ALGUNOS APUNTES SOBRE DESOBEDIENCIA CIVIL EN EUSKAL HERRIA

La desobediencia civil ha encontrado un terreno fértil en el espectro militante de Euskal Herria. Tanto en Hegoalde como en Iparralde, esta práctica se ha ejercitado en diferentes conflictos y con asiduidad. La lucha contra el Tren de Alta Velocidad no ha sido una excepción en esta tradición y precisamente por el abuso en la utilización del término se imponen algunas aclaraciones básicas acerca de la desobediencia.

Si se exploran sus orígenes, hay que remontarse al texto de Henry David Thoreau «Desobediencia civil». En él, el norteamericano exponía algunas de las ideas igualitaristas y libertarias -«Acepto de todo corazón la máxima: «El mejor gobierno es el que gobierna menos», y me gustaría verlo puesto en práctica de un modo más rápido y sistemático. Pero al cumplirla resulta, y así también lo creo, que «el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto»; y, cuando los hombres estén preparados para él, ése será  el tipo de gobierno que tendrán»- que lo habían conducido a no pagar sus impuestos a un gobierno que mantenía la esclavitud vigente en Massachusetts. Actitud que, a su vez, lo había conducido a la cárcel durante una noche -«Bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar el justo también es la cárcel»-. En la descripción de este ideario y experiencias nace, en buena medida, la desobediencia civil, que se caracterizaría por la negación pública a acatar alguna norma o ley para después asumir las consecuencias represivas derivadas de esta ausencia de colaboración con un orden que se considera injusto -«Si la injusticia tiene un muelle o una polea o una cuerda o una manivela exclusivamente para ella, entonces tal vez debáis considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que os obliga a ser agentes de la injusticia, entonces os digo, quebrantad la ley. Que vuestra vida sea un freno que detenga la máquina. Lo que tengo que hacer es asegurarme de que no me presto a hacer el daño que yo mismo condeno»-.

Las ventajas de este procedimiento político descansarían, entre otras cosas, en su capacidad de ejercer una presión muy real. En Euskal Herria se pueden citar las negativas a pagar recibos a Iberduero durante el conflicto contra la central nuclear de Lemoiz, la emblemática lucha insumisa contra el ejército que se prolongó durante más de una década mediante la negativa a cumplir el servicio militar y el servicio social sustitutorio o incluso a través de la deserción o, más recientemente, en un plano local, la iniciativa de doscientas familias de Ondarru de no abonar sus impuestos y tasas municipales a un ayuntamiento gobernado por una gestora del PNV en un pueblo en el que la opción de la izquierda abertzale, pese a ser mayoritaria a juzgar por la abstención, fue ilegalizada. Más allá del revés que esta clase de acciones colectivas provocan (algunos medios de comunicación se echaban las manos a la cabeza destacando que la oposición popular de Ondarru había arrojado en la recaudación municipal dos millones de euros menos de los esperados), la gran virtud de la práctica desobediente reside en la posibilidad de hacer una defensa pública de la acción política, acompañada de las razones y hechos que han desembocado en ella y de su incitación al contagio colectivo. Tal y como se intentó con la campaña AHT ez ordaindu, que buscaba que los usuarios de Renfe o Euskotren viajaran sin billete para hacer pública su disconformidad con la construcción del TAV. Este último requisito, el de extender la desobediencia, exige, por descontado, que la iniciativa posea un carácter horizontal y no especializado que facilite la participación e implicación.

Ahora bien, quizá debido a que este es un país en el que la lucha armada y la violencia difusa han tenido en la realidad política una centralidad o resonancia mediática notable, existe una cierta tendencia a catalogar como desobediencia civil cualquier acción directa no violenta o espectacular. Con una trayectoria igualmente rica en este ámbito, la experiencia militante vasca demuestra que la acción directa no violenta, sin entrar en la categoría de desobediencia civil, en nada desmerece la fuerza de voluntad, el empeño, el compromiso o la originalidad de la desobediencia civil. Desde los célebres asaltos a los cuarteles o instalaciones que colaboraban con el ejército por parte del movimiento insumiso y antimilitarista -a las que la represión estatal respondió con menor dureza a medida que estas proliferaban-, hasta las acciones protagonizadas por Solidari@s con Itoiz, pasando por las denuncias de Zuzen Ekintza o los Demo de la política penitenciaria que los Estados español y francés imponen al colectivo de pres@s polític@s vasc@s. En el último año, a este bagaje se suman acciones contra el TAV como las que se desarrollaron en las cuevas de Itsasondo o en el baserri de Leginetxe. Se puede comprobar, por tanto, que el repertorio y los recursos con los que interponerse en los planes del capitalismo y el estado son abundantes. Esta clase de prácticas se distancian de las desobedientes en algunos rasgos como cierta especialización técnica y la imposibilidad de compartir todos los pasos de su preparación con cualquier persona por simple precaución. No traduciéndose esto necesariamente en una jerarquización expresa, sino unas simples medidas de seguridad que actúan como trabas en la horizontalidad que la desobediencia fomenta.

Aparte de esta clase de protestas quedan las de carácter espectacular, que aún sin abandonar el ámbito de la no violencia, tampoco se adscriben a la categoría de desobediencia civil. La oposición a la Y Vasca en general y Mugitu! en particular, en 2010, ha destacado por el inteligente uso que ha hecho de esta clase de golpes. Muestra de ello sería el tintado de ríos de verde o las falsas cartas y multas repartidas con la intención de aprovechar ciertos cauces de comunicación institucional con el objeto de denunciar el desmesurado gasto económico en una infraestructura tan despilfarradora como la alta velocidad. Llegados a este punto, no sobran una serie de puntualizaciones que diferencien las acciones directas del mero performance. En el caso de las ekintzas descritas, existe una evidente vocación de aprovechar el posible eco mediático, pero sin delegar en los medios de masas la comunicación del mensaje y el sentido de los actos. Con el tintado de ríos se repartieron numerosos panfletos informativos que aclaraban in situ el contexto y el propósito de la acción. El volumen de multas distribuidas en diciembre de 2010 (cerca de 100.000), indica también una voluntad de hacer visible la acción sin esperar la colaboración de los medios de comunicación de masas (salvo honrosas excepciones como Gara o Berria).

El matiz puede antojarse intrascendente, pero no lo es en la medida que expresa la conciencia de la necesidad de superar las lógicas incomunicativas en favor de la comunicación directa. Y no sólo eso, también parte de una toma de posición respecto a la no neutralidad de la prensa. El silencio, el aislamiento absoluto o la aparición en ellos es muy caprichosa en función de un momento político o comunicativo. Dado que los domingos no hay ruedas de prensa, una acción es más susceptible de colarse en los noticiarios o en las páginas de los periódicos escritos y digitales. Siempre y cuando adopte algunas cotas de relevancia o singularidad y no exista una política de estado a su alrededor, como ocurre con las torturas o todo lo asociado al conflicto nacional. Estos y otros elementos revelan que, no renunciando a la presencia mediática, una acción política ambiciosa no puede ni debe hipotecar sus objetivos en base a figurar dentro del inventario de noticias.

Además, esta determinación de no delegar en terceras partes la tarea comunicativa, integrándola en el quehacer activista, separa precisamente la acción directa de la no directa. Si el éxito o fracaso de una ekintza recae en última instancia en los medios, queda claro que el destinatario directo de ella no es la población en general, sino unos medios de comunicación que, a su vez, deben hacer llegar el mensaje a su público en un contexto de consumo acrítico de mercancía informativa.

De ese modo, por comodidad, inoperancia, impotencia, acriticismo o falsa oposición, se realizan intervenciones públicas que no llegan más allá del teatro de calle. Vacuos, folclóricos y simulados intentos de generar una conciencia crítica. Esta inutilidad, por lo demás, muchas veces ni siquiera se molesta en maquillar su adhesión al poder, demostrando que la performance puede estar perfectamente al servicio del Estado (en realidad, lo difícil es lo contrario). Lo peligroso no es ya que los medios de comunicación presten atención a estas sirenas que unen sus cantos al discurso dominante, sino que so pretexto del elogio de la no violencia toda actuación que reúna algunos de sus requisitos merezca la misma consideración que otras realmente subversivas, tal y como hace el libro «500 ejemplos de no violencia», en la que lo mismo tienen cabida la manifestación de 2009 en Urbina contra el TAV que la indigente iniciativa de BatzArt! -obviamente sólo pergeñable en la cabeza de algún artista imbécil- de invitar a ETA a sentarse con la ciudadanía en un círculo de sillas para poder debatir con ella su decisión de romper el alto el fuego – ¿para cuándo pedir cuentas al Estado?- Este «todo vale» en la desligitimación de la violencia, especialmente de aquella que no viene dada por el monopolio estatal, surge del esfuerzo ideológico de elevar a la categoría de fetiche intocable la no violencia. Una actitud tan obtusa como su opuesta, esto es, la apología de la violencia como meta, muy propia del insurreccionalismo más descerebrado. Pese a que suene a banalidad de base, la acción militante no suele guiarse tanto por consideraciones morales, siempre discutibles[[Entre las muchas personas que han cambiado de opinión respecto a la legitimidad del uso de la violencia, conviene recordar el caso de Gunther Anders. El filósofo austríaco militó durante décadas del lado de la resistencia no violenta redactando libros, cartas y llevando a cabo iniciativas de sensibilización pública respecto a la amenaza nuclear. Todos estos años de activismo pacífico con nulos resultados, no obstante, lo condujeron a que, hacia el final de su vida, sostuviese posiciones como la que se infiere claramente de su artículo en el diario alemán TAZ en mayo de 1987: «De ahí que con dolor, pero absolutamente decidido, yo declare lo siguiente: No nos echaremos atrás a la hora de matar a aquéllos que, a causa de su incapacidad para imaginar o de la imbecilidad de su corazón, no se echan atrás a la hora de poner en peligro y acabar con la humanidad.]], sino por criterios de eficacia. En función de los resultados que se persiguen y de una valoración ajustada a la realidad de las fuerzas disponibles, una estrategia no sólo puede, sino que debe mostrarse más pertinente que otra. Dentro del planteamiento de unos medios en la consecución de un fin, la desobediencia civil, la acción directa no violenta, las de tipo espectacular o el recurso puro y llano a la fuerza ofrecen unas características y frutos diferentes, gozando cada una de ellas de ventajas e inconvenientes respecto a otras, especialmente en el plano represivo.

Por mucho que presuntos teóricos, generalmente ajenos a la acción política, se empeñen en disociar la desobediencia civil de la acción violenta, la historia muestra que en muchas luchas con resultados victoriosos compaginaron perfectamente el uso de una y otra. En Lemoiz, sin ir más lejos, las ekintzas de ETA (m) y ETA (pm), Iraultza o Comandos Autónomos no eran óbice para que la gente se sumase a las campañas de impago a Iberduero. En una posición diferente, el movimiento antimilitarista vasco nunca emitió un comunicado de condena a título colectivo mientras la insumisión convivió con ataques contra miembros del Ejército Español. Es más, la imposibilidad de marcar una línea divisoria entre la desobediencia civil y la violencia es evidente a veces. Así, por ejemplo, una huelga general supondría un acto de desobediencia civil en la medida en que la fuerza de trabajo abandona su lugar en la cadena de producción y consumo por encima de las exigencias del contrato. Pero, ¿puede haber realmente una huelga que merezca tal calificativo en ausencia de piquetes?

Este afán de diferenciar unas acciones y otras no posee, por lo demás, antecedentes históricos tan claros como algunos desean presentar. Los integristas de la desobediencia (que por lo general pregonan más que practican y en no pocas veces se arrogan el derecho a opinar en nombre de los activistas sin que nadie les haya otorgado ese privilegio) como acto irreconciliable con estrategias violentas suelen tomar como uno de sus iconos a Mohandas Gandhi. Pues bien, éste jamás expresó su rechazo irrenunciable al recurso de la fuerza. Si bien se mostró contrario a utilizarla en primera persona, no tuvo reparo alguno en reclutar compatriotas que participasen del lado británico en la I Gran Guerra en el servicio sanitario militar. Igualmente, aprobó la intervención de fuerzas militares aliadas en caso de que tropas japonesas hubieran invadido la India durante la II Guerra Mundial. Pero este no es el único caso que contraviene la construcción de un discurso surgido a posteriori en el caso de la desobediencia civil. El padre del término, Henry D. Thoreau, publicó además del texto «Desobediencia civil» otro que bautizó con el nombre «Apología del Capitán John Brown», una ardiente defensa de este abolicionista de la esclavitud que no dudaba en servirse de las armas para liberar esclavos. Todos los que enarbolan el nombre de Thoreau para distinguir entre opositores buenos -los que hacen exclusivamente uso de vías pacíficas- y malos -quienes emprenden también o únicamente el camino de la violencia- harían bien en sacarse de la boca a un hombre que afirmó sin medias tintas lo siguiente en defensa de John Brown: «Aquellos que se sienten continuamente escandalizados por la esclavitud tienen cierto derecho a escandalizarse por la muerte violenta del amo, pero no los demás. Estos se escandalizarán más por su vida que por su muerte. No seré yo el primero que considere un error su método para liberar esclavos lo más rápidamente posible. Hablo por boca del esclavo cuando digo que prefiero la filantropía del capitán Brown a esa otra filantropía que ni me dispara ni me libera.» En efecto, la imagen timorata de Thoreau se disipa cuando se invocan palabras como las que dedicó a los explotadores ajusticiados por el Capitán Brown: «No hubo muerte en esos casos porque no hubo vida; simplemente se pudrieron y se degradaron bajo la tierra del mismo modo que se habían podrido y degradado en vida». Todo un epitafio de opresores.

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