Hostias

En mi familia siempre fuimos comunistas. Lo era el abuelo. Bueno, en realidad no lo era, pero al terminar la guerra un vecino lo denunció como comunista para quedarse con sus pocas tierras. Le cayeron cinco años acusado de cosas buenas que nunca cometió. Así que cuenta como comunista. Lo fue mi padre, ahí, de escisión en escisión. Y yo… yo una vez fui a un mitin del PSUC…

Aquel día, como tantos otros, empezó por la mañana. Una mañana estruendosa, como tantas otras, en las que mi madre levantaba la persiana de mi habitación con todo el amor aprendido en el colegio de monjas en el que fue recluida con otras huérfanas de guerra.

Durante el desayuno le vuelvo a explicar por enésima vez que no llego tarde, que estamos de huelga. Nosotros somos la vanguardia de estudiantes, luego se unirán los obreros, las masas saldrán a la calle y se acabarán las clases sociales. Le explico los motivos de la huelga. Estamos en lucha porque así lo ha decidido la asamblea popular de estudiantes, así llamada porque siempre hablan los estudiantes más populares del instituto.

Cuando me dispongo a salir a la calle me recuerda que pase a comprar el pan. No lo haré. Mi padre, panadero, también está en huelga. Me despido con el puño en alto y mi madre me dice que a ella nadie le levanta la mano mientras me suelta una hostia en la cocorota. Una de esas hostias que repartían las monjas.

Voy a buscar a Giménez. Giménez, Balcells y yo formamos una célula clandestina de vanguardia revolucionaria vinculada al Partido Comunista. Somos tan clandestinos que incluso el Partido Comunista ignora nuestra existencia.

Giménez no es muy listo, siempre catea, pero es muy valiente. Giménez siempre está dispuesto a partirse la cara con cualquiera. Lo ha aprendido de su padre. Su padre le parte la cara a menudo. Es su manera de decir las cosas. Giménez dice que las hostias de su padre no le duelen porque ha aprendido a concentrarse como Bruce Lee.

La familia de Giménez está muy unida. Un piso de cuarenta metros une mucho. Hay mucho roce. Giménez tarda un poco en bajar, es un poco lento. En un piso de cuarenta metros las cosas están más cerca, pero casi siempre están debajo, y a Giménez le cuesta encontrarlas.

Giménez y yo vamos a buscar a Balcells, el líder del grupo. Es un año mayor que nosotros. Un tío muy inteligente. Ha leído de todo. Engels, Marx, Fucik, Gramsci, Politzer… Hasta tiene una postal de Radio Tirana alentando a luchar contra el imperialismo americano, el social imperialismo soviético y el expansionismo chino.

La madre de Balcells dice que su hijo no sale, que está estudiando. Imposible. Tácticas de desinformación para engañar a sus padres, fijo. Su padre trabaja en una sucursal bancaria. Es un lacayo del capitalismo. Balcells le saca todo el dinero que puede para la causa, en un adelanto de las expropiaciones que vendrán. Ya nos veremos por la tarde. Hoy iremos a nuestro primer mitin del PSUC, pero antes subiremos al instituto, a hacer un seguimiento de la huelga.

En el instituto no hay nadie. Son los resultados de la huelga participativa. Todo el mundo participa y se queda en casa, por convicción o por preparar los exámenes. Giménez y yo volvemos a colgar algunas pancartas arrancadas por el viento, jugamos a fútbol con una lata, nos aburrimos y nos vamos. No hay nada más aburrido que Giménez aburrido.

A mediodía voy a comer a casa con mamá, que me abronca por no haber comprado el pan. Yo le pregunto si ha llamado Encarna. Encarna es mi compañera, de lucha y de lo otro. Está en un grupo de teatro aficionado o de aficionados al teatro, que nunca ha quedado muy claro. Su padre está metido en el sindicato. Es un hombre taciturno. No, que no ha llamado.

Ordenada la habitación va siendo hora de enfrentarse a las fuerzas del orden público. El mitin es ilegal, así que hay que estar preparado para todo. Por eso quisiera hablar con Encarna, preferiría que no viniera.

A media tarde vuelvo a salir. Mi madre me da unas Farias para que se las lleve a mi padre. Mi padre lleva tres días encerrado en la parroquia con otros compañeros. La otra noche, Giménez y yo fuimos a repartir octavillas redactadas por Balcells en apoyo de la huelga. Pintamos las fachadas de algunas panaderías de esquiroles y en una pusimos un paquete bomba. Era una caja de Farias de mi padre, envuelta en papel de periódico, con una manzana podrida dentro. Menudo susto se llevaron y menudas risas con mi padre. Fue la bomba.

Llego a la iglesia donde está mi padre. Me impresiona su aspecto cansado, sin afeitar, ojeroso. Le paso las Farias. Hay inquietud. Los trabajadores de Aiscondel salieron ayer a la calle a protestar y los grises los gasearon con lacrimógenos. Hubo varias detenciones. Los trabajadores de Uralita también han hecho oír su voz, aunque no ha sido necesario que los grises los gasearan. Ya los gasean en la fábrica con amianto. Ha habido varias hospitalizaciones.

Los compañeros de papá no descartan una carga policial esta noche para desalojarlos. Hay tensión en el ambiente, cada vez son más frecuentes las discusiones en las partidas de cartas. Papá me dice que le diga a mamá que tampoco viene a dormir esta noche. Le digo que yo voy a un mitin del PSUC y que a saber cómo acaba la cosa, que igual tampoco duermo en casa. Mi padre coge un ejemplar de Mundo Obrero, lo enrolla y me da hostias en la cabeza. Que haga el favor de no meterme en líos, que ya bastante preocupada está mamá y que vaya inmediatamente a casa.

Otra vez en la calle, el escenario de la revuelta. Llamo a Encarna desde una cabina. Intento explicarle la situación, los riesgos que implica ir los dos juntos y estar demasiado pendientes el uno del otro. Encarna lo entiende perfectamente, es más, no puede venir. Ha quedado para una cosa.

Giménez y yo llegamos al lugar del mitin, en un descampado. Unas sesenta personas. Balcells aún no ha venido. Si ha venido la Guardia Civil. La gente habla en pequeños grupos en voz baja. Un sargento de la Guardia Civil se acerca a los concentrados y habla con uno de los grupitos. La gente se acerca tímidamente, con desconfianza, a escuchar. El sargento les pide que hagan el favor de disolverse, que no tienen permiso para estar ahí. A mí me tiemblan las piernas. Hace un poco de frío. La tensión crece mientras intentan llegar a un acuerdo para lanzar un parlamento, diez minutos y ya está. En opinión del sargento, ni diez ni leches, cinco minutos para despejar y todos contentos.

Es entonces cuando se desata la vorágine de los acontecimientos. Una voz que aún resuena en mis tímpanos grita ¡¡Policía asesina!!

El tiempo de detiene. Giménez no. Ha sido él. Grita y sale corriendo. El trabajador que negociaba con el sargento me suelta una hostia en todo el cogote. Que si estoy tonto. Después de la hostia un poco sí. Aturdido por el golpe y la dialéctica, el sargento me coge por la oreja, me saca del grupo, me suelta una hostia en la nuca y me manda para casa, que mi madre me estará esperando y que ya tardo.

Enfilo camino a casa. Ya oscurece. En el parque algunas parejas aprovechan la oscuridad para reírse los besos. Conozco esa risa. Es Encarna. Está con Balcells, haciendo cosas. Esta hostia sí que duele. Salgo corriendo, huyendo de esas risas, hasta que 500 metros más adelante me detiene el flato.

Cabizbajo y con lágrimas en los ojos entro en casa. Ahora aguanta a mi madre. Está en el comedor, con mi padre. Mamá le cura unas heridas en la cara a papá. Mamá me cuenta que los han desalojado con los potes esos y al salir corriendo papá se ha caído por las escaleras. Para una vez que va a la iglesia…

Una lágrima corre por la mejilla de papá. Me acerco y pongo mi mano en su hombro. Mira mis ojos húmedos y me pregunta si a mí también me han corrido a gases lacrimógenos. Mamá nos mira a los dos y suspira resignada.

– Anda, quedaos aquí, voy a ver si os preparo algo de cena. Pero no hay pan.

Toni Álvaro

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