le califica como un autor “olvidado”, genetistas de primera línea como Morgan le mencionan como un precedente de relieve (148) y Sinnott, Dunn y Dobzhansky afirman que es el precursor de la genética moderna (149). Cualquier historiador de esta ciencia, como Rostand, coincidiendo en esto con Lysenko, destaca la enorme importancia de sus concepciones (150). En un conocido manual de historia de esta disciplina, Smith asegura que Weismann, “más que ningún otro investigador de finales del siglo XIX, mantuvo la pureza inicial de las ideas darwinianas” (151). Por el contrario, la comparación entre Darwin y Weismann no presenta ningún parecido. Frente a las tesis evolucionistas lo que defendió Weismann es la idea de que hay algo eterno, que va más allá de la historia porque no tiene principio ni fin. Weismann no es darwinista, si bien con él empieza el neodarwinismo, que es algo diferente. El mismo concepto de evolución cambia radicalmente. No obstante, al imponerse esta corriente de forma hegemónica, de rebote fuerza la calificación de quienes no admiten el nuevo giro, que quedan marginados como “lamarckistas”, un cajón de sastre fabricado artificialmente, denostado hasta el ridículo y que, sin embargo, carece de entidad por sí mismo. Son despreciados como “lamarckistas” todos aquellos que no admiten el giro en los conceptos fundamentales de la biología. Por supuesto, ese “lamarckismo” no sólo es diferente al “darwinismo” sino su opuesto. En cualquier caso, a partir de 1883 el uso de las comillas es imprescindible.

Los presupuestos científicos de Weismann son singulares. Como él mismo reconoce, emplea la palabra “investigación” en un sentido “un poco diferente” del usual. Para él también son investigaciones las “nuevas observaciones”, aunque de esa manera sólo cambia el problema de sitio porque no define esa noción, aunque ofrece pistas al afirmar acto seguido que el progreso de la ciencia no se apoya sólo en “nuevos hechos” sino en la correcta interpretación de los mismos. Weismann había quedado ciego muy pronto, de manera que los supuestos experimentos que se le atribuyen son como aquellos de los matemáticos que lanzan los dados al aire múltiples veces, tomando nota cada vez que un determinado resultado se repite: no son tales experimentos (152). Al igual que Mendel, es un teórico de la biología y lo que reconoce de una manera ambigua es que el vuelco que está a punto de dar a esta disciplina no se fundamenta en el descubrimiento de hechos que antes nadie hubiera apreciado sino en una nueva hipótesis teórica. Luego, al aludir a la herencia de los caracteres adquiridos afirma algo más: que no está probada. ¿Cómo se demuestra una teoría en biología? Desde luego la “demostración” y la propia experimentación en biología se desarrollan mucho más tarde y en condiciones muy diferentes de la física. Hasta el siglo XX no se puede hablar de una biología experimental. Los experimentos del siglo anterior no se repiten en los mismos organismos ni en los mismos medios, de manera que cada uno de ellos arroja resultados diversos. Cuando los experimentos de Morgan con las moscas se hicieron famosos, los mendelistas se volcaron en el descubrimiento. Hubo que definir un conjunto de condiciones canónicas de cultivo de moscas. Lo mismo que los guisantes de Mendel o los perros de Pavlov, la mosca típica dejó de ser el objeto de la investigación para convertirse en el instrumento de la investigación, la personificación misma de la nueva genética.

Que la herencia de los caracteres adquiridos no estaba probada es algo que a lo largo del siglo XIX ningún biólogo había advertido antes de Weismann. Pero él tampoco define en qué consiste “demostrar” en biología, de manera que cuando el biólogo alemán Detmer le indicó varios hechos que –según él- sí lo demostraban (152b) Weismann rechaza unos y de los otros ofrece una interpretación alternativa basada en la selección natural. Por lo tanto, la labor de Weismann fue de tipo jurídico: trasladar la carga de la prueba sobre los partidarios de la herencia de los caracteres adquiridos; son ellos quienes deben “probar”. Fue una reflexión de enorme éxito; a partir de sus escritos le dieron la vuelta al problema, repitiendo una y otra vez que la tesis -desde entonces ligada a Lamarck de manera definitiva- no está probada. Pero Weismann fue mucho más allá: la tarea de probarlo le resulta “teóricamente inverosímil”, es decir, que nunca se ha probado ni se podrá probar jamás. Aunque tendré que volver más adelante sobre ello, es importante retener, por el momento, que esa imposibilidad es -justamente- de naturaleza “teórica” y que esa teoría no es otra que el neodarwinismo que Weismann está a punto de edificar. No es científica, no tiene nada que ver con los hechos, ni con la realidad, ni con los hallazgos y las investigaciones porque cien años después seguimos conociendo casos de esa imposibilidad metafísica de demostración prevista por Weismann. Después de Detmer se han seguido proponiendo nuevos supuestos de herencia de lo adquirido, de los que vamos a enumerar brevemente algunos:

— la aparición de callosidades en los embriones de determinadas especies, tales como avestruces, dromedarios o jabalíes africanos (facoqueros). Los callos en las extremidades se deben al uso de las mismas, por lo que su aparición en los embriones no se puede explicar sino como una herencia de los que adquirieron sus progenitores

— los injertos crean híbridos vegetales, especies mezcladas que, como veremos más adelante, transmiten su nueva condición a la descendencia; desde 1965 también se consiguen crear híbridos de laboratorio mediante la aplicación de campos eléctricos capaces de fusionar dos células diferentes

— en 1918 Guyer y Smith realizaron experimentos sobre la heredabilidad de ojos congénitamente defectuosos en conejos a cuyos progenitores se había inyectado un anticuerpo contra el cristalino

— Heslop Harrison expuso que la coloración oscura que adquieren las polillas (Biston betularia) que habitan en las comarcas industriales contaminadas se transmite hereditariamente. Antes de 1848 las polillas oscuras constituían menos del dos por ciento de la población. A causa del hollín de las fábricas, los abedules en los que se posaban las polillas oscurecieron. La población de polillas también cambió de una mayoría de color claro a una mayoría de color oscuro. Para 1898 el 95 por ciento de las polillas en Manchester y otras zonas altamente industrializadas eran de la forma oscura. Ese porcentaje era mucho más reducido en las áreas rurales.

— existe una correlación entre el color de los piojos y el de las plumas de las aves que colonizan, lo cual les sirve para enmascararse. El cisne, por ejemplo, alberga en sus alas piojos de color claro, mientras que en la cabeza y el cuello se albergan piojos oscuros: no necesitan ocultarse porque no les alcanza el pico de su anfitrión (153)

— mediante una sección parcial de la médula espinal o con una sección del nervio ciático Brown-Séquard obtuvo cobayas epilépticas cuyos descendientes también padecieron ataques epilépticos

— en 1927 William McDougall demostró experimentalmente, como veremos más adelante, que las pautas de conducta aprendidas por los ratones se transmiten a las generaciones sucesivas

— Waddington sometió larvas de moscas durante 21 a 23 horas a una temperatura de 40 grados centígrados. Algunas de las moscas procedentes de aquellas larvas padecían una interrupción o una ausencia de los nervios transversales posteriores y, en ocasiones, también de los anteriores. Las otras eran normales. De generación en generación, tras el tratamento, Waddington separaba las moscas afectadas por la ausencia de nervios transversales de las que, por el contrario, no reaccionaban al tratamiento y permanecían normales. El porcentaje de sujetos que reccionaban en los dos linajes de moscas cambiaba con el tiempo. En el linaje sin nervios transversales el número de moscas disminuía y después de más de 20 generaciones afectaba casi a la totalidad. En el linaje normal el porcentaje de moscas disminuía de generación en generación, pero sin dar resultados tan característicos. Además, en el linaje sin nervios transversales llegó un momento en el que, a pesar de que los individuos no estaban sometidos al tratamento de alta temperatura, había un porcentaje de moscas que no tenían nervios transversales. Waddington escribió: “El efecto sobre los nervios transversales que en el linaje original sólo aparecía como respuesta a un estímulo externo, se hizo completamente independiente de toda característica del medio en las razas seleccionadas. Se puede decir que el carácter adquirido fue asimilado por el medio”

— en 1961 M.Petterson escribía en la revista Animal behaviour acerca del comportamiento de un ave, el verderón, que había adquirido el hábito de drogarse con las bayas de Daphne, un arbusto ornamental. Desde que en el siglo XIX se observó dicho hábito en Inglaterra, el mismo se había ido propagando a razón de unos cinco kilómetros por año, hasta alcanzar a toda la población de verderones de las islas, un fenómeno que Petterson interpretaba como un ejemplo de propagación de un hábito adquirido

— en 1982 Stanley Prusiner demostró que la enfermedad de las vacas locas (encefalitis espongiforme bovina, scrapie en el ganado bovino y Creutzfeldt-Jakob en seres humanos), que es hereditaria, está causada por una especie de proteína, denominada prión, que se transmite a las generaciones sucesivas sin participación del genoma ni de los ácidos nucleicos (154)

— numerosas enfermedades adquiridas, entre ellas el SIDA, se transmiten de la madre a los hijos durante el embarazo (a través de la placenta), durante el parto (ruptura de la placenta) o después del parto (a través de la lactancia); el porcentaje de transmisión es del 30 por ciento, lo que en 2005 dio lugar a casi 700.000 casos (154b)

— en 1991 Pierre Rossin publicó un artículo en la revista Science et Vie sosteniendo que en el caso de algunas aves migratorias existían nuevas rutas de migración que eran el resultado de un carácter adquirido

Nada de esto parece convincente. O los experimentos están mal concebidos o, en caso contrario, siempre se puede recurrir a la selección natural como argumento capaz de destruir cualquier experimento imaginable. En forma de axioma los Medawar ofrecen la receta infalible para descartar cualquier atisbo de herencia de lo adquirido: “No puede aceptarse ninguna interpretación lamarckiana como válida, a menos que expresamente excluya la posibilidad de selección natural” (155). Los neodarwinistas pretenden sostener que la selección natural es el mecanismo único de la evolución biológica y, por consiguiente, incompatible con la herencia de los caracteres adquiridos y con cualquier otro, como la simbiogénesis. Eso es falso porque el descubrimiento de la causa de un fenómeno, no excluye la intervención de otras causas diferentes, como el propio Darwin puso de manifiesto al defenderse de tergiversadores como los Medawar.

Uno de los supuestos que he reseñado, el de la coloración oscura de las polillas, es uno de los mejor documentados, habiéndose desplegado múltiples contreversias al respecto. Sin embargo, lo que no se suele poner de manifiesto es que en este caso el defensor de la tesis lamarckista no fue otro que Darwin, quien dedicó a la defensa de su criterio un esfuerzo significativo que, además, tiene un sesgo claramente finalista. Pero aún más significativo es el hecho de que Darwin le da a su explicación lamarckista un carácter muy general que merece la pena recordar: “Cuando en los animales de todas las especies la coloración ha experimentado modificaciones con un fin especial, estas modificaciones, en cuanto nos es dable juzgar, han tenido por objeto ora la protección de los individuos, ora la atracción entre los individuos de sexos opuestos” (156).

Si, pese a todo, la teoría de Lamarck no está probada sólo queda comprobar si lo está la de Weismann. La leyenda de la genética afirma que para demostrar la inconsistencia de la heredabilidad de los caracteres adquiridos, Weismann amputaba el mismo miembro de cualquier animal generación tras generación, a pesar de lo cual, el zoólogo ciego veía que dicho miembro reaparecía en cada recién nacido. Nunca existió tal experimento, pero de esa manera absurda se ha pretendido ridiculizar a Lamarck con una caricatura, cuando sería el experimentador el que hubiera debido quedar ridiculizado. El naturalista francés no habló nunca de amputaciones, que no son una reacción del organismo ante un cambio en el medio sino la acción directa y traumática del mismo medio. Por lo demás, no hacía falta ningún experimento; los judíos llevan siglos circuncidándose y, a pesar de ello, el prepucio reaparece en cada nueva generación; los hijos de los cojos a quienes se coloca una prótesis ortopédica no nacen con las piernas de madera; en China las mujeres nacían con la largura normal de los pies, a pesar de que durante generaciones se les vendaron fuertemente y, no obstante las penetraciones sexuales desde los más remotos tiempos de la humanidad, las mujeres siguen naciendo con el himen intacto... Estos y otros ejemplos que se pueden exponer lo que demuestran es que, como reconoció el propio Lysenko, “las variaciones de los organismos o de sus diferentes órganos y propiedades no siempre, ni en pleno grado, son transmitidas a la descendencia”. Es un fenómeno frecuentemente observado, añadía el agrónomo soviético, que “a veces las modificaciones de los órganos, caracteres o propiedades del organismo no aparecen en la descendencia”. No todos los cambios que experimentan las diferentes partes de un organismo se fijan en el plasma germinal con la misma frecuencia y en el mismo grado (156b).

El objetivo del ataque de Weismann no era la heredabilidad de los caracteres adquiridos; es toda la biología preexistente la que se propone derribar, aunque él la personaliza en Lamarck, excluyendo a Darwin. La crítica empieza con una tergiversación tópica de las concepciones del naturalista francés: como la heredabilidad de los caracteres adquiridos es el único mecanismo explicativo que Lamarck propone y es errónea, afirma Weismann, todo su sistema biológico se hunde. Los demás biólogos quedan a salvo del naufragio, incluso el mismo Weismann, que había defendido esa misma concepción hasta el dia anterior. Había algo en la obra de Lamarck que a finales del siglo parecía necesario erradicar. Sin embargo, convenía salvar a Darwin porque éste redujo al ámbito de acción de la herencia de los caracteres adquiridos con su teoría de la selección natural. Había que preservar ese residuo darwinista, el principio de la evolución exclusivamente por medio de la selección natural, algo que contradice al mismo Darwin, quien dijo con meridiana claridad lo siguiente: “Pero como mis conclusiones han sido recientemente muy tergiversadas, y se ha afirmado que atribuyo la modificación de las especies exclusivamente a la selección natural, me permito hacer observar que en la primera edición de esta obra, y en las siguientes puse en lugar bien visible: ‘Estoy convencido de que la selección ha sido el principal pero no exclusivo medio de modificación’. Esto no ha servido de nada. Grande es la fuerza de la tergiversación continua; pero la historia de la ciencia demuestra que, afortunadamente, esta fuerza no perdura mucho tiempo” (157). Fue precisamente Weismann el primero en plantear esa gran tergiversación a la que se refería Darwin. A este respecto, Gould puso el acento en el concepto de allmacht con el que Weismann concibe la selección natural, un verdadero caso de autosuficiencia científica y causalidad omnipotente: el panseleccionismo (158). Además, para desconsuelo de Darwin, esa gran tergiversación iniciada por Weismann sí perduró mucho tiempo, hasta la misma actualidad. Hoy los neodarwinistas no hablan de otra cosa que no sea la selección natural. Huxley lo expone de la siguiente forma: “La contribución especial de Darwin al problema de la evolución fue la teoría de la selección natural, pero, a causa del rudimentario estado de los conocimientos en ciertos campos biológicos, Darwin se vio obligado a reforzar su exposición con hipótesis subsidiarias lamarquianas acerca de la herencia, de los efectos del uso y desuso y de modificaciones producidas de modo directo por el ambiente. Hoy estamos en condiciones de rechazar estas hipótesis subsidiarias y podemos demostrar que la selección natural es omnipresente y virtualmente el único agente orientador en la evolución” (158b). Esa era la línea directriz a seguir por la biología en el futuro: acabar con esas hipótesis subsidiarias lamarquianas, salvar a Darwin de sí mismo porque, en ocasiones, “no se mostraba todo lo darwinista que debería haber sido” (158c).

Pero además de eso es necesaria una teoría de la herencia que sustituya a la de Lamarck. De ahí que, aunque el zoólogo alemán sostiene que ambas son independientes, lo cierto es que sí procede abiertamente a contraponer su hipótesis a la lamarckista. La teoría de Weismann no carecía de precedentes, que están en la teoría celular de Virchow. En 1876 Jäger publicó su tesis sobre la continuidad germinal, Nussbaum desarrolló en 1880 la teoría con una serie de experimentos sobre ranas y, finalmente, la teoría del idioplasma de Nägeli de 1884 también era equivalente. Pero lo verdaderamente sorprendente es la rapidez con que a partir de entonces se abandona la pauta anterior y se inicia una nueva sin grandes resistencias. En muy poco tiempo la herencia de los caracteres adquiridos pasó de ser un principio incontrovertible, incluso para los fijistas, a ser el más controvertido de toda la biología. Fue un giro fulgurante, aunque lo más sorprendente es que no se fundamentaba en hechos sino en contraponer una hipótesis a otra. La explicación de este éxito no radicaba, en absoluto, en ninguna clase de evidencias empíricas sino en el racismo, el antisemitismo y el pangermanismo que empezaban a recorrer Alemania como una sombra amenazante. En 1875 se publicó “Raza y Estado” la obra pionera en la que Ludwig Gumplowicz (1838-1909) justifica las diferencias sociales como diferencias biológicas, a la que seguirán las de Ludwig Woltmann (1871-1907) y otros. El fundamento de estas corrientes racistas es el mismo que el de Weismann, el neodarwinismo, es decir, una interpretación sesgada de la obra de Darwin seguida de su extensión a la sociedad y a la historia, la metáfora de que la sociedad también es un organismo, un ser vivo, por lo que la historia descansa sobre la genética: también los pueblos están sometidos a la selección natural. Weismann fue uno de los primeros eugenistas: defendía que sólo las personas más aptas debían ser autorizadas a procrear hijos, y esas son las que cumplen el servicio militar (158d). Su concepción biológica triunfa rápidamente porque su tesis refuerza esa metáfora biológica racista según la cual, como decía Bismarck, Alemania es una “nación saturada”, superpoblada que necesita colonizar nuevos territorios, anexionar nuevas fuentes de aprovisionamiento e imponer su superioridad natural sobre los demás pueblos. Es el momento en el que se produce la mezcla explosiva del racismo con el mathusianismo.

La propuesta de Weismann nada tiene que ver con la ciencia sino que supuso un retroceso hacia ideologías pretéritas. No sólo carecía por completo de virtudes teóricas sino que sus postulados eran inferiores a los hasta entonces predominantes. Según Weismann la dotación genética (“plasma germinal”, la llamó) determina unilateralmente los rasgos morfológicos de los seres vivos. Las células de éstos aparecen divididas en dos universos metafísicamente contrapuestos, un elemento activo y otro pasivo, quebrando de manera radical los fundamentos mismos de la teoría celular según los cuales todas las células son estructural y funcionalmente similares. Hasta la fecha, la división dominante en los organismos vivos se establecía entre la especie (o el individuo) y el medio; a partir de entonces esa división separa el plasma de “todo lo demás”, calificado de “medio exterior”. Unas células componen el cuerpo y otras lo reproducen. No se puede ignorar que esta distinción tiene un extraordinario valor analítico, ni tampoco que realzó la importancia que en los organismos vivos tienen los sistemas reproductores, mucho mayor que otras funciones orgánicas. Su alcance, pues, es considerable. También fue fecundo porque el análisis está en la esencia misma de la ciencia pero, como veremos, no tardó en convertirse en un arma de doblo filo porque la escisión condujo a un planteamiento metafísico, en el cual:

a) se confunde la parte (reproducción) con el todo (organismo)

b) se impone un determinismo estricto de la parte (plasma) sobre el todo

c) no existe retroacción del todo sobre la parte

Si ya es discutible separar de manera absoluta el plasma del cuerpo, mucho más lo es proceder a una separación entre el plasma y “todo lo demás”, un verdadero torpedo a la línea de flotación de la biología de entonces. El cuerpo no tiene el carácter residual que Weismann le quiso otorgar y, en cuanto al plasma, forma parte integrante de esa totalidad compleja que es el cuerpo vivo. Sin embargo, entre el plasma y el cuerpo Weismann establece un tipo de relación que sólo es posible entre dos partes de un todo, mientras que parece obvio afirmar que el plasma y el cuerpo están en una relación de la parte con el todo, que no puede ser bilateral. Por otro lado, cuando dos componentes se separan también deben unirse en otro momento de la explicación. El análisis requiere de la síntesis y en la genética aún está por producirse esa síntesis del plasma y el cuerpo.

Aunque Weismann se guarda de reconocerlo, esta teoría era una crítica directa contra la pangénesis de Darwin, según la cual cada célula del cuerpo produce unas partículas, a las que llamó “gémulas”, que transportadas por los fluidos orgánicos, llegaban a los órganos reproductores, donde permanecían en espera de la fertilización. Los gametos emanan de todas las células corporales, son una réplica concentrada del ser vivo que las origina, de manera que si ese ser cambia, también cambia su réplica germinal. La pangénesis de Darwin reconoce la interacción entre todas las partes del cuerpo y, por consiguiente, no separa de manera absoluta al plasma del resto del organismo. Sus aplicaciones más importantes son, como veremos, la regeración de los órganos dañados o amputados y la hibridación vegetativa, esto es, la posibilidad de crear nuevas variedades de plantas mediante injertos de una parte del cuerpo (esqueje o púa) de una variedad en una parte del cuerpo (patrón o mentor) de otra. Esas modificaciones alcanzan a las células germinales y, por consiguiente, se transmiten a las generaciones sucesivas. Se trata, pues, de una causalidad inversa respecto a la que Weismann propone: es el cuerpo el que engendra la materia germinal, y no al revés. Como cualquier otra parte del cuerpo, para Darwin el plasma estaba sometido a toda clase de influencias. Pero para Weismann el plasma no es un efecto sino una causa. A través de Michurin y su “método del mentor”, de una manera tácita, la teoría darwiniana de la pangénesis fue asumida por Lysenko y una parte de la genética soviética, por lo que la fidelidad a Darwin es mucho más evidente en Lysenko que en Weismann y sus epígonos de la teoría sintética.

La pangénesis de Darwin conduce directamente a la herencia de los caracteres adquiridos, le proporciona un fundamento fisiológico, pues las gémulas recogen los cambios que sufren las partes del organismo de las que proceden. Por el contrario, Weismann crea la noción de “linaje” celular, derivado de la teoría de la continuidad celular: las células sexuales provienen exclusivamente de otras células sexuales. La separación entre el plasma y el cuerpo que, como decimos, rompe con la teoría celular, no es un añadido que Weismann aporta al darwinismo sino un giro conceptual; mientras con su pangénesis Darwin relacionaba a todas las células del cuerpo entre sí, Weismann acaba con esa interacción mutua y sólo reconoce los efectos del plasma sobre el cuerpo pero nunca los del cuerpo sobre el plasma. Weismann extrae del cuerpo una de sus partes, a la que confiere un influencia sin contrapartidas. Su nueva orientación conceptual se expresa en la vieja paradoja del huevo y la gallina que Lysenko califica acertadamente de metafísica: ¿Qué aparece primero, la gallina o el huevo? Desde Aristóteles hasta Darwin los biólogos habían afirmado que primero fue la gallina; para Weismann y los partidarios de la teoría de la continuidad lo primero es el huevo: omne vivum ex ovo. Empezando con él y acabando con Dawkins ya no es la gallina la que pone huevos sino los huevos los que ponen gallinas. De acuerdo con Weismann, la gallina es simplemente un dispositivo del huevo que posibilita la postura de otro huevo; la gallina acabará desapareciendo de la biología y con ella el concepto mismo de vida. La biología ya no es la ciencia que trata de la vida sino de otros fenómenos, o bien la vida se confundirá con esos otros fenómenos (células, cromosomas, genes). La vida no es más que reproducción; los mecanismos reproductivos monopolizarán la primera plana. El plasma germinal no es una parte de un todo vivo sino la vida misma. Esa será la esencia de la genética del futuro. La deducción lógica de este vuelco es que toda la teoría de la evolución pasa a descansar en torno a la genética.

Por lo demás, la concepción de Weismann no sólo no precisa el concepto de “medio” sino que pretende darle “una gran amplitud”. Es una buena prueba de que se había impuesto la concepción abstracta de Comte. Como buen zoólogo, aunque ciego, Weismann era un observador perspicaz y había leido a Lamarck mucho mejor que sus contemporáneos. Sabía que el francés se apoyaba en el “uso y desuso” y no en el ambiente exterior. Pero, según Weismann, el uso y desuso no puede ejercer una influencia “directa” de transformación de la especie tan grande como los factores ambientales. La de Weismann no es una crítica de los postulados del contrario sino de la interpretación que él mismo ofrece de esos postulados. Es un aspecto en el que Weismann deja de ser el biólogo minucioso y atento para desplegar un ataque en toda la línea del frente que, en aquel momento, estaba compuesta por todos los demás. Es una crítica genérica de toda una corriente, el neolamarckismo, presentada de una manera uniforme sobre la base de conceptos imprecisos, como el “medio exterior”, cuya precisión se difumina aún más con la teoría del plasma. De esta manera, Weismann se enfrenta directamente a los neolamarckistas de su tiempo sobre tres ejes básicos:

a) los cambios individuales no afectan a la especie; si se toma al individuo aisladamente, todas las influencias exteriores no pueden transformar la especie

b) las modificaciones acaban en el cuerpo, no se transmiten porque no pasan al plasma germinal

c) en la crítica el factor ambiental queda definido como la “acción directa del medio exterior”, una expresión que repite varias veces

En fin, para Weismann esos cambios inducidos por el ambiente exterior son como el bronceado veraniego: se van con los primeros fríos. Sin embargo, parece claro observar que la afirmación micromerista de que los cambios exteriores sólo pueden afectar a un único individuo también es opuesta a lo que Darwin sostuvo: “La selección puede aplicarse a la familia lo mismo que al individuo” (159). Las modificaciones ambientales afectan a todos los organismos a los que alcanza su radio de acción. Pero eso es exactamente lo que Weismann critica y su conclusión hará fortuna. Todos los caracteres debidos a las acciones exteriores, afirma Weismann, quedan limitados al individuo afectado y, además, desaparecen muy rápido, mucho antes de su muerte, concluyendo de una forma rotunda sin intentar siquiera ninguna clase de prueba: “No hay un solo caso en el cual el carácter en cuestión se haya convertido en hereditario” (160). Es lo que habitualmente se denomina como la “barrera” de Weismann, según la cual, las influencias se dirigen en la dirección del plasma al cuerpo pero nunca del cuerpo al plasma; es, en suma, el dogma central del mendelismo.

Sin embargo, Weismann defiende la evolución, por lo que tiene que recurrir a otros mecanismos hipotéticos diferentes, es decir, tiene que explicar la transformación sin herencia de los caracteres adquiridos. Éste es uno de los problemas más profundos de la biología, advierte Weismann; su solución es decisiva para comprender la formación de las especies y los cambios en los organismos vivos a lo largo del tiempo. Weismann tiene que introducir un cambio previo que los cause, el plasma germinal: no hay cambio en la especie sin previo cambio del plasma: “Nunca he dudado de que modificaciones que dependen de una modificación del plasma germinal, y por tanto de las células reproductoras, sean transmisibles, incluso siempre he insistido en el hecho de que son ellas, y sólo ellas, las que deben ser transmitidas” (161). Pero si el cuerpo cambia, dichos cambios deberán tener su origen en un plasma cambiante y entonces la pregunta de Weismann es qué es lo que causa esas modificaciones del plasma que a su vez causan modificaciones del cuerpo. Entonces critica el preformismo de Nägeli, para quien las modificaciones son de tipo “interno” de modo que todo el desarrollo de las especies estaba ya previamente escrito en la estructura del primer organismo simple y todas las demás proceden de él. Según Weisman las causas son “externas”, lo cual parece dar la razón a los neolamarckistas, o al menos permite una síntesis: no habría una acción “directa” del medio exterior sino que ésta sería “indirecta”. Weismann no lo dice pero sólo cabría esa reflexión. De haberlo dicho habría entrado en contradicción consigo mismo: no existiría ninguna “barrera”.

La insistencia de Weismann en criticar la “acción directa del medio exterior” y en relacionar esta concepción exclusivamente con Lamarck, que no la admitía, es altamente sospechosa por varias razones a las que merece la pena dedicar un poco de atención. Quien había hablado antes de esto mismo no era Lamarck sino Darwin, así que es una oportunidad para volver a comprobar que persistió un inusitado interés por volcar sobre el francés las concepciones a criticar, librando al británico de la más leve sospecha de lamarckismo. Además también servirá refutar el supuesto darwinismo de Weismann.

Lamarck no conoció la separación establecida por Weismann entre el plasma y el cuerpo. La única dicotomía que él aceptó fue la del cuerpo y el medio. A diferencia de él, Darwin sí conoció esa distinción y cita dos veces expresamente a Weismann a partir de la cuarta edición de “El origen de las especies”, que data de 1866, para aludir precisamente a la “acción directa del medio exterior”. Cuestión distinta es que Darwin no aceptara esa separación entre el plasma y el cuerpo en los mismos términos que Weismann, lo cual parece claro porque dio lugar a un nuevo marco conceptual en la biología, radicalmente distinto del anterior. Sólo en este punto las divergencias entre Darwin y Weismann se expresan en tres aspectos. El primero es que cuando Darwin habla de “medio exterior” se refiere al ambiente externo al animal, mientras que cuando lo hace Weismann, alude a todo lo que no es el plasma, es decir, tanto al ambiente como al resto del cuerpo. La segunda aparece cuando pretendemos averiguar sobre qué actúa el medio exterior: para Darwin ese sujeto pasivo es el cuerpo mientras que para Weismann es el plasma. La tercera es que mientras Weismann sólo habla de una “acción directa”, Darwin reconoce una directa (sobre el cuerpo) y otra indirecta (sobre el cuerpo a través del sistema reproductor). En Darwin esto es tan claro que lo repite en otras obras suyas, tales como “El origen del hombre” y “La variación en plantas y animales sometidos a domesticación” (162). Parece obvio concluir que la diferenciación entre plasma y cuerpo no fue algo intrascendente en biología y que si es posible afirmar que Weismann es neodarwinista, entonces el neodarwinismo no tiene nada que ver con Darwin.

A partir de ahí las explicaciones de la nueva biología son ambiguas y quedan en una nebulosa. Weismann dice que la selección opera no sobre el cuerpo sino sobre “variaciones germinales”, pero no explica por qué se producen esas variaciones, salvo que son de naturaleza distinta a las variaciones del cuerpo. También alude a las “tendencias de desarrollo” del germen, lo que parece una vuelta a Nägeli. En cualquier caso, la biología posterior se olvidó de esta parte de la concepción de Weismann, de modo que el plasma no podía resultar influenciado por nada ajeno a él mismo. El motivo es bastante claro: la acción indirecta del medio exterior sobre el plasma no era más que un retorno apenas disimulado de la herencia de los caracteres adquiridos con la que se pretendía acabar. Una mala teoría siempre se puede empeorar y a los continuadores de Weismann les pareció preferible acabar con las medias tintas y las ambigüedades.

También es nebulosa la misma concepción del plasma germinal, que no es un organismo “en el sentido de un prototipo microscópico que engordaría para transformarse en un organismo completo” (163). Esta declaración es un abierto posicionamiento de Weismann contra el preformismo, por lo que en este punto no tiene razón Bernal (164). Ahora bien, las secuelas de esta concepción, la hipótesis del gen en la forma en que fue luego desarrollada a comienzos del siglo XX, sí era un retorno al preformismo. En cuanto a la composición material del plasma, Weismann dice lo que no es pero no dice lo que es, y todo vuelve a la nebulosa. No obstante, avanza dos conjeturas de largo alcance. Primero sitúa al plasma germinal en el núcleo de la célula porque a veces se refiere a él como “sustancia nuclear”, lo que le convierte en un precedente de la teoría cromosómica de Boveri y Sutton. Además, habla de que el plasma dispone de una “estructura molecular específica” y determinadas “propiedades químicas” que no concreta, y posiblemente no podía concretar en aquel momento. No obstante, esas alusiones son suficientes para concluir que Weismann parece conceder al plasma una estructura material. Esta afirmación resultaría más que suficiente para afirmar que el plasma, como materia, no puede estar, de ninguna manera, fuera de la interacción con las demás formas materiales. Por lo demás, ahora que estamos en condiciones de afirmar la composición bioquímica del plasma, resultaría útil preguntar dónde está su separación respecto de “todo lo demás”: si el ADN está separado del ARN, si ambos están separados de las proteínas, etc. Es algo sobre lo que tendremos que volver al hablar de la hipótesis del gen.

La concepción material del plasma fue otro vuelco importante producido en el seno de la biología, pero tampoco es original de Weismann sino que le llega de Descartes por influencia inmediata de Buffon. Hasta entonces la idea de herencia había estado vinculada a nociones filosóficas idealistas de origen aristotélico y escolástico. La herencia era la “forma” de Aristóteles y, en cuanto tal, se oponía a la “materia”. Según el hilemorfismo, la forma no nace sino que se realiza en un cuerpo; no sólo es la causa sino el motor del cuerpo, “la razón de la cual la materia es algo definido” (165). Descartes fue el primero que materializó la transmisión de la herencia, dándole un sentido mecánico y determinista. El mérito de Descartes fue que precedió al descubrimiento del espermatozoide (1677), del óvulo (1827) y de la fecundación (1875). La filosofía ya lo había anticipado pero que lo dijera un biólogo, aunque no probara nada, le otorgó un estatuto muy diferente dentro del mundillo científico, facilitando su difusión.

Hay otro aspecto en el que Weismann también incurre en contradicción consigo mismo: aunque explícitamente no quiere caer en el preformismo, cae de bruces en sus mismos postulados. A su conjetura se le da el nombre de “teoría de la continuidad” que, como ha quedado expuesto, tiene su origen remoto en el preformismo y su origen inmediato la versión ofrecida por Virchow de la teoría celular. Sin embargo, sería mejor llamarla teoría de la inmortalidad y es interesante entender los motivos porque inspiró corrientes filosóficas de clara raigambre mística, como la del Henri Bergson, cuya obra “La evolución creadora” estuvo entre los grandes éxitos editoriales tras su aparición en 1907. De las mónadas de Leibniz y a través de Goethe y la teoría celular de Virchow, se extrajo la idea peregrina de que los organismos unicelulares (bacterias, infusorios, móneras) no mueren nunca, ya que carecen de órganos reproductores y se multiplican con la totalidad de su cuerpo mediante divisiones sucesivas e idénticas que mantienen su vida indefinidamente, al menos en teoría. Por el contrario, parece que los organismos más complejos, que tienen órganos reproductores diferenciados del resto del cuerpo, fallecen. Weismann opina lo contrario y afirma que precisamente el plasma germinal no muere nunca; lo único que muere es el cuerpo, mientras que el plasma continúa en los descendientes. El primero de los artículos teóricos de Weismann se titula “La duración de la vida”, donde la apariencia científica apenas puede encubrir el viejo misticismo: los organismos inferiores no mueren nunca, los individuos mueren pero la especie es eterna, el cuerpo se descompone pero el plasma perdura, etc. La escisión que establecía entre parte reproductora y parte reproducida, también separaba la parte mortal de la inmortal. Es el componente místico de la teoría. Aunque parece concederle una composición material, el plasma germinal de Weismann es el viejo alma (“pneuma”, “anima”) de la vieja filosofía idealista. El plasma es inmortal, lo mismo que el alma. Como el plasma, el alma no tiene origen: se reencarna, emigra de unos cuerpos a otros, siempre idéntica a sí misma. No hay (re)generación; los seres vivos no se renuevan, no cambian nunca. Por lo tanto, Weismann incurrre en el preformismo que trataba de evitar y con él arrastrará al mendelismo que surge en 1900.

Otra consecuencia mística de la teoría de Weismann: si el plasma germinal no cambia, no existen padres e hijos y todos los hombres somos hermanos (y los animales también). Es lo que a veces los mendelistas denominan como “copia perfecta” o “papel de calco”, que es abiertamente malthusiana y antievolucionista, una continua multiplicación cuantitativa, genética, independiente de condicionantes económicos y sociales. Si la herencia se distribuye de esa manera horizontal, si no hay sucesión generacional, tampoco hay manera de concebir siquiera ninguna clase de cambio; ni tampoco el tiempo. De ahí que haya que concluir que Weismann en particular y el neodarwinismo en general no son evolucionistas sino involucionistas. Respecto a esta parte de la teoría de Weismann cabe apuntar varias observaciones, aunque sea de manera muy resumida:

a) cuando se dice que algo no tiene fin, que es eterno, es porque tampoco tiene principio y por eso, aunque Weismann critica a Nägeli, no acaba de romper con él; Darwin tituló su libro “El origen de las especies” y los fósiles demuestran el final de las mismas

b) a pesar de lo que digan Leibniz, Harvey, Goethe, Virchow y Weismann, las células sí mueren, todas ellas, pero es aún más necesario recordar en qué condiciones se puede prolongar su existencia: cambiando el medio, es decir, cultivándolas apropiadamente en los laboratorios de una manera parecida a como se cuidan los geranios en las macetas de cualquier terraza (166)

c) en los embriones, las células germinales se forman al cabo de un cierto tiempo después de otras, un tipo especial de células madre en las cuales no existe ninguna separación ni especialización y, por tanto, a partir de ellas, justo todo lo contrario de lo que cabría esperar de la tesis de Weismann

d) la fecundación demuestra que, en contra de una opinión muy común, no heredamos el plasma sino que heredamos el plasma junto con el cuerpo

Weismann pone la reproducción en un primer plano de la biología, de una manera que resultará definitiva y de largo alcance, hasta el punto de que es la misma que llega a la actualidad, imbricándose con el malthusianismo. Es bastante evidente que, no obstante su éxito, esta concepción también contradice los postulados más básicos la teoría celular, incluido aquel según el cual una célula proviene de otra célula: se trata justamente de que proviene de ahí y no de un gen ni de un cromosoma y, por consiguiente, si una célula se compone tanto de plasma germinal como de cuerpo, se heredan ambos simultáneamente y se desarrollan ambos simultáneamente. Sin embargo, la genética formalista pondrá todo su énfasis en el instante de la fecundación, del cruce, convirtiéndose en una suerte de preformismo.

Después de Weismann, el énfasis de la nueva biología en la reproducción irá estrechando su propio cerco de una manera aún más clara, cuando concentre su atención no sólo sobre la reproducción sino sobre la reproducción sexual precisamente. Volveré a insistir más adelante en este hecho capital, por lo demás conocido: la reproducción no se agota con la fecundación. La reproducción biológica presenta dos modos diferentes. Un primer modo se denomina vegetativo o asexual ya que sólo hay un progenitor. Es característico de los microorganismos, plantas y animales de organización simple, un fenómeno de división de todo el cuerpo del organismo, junto con el cual se divide también el plasma. Por consiguiente, los dos organismos resultantes heredan tanto el plasma como el cuerpo. El segundo se denomina reproducción generativa o sexual que combina dos células diferentes (óvulo y espermatozoide en el caso de los seres humanos) procedentes de dos progenitores diferentes. A lo largo de la evolución la reproducción vegetativa antecede a la sexual, es decir, que ésta procede de aquella, es un desarrollo suyo, lo cual significa, en definitiva, que el plasma germinal es una derivación evolutiva del cuerpo.

Otra consecuencia que se desprede de la reproducción sexual es que también en ella heredamos tanto el plasma como el cuerpo por las siguientes razones:

a) el óvulo es una célula completa antes de la fecundación que, como cualquier otra, se compone tanto de núcleo (plasma) como de citoplasma (cuerpo)

b) los cromosomas (maternos y paternos) que se fusionan en su núcleo se componen tanto de plasma (ácidos nucleicos) como de cuerpo (proteínas)

c) un espermatozoide contiene 3 · 10-12 gramos de ADN, que sólo constituye un 20 por ciento de su peso total

En los seres vivos que se reproducen sexualmente, la vida no se agota con la fecundación sino, más bien, es entonces cuando empieza. Una vez fecundado, el óvulo permanece unido al cuerpo de la madre -precisamente a su cuerpo y no a su plasma germinal- a través de la placenta y del cordón umbilical, que le transmiten oxígeno, anhídrido carbónico, hormonas, vitaminas, sales, azúcares y la alimentación imprescindible durante un periodo de gestación que parece ajeno por completo a los manuales de la teoría sintética. Cabe decir que la madre le transmite al feto tanto el cuerpo como los anticuerpos. El sistema inmunitario es un claro ejemplo de herencia de los caracteres adquiridos: tanto el del feto como el del recién nacido no son suyos propios sino heredados de la madre. En el caso de los embriones de la mayor parte de los mamíferos, los anticuerpos de la madre les llegan atravesando la placenta; en el caso de los recién nacidos, por medio del calostro y la leche materna (167). Los fármacos, las drogas y contaminantes de origen químico también alcanzan al feto, provocando graves trastornos, aunque en la madre resulten inapreciables. Algunos plaguicidas, metales pesados y toxinas atraviesan la placenta y también se pueden excretar con la leche materna. La exposición al plomo y al mercurio del feto y del neonato, a través de la sangre materna, la leche materna y los alimentos, puede tener efectos neurotóxicos. Los lactantes pueden estar expuestos a micotoxinas (como las aflatoxinas) que proliferan en el maíz, los cacahuetes y otros cereales mohosos que ingiere la madre que amamanta. El feto es vulnerable a virus, enfermedades y patógenos que no provocan síntomas en las personas sanas y, por tanto, tampoco en las embarazadas. En ocasiones, las enfermedades causan síntomas en la madre, pero en otros casos son asintomáticas o tan leves que la madre no nota la infección y, sin embargo, la transmite al feto, sobre el que los efectos pueden ser graves. Por ejemplo, la sífilis, la viruela y el sarampión. La rubeola no es grave para la madre pero ocasiona malformaciones en la cabeza del feto. La toxoplasmosis es otra enfermedad que en una persona sana habitualmente sólo provoca síntomas leves, similares a los de la gripe. Sin embargo, tiene graves consecuencias para el feto a largo plazo: puede causar retraso mental, ceguera, parálisis cerebral, nacimiento muerto y aborto espontáneo. Otra enfermedad, la listeriosis, provocada por una bacteria que afecta principalmente a adultos, es especialmente peligrosa para el feto y en un 40 por ciento de los casos tiene relación con el embarazo; puede provocar aborto, nacimiento prematuro, nacimiento muerto y enfermedad neonatal. La alimentación materna es la principal vía de transmisión de la listeriosis al feto.

Es necesario concluir, en consecuencia, que esa supuesta separación entre el plasma y el cuerpo no aparece en ningún ser vivo en ningúna etapa de su desarrollo; no es más que un artificio analítico. También es igualmente necesario concluir que los ejemplos mencionados son otros tantos supuestos de herencia de los caracteres adquiridos. En Francia, por influencia de Bergson, algunos embriólogos, como Charles Houillon, han tratado recientemente de seguir defendiendo la teoría del linaje germinal, es decir, la existencia de una diferenciación absoluta entre las células germinales y las demás células corporales. Según Houillon éstas agotan su potencialidad por el hecho mismo de la diferenciación, mientras que las germinales las conservan puesto que son “totipotentes”, es decir, capaces de crear un nuevo organismo. Además, el embriólogo francés enumera una serie de singularidades, como que tienen una diferenciación especial en células masculinas y femeninas o que “evolucionan por su propia cuenta”. No obstante, a medida que avanza en su exposición, matiza muchas afirmaciones iniciales hasta acabar reconociendo la evidencia. Así, concluye que en organismos unicelulares no existe tal diferenciación, como es obvio porque no hay más que una sola célula. Es notable la reiteración con que manifiesta que las células germinales aparecen diferenciadas muy precozmente, pero parece natural concluir que por muy pronto que se separen estuvieron indiferenciadas anteriormente. Por ello afirma lo siguiente: “La noción de estirpe germinal no puede ser considerada en el sentido estricto de una separación entre soma y germen puesto que en los metazoarios considerados como inferiores abundan las observaciones que se oponen a esta concepción”. Pero resulta que no es la única excepción. También se ve obligado a reconocer que las células sexuales se pueden regenerar a partir de las somáticas, y pone el ejemplo de las babosas (Arion rufus). Finalmente Houillon concluye de la siguiente manera: “Si bien la concepción weismaniana no ha sido enteramente confirmada ni en genética ni en embriología, ha proporcionado, sin embargo, unas nociones básicas para el posterior desarrollo de estas disciplinas. El problema de las células germinales sigue siendo todavía uno de los más curiosos y atrayentes de la biología” (178). De tal afirmación se desprende que a pesar de que -cien años después- las tesis de Weismann no sólo no se han demostrado sino que se han derrumbado (en genética y en embriología), sus seguidores van a seguir manteniendo sus “nociones básicas”. Contra viento y marea.

Si de la embriología pasamos a la botánica, la conclusión es idéntica: no existe ninguna diferenciación absoluta entre las células germinales y las demás células corporales porque los meristemos reproductivos se forman a partir de los vegetativos, es decir, que el plasma se forma a partir del cuerpo. Por ejemplo, las flores de Arabidopsis thaliana nacen de los mismos primordios que dan lugar a hojas durante la fase vegetativa de crecimiento. Que estos primordios den lugar a una flor en lugar de formar una hoja depende de algunas proteínas, como LFY, que funcionan como un interruptor. La presencia de LFY por encima de cierto nivel inicia el desarrollo floral, mientras que su ausencia impide la formación de flores.

La regeneración que menciona Houillon ha constituido desde hace siglos uno de esos “misterios” tan discutidos en biología. En algunos vegetales y animales, los órganos se pueden reconstruir a pesar de las amputaciones. Si se corta una lombriz en dos mitades, cada una de ellas se convertirá en un nuevo gusano; la parte de la cabeza desarrollará poco a poco su cola y la otra parte creará su propia cabeza. En mayor o menor medida, por sí mismos los organismos vivos tienen una asombrosa capacidad para reparar los daños que detectan, curar heridas, sanar lesiones e incluso regenerar pérdidas. El ejemplo más característico que se suele utilizar es el de la hidra, que con sólo una centésima parte de su cuerpo puede reconstruirlo por completo (179). Esa capacidad es diferente en cada especie, aunque disminuye en los animales superiores, como las aves y los mamíferos. Sin embargo, en éstos algunos órganos, como el hígado, se pueden regenerar casi completamente a partir de un pedazo. La regeneración depende también de la fase de desarrollo y, por consiguiente, del grado de diferenciación de las células, es decir, que disminuye con las células maduras y aumenta en los embriones. Los embriones de los vertebrados poseen “una misteriosa capacidad para reconocer si la estructura está intacta. Si se ha perdido parte de ella por accidente o a causa de manipulaciones experimentales, se reconoce la pérdida y entran en acción procesos reparadores” (180). En los seres vivos que tienen esa capacidad, la regeneración de órganos incluye las células y los órganos reproductivos, es decir, que éstos se pueden regenerar a partir de las demás células y órganos del cuerpo.

En cualquier caso, lo que parece claro es que si bien las células somáticas surgen de las germinales, éstas también pueden proceder de aquellas. En las fases más tempranas no existe diferencia ninguna entre linajes germinales o somáticos y, por consiguiente, ni siquiera se puede hablar de una mutua transformación sino de un género indiferenciado de células embrionarias que pueden devenir tanto de uno como de otro linaje (181). La separación entre ambos linajes puede verificarse antes o después, pero existe siempre. Existen células somáticas que pueden convertirse en germinales incluso en adultos, del mismo modo que hay invertebrados en los que las células somáticas pueden reproducir nuevos individuos. Por decirlo con las palabras de Carlson: “Los transplantes de células germinales primordiales de Xenopus [ranas] a blástulas tempranas han mostrado que las células contenedoras de plasma germinal no están irrevocablemente determinadas a ser células germinales, en tanto tienen la capacidad de diferenciarse en algunos tipos de células provenientes de las tres capas germinales” (182). En cuanto a los vegetales, la conclusión es idéntica: De todos los órganos de las plantas se pueden aislar tejidos capaces de regeneración que pueden ser cultivados. Esto se ha seguido hasta el extremo de llegar a regenerar plantas completas con raíces, tallos y hojas de células somáticas individuales [...]

El éxito de cultivo de tejidos y células en los cuales se obtiene una nueva planta completa a partir de una célula somática individual, tiene también un alcance difícilmente subestimable para nuestra comprensión fundamental de diferenciación y desarrollo. Con esto se demuestra que cada célula somática contiene la información genética completa para la formación de todas las funciones que ejerce una planta superior compleja, o sea, que es totipotente (u omnipotente) como lo es el zigoto (183).

Como cualquier otra forma de desarrollo en biología, la conclusión es idéntica: no existen barreras infranqueables entre las células germinales y las somáticas sino que, a partir de un determinado momento, unas células se desarrollan hacia la línea germinal y otras hacia la somática, un proceso que es reversible en determinadas condiciones. Por lo tanto, las células germinales no proceden sólo de otras células germinales sino que pueden proceder también de células somáticas. Tendremos ocasión de volver a plantear esta cuestión al aludir a las hibridaciones vegetativas que se practicaron en la URSS, que fueron objeto de las más mordaces críticas por parte de los mendelistas porque son uno de tantos ejemplos de la falsedad de sus postulados. Como sostuvo Darwin acertadamente, tanto la regeneración como la hibridación vegetativa forman parte del mismo capítulo de la genética y debían estudiarse simultáneamente. Lo que ambos fenómenos demuestran es la validez de la teoría celular en la forma que expusieron Schleiden y Schwann: en esencia no hay más que un tipo de células por lo que el intento de Weismann de establecer una separación metafísica entre células germinales y somáticas ha sido desmentido repetidamente por la investigación científica. Por el mismo motivo, queda evidenciado que también es falsa la teoría de la continuidad de la vida, se acredita la herencia de los caracteres adquiridos y la noción potencialidad celular y biológica adquiere el protagonismo que merece.

Las células se pueden clasificar de muchas maneras pero todas ellas tienen en común que son células y, por consiguiente, que su composición y su funcionamiento son sustancialmente idénticas. De todas las clasificaciones con las que se pueden ordenar las células, una de las más importantes es la que concierne a su grado de desarrollo, según el cual existen células embrionarias y células maduras, teniendo las primeras una capacidad de transformación mucho mayor que las segundas, que ya se han especializado formando parte de órganos y tejidos concretos. Una célula embrionaria se puede transformar en adulta, pero hasta la fecha no parecía que el fenómeno fuera reversible. Las células embrionarias se utilizan actualmente en medicina para regenerar o sustituir a las células maduras destruidas o dañadas en tejidos y órganos porque de ellas se puede obtener cualquier otra célula especializada. Se denominan células madre porque disponen de esa potencialidad de desarrollo diversificado.

A mayor abundancia, el empleo de células embrionarias para la regeneración de tejidos y órganos lesionados ha suscitado el rechazo de los creyentes, quienes han puesto de manifiesto -con acierto- que no es necesaria la destrucción de dichos embriones por cuanto también hay células madre maduras en los órganos especializados del cuerpo con la misma potencialidad creadora que las embrionarias y, por consiguiente, que no es necesario emplear embriones humanos para obtener células madre pluripotentes. Es cierto que determinadas células maduras son capaces de “volver atrás” transformándose en células madre. Ahora bien, son escasas y no proliferan de la misma forma que las embrionarias, es decir, que no tienen la misma potencialidad de desarrollo. Esta línea de investigación es muy reciente, por lo que está lejos de arrojar resultados concluyentes y definitivos. No obstante, son extraordinariamente ilustrativas y, desde luego, confirman la falta de fundamento de la tesis de la barrera de Weismann. Por lo demás, ponen de manifiesto un segundo componente de un enorme interés teórico: algunas de las técnicas de obtención de células madre se apoyan en la fusión de células con diferente grado de desarrollo, lo que acredita la inexistencia de barreras entre los distintos tipos celulares. En noviembre de 2007 un equipo de científicos japoneses anunció que habían logrado fusionar células adultas (neuronales y cutáneas) con células madre embrionarias de modo que aquellas adquieren las propiedades de éstas. Se han denominado células iPS (células madre pluripotenciales inducidas), constituyendo verdaderos híbridos, es decir, diferentes de las adultas de las que proceden pero con la misma capacidad de desarrollo pluripotencial de las embrionarias.

Aunque a partir de Weismann la biología siguió hablando en los mismos términos que Darwin, el marco conceptual había cambiado radicalmente. Después del vuelco sólo quedaba explicar lo inexplicable: cómo era posible que algo que no cambiaba nunca pudiera determinar algo que es cambiante, es decir, que el mismo plasma (factor o gen) produjera efectos diferentes en el cuerpo a lo largo del tiempo. Por ejemplo, debía explicar que una niña comenzara a ovular a partir de un determinado momento, transformándose en mujer; o que posteriormente esa misma mujer dejara de hacerlo en otro determinado momento, transformándose en una anciana. Sobre la generación, esto es, sobre el origen de los genes ni siquiera cabe preguntar. Empezaba la gran paradoja de la genética: no podía explicar la génesis. En el futuro de la biología Darwin se iba a convertir en la gran coartada; en adelante todo se iba a fraguar en su nombre. No obstante, el neodarwinismo -el de Weismann y el de sus sucesores- es una forma de antidarwinismo.

NÖMADAS. REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS


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