EL ESTADO DE LA NACIÓN O LA NACIÓN DEL ESTADO
Los nacionalismos, así como los dioses, se han presentado a lo largo de la historia como elementos justificativos de situaciones de opresión y de guerras de expansión. Mucho más complejo resulta reflexionar sobre qué es el nacionalismo y por qué tiene la fuerza para justificar toda situación de injusticia, opresión y toda forma de conquista. De hecho, no existe ninguna definición estable ni consensuada sobre qué es nación. Tal y como afirma Hobsbawn, «la característica principal de esta forma de clasificar a los grupos de seres humanos es que, a pesar de que los que pertenecen a ella dicen que en cierto modo es básica y fundamental para la existencia social de sus miembros (…), no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera» (Hobsbawn, 1990: p. 13). Así se han generado múltiples definiciones de Nación, como por ejemplo la de Stalin, quien teorizó, por encargo de Lenin, sobre el nacionalismo dentro de la tradición marxista. Y fue el mismo Stalin, ya en el poder, quien cerró en el marxismo la revolución «en un solo país» frente al «internacionalismo» anteriormente proclamado. En todo caso, con el nacionalismo pasa una cosa similar a cuando reflexionamos sobre los Dioses: ¿cuál será el verdadero? De hecho, la relación entre dios y nación no es nada extraña. Como tampoco son cosas tan diferentes. Así, Josep R. Llobera nos habla de esta relación entre Dios y Nación: «La nación, como una comunidad culturalmente definida, es el valor simbólico más elevado de la modernidad; posee un carácter cuasi sagrado sólo igualado por la religión.
De hecho, este carácter cuasi sagrado procede de la religión. En la práctica, la nación se ha convertido en el sustituto moderno secular de la religión o en su más poderoso aliado» (Llobera, 1996: p. 10).
En todo caso, tanto las Naciones como los Dioses son dos construcciones que operan necesariamente y exclusivamente en la dimensión afectiva de los individuos. Sólo tienen sentido desde el mismo momento en que el individuo quiere identificarse como perteneciente a la Nación o a una comunidad religiosa (por no llamarla secta), intentando responder a la necesidad humana de sentirse identificado e integrado en la comunidad.
Es por ello que la Nación se presenta actualmente como una realidad inmutable, que estaría siempre por encima de las individualidades, y que existiría siempre hasta el fin de los tiempos. El nacionalismo trabaja con verdades absolutas, resaltando «nuestra» verdadera Nación frente a «su» falsa Nación. Es exactamente la misma disputa que enloquece a los creyentes y a los infieles del verdadero y del falso Dios. Son, pues, excelentes mecanismos para generar espacios simbólicos diferenciados, y no pueden ser ni casuales, ni causales. Más bien responden a estrategias de construcción de mentalidades para la legitimación de la separación-división social existente. Estrategias que buscan potenciar y resaltar aquellos elementos o características que el «otro» no posee, hasta el punto de alcanzar el irrealismo mitificado del folclore. Aquí aparece la historia como aquella masa plástica adaptable a las necesidades de la mística nacional. Y, evidentemente, el pasado se adapta a las imperiosas necesidades del presente, prolongando el pasado nacional hasta tiempos mucho más remotos que la aparición histórica del propio nacionalismo.
Y es que, históricamente, las naciones actuales se formaron desde el momento en que unos individuos quisieron definirse (o identificarse) como Nación, y esto no sucedió hasta el siglo XIX con la emergencia del liberalismo como proyecto político, económico y social. La Nación aparecía como una concepción política nueva: igualdad jurídica ante el Estado, poniendo punto y final a los privilegios de los estamentos feudales, y liberación de tierra vinculada y amortizada, objetivo codiciado de los grandes capitales generados en época moderna (los nuevos ricos del momento). No será hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando el nacionalismo mute hacia una dimensión más culturalista (ejemplo éste del nacionalismo catalán, o del españolismo de Cánovas del Castillo).
En el caso español, es en la Constitución de Cádiz de 1812 cuando aparece el concepto de Nación española, en los términos políticos de igualdad jurídica de los ciudadanos ante el Estado, aunque no todavía en términos culturales. Será a partir del romanticismo y de la fragmentación de los grandes imperios, ya en la segunda mitad del siglo XIX, cuando aparece el nuevo nacionalismo culturalista, con elementos esencialistas («hemos existido desde siempre»), proclamando un pasado y una cultura diferencial respecto de otras naciones. Y esto se daba tanto en nacionalismos con Estado (Cánovas del Castillo) como en aquellos que perseguían uno, como el nacionalismo catalán, que comenzaba a articularse en aquel momento. Desde entonces, la historia de los nacionalismos, así como las características de los hechos nacionales, se han mostrado tan volátiles y adaptables como las innumerables y contradictorias palabras de los Dioses a lo largo de cada tradición.
Así se puede afirmar que la nación no es, absolutamente, nada. Con el concepto de Nación no se define ya ningún proyecto social ni ninguna forma de organización diferenciada. Es un concepto totalmente vacío. Es una construcción mental, de relevancia política, que ha ido modificándose desde su uso inicial hasta la actualidad, adaptándose a los diferentes contextos sociales que se han ido reproduciendo. La nación es, en todo caso, un espacio simbólico intencionadamente limitado donde se distingue, a todos los efectos sociales, un interior y un exterior. Esta volatilidad permite, precisamente, utilidades prácticas que se han mostrado muy rentables. Rudolf Rocker afirmaba que «si el hombre puede crearse arbitrariamente la ficción de una patria ideal, eso no demuestra sino que las nociones de patria y nación son también conceptos ficticios inyectados en la cabeza del individuo y que pueden en todo momento ser desplazados por otras ficciones» (Rocker, 1949: p. 385). Ficciones que no hacen sino que esconder que tras el nacionalismo no hay sino operaciones de poder y de dominio, desde el poder y desde el dominio. Y es que el único aspecto realmente común a todos los nacionalismos y a todas las naciones de todos los tiempos ha sido la voluntad de articular un Estado, es decir, la organización de poderes. Es por ello que tiene tanta fuerza el nacionalismo: al no ser nada, puede serlo todo. Es igual que cuando se defiende la existencia de un Dios: como no se puede demostrar que no existe, es que ha de existir.
ESTADO Y VIOLENCIA: LA GESTACIÓN DE LA AUTORIDAD
AsÍ, la Nación es una construcción mental que se proyecta sobre un espacio simbólico, donde la única materialización real es el Estado. Pero, ¿qué es un Estado?
Toda forma de organización estatal se fundamenta en tres pilares:
– La existencia de un robo por parte de un sector social;
– el uso institucionalizado de la violencia para, precisamente, reproducir el expolio; y
– la legitimación ideológica de esta violenta situación.
Es decir, hacienda, guerra y adoctrinamiento. Estos tres elementos son inseparables, en mayor o menor medida, en todo Estado o en todo proyecto que tenga por objetivo la construcción de un Estado. Y es que el objetivo último es la cimentación de la Autoridad sobre la sociedad. Y la organización estatal no es nada más que una cadena de comandantes, jefes, directivos (o la figura que se quiera), obsesionados por imponer voluntades y decisiones tanto a la propia jerarquía organizativa, como a la sociedad a la que han conseguido dominar y controlar. Y ello implica una acción institucionalizada de subordinación de los individuos, que no puede ser sino de extrema y continua violencia.
La existencia y perpetuación del Estado depende, así, de la necesaria interrelación de estos tres elementos, garantía de la organización de los poderes económicos (aparatos fiscales), militares (aparatos represivos) e ideológicos (aparatos propagandísticos). Bienvenidos al Derecho del poderoso, que se impone prioritariamente por a) la acción terrorífica mediante la policía-ejército; b) la amenaza latente mediante el peso de la «Justicia», ya sea por providencia divina o democrática; y c) el proyecto, sencillamente, exterminador mediante el sistema penal.
Estos tres pilares sólo conforman el marco necesario para garantizar un único propósito: consolidar la Autoridad. Pero para perpetuar la autoridad hay que asegurar la reproducción del engranaje, gracias a las lealtades que se asegura con la institucionalización de privilegios que sólo disfrutarán sectores sociales determinados. Aquéllos, precisamente, más interesados en la articulación del poder. De su poder. Es por ello que el Estado es el sistema mafioso por excelencia y es donde el ejercicio de la autoridad no puede sino ir acompañado de una crónica práctica de corrupción, ya que de ella emana la concesión de los privilegios catalogados como Derechos. Cuando la Autoridad se muestra incapaz de mantener la estructura de privilegios, o la hace excesivamente asfixiante para la mayoría de la población que la sufre, es cuando se produce más fácilmente su cuestionamiento y su posterior caída, no necesariamente revolucionaria.
El autoritarismo necesita de privilegiados y, por lo tanto, es inevitablemente un desnivelador social, hecho que niega ya de entrada la posibilidad de una hipotética igualdad entre los individuos que han caído bajo su dominio. Así, la función estatal más importante es la de garantizar el funcionamiento del mecanismo de la Herencia de la propiedad, apoyado por la Ley que sustenta el privilegio. Ello no hace sino evidenciar que quien no roba, está condenado a la obediencia existencial. Es por ello que hoy, como siempre, han caído bajo los pequeños ladrones las penas más inhumanas, mientras que con los grandes ladrones del sistema el procedimiento penal siempre se ha mostrado más benevolente.
Por su lado, el aparato ideológico es precisamente el encargado de ofrecer los elementos necesarios de legitimación y de autoconvencimiento de la violenta situación. O, más claramente, es quien se encarga de sembrar la ignorancia deseada, generando tanto las verdades incuestionables (somos una Nación, somos una democracia) como los «necesarios» enemigos (históricos y nuevos, internos y externos), base del clima racista. La propaganda busca sobre todo que los individuos interioricen el principio de obediencia, reforzando así las relaciones de jerarquía y el espíritu de sumisión a la Autoridad.
Es decir, ha de imponer su poder sobre los individuos que sobreviven en el territorio sobre el que actúa. Es por ello que es el principal interesado en el desarrollo de las tecnologías de guerra y de control de las actividades de los ciudadanos, con el objetivo de mantener el status quo y también poder movilizarlos a merced de las necesidades del poder. La voluntad dominadora hace que la existencia de un Estado sea esencialmente incompatible con la libertad de los individuos y con el desarrollo de sus facultades.
En definitiva, pues, el Estado representa una forma de organización de base violenta, a partir de la cual se garantizan las situaciones de privilegio de unos pocos en detrimento del resto mayoritario. Y esto sólo es temporalmente sostenible si se fortalecen al máximo los principios de autoridad y jerarquía, gracias a algunas convicciones incuestionables y a una situación de terror permanente. El nacionalismo, en todas sus formas, ha servido perfectamente a este objetivo estatal. Incluso el nacionalismo más revolucionario, ya sea el burgués del siglo XIX o el «comunista» del XX, ha elevado a un sector social a la más alta jerarquía del «paisaje nacional», desarrollando los pilares del Estado para garantizar y perpetuar la situación de poder, dominio y control de la que disfrutan.
Jaume Balboa
Nota de los editores: Este texto es un fragmento del artículo «El Racismo Catalán en el camino hacia Europa». El título es nuestro.
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