LA PROPUESTA SOCIOPOLÍTICA DE LA PEDAGOGÍA LIBERTARIA

Aunque los principios que pone en práctica la educación anarquista son varios, entiendo que la posición central que la identifica es la de una apuesta por educar en el compromiso social y político (entendiendo el término política en el sentido amplio, y no en el restrictivo de estrategia para el gobierno o poder). Conviene aclarar que la opción por el componente político de la educación, en el marco de una línea de educación popular con finalidades transformadoras, donde me sitúo, no debe extrañar en modo alguno, pues parto de la comprensión de que la educación tiene una eminente naturaleza política, como defiende Paulo Freire.

Aunque a veces la pedagogía libertaria se ha identificado más con un método (la no directividad) que respeta al máximo la libertad del educando, entendemos que esta identificación da lugar a un error fundamental, que es el de confundir un medio con un fin. La trayectoria de los distintos anarquismos viene a confirmar una idea común de alcanzar la libertad colectiva respetando la autonomía individual, pero dejando claro que ésta última no tiene sentido por sí sola dentro de un movimiento de emancipación que aspire a liberar a todas las clases y grupos sociales. Salvo algunas tendencias anarquistas de carácter estrictamente individualista (como la de Stirner), la mayoría de los sectores ácratas entienden al anarquismo como un socialismo. Desde esa perspectiva, una educación socialista libertaria educa para la libertad, pero también educa para el compromiso. Que en algunos momentos históricos los educadores anarquistas hayan defendido el respeto absoluto por la libertad del alumno no sólo como método sino también como fin en sí mismo, responde más bien a circunstancias históricas determinadas, en las que el autoritarismo más feroz debía ser contestado con una educación libre en términos absolutos. La estructura manifiesta y profundamente autoritaria de sociedades herméticas ha llevado a poner en movimiento ideas y prácticas pedagógicas totalmente no directivas que tenían más bien una función terapéutica para la infancia y juventud. No se puede entender de otro modo experiencias como la de las comunidades escolares de Hamburgo, que en los primeros tiempos se dedicaban a “desintoxicar” al alumnado de la disciplina y el orden maniáticos de sus experiencias escolares previas, admitiendo para ello el desorden más extremo en su nueva educación. También, toda la corriente de educación antiautoritaria vinculada al psicoanálisis, como es el caso de Summerhill, se une a esta necesidad histórica.

Las circunstancias actuales, sin embargo, son otras. Aunque nuestra sociedad sigue siendo autoritaria, la coacción no llega a ser patente en todos sus niveles, sino más bien latente, utilizando mecanismos ocultos como la acción desinformativa de los mass media, el currículum oculto en la escuela, la publicidad y el consumismo, el desempleo como disciplina social, etc. Las nuevas generaciones, especialmente en Occidente, no aceptan fácilmente el autoritarismo en sus formas evidentes, fenómeno que se evidencia en el aumento de la conflictividad en las aulas debido al choque con la autoridad del profesor, que antes era indiscutible.

El elemento del compromiso en la pedagogía libertaria nos trae a la luz que, como dice Silvio Gallo, “asumir una postura no directiva en la educación significa dejar que la sociedad se encargue de la formación sociopolítica de los individuos. La perspectiva no directiva heredada de Rousseau (…) sirve en definitiva a los intereses políticos del capitalismo que alimenta individuos adaptados al laissez – faire absoluto que habrá de procurar el desarrollo individual sin preocuparse del desarrollo colectivo ni del social” [[Gallo, Silvio (1997): El paradigma anarquista de educación. Documento editado en la página web de Semillas de Libertad. Plataforma ácrata digital (www.flyingmind.com/plataforma/doc7).]]. Otros autores como Pere Solá y Josefa Martín Luengo redundan en esta idea de la necesidad del compromiso en el proyecto educativo libertario. Solá afirma que este proyecto es “sintónico con una actitud militante de rebeldía frente unas estructuras de dominación económico-social-política-cultural injustas”[[Solá, Pere (2001): “Francisco Ferrer Guardia: la Escuela Moderna, entre las propuestas de educación anarquista”, en Trilla, J.: El legado pedagógico del siglo XX para la escuela del siglo XXI. Graó, Barcelona, p. 66.]]. Martín Luengo, por su parte, desarrolló una argumentación contundente a favor de una escuela comprometida con la anarquía, abogando por una “manipulación” necesaria, por cambiar las mentes manipulándolas en contra de “su” manipulación, hablando de manipulación en el sentido de “introyectar los valores en los que creemos”[[Martín Luengo, Josefa (1994): La escuela de la anarquía. Ediciones Madre Tierra, Móstoles (Madrid), p. 38.]], pues de lo contrario el sistema capitalista lo hará de seguro por su cuenta. Se trata, por tanto, de “nunca abandonar, nunca dejarles el campo libre”[[Ibidem, p. 40.]]. La larga experiencia de esta pedagoga como coordinadora de la Escuela Paidea le llevó en los últimos años a acentuar el contenido ideológico, sociopolítico, de la educación en este centro, para evitar que los chicos que salgan de él sean jóvenes independientes pero egóticos e individualistas al mismo tiempo.

Desde la tendencia no directiva del paradigma anarquista de la educación estas ideas serían juzgadas como dogmáticas y autoritarias. Pero es aquí donde conviene aclarar la cuestión de la autoridad y de la ideologización en la educación libertaria. La autoridad se convierte en opresora cuando se basa sobre sí misma, es decir, cuando es un ejercicio de dominación de alguien o algo que tiende a conservar un privilegio que tiene en propiedad. Sin embargo, si la autoridad se entiende como la limitación social al individualismo, y el complemento lógico a la libertad personal para lograr la libertad colectiva (tal y como se entiende la libertad en el anarquismo bakuninista), la autoridad tiene un papel importante. Como decía Bakunin, la pedagogía anarquista debe partir del principio de autoridad, puesto que sólo así se llega a construir una auto–disciplina necesaria para construir la libertad, que es un proceso. Así, coincido con Silvio Gallo cuando afirma que “el proceso pedagógico de la construcción colectiva de la libertad es un proceso de deconstrucción paulatina de la autoridad”[[  Gallo, Silvio (1997), op. cit.]].

Partir de la autoridad quiere decir reconocer la autoridad moral (no legal) que reside en la persona que tiene más experiencia y que provoca admiración, pero esta autoridad debe ir reemplazándose por la conducta autónoma que ya no necesite admirar ni seguir ejemplos para conducirse. Es decir, no cabe nunca una actitud acrítica respecto a la autoridad.

Partir de la autoridad significa además admitir que formo parte de una comunidad y que acepto con responsabilidad lo que ello significa. Se trata, pues, de sustituir paulatinamente la autoridad del mentor o tutor (léase adulto, profesor o especialista) por la autoridad natural que puede y debe ejercer la comunidad, como ocurría en las escuelas de Hamburgo, que dejaban trabajar al sentido común para que el orden natural del grupo se encontrase con la necesidad de autorregular una disciplina no basada en la coerción de las leyes y normas legales, sino en la persuasión y en la coacción moral del grupo.

Mas esta autoridad sana que ayuda a crecer al educando supone en realidad un reto, el reto de la autonomía, de la responsabilidad, del compromiso… de la libertad. Es siempre más fácil que a uno le dicten las normas que uno las descubra por sí mismo y ejercite la responsabilidad social. Es esa misma responsabilidad la que a menudo, desde una moral anarquista, debería llevar al alumno a desobedecer y ser consecuente con esa desobediencia. Para educar en valores semejantes es necesario poner en marcha, pues, una pedagogía del riesgo, siguiendo la denominación de Gallo[[Gallo, Silvio (1998): “Por una pedagogía del riesgo”, en Libre Pensamiento, nº 28, Otoño de 1998, pp. 6-10.]]. La búsqueda de la seguridad, especialmente en los tiempos que corren, hace que la enseñanza también busque la huida de la libertad, transmitiendo que evitar tomar decisiones y tener a alguien que se responsabilice de nuestra vida nos tranquiliza y nos da sensación de seguridad. Si el individuo quiere llevar una vida tranquila sólo tiene que adaptarse reproduciendo los patrones sociales de esfuerzo, lucro, consumo, racionalidad, obediencia, etc. El valor de seguridad en la educación de la sociedad post-industrial (fabricado por las industrias del miedo -militarismo, estado policial, medios de comunicación, religión, etc.) afianza la estructura del sistema, puesto que nadie, o muy pocos, quieren asumir el riesgo de experimentar algo nuevo e incierto, de superar el miedo a la libertad, en palabras de Erich Fromm. La educación libertaria, por el contrario, apuesta por el valor del riesgo, de la opción por la desadaptación y la diferencia, por la resistencia y el desajuste con el sistema, que es la actitud que está en el origen de toda intención revolucionaria que quiera cambiar el mundo. ”La tarea de una educación anarquista es, en primer lugar, efectuar una deconstrucción de la ideología de la seguridad y de la autoridad que la sociedad capitalista introyecta”[[Ibidem, p. 10.]]. Esta es la esencia sociopolítica de la pedagogía libertaria.

Lo sociopolítico en la pedagogía libertaria nos remite directamente al terreno de lo comunitario, valor que está en la raíz de toda propuesta con intenciones sociales, y que hoy en día sufre una crisis preocupante. El valor de lo grupal, de la comunidad siempre ha estado presente en la educación anarquista, especialmente cuando se daba en un contexto obrero o campesino. El fin de la educación es el de educar al pueblo, al colectivo oprimido. El educando no es el sujeto individual (o no solamente), sino que es también la clase social, el grupo, constituido en ateneo, sindicato, centro social, etc. En la actual forma ideológica dominante, el neoliberalismo, difícilmente se considera al educando en un colectivo, exceptuando el de su país (cuando se habla de educación cívica) o la sociedad en general (cuando se habla de educación en valores). El sujeto de aprendizaje se entiende como un ser individual, al que se evalúa, clasifica y orienta de cara al mercado laboral. Pero los mecanismos educativos preparados para el aprendizaje de lo colectivo, del ejercicio de la ciudadanía, de los derechos grupales, etc., no tienen apenas vigencia o están encaminados a satisfacer demandas de los movimientos de renovación pedagógica para después cambiar sus propuestas hacia otras con un contenido menos conflictivo.

Si analizamos con detenimiento, por ejemplo, las líneas educativas propuestas desde el sistema educativo español para lo social en el currículum, se habla con insistencia de una educación en valores, tanto en ejes transversales como a través de algunas asignaturas, pero a menudo no se aclara la interpretación de esos valores ni la opción por algunos de ellos (¿a quién le interesa como eje transversal la educación vial?). Quiero decir, se recurre a una trampa hábil: la de intentar despertar consenso en torno a determinados valores (democracia, paz, medio ambiente, salud, etc.), ocultando que toda educación lo es en valores (no hay educación neutral) y que lo realmente importante es cómo se entiende y se aplica cada valor. Por ejemplo, para el sistema educativo educar para la democracia supone enseñar los cauces de participación institucional en la democracia formal, mientras que para otros/as puede suponer enseñar la participación en la toma de decisiones más allá y pese a esas mismas instituciones (participación de base en movimientos sociales y no en instituciones representativas, desobediencia civil…).

Pongamos dos situaciones educativas distintas para comprobar la diferencia de finalidades contrapuestas en un modelo pedagógico libertario y en un modelo educativo neoliberal. Una imagen clásica de educación libertaria puede ser la de un grupo de jornaleros leyendo el periódico en las gañanías de los cortijos andaluces hasta hace unas decenas de años[[Véase Brenan, Gerald (1994): El laberinto español. Plaza y Janés, Barcelona, p. 185 y Díaz del Moral, J. (1985) Las agitaciones campesinas del período bolchevista (1918-1920). Editoriales Andaluzas Unidas, Sevilla, p. 55.]]. La lectura en voz alta y comentada del periódico, en círculo, de la prensa obrera, aun cuando muchos jornaleros eran analfabetos, señalaba la metodología grupal de aprendizaje, encaminada a la toma de conciencia revolucionaria. Veamos un ejemplo en las palabras de un obrero cenetista de Coria del Río, rememorando los años treinta del siglo XX: “Allí aprendíamos a hablar (en la escuela del sindicato). Un compañero tomaba uno de nuestros periódicos y leía una noticia. Luego entre todos los que estábamos allí, diez o veinte, comentábamos qué nos parecía por turno. De esta forma nos acostumbrábamos a tomar la palabra, que era algo a lo que nos animaban continuamente nuestros mayores, a que habláramos y diéramos siempre nuestra opinión, para que no nos quedásemos nunca sin decir lo que pensábamos. Eso era muy bueno para estar en las asambleas (…). Pero lo que mejor recuerdo que aprendimos, era a estar orgullosos de ser trabajadores. Venían de otros sindicatos de la CNT, los mineros por ejemplo, y nos explicaban su oficio, luego íbamos nosotros al de ellos y le explicábamos las tareas del campo. Aprendíamos la dignidad…”[[Federación Local de la CNT de Sevilla (1999): “José Palacios Rojas, El Pirulí”. Entrevista. En CNT, nº 244, Marzo de 1999, pp. 23 y 24.]].Por otro lado, pensemos en la entrega de un boletín de evaluación de la E. S. O. por parte de un alumno de hoy en día a sus padres. En el boletín, los padres podrán ver evaluadas las actitudes de su hijo, la medición absurda de la puesta en práctica individual de los valores morales que predica la sociedad, o las notas, la evaluación externa numérica de su esfuerzo personal por adquirir el conocimiento sancionado por el poder, para que finalmente tenga éxito en su carrera particular hacia el empleo.

En las corrientes más sociales de la pedagogía libertaria lo comunitario trasciende, por supuesto a la escuela libre, yendo más allá de sus paredes. Comparto con Carlos Díaz la idea de que “la escuela, no el aula, es el barrio, las asambleas de trabajadores, los centros culturales y recreativos; todas las obras de la vida comunal son escuelas. Toda la comunidad tiene el derecho y el deber de participar cada vez más en el proceso educativo comunitario, hasta hacer que la escuela llegue a ser superflua.[[Citado por Solá, Pere (2001), op. cit., pp. 62 y 63.]]” El proyecto de comunidad educativa fue esbozado por Goodman (él hablaba de ciudad educativa), y ciertamente, es una idea que puede responder hoy en día con bastante acierto, en una línea de pedagogía revolucionaria, al feroz modelo reinante de individualismo capitalista. La convivencia, la participación, las luchas sociales, la búsqueda de lo común de lo privado… son ingredientes que cada vez más están ausentes de los agentes de socialización que dominan la sociedad. Como afirmaba el psicólogo libertario F. Liebling[[Díaz, Carlos (1977): Prólogo a Tolstoi, León: La escuela de Yasnaia Poliana. Júcar, Madrid, p.11. Díaz aboga además porque el educador viva en el mismo barrio en que está inserta la escuela, para formar parte completamente de esa comunidad.]], la educación en la mentalidad capitalista destruye las raíces mismas de la solidaridad, sin la cual el individuo y la sociedad se alienan. Únicamente la práctica de la solidaridad permite superar esa alienación.

Y esa práctica de solidaridad todavía se encuentra en la organización más consciente y crítica de la sociedad civil, en los movimientos sociales. Con la educación no formal e informal que desarrollan estos movimientos se están difundiendo los valores comunitarios, se mantiene, bajo nuevas formas, la socialización en todos aquellos valores que el neoliberalismo está disolviendo. Este papel podrían desarrollarlo también escuelas públicas comprometidas con la educación popular y escuelas libertarias, pero es posible que no lo hiciesen con la misma eficacia, teniendo en cuenta que en el seno de los colectivos sociales es donde mejores condiciones se dan de voluntariedad, motivación y contacto con la realidad social, factores esenciales para que un proyecto de educación anarquista tenga éxito.

No obstante, es cierto que por otro lado, las escuelas (sobre todo las públicas) siguen teniendo una situación privilegiada de contacto con los jóvenes. Con todas sus carencias y limitaciones, la enseñanza sigue siendo el principal (y a veces el único) espacio grupal de socialización de la infancia y adolescencia. Otros agentes socializadores más potentes (especialmente los medios de comunicación) están sólo dirigidos al individuo y consumidor, y hay pocas posibilidades de acceso a ellos para realizar un trabajo educativo comunitario. Por eso, modelos alternativos que se plantean en la actualidad, como el de la objeción escolar o educación en el hogar, tienen, en mi opinión, su punto débil a la hora de encontrar grupos de socialización entre chicos y chicas al margen de la escuela, especialmente cuando se trata de una clase social baja, en la que muchas veces no hay nada mejor fuera de la enseñanza estatal y obligatoria, sino delincuencia, desestructuración familiar, drogadicción, etc.

La escuela pública, por tanto, aunque no creo que desde ella pueda nunca construirse una alternativa educativa libertaria (las dificultades del CENU en Cataluña entre 1936 y 1939 son un ejemplo de esto), es al menos un campo que no debe abandonarse, en tanto que no haya espacios alternativos de socialización liberadora.

Esos espacios alternativos, insisto, deben potenciarse desde el tejido asociativo transformador (nuevos movimientos sociales), pero es cierto que su debilidad, sobre todo en el contexto actual español, nos hace admitir que la construcción de una propuesta viable y fuerte de educación anarquista desde los movimientos sociales tendría que empezar desde un escalón bajo. Su papel, sin embargo, de formación de la conciencia colectiva y de organizadores, los sitúa en una posición única. Raramente la escuela educa, por ejemplo, para saber organizarse grupalmente y defender los derechos de una comunidad (principalmente si es una comunidad sin poder). Esa función, que sería fundamental en una educación anarquista, sólo puede ejercerse en estos momentos con unas condiciones mínimas de libertad y de posibilidad de éxito desde los movimientos sociales, que son los que más abiertamente pueden desarrollar una pedagogía de la confrontación.

Los movimientos sociales, en cuanto educadores, deben comenzar por reconocer su capacidad educativa, y reconocer, al mismo tiempo, que la educación (sensibilización, concienciación, etc.) no es suficiente, para no caer en el pedagogismo. Las posibilidades reales de transformación van a depender, además, de la puesta en juego de alternativas económicas y políticas sobre el terreno, de modelos que confronten con el pensamiento único dominante y que demuestren que otro mundo es posible. Para creer hay que ver. Porque, y eso lo entendieron bien los anarquistas dedicados a la educación, el valor más convincente y que más educa es el del ejemplo.

Francisco José Cuevas Noa
Extraído del texto “La propuesta sociopolítica de la educación libertaria”

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