UNAS PALABRAS EN MEMORIA DE LA CIUDAD DESAPARECIDA

Uno.- Bernardo Atxaga ha planteado la reconversión de la denominación Euskal Herria por la de Euskal Hiria. Esa estridente y áspera “r” doble por la más sutil y eufónica “r” sencilla. Ese concepto arcaico, retórico y hasta demagógico de “Pueblo”, que tantos problemas de identidad y dolores de cabeza nos sigue dando, por el más abierto, cosmopolita e integrador de “Ciudad”. La Ciudad Vasca. Y hay quien se ha tomado la metáfora de Atxaga al pie de la letra y se ha empeñado en transformar urbanísticamente nuestro pequeño país en una ciudad, toda bien asfaltadita y ordenadita, con cada cosa en su sitio. Lo que no parece haber tenido en cuenta Atxaga es el incuestionable hecho de que las ciudades del mundializado mundo son cada vez más y más parecidas, con los mismos comercios en los que se pueden comprar los mismos productos, iguales cines con las mismas películas, similares turistas disfrutando de idénticos paquetes de ocio.

Dos.- Esos monstruos que son Disneylandia y Las Vegas son el modelo que ha guiado el desarrollo de nuestras ciudades. Urbes artificiales, de mentirijillas, ciudades de cartón-piedra levantadas única y exclusivamente a mayor gloria del mercadeo a través de la más burda prostitución de aquello que los seres humanos tenemos de más valioso: el deseo y la imaginación.

Tres.- Max Aub escribió que las ciudades son libros que se leen con los pies. Lo escribió hace más de setenta años. Hoy, bajo el imperio literario de los best-sellers y de todo tipo de literatura llena de vacua palabrería y nada más, la metáfora de Aub sigue siendo válida. Caminar por nuestras nuevas ciudades es igual de desolador que tener que leer uno de esos libros que casi todo el mundo lee en el metro, esa malísima literatura de evasión con ínfulas de trascendencia.

Cuatro.- El pasado siglo fueron los intereses industriales los que diseñaron unas ciudades y unos barrios inhabitables en los que sin embargo floreció el movimiento obrero, el vecinal, el ecologista… Esos mismos intereses del gran capital son los que desde hace unas décadas despueblan de fábricas nuestras ciudades para llevarse el trabajo industrial a países con trabajadores sin derechos donde producir les salga más barato y por tanto ellos se enriquezcan más. Son ahora los constructores y las grandes multinacionales del comercio las que diseñan urbanísticamente nuestras ciudades y nuestras vidas, nuestros modos de vivir, con el beneplácito de los partidos políticos: los intereses económicos que los guían son al fin y al cabo los mismos. Nosotros volvemos a ser simples peones en el tablero, peones a los que se sacrificará en cuanto sea necesario, es más, peones a los que se está sacrificando cotidianamente condenándonos a una vida despojada de vida. Y lo que es peor: peones satisfechos.

Cinco.- “Cuanto más opacas se vuelven las empresas, más transparentes se hacen sus sedes”, escribe El Roto en una de sus viñetas.

Seis.- La ciudad ha sido una de nuestras más tenaces pasiones. Hemos perseguido la vida hiriéndonos con sus esquinas, pero haciendo de ellas nuestras fieles aliadas. Hoy se ha vuelto enemiga.

Siete.- En su póstumo libro “Panegírico”, nos cuenta Guy Debord el final de su ciudad, París, y de las demás, y la progresiva sustitución de un modo de vida por la impostura capitalista de la vida. “Tratándose de una época en la que tantas cosas han sido cambiadas con la sorprendente velocidad de las catástrofes”, escribe Debord, y continúa: “Pero luego durante mucho más tiempo, cuando la ciudad fue asolada y destruido completamente el modo de vivir llevado en ella. Eso ocurrió a partir de 1970. Tengo la impresión de que esta ciudad fue devastada un poco antes que las demás porque sus revoluciones, una y otra vez recomenzadas, habían acabado por asustar y sorprender al mundo; y porque, desgraciadamente, habían terminado siempre en fracaso”. En efecto hay ciudades a las que el poder siempre ha tenido ganas por levantiscas, y finalmente ha encontrado la manera de sojuzgarlas, desapareciéndolas y suplantándolas por ciudades nuevas. Bilbao o Barcelona son espléndidos ejemplos de esta táctica. “Vivir simplemente siguiendo las instrucciones de quienes detentan la producción económica actual y el poder de comunicación con el que se ha armado”, escribe Debord. Los omnipresentes medios son los encargados de imponer el imaginario de estas nuevas ciudades a través de lo que Debord llama “la estúpida cháchara del optimismo”, y concluye tajante sobre ellos: “Por vez primera, los mismos han sido amos de todo lo que se hizo y de todo lo que se dijo sobre ello. Así, la demencia edificó su casa en lo más alto de la ciudad”.

Ocho.- Borges habla del perfeccionismo de un rey que hizo que sus agrimensores levantaran un mapa de su territorio tan exacto que se correspondía punto por punto con él. Es ésta del cuento de Borges una metáfora precisa del escamoteo que el poder ha obrado con nuestra ciudad. Nada por aquí, nada por allá, ¡zas! Vivimos en esa impostura que punto por punto ha colocado sobre ella. Hemos dejado de habitar una realidad, habitamos una representación. ¿Y en qué nos vamos convirtiendo?

Nueve.- ¿Ciudad de servicios? “El valor de cambio es el condottiero del valor de uso, que acaba haciendo la guerra por cuenta propia”, escribe Debord.

Diez.- En “Las ciudades invisibles” Italo Calvino fabula con un Gran Khan ciego al que Marco Polo, viajero que ha recorrido todo su imperio, ha de contar cómo son las ciudades que en él se levantan. El escritor norteamericano Ken Kelfus ha parodiado el lirismo de Calvino en su relato “Los centros comerciales invisibles”. El centro comercial como la metáfora de nuestra vida, que hasta hace poco constituía la ciudad.

Once.- El mercado y la publicidad han sido erigidos en la esencia misma de la estructura de nuestra ciudad, de nuestra existencia.

Doce.- ¿Ciudad de servicios? “Los placeres de la existencia han sido, desde hace poco, redefinidos autoritariamente”, escribe Debord.

Trece.- Hace poco escuché al poeta euskaldún Edorta Jiménez recitar un poema en el que recorría crítica y jocosamente la historia de Bilbao -o así lo deduje yo- a través de sus metales característicos. El texto consistía casi exclusivamente, creo recordar, en una serie de datos químicos de esos metales: valencia, número atómico…Del hierro al titanio comprobábamos que todo se iba volviendo progresivamente más ligero, más insustancial.

Catorce.- Tras vivir ese desastre de la desaparición de su ciudad debajo de un gran simulacro, Debord opta por irse, por buscar la vida en otras ciudades del sur, de Italia y de España. Pero comprueba que lo sucedido en París es un fenómeno global, que las ciudades, todas, están siendo transformadas en parques temáticos, en destinos turísticos, en groseras caricaturas de sí mismas, y regresa a París. “Mucho más tarde, cuando la marea de destrucciones, contaminaciones y falsificaciones alcanzó a toda la faz de la tierra y la hubo penetrado casi en toda su profundidad, pude volver a las ruinas que subsisten de París, porque para entonces ya no quedaba nada mejor en ninguna parte. En un mundo unificado, no es posible exiliarse”, concluye Debord.

Quince.- Las ruinas que subsisten. Las ruinas. Lo que no se aviene a uniformizarse. Esas sustancias reacias a disolverse en la mediocridad, a reeducarse económica o laboral o vitalmente, a formar parte del progreso. El grupo bilbaíno de teatro “La Txusma” ha estrenado hace poco su espectáculo “Poesía urbana”. Las ruinas. Lo desechable. Lo no utilitario. Lo prescindible. Lo conflictivo. Lo extemporáneo. Lo fuera de lugar. Lo fuera de tiempo. La poesía. “La Txusma” dedica su espectáculo a esos a quienes no les gusta nada el nuevo Bilbao y reivindican el viejo. Las ratas, las resistentes ratas se convierten en emblema en esta obra, que se cierra con los caóticos y estridentes sones de Eskorbuto: “Somos ratas de Bizkaia”. Pero Eskorbuto es recuerdo, pasado.

Dieciséis.- No nos engañan. Sabemos cuál es el modelo que ellos quieren para nuestra ciudad. Y lo han construido ahí abajo, en el subsuelo. El metro. Ese aséptico, uniforme y superorganizado lugar de espacios diáfanos diseñados para la vigilancia y el control, en el que toda señal de vida está prohibida, en el que no hay retretes porque son focos potenciales de inseguridad y de insalubridad, en el que nos desplazamos como borreguitos al negocio del trabajo o al negocio del ocio mirándonos de soslayo entre vigilantes de seguridad y omnipresentes cámaras; ese lugar de estaciones y andenes y trenes obsesiva y exactamente iguales en los que la única diferencia es un cartel con un topónimo. Pero ahí abajo, desplegando sus laberínticos, oscuros y sucios túneles, llevando nuestra miseria, se despliega también la red de alcantarillas. Pared con pared.

Diecisiete.- Esta ciudad se viene abajo, está en desescombro. Pero nosotros seguimos creando en ella nuestra ciudad. Este lenguaje nuestro se está cayendo a cada instante, no sirve. Pero de su propia materia vamos creando nuestra vida.

Dieciocho.- Al principio debes dejarte llevar por la tristeza, es imprescindible. La noche, con las farolas amarillas en esas calles que pocos paseantes frecuentan, es un buen lugar para comenzar. Algún bar gris, no más de tres, despacio, caminar por los bordes, por los bordes de la ciudad, por los bordes de la luz, por las afueras de uno mismo.

Diecinueve.- Nuestra vida es siempre la ciudad, tal y como la vemos la primera vez, en la primera promesa que nos hace de revelar todo su misterio, toda la belleza que guarda. Perderse años y años por las calles. Desollándonos el corazón hacer de las esquinas fieles aliadas. Contarle a Alicia que la felicidad…que la felicidad sigue siendo subversiva, pero que perseguir el deseo es como jugar a moscas que se posan en el matamoscas. A nada que te descuides sus perros te muerden las venas. Sus perros, los del deseo. Y a pesar de ello le hemos perseguido por lugares extraños.

Veinte.- Esta es la ciudad sin fondo. Y sin embargo durante unos minutos una mano invisible levanta el velo que cubre todas las cosas. Pero nosotros somos los hijos de la noche, no podemos sino balbucear y herir nuestras manos en las alambradas.

Veintiuno.- En la ciudad cae la lluvia con rabia. No aceptar la posibilidad de una derrota sabiendo que es imposible vencer. ¿Hacia dónde lanzar nuestro odio?

Veintidós.- No aprender a decir: ésta es mi casa; porque la vida siempre tiene lugar en los límites, en los suburbios donde las zarzas borran los caminos y las higueras crecen en el estremecimiento de los muros y es el óxido el que crea el sentido. El deseo no puede sino hacer añicos los objetos del reino de la paz. Y es imposible hacer oídos sordos, protegerse tras una muralla de niebla. En medio del estrépito ciudadano hundirse puede ser más ventajoso que ascender.

Veintitrés.- La realidad tiende a desaparecer. La sombra fluye siempre en nuestro sueño. Arbeit macht frei. El trabajo os hará libres. La publicidad nos invita a su mesa, la emisión no se interrumpe jamás, nunca cede la pantalla al blanco murmullo de la nieve. El último programa de éxito es nuestro asesinato cotidiano. Levantando los ojos al cielo compruebo que los dioses siguen ahí. Sobre la torre más alta, presidiendo este inmenso inmueble en venta, esta vieja ciudad amputada, atestada de callejones sin salida. Melancólicas y soberbias brillan en lo más alto las letras de neón del BBVA. Arbeit macht frei. El eslogan de éxito desde que los nazis lo colocaron sobre la puerta de sus campos de concentración.

Veinticuatro.- El último objetivo de esta guerra, voyeurs ciudadanos amparados por la ironía retórica de los publicistas, es convertir el cuerpo y el alma en marca registrada para que acudáis veloces a adquirirlos a sus campos de concentración del ocio. Auschwitz, Stanmheim, qué más da si en los sótanos del bienestar el agua nos llega ya al cuello. Defender la poesía contra el zumbido del aire acondicionado. Me niego a olvidar el dolor. Me niego a aliviarlo. Perro rabioso royendo el hueso de las palabras en los callejones sin salida de la madrugada, bajo los enormes neones del BBVA.

Veinticinco.- La sagrada virtud del respeto a la propiedad privada. Del dolor. La ciudad.

Veintiséis.- “En las librerías se apilan / los best-sellers, literatura para idiotas / a los que no basta la tele / o el cine de idiotización más lenta. / El poder del estado fluye del dinero al dinero”, escribió el dramaturgo alemán Heiner Müller en una desolada visión de Berlín.

Veintisiete.- No se puede negar la especial querencia de quienes dirigen y programan nuestras ciudades por el espectáculo de la cultura. Acontecimientos-espectáculo de gran impacto mediático y que supongan la movilización de las masas ciudadanas, en una significativa aproximación a la más pura estética fascista. Espectáculos de grandiosidad aplastante a los que mirar complacidos y boquiabiertos, sean carreras de coches, desfiles festivos con exultante parafernalia teatral, celebraciones y conmemoraciones pirotécnicas, aquelarres de cartón-piedra, naves majestuosas surcando la ría, performances circense-teatrales de gran formato a la vera del museo tótem, macro conciertos, macro exposiciones, macro congresos…Todo a mayor gloria de este capitalismo de ficción. De que nuestra ciudad se haga en él su huequecito.

Veintiocho.- “El consumidor es el heredero posmoderno del ciudadano. Un tipo más concreto, más escéptico y más urbano. Más activo, imaginativo y universal”, ha declarado el sociólogo Vicente Verdú a la prensa en la presentación de su flamante libro: “Yo y tú, objetos de lujo”. Y se queda tan ancho. Los seres humanos del primer mundo de este arranque del siglo XXI somos escépticos. Parece que lo somos. Las religiones están de capa caída. Y tampoco nos creemos a los políticos, ni a los moralistas, ni a nadie, bueno, a casi nadie. Porque las creencias más supersticiosas, las fes más irracionales y esotéricas están haciendo su agosto. Y la principal de esas fes es sin duda el consumo, voceado por todas partes por su profeta la publicidad, que nos promete la felicidad de la compra y la vida eterna de la propiedad. Qué curioso que ahí seamos tan poco escépticos. Y tan practicantes. Y que no nos demos cuenta de que nunca buscamos las cosas, sino la búsqueda de las cosas.

Veintinueve.- Leo en la prensa que acaba de ser comercializado -¡con la colaboración del ayuntamiento!- una versión del juego del Monopoly con las calles y las plazas de Bilbao. Ninguna de esas voces que defienden a la infancia del sexo, del sexismo o de la violencia se alzará en esta ocasión. Iniciar a los pequeños en el sano ejercicio de la especulación urbanística y de los negocios, no sólo no resulta perjudicial, sino sumamente instructivo y beneficioso para sus vírgenes mentes.

Treinta.- Tanto se han comprimido el tiempo y el espacio en nuestras ciudades, que habitamos un presente sin ninguna posibilidad de ser vivido.

Josu Montero

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