La gestión emocional en el activismo social

El espacio emocional grupal

Quienes llevamos años participando en colectivos sociales comprobamos que, aunque pase el tiempo y cambien las personas, hay ciertos conflictos que se repiten sistemáticamente, como son los relacionados con una mala gestión del poder, tensiones por diferentes grados de implicación, falta de motivación… Todos estos conflictos tienen un claro componente emocional. Sin embargo, el activismo social se ha enfrentado tradicionalmente a este tema con reticencias y miedos.

Nos faltan referentes claros de gestión emocional grupal para poder aprender de sus errores o aciertos. Partimos prácticamente de cero, lo que implica iniciar procesos de indagación y experimentación colectiva hasta encontrar la fórmula que mejor se adapte a nuestra realidad.

Las emociones son protagonistas de muchos de los conflictos a los que nos enfrentamos y de su posible solución o escalada. Condicionan todas las facetas del trabajo individual y grupal: cohesión interna, motivación, implicación, participación, toma de decisiones… Si no abordamos las emociones desde la legitimidad y la consciencia colectiva, seguirán campando a sus anchas condicionando nuestro trabajo y deteriorando las relaciones del grupo.

Nuestros deseos no son la realidad

Para acercarnos a los cambios que proponemos, tan importante como saber hacia dónde queremos ir es saber dónde estamos realmente (individual y colectivamente) para desde ahí diseñar con realismo los siguientes pasos a dar. Sin embargo, en muchas ocasiones nos autoengañamos pensando que por el hecho de desear y de haber decidido ser asamblearias, interculturales, no sexistas… por arte de magia lo conseguimos sin necesidad de hacer nada.

Los posicionamientos ideológicos son referentes fundamentales que nos señalan el camino al que deseamos llegar. Pero ¿Alguien piensa que habiéndonos criado en esta sociedad no se nos habrá «pegado» nada de racismo, consumismo, patriarcado, individualismo, competitividad…? Pues si queremos superarlo y salir de estos u otros condicionantes que nos oprimen, el primer paso será reconocerlos en nosotras mismas. Sólo sintiéndonos parte del problema podremos ser parte de la solución y ponernos mano a la obra.

Desear no ser sexista no nos convierte en feministas. ¿Es nuestro grupo un lugar apropiado para crecer en ese sentido? Una vez decidamos los objetivos y la misión de nuestro colectivo, la pregunta que es fundamental formularnos es: ¿Y cómo nos lo trabajamos? A no confundir con ¿Y cómo exigimos su cumplimiento?

Desde nuestro fortín ideológico podemos escondernos tras una supuesta coherencia fustigando la incoherencia de las demás personas. Así nos desahogamos y reforzamos nuestra débil identidad grupal (débil si necesitamos un enemigo común para sentirnos cómplices), pero no contribuye en nada a procesos de cambio y transformación. Es relativamente fácil cambiar las ideas y posicionarnos fuera del pensamiento único. Lo difícil es cambiar las vivencias y los esquemas tradicionales aprendidos, que en muchas ocasiones se contradicen con lo que pensamos.

Ya hay demasiados tribunales. Los grupos no ayudan si se convierten en espacios de exigencias, en concursos para ver quién es más coherente. Las exigencias paralizan y desmotivan pues generan «culpa» o huidas hacia adelante. Debemos tratar de conseguir que los grupos se transformen en oportunidades de aprendizaje y de experimentación para ir vivenciando aquellos valores que propugnamos. De los errores, si es en un espacio de seguridad grupal, podemos aprender. Esto sería trabajar el espacio emocional grupal.

Seguridad emocional grupal

Algunas podemos haber tenido experiencias desagradables sobre cómo ciertos desahogos personales sin control han podido paralizar e incluso dinamitar múltiples reuniones o procesos grupales. Esta aparente confrontación entre las necesidades del grupo y las necesidades individuales sólo es posible superarla desde una estructura emocional elaborada desde la consciencia y el consenso del grupo. Es importante cumplir un doble objetivo:

Garantizar la escucha emocional de cada uno de sus miembros.

Ser un mecanismo de seguridad que proteja al grupo marcando límites frente a posibles tiranías emocionales personalistas.

Escuchar y atender las necesidades personales no significa satisfacerlas. Eso se escaparía a las posibilidades del grupo, salvo que se trate de grupos terapéuticos. No es posible cambiar el mundo con sólo «trabajo interior» (practicando yoga o comiendo pan integral), pero tampoco lo haremos a golpe de manifestaciones y de pegadas de carteles.

La responsabilidad individual y la responsabilidad grupal son complementarias, dos caras de la misma moneda. No es posible abordar unas sin atender a la otra. El reto es aprender a sintonizarlas.

Humanizar la transformación social

Tenemos gran facilidad para interiorizar los valores del sistema. Un ejemplo de ello es cuando los propios colectivos sociales mostramos mayor interés por ser fieles a determinados criterios ideológicos de transformación social, que por las vidas reales de las personas. Es lo mismo que ocurre con quienes hacen proclamas patrióticas sin tener muy en cuanta la voluntad de las personas que viven en ese territorio.

En ocasiones nos sobra cabeza y nos falta corazón.

Sería deseable que tratásemos de superar algunos conceptos que contribuyen a esta despersonalización, como la idea uniformadora de «masa» o «sociedad» (sea como objeto de consumo o como objeto de transformación) y la idea individualista de entender el grupo como una confrontación de intereses personales en lucha para ver quien vence.

Los movimientos sociales somos también muy reactivos. Dedicamos más tiempo y energía a la denuncia y a luchar contra algo, que a proponer nuestra alternativa. La denuncia y la represión han endurecido ciertos mensajes hasta olvidar la ternura y humanidad que toda revolución necesita. La rabia (emoción necesaria y reactiva) es necesaria para denunciar la injusticia, pero no para construir el futuro.

Los grupos podrían ser lugares que nos ayuden a salir de los condicionamientos sociales, pero como hemos visto, en más ocasiones de las deseadas aportan poca seguridad a sus miembros, convirtiéndose en lugares de exigencia y juicio. Desde la Facilitación trabajamos con el campo grupal, considerando al grupo como una unidad integrada por diferentes voces que representan y complementan toda su diversidad. Los grupos tienen su espacio emocional propio, aglutinador de las emociones de todos sus miembros.

¿Buscamos culpables o soluciones?

Solemos individualizar los conflictos grupales culpabilizando a tal o cual persona, lo que nos hace dependientes de un deseado cambio «de la otra persona», cambio que nunca llega. Y mientras cada parte responsabiliza a la otra, el grupo se va deteriorando, perdiendo eficacia y motivación.

Tampoco podemos resignarnos a que la única solución a nuestro alcance sea la expulsión de la persona «conflictiva». Y cuando eso ocurre, la experiencia indica que con el tiempo tales actitudes o comportamientos «conflictivos» volverán a repetirse, pero esta vez protagonizados por otro miembro del grupo. Lo que indica que el foco del conflicto es la incapacidad del grupo en hacer frente a aquella situación (no la persona que la protagonizó). La responsabilidad de todo conflicto grupal está en el propio grupo. No está en nuestra mano que determinada persona se comporte mejor o peor, pero sí es nuestra responsabilidad el decidir cómo actuamos como grupo ante ciertas actitudes o comportamientos, las protagonice quien las protagonice.

Si lo analizamos, comprenderemos que lo que nos alteran no son las personas sino los roles que representan y que perjudican al grupo. De esta forma la inteligencia colectiva puede ponerse en marcha para abordar lo importante: ¿Cuáles son las carencias del grupo que están permitiendo que esto ocurra? ¿Qué podemos aprender de esta situación para aprovecharla en el beneficio colectivo? ¿Qué podemos hacer para reforzar al grupo? ¿Cómo podríamos prevenir o gestionar mejor estas situaciones si volviesen a repetirse? Los conflictos grupales son fruto de la interacción entre el comportamiento o actitud de ciertas personas (que generalmente son el detonante del conflicto, no su causa) y la reacción del grupo, por lo que éste tiene un gran protagonismo en su gestión.

Sumar necesidades en lugar de confrontarlas

El problema es que no estamos acostumbradas a trabajar las dificultades y los conflictos grupales desde la lógica de atender las necesidades de todas las partes.

No es lugar este artículo para profundizar en la idea de la aceptación emocional, pero es clave en el trabajo grupal. Hablamos de aceptar en el sentido de entender y respetar (no necesariamente compartir) los sentimientos de otras personas, reconocerlas y acogerlas, aunque desconozcamos sus motivos.

Pero no nos confundamos, eso no tiene nada que ver con justificar cualquier actuación. Está claro que no vale todo. Para eso está el grupo que consensúa unos límites que lo defiendan de ciertos comportamientos y desbordes emocionales individuales. Y son éstos los que trataremos de evitar, no a las personas que los protagonizan.

Aquí chocaremos contra otra idea muy extendida desde el poder: la de considerar que una persona es «buena» cuando se «comporta bien», y es «mala» cuando se «comporta mal». Más allá de lo subjetivo de tal valoración, es legítimo que tratemos de evitar todo cuanto entendamos que perjudique al grupo, pero buscando soluciones reales y no convirtiéndonos en tribunales inquisitoriales.

Emociones disfrazadas de posicionamientos políticos

Hay quienes expresan categóricamente que «de casa hay que venir ya lloradas porque la revolución no nos permite distraernos con tonterías» (ocultando su incapacidad para hacer frente al mundo emocional escondiéndose en su conocido espacio de confort ideológico) y quienes afirman que “no podemos abordar la transformación social hasta no completar nuestra transformación individual” (bonita excusa para relegar la revolución hasta… ¿nunca?).

También hay quienes le dan importancia a debatir, teorizar y elaborar escritos sobre la importancia de los cuidados y de las emociones colectivas (menuda contradicción si nos limitamos a eso de ‘pensar sobre emociones’) pero sin aportar propuestas concretas sobre cómo llevarlo a cabo: pasos a dar, reparto de responsabilidades, formación necesaria, adaptación a las necesidades de cada colectivo… Esto les lleva a vivir el espacio emocional grupal como una exigencia a cumplir («Tu comportamiento no encaja en lo que tenemos acordado») en lugar de como un espacio de aprendizaje colectivo y apoyo mutuo.

Desde el Colectivo de Educación «Abra» y desde el «Laboratorio de Conflictos» entendemos que hay otras formas de hacerlo. Que sepamos, aún nadie ha inventado la pócima mágica que nos permita colgar nuestros sentimientos en el perchero de la entrada. Y además, ¿Qué hacemos con los sentimientos que nos surgen en el grupo? Habrá quien tenga mayor o menor habilidad para camuflar sus sentimientos o para disfrazarlos de ideología, pero esto no impide que estén presentes y que nos estén condicionando en nuestras propuestas, opiniones y toma de decisiones.

Tendemos a pensar que nuestro funcionamiento en un grupo es una elección libre, que lo hacemos de la forma que consideramos correcta y que por eso nos enfrentamos a otros posicionamientos o formas de funcionar que no consideramos tan válidas. Sin embargo con mucha más frecuencia de la que nos pensamos llevamos a los grupos los patrones, roles y experiencias vividas en nuestra crianza. Reproducimos los esquemas aprendidos e interiorizados a lo largo de nuestra vida, sea por imitación o por rechazo. Y posteriormente los disfrazamos de propuestas ideológicas.

Sabemos que es un tema muy polémico y que se presta a malinterpretaciones, pero algunos ejemplos de imitación por rechazo (es decir, muy influenciados por rechazo a una experiencia vivida) serían:

Posicionamiento antiautoritario que tiene su origen en una crianza autoritaria familiar.

Defensa animalista como forma de cubrir carencias afectivas. Los animales no juzgan, son incondicionales…

Reivindicaciones de género sustentadas en experiencias negativas sufridas en la infancia.

Aclaramos que no cuestionamos la legitimidad de estas justas reivindicaciones ni pensamos simplificadamente que toda implicación se deba a «traumas infantiles», pero sí afirmamos que si le pusiésemos más consciencia a estas cuestiones entenderíamos mucho más algunos de los aspectos que creemos inexplicables en los grupos.

Somos responsables de nuestros sentimientos

Que todas las personas arrastremos una mochila pesada que nos condiciona en nuestra actividad diaria (y que nos impide actuar como en muchas ocasiones nos gustaría o nos exigen otras personas del grupo) no nos exime de la evidencia de saber que cada quien somos responsables de lo que hacemos, de lo que dejamos de hacer y de las consecuencias que ello acarrea.

Nuestros sentimientos nos pertenecen. Cuando pensamos que es «el otro» quien nos altera o nos saca de quicio, estamos echando balones fuera. La actitud o el comportamiento de las demás puede ser el detonante de lo que nos pasa (la gota que colma el vaso), pero no es la causa. ¿Por qué nos altera tanto? ¿Por qué ese mismo comportamiento no altera tanto a otras personas como a nosotras? ¿Qué nos toca?

Cada persona tenemos nuestros gatillos emocionales, es decir, esos aspectos (comportamientos, temas o actitudes) ante los cuales saltamos como un resorte cuando se producen. Es importante que cada quien descubramos cuales son aquellos elementos que más nos alteran, esa «combustibilidad» que nos hace «incendiarnos» emocionalmente impidiéndonos actuar con racionalidad. Es lo que Arnold Mindell denomina «quemar nuestra propia leña», esa leña fina y seca que todas llevamos dentro y que a la menor chispa se incendia y nos hace ser esclavas de nuestros impulsos. Toda esa leña que nos vayamos quemando (trabajado, poniendo consciencia sobre ella) difícilmente volverá a arder con tanta facilidad. Los grupos también tienen sus gatillos emocionales.

Trabajar las emociones pasa por comprender que todas las personas que componemos el grupo somos válidas en nuestra diversidad y que todas tenemos mucho que aportar. ¿Queremos un mundo donde quepan todos los mundos? ¿Y en nuestros grupos? El reto es sumar aportaciones y necesidades en lugar de desperdiciar tanta energía enfrentándonos unos a otras tratando de convencernos mutuamente, algo que prácticamente nunca ocurre.

Aprender de nuestros errores

Con este artículo apenas pretendemos introducir algunas reflexiones que consideramos útiles encaminadas a ir implementando un espacio emocional sano y seguro para el grupo en su conjunto y para las personas que lo componen. Un trabajo más en profundidad requeriría trabajarlo de forma más práctica en talleres vivenciales y adaptarlo a la realidad y necesidades de cada colectivo.

La deseable formación de los miembros del grupo sobre procesos grupales proponemos que sea mixta, combinando una formación externa básica con un proceso permanente de formación interna:

Formación externa > Consideramos que es importante una primera formación básica sobre procesos grupales impartida por personas ajenas al grupo para evitar condicionantes o encasillamientos previos.

Formación interna > Es la más importante. Es entender la formación como un proceso constante que requiere complicidad y compromiso del resto de miembros del grupo. Reconocer con modestia que estamos aprendiendo y que cometeremos errores de los que habremos de aprender, por lo que es necesario construir entre todas un espacio de seguridad.

Esa seguridad no puede forzarse ni ser fruto de una votación de mayorías, por lo que si parte del grupo no ve claro emprender este camino, es mejor comenzarlo sólo con aquellas personas más motivadas y dispuestas a ello.

Es importante crear espacios donde podamos expresar/desahogar libremente las emociones que nos invaden (sea por motivos internos u externos al grupo). Si no lo hacemos así, las emociones estarán empujando nuestras actuaciones.

Una forma de trabajarlo es poder separar tres niveles de comunicación que dificultan enormemente la convivencia cuando se entremezclan:

Comunicación objetiva > Referida a expresar hechos o informaciones con los que todas estemos de acuerdo, sin juicios de valor de ningún tipo. Su misión es aclarar el tema y concretar los puntos a tratar.

Comunicación ideológica > Es el espacio del «pensar»: la opinión de cada quién, lo que consideramos o no conveniente…

Comunicación emocional > Expresamos lo que sentimos ante los temas de que se trata sin entrar a valorarlo ni argumentarlo: cómo me siento ante el tema o ante el grupo, mi grado de frustración o motivación…

Habitualmente en las discusiones grupales entremezclamos estos niveles de comunicación imposibilitando casi cualquier tipo de acuerdo. Optamos por ciertos acuerdos llevados por cierta rabia acumulada, o rechazamos propuestas argumentando que «no estamos de acuerdo» cuando a lo mejor lo que ocurre es que nos da miedo o reparo. Separar estos 3 niveles en el grupo (marcando tiempos claros para cada uno de ello) agiliza muchísimo la comunicación en el grupo.

Miguel Arce

Facilitador de Procesos de Grupo miembro del IIFAC-e; Mediador Comunitario y Escolar; Activista Social; Coordinador del «Laboratorio de Conflictos Sociales» del Colectivo de Educación «Abra». Para más información: colectivoabra@gmail.com.

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