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Por qué se relamen con Ucrania las empresas norteamericanas de fracturación hidráulica

Jueves 1ro de mayo de 2014 por CEPRID

Naomi Klein The Guardian Traducido para el CEPRID (www.nodo50.org/ceprid) por María Valdés

La manera de vencer a Vladimir Putin es inundar el mercado europeo de gas natural norteamericano procedente de la fracturación hidráulica, o eso es lo que nos quieren hacern creer. Como parte de la escalada de la histeria anti rusa, se han presentado dos proyectos de ley en el Congreso de los EEUU – uno en la Cámara de Representantes (HR 6), otro en el Senado (S. 2083) – que intentan acelerar las exportaciones de gas natural licuado (GNL), todo en nombre de la ayuda a Europa para que deje de depender de los combustibles fósiles de Putin y se acreciente la seguridad nacional estadounidense.

Según Cory Gardner, el congresista republicano que presentó el proyecto en la Cámara, “oponerse a esta legislación es como colgar una llamada de emergencia de nuestros amigos y aliados”. Y eso podría ser cierto, siempre y cuando tus amigos y aliados trabajen en Chevron y Shell, y la urgencia consista en la necesidad de mantener las ganancias al alza en medio de una disminución de los suministros de petróleo y gas convencionales.

Para que este truco funcione, es importante no mirar demasiado de cerca los detalles. Como el hecho de que gran parte del gas probablemente no llegará a Europa, pues lo que el proyecto de ley permite es que el gas se venda en el mercado mundial a cualquier país queperteneciente a la Organización Mundial del Comercio. O el hecho de que desde hace años la industria ha estado vendiendo el mensaje de que los estadounidenses deben aceptar los riesgos para su tierra, agua y aire que se derivan de la fracturación hidráulica (fracking) con el fin de ayudar a que su país consiga la “independencia energética”. Y ahora, repentina y con astucia, el objetivo ha cambiado a la “seguridad energética”, lo que al parecer significa vender un exceso temporal de gas de fracturación en el mercado mundial, lo que crea dependencia energética en el exterior.

Y, sobre todo, es importante no darse cuenta de que la construcción de la infraestructura necesaria para exportar gas a esta escala llevaría muchos años en permisos y la construcción: una sola terminal de GNL puede llevar una etiqueta con un precio de 7.000 millones de dólares, se ha de alimentar con una malla ingente y entrelazada de tuberías y estaciones de compresión, y requiere su propia central energética sólo para poder generar la energía suficiente a fin de licuar el gas por medio de subenfriamiento. Para cuando estos enormes proyectos industriales estén en marcha y funcionando, puede que Alemania y Rusia se hayan hecho rápidamente amigas. Pero para entonces pocos recordarán que la crisis de Crimea fue la excusa a la que recurrió el sector del gas para hacer realidad sus sueños de exportación de toda la vida, sin tener en cuenta las consecuencias que conllevase para las comunidades que sufren la fracturación o que se ase el planeta.

A este truco de explotar la crisis en favor del beneficio privado lo llamo la doctrina del shock, y no muestra signos de remitir. Todos sabemos cómo funciona la doctrina del shock: en los tiempos de crisis, sea real o fabricada, nuestras élites son capaces de meter a presión medidas políticas impopulares que son perjudiciales para la mayoría al amparo de la emergencia. Cierto que hay objeciones, de los climatólogos que avisan de la potente capacidad de calentamiento del metano, o las comunidades locales que no quieren estos puertos de exportación de alto riesgo en sus amadas costas. Pero, ¿quién tiene tiempo para el debate? ¡Es una emergencia! ¡Una llamada al teléfono 911! Primero que se aprueben las leyes, después hablaremos. Un montón de industrias son buenas en esta táctica, pero ninguna más versado en ello que el sector global del gas cuando se trata de explotar las propiedades de la crisis a la hora de bloquear la racionalidad.

En los últimos cuatro años, el grupo de presión del gas ha utilizado la crisis económica en Europa para decir a países como Grecia que la forma de salir de la deuda y la desesperación es abrir sus hermosos y frágiles mares a la perforación. Y ha empleado argumentos semejantes para racionalizar el fracking en América del Norte y el Reino Unido.

Ahora la crisis du jour es el conflicto en Ucrania, que se utiliza como ariete para derribar sensatas restricciones a las exportaciones de gas natural y hacer presión mediante un controvertido acuerdo de libre comercio con Europa. Es todo un acuerdo: más economías contaminantes de grandes empresas de libre comercio y más gases de los que retienen calor contaminando la atmósfera, todo como respuesta a una crisis energética que es en buena medida pura fabricación.

En este contexto vale la pena recordar – ironía de ironías – que la crisis de la industria del gas natural ha sido muy hábil en explotar es el cambio climático mismo. No importa que la singular solución del sector a la crisis climática consista en ampliar espectacularmente un proceso de extracción de fracturación hidráulica que libere a la atmósfera cantidades masivas de un metano que desestabilice el clima. El metano es uno de los gases de efecto invernadero más potentes, 34 veces más poderoso a la hora de retener calor que el dióxido de carbono, de acuerdo con las últimas estimaciones del Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático. Y eso en un periodo de cien años, con el poder del metano menguando con el tiempo. Es mucho más relevante, afirma Robert Howart, bioquímico de la Universidad de Cornell, uno de los mayores especialistas en emisiones de metano, examinar las repercusiones en un lapso de 15 a 20 años, cuando el metano tenga un potencial de calentamiento global que será asombrosamente de 86 a 100 veces mayor que el del dióxido de carbono. “En esta franja de tiempo es cuando nos arriesgamos a quedar encerrados en un calentamiento muy rápido”, afirmó.

Y recuerdes: no se construyen infraestructuras de miles de millones de dólares a menos que se planee utilizarlas durante al menos 40 años. Así que estamos respondiendo a la crisis de un planeta como el nuestro que se calienta construyendo una red de hornos atmosféricos ultrapotentes. ¿Estamos locos?

Ahora sabemos cuánto metano se libera en realidad a causa de la perforación y la fracturación hidráulica y toda su tecnología auxiliar. Aun cuando el sector del gas natural hace alarde de que sus emisiones de dióxido de carbono son “¡más bajas que las del carbón!”, nunca ha medido de manera sistemática sus fugas de metano, que se lleva el aire en cada etapa de extracción, procesamiento y distribución del gas, del entubado de los pozos y las válvulas del condensador a las tuberías agrietadas bajo el barrio de Harlem. El propio sector, en 1981, surgió con el ingenioso cuento de que el gas natural suponía un “puente” a un futuro energético limpio. De eso hace 33 años. Un puente largo. Y la otra orilla no está todavía a la vista.

Ya en 1988 – el año en que el climatólogo James Hansen alertó al Congreso, prestando un testimonio histórico, sobre el problema urgente del calentamiento global – la American Gas Association comenzó a encuadrar explícitamente su producción como respuesta al “efecto invernadero”. No perdió tiempo, dicho de otro modo, en venderse como solución a la crisis global que había ayudado a crear. La utilización de la crisis de Ucrania por parte del sector para ampliar su mercado global so capa de la “seguridad energértica” debe verse en el contexto de este oportunismo de la crisis. Sólo que esta vez muchos de nosotros sabemos dónde reside la verdadera seguridad energética. Gracias a la labor de investigadores de primera como Mark Jacobson y su equipo de Stanford, sabemos que el mundo puede alimentarse enteramente con renovables. Y gracias a los últimos y alarmantes informes del GICC, sabemos que obrar así es hoy un imperativo existencial. Esta es la infraestructura que tenemos que apresurarnos a levantar, y no proyectos industriales masivos que nos encerrarán en una dependencia aun mayor de peligrosos combustibles fósiles durante décadas en el futuro. Sí, estos combustibles se necesitan todavía durante la transición, pero hay energías convencionales más que suficientes a mano para que podemos recorrerla: sucísimos métodos de extracción como las arenas alquitranadas y la fractura hidráulica simplemente no son necesarios. Como dijo Jacobson en una entrevista de esta misma semana: “No necesitamos combustibles no convencionales para producir la infraestructura con la que reconvertir a energía renovable eólica, hidráulica y solar a todos los efectos. Podemos atenernos a la infraestructura existente, además de la nueva infraestructura [de generación renovable] para que proporcione la energía precisa para producir el resto de la infraestructura limpia que nos hará falta...El petróleo y el gas convencionales son mucho más que suficientes”.

Ante esto, les toca a los europeos convertir su deseo de emancipación del gas ruso en una exigencia de transición acelerada a las energías renovables. Esa transición – a la que los países europeos se han comprometido de acuerdo con el protocolo de Kyoto – puede ser fácilmente saboteada si el mercado se ve inundado de combustibles fósiles baratos producto de la fracturación del lecho de roca estadounidense. Y desde luego, Americans Against Fracking, que dirige la embestida contra la aceleración de las exportaciones de GNL, trabaja estrechamente con sus colegas europeos para impedir que esto suceda.

Responder a la amenaza de un calentamiento catastrófico es nuestro más apremiante imperativo energético. Y, simplemente, no podemos permitirnos que nos distraiga la última estratagema de mercadotecnia del sector del gas natural impulsada por la crisis.

Naomi Klein es una periodista galardonada, columnista y autora de “La doctrina del shock” y “No Logo”, está trabajando en un libro y una película sobre el poder revolucionario del cambio climático.


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