Un comentario a «Cómo acabar con la contracultura. Una historia subterránea de España», de Jordi Costa

En la última década ha renacido el interés por el fenómeno de la contracultura española. Así, en 2011, el grupo de la revista Vacaciones en Polonia, publicó un dossier dedicado a las revistas y comix contraculturales de la España de los setenta. El dossier tenía una gran riqueza gráfica, con un sustancioso dibujo de Brieva dedicado al Rrollo y, tal vez lo más interesante, un rescate de la aventura de la editorial de La Banda de Moebius. También el escritor Antonio Orihuela publicó hace unos años un libro titulado Poesía, pop y contracultura en España, donde hacía un balance tanto de la contracultura como de ciertas expresiones de vanguardia poética y artística. La contracultura española ha sido también objeto de investigación universitaria y así, hace algunos años, se presentó la tesis de Pablo Carmona, «Libertarias y contraculturales. El asalto a la sociedad disciplinaria: entre Barcelona y Madrid 1965-1979»1. Pero ya antes, en 2010, había aparecido el documental Barcelona era una fiesta de Morrosco Vila-San Juan, dedicado al ambiente underground de la Barcelona de los años setenta. Otros documentos recientes -hago mención solo de las iniciativas realizadas por personas que no formaron parte de la época ni del movimiento- fueron el documental monográfico dedicado a la revista Ajoblanco, una antología de textos periodísticos del escritor Eduardo Haro Ibars o la reedición por parte de Pepitas de Calabaza, de un texto tan importante como es el Comunicado urgente contra el despilfarro de Agustín García Calvo2.

En fin, más piezas que vienen a completar el siempre incompleto rompecabezas de aquella época. Después de la publicación del libro de Jordi Costa en mayo de 2018 han aparecido en la prensa diversos artículos y entrevistas sobre la cuestión y todas estas intervenciones giran en torno a interrogantes muy diversos: ¿sobrevivió la contracultura en España? ¿cual fue su relación con la oposición al franquismo? ¿qué función desempeñó durante la Transición? ¿cómo se articuló la contracultura con la llamada Movida? ¿cómo, quien o qué mató a la contracultura? Etc, etc.

El libro de Costa no intenta, claro está, resolver todas estas cuestiones, aunque aporta algunas pistas interesantes sobre la gestación de algunas de las manifestaciones culturales de aquella época. Costa es un profesional precoz del mundillo underground, gran conocedor de la historia del comic, del cine y de la cultura popular y su mirada perspicaz ilumina a veces aspectos insospechados del underground ibérico. Tal vez las partes más interesantes del libro sean aquellas dedicadas al comic, donde el autor traza una genealogía a menudo apasionante entre el nacimiento del comic underground a partir de la historieta y el grafismo convencional y el arte de vanguardia de grupos como Equipo Crónica. Otro ángulo de ataque del autor es la recepción del fenómeno hippy por parte de la cultura popular y oficial de España, el cine, la literatura o el periodismo sociológico. Es un ángulo original y a veces tronchante que nos ofrece una imagen de la contracultura en negativo. También la evocación de los festivales anti-psiquiátricos de Salta la tapia, en Sevilla, a finales de los setenta, me parece un buen ejemplo de ese sondeo en las tendencias más subterráneas de la época. Muchos de estos fenómenos o se desconocen o han sido olvidados, y en ese sentido el libro de Costa enriquece nuestra mirada.

Dicho todo esto, hay algunas líneas de investigación en el libro cuya extensión, a menudo excesiva, pone en evidencia la ausencia de otros elementos poco abordados o directamente olvidados. Algunos ejemplos son sus desarrollos sobre el Palmar de Troya, las andanzas del hijo de Vallejo-Nájera o el director Eloy de la Iglesia. Con respecto al cine el autor se extiende demasiado, a mi juicio, sobre un realizador que le apasiona, como es Carles Mira, pero cuya relación con la contracultura es discutible, mientras que otros autores como Padrós o Maenza, y quizá más próximos al tema tratado, y que habrían necesitado de una mayor profundización, son rápidamente despachados. Con relación a la música, todavía peor. La música, junto al cómic, ciertas publicaciones, ciertos programas de radio y cierta literatura, fue el verdadero elemento que sostuvo la contracultura española, desde finales de los años sesenta hasta finales de los años setenta. El período dorado de la música underground o contracultural en España se sitúa entre 1968 y 1972. Los grupos de aquel momento tienen el mérito de haber sido pioneros en un país dominado por la dictadura y al mismo tiempo son el fenómeno más genuino de la contracultura, porque fueron contemporáneos de lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos y Europa. En Barcelona, Pau Riba, Sisa, Música Dispersa, Máquina, Om; en Sevilla, Smash o Gong; en Madrid, un grupo satírico como las Madres del Cordero… Luego se pueden rastrear todas estas tendencias a través de los años setenta, en diversos grupos, festivales, etc. Costa solo se detiene en la Sevilla de los Smash, pero sin aportar nada nuevo. Es una pena que no haya hecho con la música lo que ha hecho con el comic. Si bien Costa parece haber entrevistado o dialogado con numerosas personas, en el libro no aparecen conversaciones con los músicos protagonistas de aquella época y en lugar de ello nos aburre con una larga entrevista con Valerio Lazarov a la que no vemos mayor interés. En su libro tampoco profundiza en la trayectoria de publicaciones fundamentales como Ajoblanco y Star, (o los primeros números de Ozono), ni tampoco en la abundante prensa marginal de la época. No habla de la radio, ni de las publicaciones musicales que, como el caso de Disco Express o Vibraciones o Rock Comix, fueron una caja de resonancia para la contracultura. ¿Y qué decir de la literatura? No se habla tampoco de la influencia de la poesía beat en ciertos ambientes contestatarios o bohemios. Los primeros pasos literarios de un Pau Riba, por ejemplo. Los círculos uderground del Madrid de los últimos años del franquismo, con figuras emblemáticas como el poeta Carlos Oroza. ¿Y las relaciones del underground con la ciencia-ficción? ¿Por qué no hablar de una publicación importante como Zikkurat? ¿Y cómo se puede escribir un libro sobre la contracultura en España sin evocar las primeras novelas de Mariano Antolín Rato?

Las ausencias o presencias en el libro de Costa dan una idea de lo que el autor se hace del concepto de Contracultura. Desde luego, no le vamos a reprochar no ceñirse a una definición más ortodoxa de Contracultura. Pero no olvidemos que el punto de partida para él es el libro de Roszak y, por extensión, todo aquello que estaba viniendo de Estados Unidos. Es decir que podemos entrar en un restaurante y elegir un único menú, no estamos obligados a escoger todo el restaurante, pero no por ello el restaurante dejará de existir.

Como otros muchos periodistas y comentaristas españoles, Costa tiene la tendencia a reducir la contracultura a un magma trangresor que discurre en los márgenes de la cultura oficial, es decir, como una corriente maldita, subversiva, una amenaza para el orden que, para Costa, es sobre todo un orden moral-sexual. Es por eso que desde el comienzo de su libro elige como punto de partida la primera película de Almodóvar, Pepi Luci y Bom y otras chicas del montón (1980). El análisis que hace de esta película es característico de su enfoque sobre la contracultura. Dejando a un lado el hecho discutible de considerar como contracultural esta película, es significativa la lectura que hace Costa del asunto que se desarrolla en ella. Para Costa, dejando al margen las intenciones de su director, prevalecería una lectura en clave simbólica del relato donde la moral contracultural y la moral oficial (léase en este caso, moral católica-patriarcal-fascista) se enfrentarían teniendo como campo de batalla el cuerpo de Luci, una de las protagonistas del relato. El lado contracultural (encarnado por los personajes de Carmen Maura y Alaska), lucharía por Luci, infeliz y masoquista ama de casa, para arrancarla del dominio tiránico y brutal de su marido (policía fascista y sádico, encarnado por el memorable Félix Rotaeta). En la película, Luci se convertirá temporalmente en la mascota sexual de Alaska-Bom (recordemos la famosa imagen de la lluvia dorada), escapando así por un tiempo de las garras del tiránico patriarca. La «liberación» durará poco y pronto la infortunada y masoquista esposa, después de recibir una ejemplar paliza, volverá a caer bajo el poder del marido.

Citemos in extenso la interpretación de Costa:

«Recapitulo el argumento (…): la Contracultura, encarnada en los personajes de Pepi y Bom, se cruza con la España reprimida (Luci) y libera el potencial utópico y libidinal de su deseo, pero, al final, toda esa energía desencadenada acaba siendo reapropiada y depredada por unas viejas instancias de poder (el marido policía) que han estado ahí, como una constante, desde el principio y que reincorporan esa fuerza liberada (el éxtasis masoquista) al sempiterno lugar de la España negra bajo una forma pervetida (la esposa maltratada). La Contracultura es, pues, humillada e instrumentalizada casi como si se tratara de una empresa de servicios: en realidad, su supuesta revolución ha sido la palanca que han utilizado las instancias de poder para liberar un yacimiento de energía libidinal que será explotado, bajor una forma degradada, por un sistema que no parece haber sufrido ningún rasguño en el proceso».

Una de las primeras cosas que chocan en este análisis es el deseo, casi piadoso, de dar una interpretación mesiánica a una comedia que es un puro pastiche donde se mezcla el morbo sexual con la astracanada. La voluntad de escandalizar no salva lo burdo de la caricatura pero, con todo, la película misma es más honrada que esta interpretación que intenta concederle unas pretensiones de las que a todas luces carece. En primer lugar, los personajes de Pepi y Bom no encarnan «la Contracultura», sino solo una forma grotesca del ambiente juerguista de aquella época y, por supuesto, estas chicas «del montón» en ningún momento “liberan” a Luci, sino que solo la someten a una forma mas light de humillación. De hecho, la interpretación de Costa es incongruente en este punto: si se tratara, como él afirma, de una liberación libidinal, el verdadero liberador de Luci sería su marido, que gracias a sus contundentes palizas produce la liberación total y completa de la libido masoquista de Luci… Costa parece pasar por alto el hecho de que el masoquismo, sea en su versión carca y reprimida o sea en su versión moderna tal vez no sea en ningún caso una vía de liberación para nadie. Nada de esto tiene verdaderamente sentido y el principal problema es que Costa, aparte de inducir a una interpretación engañosa, considera la contracultura desde un punto de vista claramente reduccionista. No es extraño que, hablando de Almodóvar, se refiera al «deseo» como el «más consistente motor» de la contracultura, o que considere al transexual como metáfora más acabada de la transgresión propiamente contracultural.

Y es que en muchos aspectos la «Movida madrileña» fue eso: la aniquilación de todos los elementos verdaderamente utópicos de la contracultura para quedarse solo con el malditismo ligado a las aventuras del ello, a las pasiones reprimidas y las pulsiones de muerte. Y es por eso que un Almodóvar, u otros contemporáneos de la Movida, se apoyaron sobre todo en la corriente que arrancaba de Velvet Urderground y de la troupe de Andy Warhol, y que constituía en sí misma un mundo maldito dentro de la Contracultura. Este mundo se recreaba en la crueldad y en un cierto culto al mal y al cinismo. Era una especie de romanticismo a la contra, que acababa fácilmente en la autoinmolación. Lo que, desde luego, no resta valor artístico a lo que hacía un grupo como la Velvet. Pero intrepretar la contracultura a través del prisma escabroso del primer Almodóvar es reducir la utopía contracultural a un guiñapo. Es como si alguien hubiera decidido leer a Byron y a Shelley escogiendo únicamente sus fragmentos más góticos y más mórbidos, olvidando que ambos poetas, al igual que Blake, encarnaban una revolución espiritual y política que apuntaba a una transformación total de la sociedad de su tiempo. La Contracultura, en efecto, como negación del racionalismo instrumental de su época implicaba también un culto a las pasiones desatadas, a la experimentación de los sentidos, al carpe diem, y en ese sentido, la experimentación podía conducir a la muerte por exceso de vida. Pero más allá de eso, la contracultura incluía otros elementos que a Costa se le escapan. En su libro no habla casi nada de los aspectos constructivos de la Contracultura, es decir, de todo lo que supuso la proposición de una sociedad alternativa: comunas urbanas y campestres, radios libres, agricultura de autosuficencia, educación sin escuelas, ecología, naturismo… La revolución contracultural fue, entre otras cosas, la forma que tomó la última ola importante de anarquismo en occidente. Tampoco se habla para nada de la tendencia espiritual de la Contracultura. Porque la filosofía libertaria de la contracultura podía inspirarse tanto de la militancia activista como de la quietud de un Lao-Tse. En España, como en otros lugares, el budismo zen, el taoismo, el hinduismo u otros tipos de religiosidad no occidental también tuvieron su calado entre la juventud. Podemos querer obviar y olvidar este aspecto pero, de nuevo, eso no hará que desaparezca. Solo hay que ver las numerosas ediciones de obras de autores como Alan Watts que se hicieron en castellano para ver que este interés existía y de hecho la religiosidad oriental dio lugar a proyectos y comunidades que hoy perduran y que arrancan de aquella época. Se podrá estar de acuerdo o no con una visión espiritual del mundo pero no hay duda de que en algunos aspectos dicha visión espiritual, llevada con consecuencia, encarnaba una actitud de rechazo al mundo capitalista y tecnificado. El pensamiento libertario reconoce desde hace mucho tiempo sus simpatías con el taoismo, por citar un ejemplo3. La propuesta ecologista radical estaba presente en publicaciones como Ajoblanco, Alfalfa, Bicicleta o Cuadernos del Ruedo Ibérico. Por supuesto, este tipo de elementos no podían tener cabida en la renovación preconizada por la Movida madrileña. Con el pretexto de rebelarse contra los progres barbudos, embutidos en pantalones de pana y que escuchaban devotamente a Quilapayún, y con el pretexto de transgredir la moral gris y católica heredada del tardofranquismo, lo que la Movida hizo verdaderamente fue dar la estocada final al proyecto libertario y constructivo de la Contracultura. Cuando la pulsión de fiesta-muerte promovida por los modernos consiguió aniquilar y borrar por completo los últimos vestigios de la utopía libertaria, a su vez este espíritu aniquilador, a un tiempo sombrío y risueño, se disgregó en la nada para quedar como emblema decorativo de la modernización del país. Había cumplido su función y ya no se le necesitaba. Citemos las palabras de Borja Casani, antiguo editor de La Luna de Madrid, y uno de los cerebros grises de la Movida madrileña, en una entrevista concedida a El País no hace mucho tiempo: «Para explicarlo fácilmente, una de las herencias del franquismo es que dejó una sociedad escindida en dos: los fachas y los progres. Los dos eran un aburrimiento. Pero había un sector aparecido a finales de los setenta: los modernos, gente que no pensaba dejar pasar el tiempo para hacer que la vida fuera como debería ser. (…) España no necesitaba ni hacer una revolución ni permanecer en el franquismo, lo que necesitaba era actualizarse»4. Con esto queda todo claro.

Sin querer pontificar sobre lo que es o no es la contracultura, es evidente que dicho movimiento apuntaba a algo mucho más importante que una mera liberación de las costumbres, que es en definitiva lo que promovieron los años ochenta. La generación que en el 86 nos levantamos (o más bien nos acostamos, en nuestro caso) para denunciar la mentira del Sistema queríamos también, a nuestro modo, pan y rosas. Pero el pan estaba ya envenenado y los cerebros de la Movida nos proponían a cambio sus rosas plastificadas. Nuestra resistencia fue insignificante y pronto fuimos engullidos pero al menos no se nos borró la sensación de haber sido estafados, como tampoco la sensación de que debajo de las capas de purpurina se habían enterrado verdaderos caminos de utopía.

Y en ese sentido, las ausencias en el libro de Jordi Costa son difícilmente excusables.

José Ardillo

NOTAS:

1. El libro de Orihuela no trata de ser un estudio exhaustivo, es más un balance crítico muy sucinto. A la tesis de Carmona se le puede reprochar hacer de algo tan vivo y anti-académico como fue el underground hispano objeto de disección universitaria, sin que además esta tesis aporte nada valioso en particular, limitándose, nos referimos exclusivamente a la parte dedicada a la contracultura, a una exposición rutinaria de documentos.

2. Sobre estos tres documentos he escrito sus respectivas recensiones que se pueden consultar en la red en Cultura Libertaria.

3. Encontramos referencias de esta coincidencia entre taoismo y anarquismo en autores como Paul Goodman, John P. Clark o Ursula K. Le Guin. No olvidemos que el libro más descaradamente libertario de Bertrand Russell, Los caminos de la libertad (1919), comienza con esta cita de Lao-Tse : «Producción sin posesión, acción sin imposición, evolución sin dominación».

4.. Este balance puede equipararse al que el periodista Jaime Gonzalo hizo de la revista Star de Barcelona, en la que él participó en su última época ( ver su texto «Desmomificando Star»). Para Gonzalo, hacia 1979, cuando él se incorpora a la redacción, se trataba de poner «al día» el Star, superar la época cuando la revista tenía todavía un tufillo «ácrata», dejar atrás los residuos del Rrollo y las Jornadas Libertarias de 1977. La evolución es sintomática de la época. No se da cuenta Gonzalo de que lo que hacía interesante una publicación como Star durante el período 1974-1978, era esa combinación entre desesperación e ingenuidad, transgresión y utopía, entre nihilismo y romanticismo, período que estaba marcado por colaboradores como Luis Vigil, Claudi Montanya, Pau Malvido, Diego Manrique, la época visionaria del Hortelano, la sección «Padres del Cordero» de Jaime Rosal, la participación literaria de los lectores, etc. Cuando todos estos elementos desaparecieron, la revista se quedó en mero escaparate de actualidades, es decir, de lo que teníamos que escuchar y leer para ser más modernos que el vecino.

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