CEPRID

La reforma de las políticas de drogas: Experiencias alternativas en Europa y Estados Unidos (y II)

Miércoles 30 de septiembre de 2009 por CEPRID

Tom Blickman y Martin Jelsma

TNI

La descriminalización del cannabis

El cannabis es la sustancia ilegal más consumida: alrededor de 170 millones de personas en todo el mundo, según el último Informe Mundial sobre las Drogas. Los consumidores recreativos que desarrollan patrones problemáticos de consumo son muy pocos y la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia propuso la descriminalización de su tenencia para consumo.

Desde que el cannabis fue incluido en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, se viene debatiendo si esta ha sido una decisión acertada. El cannabis se incluyó en la Lista i, pero también en la Lista iv, que exige los controles más estrictos, puesto que se trata de sustancias consideradas «muy peligrosas» por sus características nocivas, los riesgos de adicción y el limitado valor terapéutico. Entre ellas figuran la heroína y el cannabis, pero no la cocaína, que solo aparece en la Lista i. La Convención indica un riguroso sistema de control para el cannabis, pero otorga cierta flexibilidad a los países en la interpretación de la «necesidad» de ese control. Los países firmantes pueden adoptar otras medidas de control que crean necesarias, incluida la prohibición absoluta, de las drogas detalladas en la Lista iv. A pesar de estas restricciones, los países deben juzgar la «oportunidad» y la «necesidad» de aplicar las normas de la Convención. Las convenciones no tienen efecto inmediato. Además, en el traslado de la norma internacional a la ley nacional los países pueden ganar cierto margen de maniobra. Sin embargo, de acuerdo con la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, los Estados deben interpretar los tratados de buena fe y teniendo en cuenta su objeto y fin. Muchos plantean que la inclusión del cannabis fue una equivocación basada en la información médica y científica disponible cuando se redactó el tratado. En 2006, la ONUDD reconoció que «gran parte del material que había sobre el cannabis en la actualidad se considera erróneo» y señaló que «reconocidos profesionales abogan por el uso médico de los componentes activos o de la planta misma». Por consiguiente, la ONUDD admitió que el fundamento científico para colocar el cannabis en la Lista IV fue incorrecto. El informe también demostró que la reducción del suministro es imposible dada la capacidad de la planta de crecer en cualquier lugar, y que las acciones para controlarlo habían fracasado.

En los años 60, en el clima de agitación cultural y contracultural de los jóvenes de la época, los regímenes de control del cannabis adquirieron mayor protagonismo, especialmente en las sociedades occidentales. En la década de 1970, varias investigaciones públicas y distintas comisiones analizaron el tema. Sus conclusiones esenciales fueron que muchos de los daños vinculados al cannabis eran exagerados y que los efectos de la penalización eran potencialmente excesivos e incluso contraproducentes, y recomendaron la reducción o eliminación de las sanciones penales por consumo. Sin embargo, en la mayoría de los países, con la notoria excepción de los Países Bajos, estas recomendaciones no produjeron una reforma sustancial.

Durante los 70, las políticas se orientaron a intensificar la posición punitiva en el marco de la «tolerancia cero» o, en el otro extremo, a explotar la libertad de acción o incluso forzar los límites de las convenciones. En el ámbito internacional prevaleció el enfoque de la prohibición, que tuvo como resultado la penalización del cannabis en la Convención de 1988, donde se incluyó un artículo destinado a restringir el margen proporcionado a los países por la Convención Única de 1961. Así, se exigió a las partes la penalización de la tenencia y el cultivo para consumo personal a menos que esto fuera opuesto a los principios constitucionales y los conceptos básicos del sistema jurídico nacional. Este endurecimiento del régimen internacional fue en buena medida una reacción a las políticas hacia el cannabis implementadas durante los 70 por varios países, especialmente por los Países Bajos y algunos estados y ciudades de EE.UU.. Estos regímenes de control alternativos se aprobaron debido a la dificultad para modificar las convenciones de fiscalización de estupefacientes de la ONU, junto con el creciente apoyo a un enfoque más laxo por parte de las investigaciones y comisiones oficiales. Aunque se argumentó que estas reformas no implicaban romper los límites de los acuerdos internacionales, algunos países de la línea dura, al igual que la JIFE, aseguraron que en algunos casos sí sucedió.

La Convención de 1988, aun dentro del marco general prohibicionista, admite cierto margen de maniobra. El resultado fue un sinnúmero de regímenes de control alternativos implementados según las circunstancias nacionales o locales y de acuerdo con la oportunidad política, con frecuencia determinados por las tradiciones y los principios legales nacionales. En el informe «Cannabis Policy: Moving Beyond Stalemate» (2008), la Global Cannabis Commission de la Beckley Foundation analizó la enorme variedad de regímenes alternativos. Cabe señalar que ni siquiera los regímenes alternativos más audaces incluyen la legalización explícita del cultivo, la producción o la distribución del cannabis, que violaría claramente las disposiciones de las convenciones internacionales.

El informe identifica tres tipos de regímenes alternativos. El primero -prohibición con advertencia o programa de rehabilitación (despenalización)- se aplica con algunas variantes en Francia, Australia, Canadá, Gran Bretaña, Brasil y algunas ciudades y estados de EE.UU.. El segundo -prohibición con penas civiles (descriminalización)- está vigente en Bélgica, Italia, la República Checa, Portugal, Dinamarca y Australia. El tercero -prohibición parcial (incluida la legalización de facto, por ejemplo la prohibición con «principio de conveniencia», y la legalización de iure)- se encuentra presente en los Países Bajos, Alemania, Austria, España, varios estados de EE.UU., Colombia, Suiza y la India.

La cuarta categoría, el uso de marihuana bajo control médico, se considera un caso especial, presente sobre todo en América del Norte y algunos países de Europa. El uso médico es diferente de los otros modelos, basados en el uso recreativo. La lógica original que fundamentó la prohibición del cannabis era que no tenía ningún uso médico aceptado. Si bien las investigaciones son preeliminares, conocimientos científicos recientes indican que el uso de marihuana genera beneficios médicos, como la reducción de las náuseas causadas por la quimioterapia, la inducción del apetito en pacientes con sida y la reducción de la presión intraocular originada por el glaucoma. Es importante destacar que, de acuerdo con el comentario sobre la Convención Única de 1961, la expresión «fines médicos» no tiene necesariamente el mismo significado exacto en todo momento y en todas las circunstancias, ya que su interpretación depende de la etapa en que se encuentre la ciencia médica.

El informe de la Global Cannabis Commission concluye que «no hubo un aumento importante de consumo de cannabis en países donde se mantiene la ilegalidad de iure del cannabis, pero que implementaron reformas que, en el ámbito nacional o subnacional, redujeron las penas de las sanciones civiles o administrativas». Además, a partir de una serie de estudios realizados, el informe sostiene que «si la ilegalidad del cannabis se mantiene, las leyes y las sanciones tendrán como mucho un impacto relativamente modesto sobre los índices de consumo de cannabis». Es decir, las políticas prohibicionistas no reducen sustancialmente el consumo. Las tendencias de consumo parecen más influenciadas por factores económicos, culturales y sociales que por las leyes contra las drogas.

El caso de los Países Bajos

Los cafés holandeses, donde los consumidores pueden comprar una cantidad limitada de cannabis, ocupan un lugar altamente simbólico como paradigma de políticas liberales en materia de cannabis. Sin embargo, el fenómeno suele interpretarse erróneamente. Contra lo que habitualmente se piensa, la tenencia de cannabis en los Países Bajos -no el consumo- está tipificada como delito. Esto implica que el gobierno se ajusta a lo dispuesto en las convenciones de la ONU. No obstante, la JIFE considera que los cafés no cumplen con los tratados e incluso ha llegado a afirmar, en su informe anual de 1997, que la política holandesa «podría describirse como instigación indirecta».

En realidad, la política holandesa es una descriminalización de facto de la tenencia, la compra y la venta de cantidades para el consumo personal de cannabis, aunque de iure estas actividades no estén permitidas. También se admite el cultivo de hasta cinco plantas por persona para consumo personal. La tenencia, producción y venta de cannabis se penalizaron en 1953, cuando la población en general no conocía la sustancia. En los 60, cuando el cannabis se popularizó, el mercado minorista de esta droga era en su mayoría clandestino. Al principio, las autoridades trataron el cannabis con severidad. Pero con el tiempo la policía empezó a tolerar a los «distribuidores hogareños». Este cambio se basó en consideraciones sociales y de salud pública, especialmente en la separación de los mercados de drogas livianas (cannabis) y drogas duras (heroína, cocaína, etc.).

La reforma coincidió con la rápida propagación de la heroína a partir de 1972 y con las dudas sobre los riesgos sociales y de la salud generados por el cannabis. En 1971, la Comisión Hulsman (una comisión de expertos convocada por el gobierno para elaborar recomendaciones de políticas) aconsejó a la administración de los Países Bajos descriminalizar el uso y la tenencia de pequeñas cantidades de cannabis. De este modo, la producción y la distribución de cannabis pasarían a ser delitos menores. Un año después, en 1972, la Comisión Baan (un grupo de trabajo de expertos multidisciplinarios bajo auspicio gubernamental) procedió con mayor cautela: recomendó establecer un periodo de experimentación sobre la base del «principio de conveniencia», una opción discrecional dentro del derecho penal holandés que les permite a las autoridades abstenerse de interponer acciones penales.

El régimen de control se desarrolló desde abajo hacia arriba, mediante iniciativas locales que luego fueron refrendadas por los municipios y finalmente adquirieron carácter formal a través del derecho y las políticas nacionales. La revisión de la Ley del Opio de 1976 introdujo la descriminalización legal del cannabis. El consumo dejó de ser un delito y la tenencia de hasta 30 gramos se convirtió en un delito menor, mientras que la tenencia de más de 30 gramos siguió siendo un delito penal.

Para fundamentar estos cambios, las acciones penales a gran escala relacionadas con el cannabis se consideraron opuestas al interés público porque estigmatizaban a los jóvenes y los sometían al aislamiento social. Desde 1979, el régimen se rige por las directrices nacionales oficiales emitidas por la fiscalía: se tolera la venta minorista de cannabis siempre que las bocas de venta cumplan con los criterios llamados AHOI-G (por la sigla que conforman en holandés): nada de publicidad manifiesta, nada de drogas duras, nada de disturbios o alteraciones del orden público, nada de venta a menores y nada de ventas en grandes cantidades. La fiscalía asignó la «prioridad judicial más baja» a las investigaciones y acciones contra la tenencia para consumo personal y otorgó una amplia discrecionalidad a los municipios. Pero, a pesar de la venta libre, los niveles de consumo de cannabis son similares a los de los países vecinos, Alemania y Bélgica, y mucho más bajos que en el Reino Unido, Francia y España.

Es importante señalar que, cuando se decidió descriminalizar el cannabis y tolerar la venta minorista, no se previó el fenómeno de los cafés. Estos establecimientos reemplazaron a los distribuidores hogareños, y su número creció rápidamente durante los 80, lo que generó situaciones incontrolables y una transgresión de las directrices. Hubo actos de violencia, un incremento de los robos y de venta de drogas duras. Como reacción, se produjo una fuerte resistencia en los barrios afectados y una pérdida de apoyo social al nuevo modelo. El consenso alrededor de esta política se resquebrajó aún más cuando los demócrata-cristianos, que habían apoyado la estrategia, retiraron su respaldo. Fue así como en 1996 el gobierno decidió endurecer las directrices de modo de conservar la esencia del modelo. La venta se redujo de hasta 30 gramos a 5 gramos por transacción, y se estableció un límite de 500 gramos de cannabis de tenencia in situ. Además, la edad mínima de admisión en los cafés pasó de 16 a 18 años. El gobierno habilitó nuevos instrumentos legales para que los municipios pudieran reducir la cantidad de cafés, entre ellos la opción de prohibirlos. En la actualidad, 66 de 443 municipios de los Países Bajos aplican la «política cero», que les permite cerrar cafés incluso si no infringen los criterios ahoj-g. Adicionalmente, con el paso de los años los criterios por parte de los equipos especiales de la policía se hicieron más estrictos. También se establecieron restricciones para los cafés en las proximidades de escuelas y para las licencias de los propietarios. Así, la cantidad de cafés sufrió una reducción drástica: de un pico de 1.500 en los inicios pasó a 813 en 2000, hasta llegar a 702 en 2007. Lo central es que los Países Bajos pasaron de la «tolerancia cero» a la legalización de facto, al menos en la «puerta principal», es decir, los cafés en los que se vende cannabis. Los problemas continúan en la «puerta de atrás»: los propietarios de los cafés deben comprar el cannabis en un mercado que sigue siendo ilegal y está sujeto a la aplicación de las leyes. Los proveedores todavía pueden ser procesados por transportar cannabis a los cafés y es posible detener a los propietarios de los establecimientos por adquirirlo, a pesar de que tienen permitido venderlo.

La ley se focaliza en los distribuidores a gran escala. Hasta mediados de los 80, la mayor parte del cannabis consumido en los Países Bajos era resina de cannabis importada. Debido a una fuerte ofensiva contra las importaciones y la mejora en las técnicas de cultivo, la planta de cannabis (nederwiet) se popularizó en el país. Desde entonces, las organizaciones delictivas controlan una gran parte de la industria del cannabis. Según la policía, al menos 80% de lo que se cultiva en los Países Bajos se exporta, a un valor de unos 2.000 millones de euros al año.

Teniendo en cuenta estos datos, la conexión entre oferta y demanda constituye un desafío importante para las políticas: el problema de la «puerta de atrás» pone en peligro el sistema. La situación paradójica de la prohibición de la oferta y la admisión regulada de la demanda se encuentra en una encrucijada. En 2000, el Parlamento votó una ley para regular la «puerta de atrás» mediante la autorización del cultivo de cannabis en un sistema cerrado; es decir, descriminalizó la producción de cannabis que se vende en los cafés. Pero el gobierno se negó a aprobar la legislación con el argumento de que su reglamentación sería problemática y que enfrentaría una fuerte oposición internacional. En 2005, una nueva iniciativa propuso experimentar reglamentando el abastecimiento de cannabis en los cafés. El gobierno solicitó asesoramiento legal, y determinó que el cultivo de cannabis para cualquier otro fin que no fuese médico o científico estaba prohibido por las convenciones de la ONU y la legislación de la UE. La iniciativa, entonces, fracasó.

Pero el problema continúa. En el otoño de 2008, en una «cumbre de cannabis», 30 intendentes de los principales municipios holandeses volvieron a pedir un «plan piloto supervisado» para evaluar si la existencia de cultivadores con licencia podría reducir los delitos derivados del suministro de cannabis. En mayo de 2009, el Partido Laborista dio a conocer un plan destinado a autorizar cinco plantaciones legales de cannabis, que reproduciría el modelo del cultivo legal de cannabis con fines médicos que supervisa el Ministerio de Salud. En el periodo 2009-2010 se realizará una evaluación de todos los aspectos de la política de drogas holandesa, incluido el futuro de los cafés.

EE.UU.: contradicciones y diversidad

En EE.UU., la cuna de la prohibición, las políticas sobre el cannabis son más diversas de lo que habitualmente se cree. Hay una curiosa dicotomía. En el nivel federal se implementa una política de cumplimiento estricto de la prohibición, pero en los órdenes estatal y local existe una extraordinaria diversidad. En la actualidad, 13 estados descriminalizaron el consumo o la tenencia de cannabis, mientras que 13 estados han reconocido el uso médico de esta sustancia. Algunos estados sostienen ambos enfoques por lo que, en total, 20 estados aplican políticas diferentes de las federales. Pero además las estrategias de control local y estatal cambian permanentemente, en general hacia esquemas más laxos, como resultado de las iniciativas legislativas y del electorado.

Esto demuestra que, mientras EE.UU. exportaba su política prohibicionista al resto del mundo, no lograba imponerla internamente. Las diferencias comenzaron en 1970, cuando el gobierno de Richard Nixon impulsó la Ley de Sustancias Controladas, lo que dio comienzo a la llamada «guerra contra las drogas», incluido el cannabis. Nixon creó la Comisión Nacional sobre Marihuana y Consumo de Drogas para que estudiara el tema. Tras una investigación, la comisión se pronunció a favor de anular la prohibición y recomendó una política de control social orientada a desalentar el consumo de marihuana y centrar la atención en la prevención del consumo desmedido. También se pronunció a favor de que la tenencia para consumo personal dejara de ser un delito (aunque la tenencia en público siguiera sujeta a la incautación inmediata) y propuso que la distribución informal de pequeñas cantidades de marihuana sin que medie remuneración, o con una remuneración insignificante que no implique ganancia, dejara de ser un delito. Nixon, sin embargo, descartó las conclusiones de la comisión.

Pese a ello, el informe tuvo una repercusión considerable. En 1973, Oregón se convirtió en el primer estado en descriminalizar el cannabis. Se estableció una multa de entre 500 y 1.000 dólares como sanción por tenencia de una onza (28,45 gramos) o menos, mientras que la venta y el cultivo conservaron penas más severas. En 1973, California estableció una multa de 100 dólares por la tenencia de una onza para consumo que no fuera de carácter médico, con penas más severas para las cantidades superiores, tenencia en las escuelas y venta y cultivo. En 1975, la Corte Suprema de Alaska dictaminó que la tenencia de cantidades de hasta una onza para consumo personal era legal conforme a la constitución del estado y sus garantías de privacidad. Otros estados también establecieron políticas de despenalización y descriminalización, con diversas variantes. Las medidas incluyeron multas, sesiones educativas sobre estupefacientes, tratamientos contra las drogas en lugar de encarcelamiento y cargos penales por tenencia de pequeñas cantidades de cannabis, o la asignación de la prioridad más baja a la aplicación de las leyes sobre varios delitos vinculados al cannabis. El ámbito federal consideró estas alternativas contrarias a la Ley de Sustancias Controladas, lo que convirtió el tema en un campo de batalla para activistas, electores, legisladores locales y estatales y, en última instancia, también para los tribunales.

En 1996, los votantes de California aprobaron en un referéndum la Propuesta 215 -la Ley de Uso Compasivo- que exime el uso médico del cannabis de las sanciones penales. No legaliza la sustancia, pero modifica el trato que el sistema judicial les dispensa a los pacientes y sus cuidadores, al permitir que las personas «tengan, cultiven y transporten» cannabis, siempre y cuando sea para fines medicinales y se justifique mediante receta. Los pacientes pueden solicitar su exención de la ley, pero el proceso de presentación de pruebas fehacientes es su responsabilidad.

En California, las contradicciones entre la política federal y estatal condujeron a una especie de guerra civil de bajo nivel. La Agencia Antidrogas de EE.UU. (DEA, por sus siglas en inglés) realizó allanamientos y cerró clubes de cannabis medicinal, procesó a los proveedores, amenazó a los médicos que recomendaban cannabis y combatió con éxito a pacientes y cooperativas. Algunos casos llegaron a la Corte Suprema. En 2001, el tribunal dictaminó que las leyes federales de estupefacientes no permiten exenciones para el cannabis medicinal y rechazó la defensa basada en la necesidad médica aprobada por la Ley de Sustancias Controladas de 1970. En junio de 2005, la Corte determinó que el Congreso puede prohibir el consumo de cannabis incluso en los casos en que los estados aprueban su uso con fines médicos.

Pese a esta situación, aparecieron dispensarios de marihuana medicinal y clubes de compradores de cannabis. Se fue creando un «mercado gris» estable, similar a los cafés en los Países Bajos, a fuerza de prueba y error. Quienes se dedican a cultivar y vender cannabis evitan problemas absteniéndose de hacer publicidad, cuidándose de no vender a menores de edad y abriendo solo una tienda. Lo cierto es que hoy en California prácticamente cualquier persona que argumente ante un médico bien predispuesto que si fumara marihuana sentiría menos molestias puede obtener la droga como tratamiento.

El modelo de California, más allá de las diferencias entre los condados y las ciudades, es una especie de legalización de facto en un contexto legal gris. Hoy más de 200.000 californianos tienen una carta de su médico que les da derecho a adquirir cannabis, y existen cientos de dispensarios que lo venden. Incluso hay máquinas expendedoras de marihuana que solo pueden utilizar las personas a quienes se les recetó la droga por motivos médicos. El paciente entrega la receta, se le toma una foto y las huellas digitales, y esto le permite acceder a la droga. Aunque el cannabis que se vende en los dispensarios es solo una pequeña fracción del total del mercado de California, el precio mayorista bajó a la mitad desde su legalización para uso médico. En suma, la situación en EE.UU. incluye variantes y áreas grises. Es probable que esta ambigüedad se mantenga durante el gobierno de Obama: aunque el presidente cumplió su promesa de campaña de detener los allanamientos de la DEA en los dispensarios, no parece ansioso por llevar a la práctica una declaración formulada en 2004, cuando afirmó que es necesario volver a considerar la descriminalización de las leyes sobre marihuana.

Conclusiones

Los ejemplos de los Países Bajos y California demuestran que es posible desarrollar regímenes alternativos de fiscalización del cannabis incluso dentro del marco prohibicionista de la ONU. Debido a las disposiciones de las convenciones internacionales en materia de cultivo y suministro de cannabis, estos modelos terminan conformando un área legal gris, en la cual el consumo es aceptado pero el cultivo y el suministro quedan en manos de las organizaciones delictivas. Esto define la paradoja holandesa: la legalización de facto del consumo de cannabis sin disposiciones legales que regulen su suministro. El modelo californiano aborda esa ambigüedad regulando el suministro para una cantidad limitada de consumidores de cannabis medicinal. Sin embargo, no se ocupa de la situación de los consumidores recreativos, que constituyen una mayoría.

La JIFE cree que algunos regímenes alternativos de control violan las disposiciones internacionales y recordó a los gobiernos que existen mecanismos dentro de la Convención para modificar el alcance del control de estupefacientes y quitar o incluir una determinada droga de una lista. En relación con las políticas de liberalización del cannabis, la JIFE se refirió a una paradoja inquietante que reviste particular importancia para América Latina: «Es preocupante que, mientras muchos países en vías de desarrollo asignaron recursos a la erradicación del cannabis y la lucha contra el tráfico ilícito, algunos países desarrollados decidieron tolerar el cultivo, la comercialización y el consumo». El argumento de la JIFE parece válido: basta observar la frontera entre México y EE.UU., donde ambos mundos se juntan, para apreciar las trágicas consecuencias.

En materia de reducción de daños, también se llegó al límite de las convenciones. Aunque en la actualidad la JIFE acepta con cierta renuencia algunas medidas de reducción de daños, como el intercambio de agujas o el tratamiento de sustitución con opiáceos, considera que otras medidas del mismo tipo -incluidos los cafés y las salas para consumo de drogas- no cumplen con las convenciones. Al tratar el tema, la JIFE indica que tales prácticas amplían el concepto de reducción de daños, de modo de incluir no solo las consecuencias de salud negativas derivadas del consumo de estupefacientes, sino también una serie de consecuencias sociales negativas del sistema internacional de fiscalización de drogas. Pero la Junta ha rechazado este tipo de consideraciones y ha determinado que abordar los temas sociales de esta forma no se ajusta a los tratados. Este aspecto tiene una importancia particular para América Latina, donde las repercusiones sociales negativas, como la violencia suscitada por las pandillas y las organizaciones de narcotráfico, y la superpoblación carcelaria que conduce a condiciones infrahumanas, tienen tanta relevancia como las consecuencias negativas para la salud.

En general, las convenciones de fiscalización de estupefacientes de la ONU dificultan la búsqueda de avances en materia de políticas y están llenas de contradicciones. En primer lugar, es necesario solucionar el conflicto entre las convenciones y determinadas prácticas de reducción de daños, como las salas para consumo de drogas. La obligación urgente de frenar la epidemia de sida es un argumento suficiente para eliminar los obstáculos impuestos por normas establecidas hace medio siglo, antes de que existiera este peligro para la salud pública mundial. Del mismo modo, la sanción penal obligatoria por tenencia, venta y cultivo (incluidas las pequeñas cantidades para consumo personal o para la subsistencia familiar) no permite encontrar un mejor equilibrio entre la protección y la represión. Se requiere una mayor flexibilidad para enfrentar la violencia que generan las drogas y la crisis del sistema carcelario. Asimismo, los países que deseen experimentar con la regulación legal del mercado del cannabis -utilizando como guía el Convenio Marco de la OMS para el Control del Tabaco- deberían tener autorización para hacerlo. Los países que crean que la prohibición total del cannabis es la mejor forma de proteger la salud pública pueden mantener sus políticas actuales, del mismo modo que algunas naciones islámicas siguen prohibiendo el alcohol. Finalmente, se necesita una solución urgente para la cuestión de la hoja de coca, que compense la injusticia originada por la negación de su valor en la cultura andina. La hoja de coca y sus usos naturales -por ejemplo, la masticación- deben eliminarse de la Lista i de la Convención Única de 1961.

A 50 años de su puesta en vigencia, es hora de modernizar el sistema y establecer una Convención Única coherente, que reemplace los actuales tratados. Las convenciones no son sagradas; por el contrario, hoy constituyen instrumentos anacrónicos repletos de contradicciones. Como se señaló en el primer Informe Mundial sobre las Drogas de 1997: «las leyes, e incluso las Convenciones Internacionales, no están escritas sobre piedra. Pueden modificarse cuando la voluntad democrática o las naciones deseen hacerlo». El año 2012 -a un siglo de la aprobación del primer tratado internacional de estupefacientes, la Convención del Opio de La Haya de 1912- puede ser un momento oportuno para hacerlo.


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