Colombia.- ¿La era de la reforma agraria?
Viernes 16 de septiembre de 2022 por CEPRID
Pablo A. Durán Chaparro, Julián Gómez-Delgado y Luis Carlos Cote R.
Jacobin
El problema de la tierra en Colombia ha puesto en evidencia el contrapunteo entre las iniciativas institucionales de reforma y las apuestas de cambio agrario desde el campo popular que se extiende a lo largo del siglo XX. En primer lugar, la ley 200 de 1936 promulgada durante el gobierno de Alfonso López Pumarejo (1934-38) entregó parcialmente tierra a pequeños propietarios a través de créditos pero enfatizó principalmente la explotación de la tierra por hacendados en lugar de colonos[1]. Esta política no alteró lo que el economista socialista colombiano Antonio García Nossa llamó la «ideología señorial» que caracterizaba la estructura agraria del siglo XIX, en la cual el campesinado no tenía representación política ni acceso a los bienes asociados a la tierra.
Los conflictos agrarios de los años 30 ocurrieron donde la situación de campesinos y colonos no mejoró. Un hito organizativo popular fueron las ligas y sindicatos agrarios y las invasiones de tierras en el Caribe, algunas lideradas por el anarco-socialista italiano Vicente Ádamo (1876-s.f.) y la líder campesina Juana Julia Guzmán (1892-1975), «La robatierra». Adicionalmente, los límites de la ideología señorial a las modificaciones de la estructura agraria, sumados a la falta de representación política campesina, cristalizaron otros procesos organizativos de autodefensas campesinas como las guerrillas liberales, antesala del movimiento guerrillero en los años sesenta.
Colombia se unió en 1961 a la ola reformista latinoamericana que tenía como antecedentes la revolución boliviana (1952) y cubana (1959). Especialmente como reacción en contra de esta última, el gobierno estadounidense inició un proceso de reformismo agrario con la Alianza para el Progreso, y Colombia fue uno de los países que más financiación recibió. En este marco, la Ley 135 de Reforma Social Agraria del gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-62) continuó —al menos en los papeles— las pautas generales de la Ley 200 de 1936 y propuso modificar la estructura de tenencia de la tierra vía extinción de dominio a predios improductivos. Según Magdalena León y Carmen Diana Deere, esta política benefició solamente a una persona por hogar y esto se concentró en el hombre jefe del hogar[2]. Este segundo intento de reforma fue limitado por el veto de las élites rurales a la apuesta redistributiva. Este veto se expresó en el Pacto de Chicoral, un acuerdo promovido por el gobierno conservador de Misael Pastrana (1970-1974) entre los partidos tradicionales y los gremios económicos que hizo más difícil la expropiación de tierras.
A finales de los años 60, el presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-70) impulsó la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), buscando crear una base popular de dimensión nacional que respaldara al gobierno. Esta organización trascendió las intenciones paternalistas y brindó un nuevo lenguaje de protesta. Por la ineficiencia de la reforma e inspirados en la lucha de los años 30, un sector de la ANUC trabajó en los 70 con sociólogos como Orlando Fals Borda en apuestas de investigación acción y de reforma agraria de facto que resultaron en varias ocupaciones de tierras en la Costa Caribe.
Finalmente, la tercera iniciativa institucional ocurrió en los años 90 durante el gobierno de César Gaviria (1990-94). La Ley 160 de 1994 —impulsada por el actual Ministro de Hacienda de Petro— fue una reforma agraria de mercado que, siguiendo las recomendaciones del Banco Mundial, priorizó la promoción de un mercado «libre» de compra y venta de tierras. A finales de los 80 y durante los 90 se llevaron a cabo movilizaciones de campesinos cocaleros que exigieron la titulación de predios, el acceso a créditos y la asistencia técnica, así como la delimitación de una Zona de Reserva Campesina. La figura de las Zonas de Reserva Campesina fue recogida por la mencionada ley en uno de sus capítulos y es una de las herramientas que tiene el campesinado para permanecer en el territorio, enfrentar el acaparamiento de tierras y conservar los ecosistemas que habitan.
Pero ninguno de estos intentos de reforma logró cambiar la estructura agraria del país. Distintas organizaciones internacionales y entidades nacionales estiman que el índice Gini de tierras en Colombia se ubica entre el 0,8 y el 0,9; en otras palabras, es prácticamente la desigualdad absoluta. Aunque no se han dado esfuerzos de reforma recientemente, las luchas populares siguen insistiendo en lograr una redistribución de la tierra productiva y mejorar las condiciones de vida de los campesinos, indígenas y afrocolombianos. Esto se ha evidenciado por lo menos en el Mandato Agrario del 2003, los paros agrarios y cívicos que se han desarrollado desde 2013 y las diferentes mingas o convergencias populares en distintas regiones del país como la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular.
Algunas de estas demandas también se vieron reflejadas en el Acuerdo de Paz entre el gobierno y las FARC-EP, cuyo primer punto es una reforma rural e integral; también en la plataforma política que respaldó la victoria de Petro y Márquez. Lo que está por verse es cómo el mandato popular por la implementación de una reforma agraria logra cristalizarse en este nuevo gobierno, que tiene la voluntad política de llevarla a cabo y además contará con la participación de muchos actores sociales y populares que históricamente han luchado por la tierra.
Apuestas y retos
El programa de gobierno de Petro y Márquez perfila un cambio evidente de la política agraria a través de «la distribución equitativa de la tierra». Este cambio tomará forma una vez se estructure el Plan Nacional de Desarrollo para el siguiente cuatrienio, mismo que se ha dicho será el resultado de diálogos regionales que combinen el saber técnico con el popular. Por ahora, el informe técnico de empalme para el sector agro nos da ciertas luces sobre las políticas y acciones que serán priorizadas. En últimas, lo que está en juego es si este nuevo gobierno —que tiene una mayor representación de las luchas populares y agrarias no institucionales—, logrará evitar los vetos de la élite terrateniente rural y la politiquería tradicional para finalmente implementar una reforma agraria. Esta reforma deberá ser verdaderamente redistributiva, y esto solo se alcanza, como señala Saturnino Borras, si se logra afectar la estructura agraria, particularmente en cuanto a la tenencia de la tierra y el control sobre los recursos de ella[3].
Según la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA) más de 11 millones de hectáreas son aptas para agricultura en Colombia; sin embargo, solamente se usan para estas actividades el 35%. En contraste, para actividades de pastoreo de dedican 38 millones de hectáreas, aunque solamente 8 millones cuentan con vocación ganadera. Una de las principales apuestas del nuevo gobierno es pasar del uso inadecuado del suelo a un uso acorde con su vocación productiva. Esto implica, según el programa, superar la ganadería extensiva y avanzar en la producción agroalimentaria y la implementación de sistemas agrosilvopastoriles. Una de las medidas clave que el equipo de empalme sugiere para acompasar la producción de alimentos con el uso eficiente del suelo es fortalecer las entidades responsables de capturar información sobre la vocación del suelo para poder articularla al catastro rural.
La ministra de agricultura designada, Cecilia López, ha dicho que las tierras de la reforma agraria del gobierno electo no serán expropiadas sino que serán compradas a sus actuales propietarios y los recursos para ello provendrán en gran medida de los nuevos gravámenes al latifundio improductivo. Aquí resulta fundamental definir los criterios relativos a la «productividad». Además, se debe tener en cuenta el desafío administrativo que significa la compra de tierras cuando el país enfrenta su mayor déficit fiscal. A pesar de no tener certeza sobre el proceso de compra, el equipo de empalme identifica claramente los elementos que deben acompañarlo: establecer mecanismos que impidan la especulación, garantizar el acceso de las mujeres a las tierras, priorizar la compra de tierras aptas para la producción agroalimentaria y en aquellas franjas territoriales ubicadas en zonas aledañas a centros urbanos.
Otra herramienta para el acceso a tierras que está contemplada en el Acuerdo de Paz es el Fondo de Tierras, que aspira a tener 3 millones de hectáreas. Sin embargo, un informe multipartidista de seguimiento a la implementación del proceso de paz señala que, del total de hectáreas ingresadas al Fondo (1.912.868), solo el 25,3% han sido distribuidas y únicamente el 2,5% se han entregado a campesinos sin tierra o con tierra insuficiente. Además, se debe tener en cuenta que la principal fuente de tierra para este Fondo son los baldíos, y muchos de ellos están indebidamente ocupados e incluso podrían ser disputados por la agroindustria anteriormente beneficiada por la institucionalidad.
Sumado al reto del acceso a la tierra está el de la informalidad en su tenencia. Este no es un reto menor: el punto de partida es la formalización pendiente de las 7 millones de hectáreas que identificó el Acuerdo de Paz. El grupo de empalme resalta también tensiones y conflictos relativos a la titulación en al menos tres niveles: entre ciudadanos, entre comunidades y el Estado, y entre ciudadanos-comunidades-Estado y actores armados. Lo anterior sin dejar de lado que la titulación debe estar acompañada de una modificación profunda del acceso a recursos fundamentales, como el agua, además de una mejor infraestructura y garantía de bienes públicos. De no hacerlo, esto podría desembocar en una mayor concentración de la tierra, dado que la formalización de tierras que estaban por fuera del mercado implica su disponibilidad para ser compradas y vendidas al mejor postor[4].
Los retos de la distribución y la formalización de las tierras se tornan aún mayores en un contexto de inestabilidad social y control territorial por parte de distintos grupos armados en varias zonas del país, como la selva amazónica y la selva chocoana. En estas zonas se requiere la materialización de medidas que impidan nuevos mecanismos de despojo violento por parte de estos actores y sus terratenientes aliados. Estas dinámicas de despojo están ligadas a procesos profundos de deforestación (solamente durante 2021 se deforestaron más de 174.000 hectáreas). El nuevo gobierno también deberá entonces considerar estrategias concretas para evitar la destrucción y praderización de los bosques, que suman cerca de 60 millones de hectáreas —más de la mitad del país—. En estos esfuerzos, los indígenas, afrodescendientes y campesinos que los habitan deberán ser reconocidos como actores fundamentales en su conservación y deberán contar con un respaldo estatal decidido a la hora de consolidar alternativas productivas que mejoren sus condiciones de vida.
En resumen, los retos mencionados se desarrollan en tres niveles que se yuxaponen: un primer nivel institucional, en el que será necesario armonizar los instrumentos de política que se requieren para los cambios radicales pero posibles. Un segundo nivel estructural, en el que el nuevo escenario político de mayorías progresistas en el Congreso y en otras fracciones del Estado podría minimizar el impacto de la agenda hasta hoy dominante de los grandes tenedores de tierras que se opondrán a la reforma. Y un tercer nivel territorial, donde una agenda de seguridad integral y de paz total deberá ir de la mano con medidas de justicia ambiental y social.
Hacia un horizonte reformista
El nuevo gobierno podría ser un catalizador de las fuerzas de cambio agrario. Esto dependerá de los acuerdos y las disputas entre los distintos actores que están definiendo hoy el camino hacia el reformismo agrario. El futuro de ese reformismo depende del hecho de que a Gustavo Petro y a Francia Márquez los eligieron en parte los actores y organizaciones que han liderado las luchas agrarias, pero —al mismo tiempo— ellos gobernarán a partir de acuerdos políticos con quienes anteriormente han truncado esos anhelos de reforma. Solón Barraclough coincide con Antonio García Nossa en que la reforma agraria no es una política simplemente de cambio rural, sino que implica un proceso estratégico que exige tanto la actividad estatal como la movilización conflictiva de otras fuerzas sociales[5].
En ese mismo sentido, no debemos creer que las consecuencias y el alcance de la reforma dependerán exclusivamente de su implementación institucional «desde arriba», o de la voluntad política del nuevo gobierno progresista. Como resalta Jonathan Fox, si las reformas desde arriba cuentan con una movilización social persistente desde abajo, pueden permitir a los campesinos pobres victorias sucesivas y permanentes[6].
Por lo tanto, el resultado de este nuevo intento reformista no se debe reducir, como se ha hecho en el pasado, al simple binomio fracaso-éxito. Es clave preguntarnos qué entendemos por «reforma agraria», no necesariamente para compartir el mismo horizonte de expectativas, sino para orientar —y celebrar— esos cambios agrarios que dejarán de ser esquivos para las fuerzas populares que hoy tienen un pie en la institucionalidad y que exigirán desde las calles, campos y carreteras que se cumpla su mandato.
[*] Agradecemos a nuestro compañero Julián Barajas Jaimes por sus comentarios y sugerencias a una versión previa de este escrito.
Notas
↑1 Ver Machado, Absalón. 2017. El problema de la tierra. Conflicto y desarrollo en Colombia. Bogotá: Penguin Random House Grupo Editorial.
↑2 Ver León, Magdalena y Deere, Carmen Diana. 1997. “La mujer rural y la reforma agraria en Colombia.” Cuadernos de Desarrollo Rural. Nos. 38 y 39. Primer y segundo semestre. Bogotá, pp. 7-23.
↑3 Borras, Saturnino. 2007. Pro-poor Land Reform: A Critique. University of Ottawa Press: Ottawa.
↑4 Hay varios estudios que esbozan las complejas relaciones que rodean la formalización de las tierras y el despojo. Uno de ellos estudia las relaciones entre acaparamiento de tierras y formalización en África.
↑5 Ver Barraclough, Solon (2007). The Legacy of Latin American Land Reform. NACLA; García Nossa, Antonio. 1970. Dinámica de las reformas agrarias en la América latina. Colombia: La Oveja Negra.
↑6 Ver Fox, Jonathan. 1992. The Politics of Food in Mexico. State Power and Social Mobilization. Ithaca and London: Cornell University Press.
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