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Bases militares estadounidenses en Colombia. Una estrategia claramente imperialista

Jueves 10 de septiembre de 2009 por CEPRID

HÉCTOR-LEÓN MONCAYO

Desde Abajo/CEPRID

Contra la integración regional. Así han actuado siempre los Estados Unidos en la región, y los sucesos en curso reafirman su política y sus intenciones.

Se cuenta que durante la pasada gira que los medios apodaron “muda” ante las explicaciones de Uribe, la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, sin ocultar cierta sonrisa, le habría replicado: “Por favor… en ninguna parte un general Fernández le ha dado órdenes a un general Johnson”. Demoledor comentario que basta y sobra para hundir la estrategia de minimización de la importancia de las bases militares estadounidenses, que, al parecer, sólo en Colombia ha tenido efecto (sobre un pueblo, por desgracia, completamente indefenso frente a la manipulación mediática). Para completar el realismo de la fábula, no le faltó sino añadir que aquí el probable general gringo ni siquiera necesita abrir la boca cuando ya su homólogo colombiano, en ejercicio de ‘soberanía’, se arroja a sus pies. En cierta forma, esto nos exime de explicar por qué el gobierno colombiano, más que aceptar, ha suplicado la instalación –u ocupación– de las bases militares. Más interesante, y más importante, es tratar de entender en qué medida corresponde a una estrategia del Imperio.

Aunque se vista de seda…

La presencia de Obama al frente del Imperio ha despertado no pocas ilusiones. Y en verdad es notorio el cambio de estilo con respecto al que exhibía el burdo cowboy. Cambio de ninguna manera desdeñable, ya que, en política, el estilo hace parte del contenido. En efecto, en gran medida el enorme problema que había dejado la era Bush era la pérdida de liderazgo de Estados Unidos y su virtual aislamiento –evidente en Latinoamérica– sin que, a cambio, hubiera podido ofrecer el fin de la campaña guerrerista y la liquidación del ‘terrorismo’. El mandato que recibía Obama era el de recomponer la imagen mundial del Imperio y reconstruir el esquema de alianzas. Pero más importante era la tarea interna de recomponer la unidad nacional. Por eso, el candidato más apropiado era Obama, con su perfil no sólo de renovador sino de ser en sí mismo la renovación. En el plano de las imágenes, predominante en la coyuntura, sí que resultaba efectiva la técnica del marketing para construir un presidente. Eso era lo que se necesitaba, más aun cuando lo más urgente era sortear la profunda crisis que, como se sabe, se suele enfrentar inicialmente comunicando tranquilidad a los mercados y esperanza a los ciudadanos. Y eso es lo que ha estado haciendo, con el ‘combustible’ que le proporciona la política de ayudas en dinero contante y sonante.

Pero no hay que pedirle mucho más. Sobre todo, no un programa original y de ruptura. El nuevo equilibrio de fuerzas dentro de los Estados Unidos supone sin duda un conjunto de cambios pero con un derrotero en el que resalta mucho más la continuidad. Se trata de una potencia colosal, con una maquinaria económica y política que funciona por su cuenta, y para la cual el presidente de turno es apenas un vocero.

Dejando de lado la política interna, que hasta ahora ha sido el asunto fundamental, hay algunas cosas de política exterior que no se deben olvidar y que son la base de todas las variantes posibles. Para la cúpula del gran capital de Estados Unidos, en términos económicos, su estrategia hemisférica ha sido la configuración de un área de libre comercio, que en los tiempos actuales significa ante todo el acceso a los recursos naturales y la protección de sus inversiones. En la competencia con otras potencias mundiales y en previsión de posibles insubordinaciones, le resulta indispensable conservar y fortalecer su control político-militar, hoy día el atributo por excelencia de su hegemonía ya debilitada en los planos económico y tecnológico. Es esta estrategia, en lo esencial, lo que debe adelantar Obama con su estilo y bajo formas políticas diferentes, de acuerdo con el mandato recibido. Respuestas diversas para asegurar la continuidad

No es ésta la primera vez que se habla de cambios radicales. También en 2001, con ocasión de los atentados, se dijo que la historia se había partido en dos. Sin embargo, lo que entonces logró Bush fue construir el gran enemigo de reemplazo al fenecido ‘comunismo’, tan necesario para un imperio como éste y mucho más útil en la medida en que se trata de un enemigo –el ‘terrorismo’– indefinible, y tan omnipresente como difícilmente ubicable. Era la solución que se estaba buscando desde el otro Bush, el padre, bajo cuya administración se había iniciado una doble estrategia militar de posguerra fría (otro cambio): de una parte, el fortalecimiento de la OTAN hasta convertirla en un instrumento aparentemente multilateral, con cobertura mundial (anulando el Consejo de Seguridad de la ONU), y, de otra, la sustitución del esquema de grandes contingentes militares, estacionados en lugares de activa o probable intervención bélica, por la ampliación de una red mundial de bases de menor dimensión pero más flexibles y que permitieran una vigilancia permanente (alta tecnología), y, en caso de necesidad, ataques de respuesta rápida1. En ambos sentidos, el supuesto, no siempre explícito, era que el riesgo para la salud del Imperio en esta época se encontraba en el propio carácter multipolar del orden mundial, que, a la vez, conllevaba posibles desequilibrios regionales.

Dicha estrategia continuó durante la administración Clinton, aunque éste llegó hasta afirmar que tan importante como la geopolítica era también la geoeconomía, neologismo que, aplicado a este hemisferio, tomó la forma del ALCA reimpulsada por el junior Bush. No obstante, tal propuesta fue perdiendo credibilidad progresivamente, para terminar con una estruendosa derrota en 2005. Es cierto que, a través de los tratados, conservó Norteamérica y se aseguró el centro del continente, pero en el Sur pudo ganar solamente Chile, Perú y Colombia (todavía pendiente). Pero la derrota económica significaba, a la vez, una derrota política. Emergieron uno tras otro nuevos gobiernos que se decidieron a tomar distancia de la política imperial, entre ellos Brasil, verdadera potencia suramericana. Surge la propuesta de UNASUR y se consolida el de Venezuela, de gran significado político y no despreciable capacidad económica, tomando fuerza, de su mano, la iniciativa del ALBA. En estas circunstancias se incrementan la utilidad y el significado geopolítico de Colombia.

Comienzo de la contraofensiva

En efecto, la subregión andina ya venía considerándose como la única inestable (‘plan Colombia’, año 2000), en un continente que, considerado suyo tradicionalmente, sólo ameritaba acciones de ‘mantenimiento’. No obstante, era evidente que la transformación política en Suramérica alteraría el diseño imperial. La amenaza inmediata, según su percepción, se podía desarrollar en la gran cuenca del Caribe, incluido el Golfo de México, a partir del “eje Cuba-Venezuela”. Sin embargo, en esta área, dado el estricto control militar, marítimo y aéreo, y la escasa probabilidad de cambios políticos en los países insulares, podía bastar una estrategia de contención. Quedaba de todos modos el peligro de Venezuela y su posible influencia en la subregión. Hacia Suramérica, la amenaza tenía que ver ante todo con la pérdida de control, en especial por las pretensiones de Brasil de expansión hacia los mercados del Pacífico.

Varias líneas estratégicas se han intentado desde entonces. Una, que combinaba la perspectiva geoeconómica, consistía en fortalecer, a partir de los tratados de libre comercio, un “eje Pacífico”, a la manera de una muralla de contención. Pero sobrevino el cambio político de 2007 en Ecuador y debió abandonarse (ya era un obstáculo el gobierno de Bolivia).

Otra que ha sido la preferida históricamente por Estados Unidos es el intervencionismo conspirativo, consistente en generar y aprovechar contradicciones internas en los países para suscitar cambios de gobierno que, una vez producidos, él mismo se encarga de legitimar. Sobra recordar el reversado golpe de Estado en Venezuela (2002) y los acontecimientos recientes en Bolivia. Es una línea que continúa en todos los países (Honduras), aunque con resultados todavía limitados. Fue por eso que el Imperio comenzó a acariciar la posibilidad de intervención bélica convencional2.

La forma inicial consiste en el hostigamiento político y militar contra los países insubordinados (el económico puede ser utilizado, pero hasta ahora sólo se le aplica a Cuba). Obviamente, este expediente es de difícil aplicación en los países del Cono Sur y prácticamente imposible en Brasil, por lo cual los blancos escogidos son Venezuela y Ecuador. Fue así como adquirió Colombia un nuevo papel con el argumento del “peligro para la región”, originado en el “desbordamiento del conflicto”. Se pone de manifiesto en el bombardeo en territorio ecuatoriano, que significó la muerte de Raúl Reyes.

Del despliegue a la concentración de las bases

Es claro, entonces, que existe una continuidad en la estrategia militar del Imperio, aunque paralelamente Obama se proponga adelantar nuevas combinaciones políticas. A esta altura es visible el arco de control establecido bajo jurisdicción del Comando Sur. Bases de Guantánamo (Cuba), Roosevelt Roads y Fort Buhanan (Puerto Rico), Soto Cano (Honduras), Comalapa (El Salvador), Bahamas, Curaçao y Aruba. Es cierto que el gobierno de Ecuador acaba de cancelar la concesión de la base de Manta, pero las siete bases en Colombia tienen una explicación que va más allá del reemplazo. Se trata de edificar un verdadero frente ofensivo (obsérvese la disposición longitudinal de Sur a Norte) hacia Venezuela, en lo inmediato, pero con propósitos de reforzar una iniciativa sobre la región andino-amazónica. De hecho, en lo que se refiere al Pacífico, téngase en cuenta que ya Alan García le otorgó derechos a la IV Flota para la utilización de los puertos peruanos, así como permitió la entrada del ejército de Estados Unidos en la zona del Valle de Huallaga.

Este frente ofensivo se levanta, por supuesto, sobre la base de la presencia que siempre ha tenido aquí, reforzada últimamente en desarrollo del ‘plan Colombia’. Pero va más allá de las labores contrainsurgentes, que son lo que despierta el entusiasmo de Uribe. Al contrario, es posible que el Imperio le juegue a la prolongación del conflicto en la medida en que el argumento del “desbordamiento” le permita utilizar a los paramilitares contra Venezuela, en una nueva versión de los contra nicaragüenses. Sería una táctica de hostigamiento y provocación para precipitar una confrontación colombo-venezolana. Es lógico. En la actual coyuntura, no es factible un ataque militar directo de Estados Unidos en un país de Suramérica, pero sí una supuesta intervención humanitaria que, como contraprestación, lleve a “cambios de gobierno”. Téngase en cuenta que, paralelamente, la derecha militarista continúa la contraofensiva de recuperación, de Centroamérica al Sur, incluida Venezuela, bajo la fórmula nunca abandonada del intervencionismo conspirativo.

En este caso, el gobierno colombiano le habría sacado del fuego las castañas.

1. Aunque se mencionan hoy como FOL, su sigla inglesa, conviene precisar que en la actualidad se calculan 757 bases entre propias y ‘alquiladas’ (en 130 países), de diferente naturaleza, que van desde centros de espionaje, campos de entrenamiento, lugares de descanso y recuperación, hasta verdaderas instalaciones militares (aéreas, navales y terrestres), de mayor o menor dimensión. A ellas debe agregarse una red de ‘derechos’ obtenidos en diversos países: derechos de puertos de escala, de aterrizaje de aviones espías, de sobrevuelo, etcétera.

2. Como se sabe, desde el 11 de septiembre de 2001, Bush hijo define su proyección militar a partir de una cruzada antiterrorista y sobre la base de una doctrina que rompe con los presupuestos formales del Derecho internacional: la doctrina de la “acción anticipada preventiva”, que borra la diferencia entre defensiva y ofensiva, y lleva al extremo el principio de extraterritorialidad de la ley de los Estados Unidos (en este caso, antiterrorista), al justificar ataques contra Estados de los cuales se supone que protegen el terrorismo.


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