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López Obrador y el tercer eclipse de la izquierda mexicana

Lunes 11 de enero de 2021 por CEPRID

Massimo Mondonesi

Jacobinlat

Algunas imágenes del pasado pueden alumbrar nuestra comprensión de la historicidad de un presente que vivimos como cotidianidad. Considero que, para entender lo que ocurre con la izquierda mexicana en tiempos obradoristas, resulta esclarecedor contrastar el momento actual con dos coyunturas en donde el nacionalismo progresista eclipsó a las izquierdas socialistas y anticapitalistas (me refiero a aquellas que merecen este título no solo por su colocación geométrica relativa, sino por su substancial radicalidad anti-sistémica).

En primer lugar, a mediados de los años 30, cuando las izquierdas quedaron a la sombra de un gobierno que impulsó profundas reformas sociales mientras institucionalizaba y disciplinaba a los movimientos obrero y campesino. En segundo lugar, en la coyuntura de 1988-89 cuando, al calor de las protestas por el fraude electoral en contra de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, las principales organizaciones socialistas mexicanas se disolvieron en el seno del Partido de Revolución Democrática (PRD).

No se trata de proponer una comparación sistemática, que implicaría listar un sinnúmero de diferencias puntuales. Tampoco de evaluar puntualmente la oportunidad y la legitimidad de las decisiones políticas de los grupos dirigentes. De lo que se trata es de examinar, por analogía, un trazo grueso (y, por ende, fundamental) que ponga en evidencia un acontecimiento recurrente.

Dicho de otra manera: considero oportuno relevar las consecuencias históricas de la puesta en práctica de fórmulas políticas al estilo de lo que, en los años 30, al interior del movimiento comunista internacional, se denominó «frente popular». Fórmula que podemos asimilar, salvadas las evidentes diferencias, a la hipótesis de lo que se conoce en nuestros días como «populismo de izquierda». Una tentación persistente de corrimiento hacia el centro, hacia una convergencia nacional popular, que podemos constatar a nivel general, al margen de las variaciones formales ocurridas con el transcurrir de las décadas en su justificación político-ideológica y en la composición de clase que le subyace.

En los años 30, como a finales de los 80 y en nuestros días, el argumento del frente o la unidad nacional y popular, generalmente acompañada de una condescendencia hacia fenómenos caudillistas y bonapartistas –en todo caso, un ismo personalizante, fuera cardenismo u obradorismo-, ha servido de justificación para sostener la necesidad de la alianza progresista (en apoyo a un gobierno o en la oposición, según el caso) con su correlato de subordinación de fracciones importantes de las izquierdas antisistémicas, otrora de franca definición socialista y revolucionaria, al progresismo nacionalista o nacionalismo revolucionario, como se definió en el México de los años 20 y 30.

Esta modalidad subalterna de alianza ha provocado tres eclipses en la izquierda socialista. Y es que tal elección, llevada adelante por sus franjas mayoritarias en contextos históricos y políticos distintos –más o menos favorables— se tradujo en una invisibilización y un desperfilamiento, cuyo impacto se resintió tanto en estas coyunturas históricamente relevantes como en el mediano plazo de los procesos históricos inmediatamente sucesivos.

Por otra parte, cabe señalar que –por lo menos en el pasado, pero también tendencialmente en el presente— los reducidos sectores izquierdistas que se mantuvieron al margen de la alianza no pudieron adquirir un real protagonismo político nacional ni lograron ofrecer una alternativa viable a la avasalladora hegemonía del progresismo nacional-popular. En algunos casos, ensimismándose sectariamente; en otros, sosteniendo o impulsando experiencias puntuales y no pocas veces ejemplares de lucha y de resistencia, pero esporádicas o aisladas.

Un escenario de un gobierno progresista no es, por definición, indeseable y dañino para la izquierda radical, ya que existen dinámicas y situaciones de conflicto con las clases dominantes que tienen relevancia y mantiene alta la tensión clasista y es posible que, como ha ocurrido el pasado reciente latinoamericano, el mismo nacionalismo progresista recurra, no por vocación sino por necesidad, a la movilización de las clases subalternas, lo cual abre la puerta a un retorno, aunque sea relativo, en la escena de las ideas y las prácticas de las izquierdas radicales actualmente relegadas en la penumbra. La advertencia sobre el eclipse va más bien en el sentido de la normalización e institucionalización de un formato de hegemonía progresista en la que no caben el conflicto y la movilización social, como tampoco la independencia, visibilidad y relevancia de las izquierdas radicales, anti-sistémicas o socialistas.

El cardenismo de los años 30, el neo-cardenismo de finales de los 80 y el obradorismo del siglo XXI constituyen pasajes cruciales de la historia política de la izquierda mexicana –junto al 68 y el 94, que sintetizaron momentos de recobrada luminosidad— en los que el formato de la subordinación y la pérdida de identidad y autonomía de la izquierda anticapitalista frente al progresismo nacionalista podría aparecer como una constante, como una fatalidad inscrita en el acontecimiento fundacional de la estatalidad mexicana (la revolución de 1910 y sus secuelas).

Al mismo tiempo, si bien esto es parcialmente cierto, algo lo excede: con todo y su comprobada eficacia, tal mecanismo no impide el eventual y recurrente desborde por la izquierda en ocasión de coyunturas críticas y de episodios o ciclos de movilización masiva que propician la supervivencia, conformación o reconstitución de fracciones que, por ser antisistémicas, son también extrasistémicas; es decir, externas a la lógica del sistema político y de la institucionalización de su vertiente izquierdo.

Bajo esta clave de lectura, podemos reconocer una serie de movimientos de descomposición y recomposición de la forma de la izquierda radical en México. Estos giran en torno a la tensión entre su subordinación y su independencia, siempre relativas pero tendenciales y, por lo tanto, políticamente determinantes.

La metáfora del eclipse –con su obvia carga polémica— pretende ilustrar gráficamente tres pasajes históricos particularmente críticos en los que predominó el formato de la subordinación, en aras de alertar respecto de un pliegue problemático del proceso actualmente en curso.

I

Ha sido profusamente estudiado e interpretado el cardenismo de los años 30 como momento de condensación hegemónica fundamental en el proceso de institucionalización de la revolución mexicana a través de una mezcla de avances en materia de soberanía y de justicia social, concesiones a las clases subalternas, su reconocimiento y organización en el álveo de un Estado conciliador y benefactor y, por ello, garante de los límites pero también de la viabilidad de la acumulación capitalista y la jerarquía clasista que le corresponde.

En este contexto, más allá de la esporádica retórica socialista del propio cardenismo, la trayectoria del centro aglutinador de la izquierda revolucionaria de la época, el Partido Comunista Mexicano (PCM), se caracterizó por un salto vertiginoso de una posición sectaria a una de amplia apertura correspondiente al viraje de la línea política de «clase contra clase» a la de los «frentes populares» entre el VI y el VII Congreso de la Internacional Comunista, en 1928 y 1935 respectivamente.

Amén de las indicaciones en esta dirección que llegaban de Moscú, es evidente que la solución frentista correspondía a la situación mundial en tiempos de emergencia fascista. Sin embargo, también se adaptaba bien a la especificidad de México, donde existía un gobierno cuya legitimidad posrevolucionaria y dinamismo nacionalista y progresista le valían un sólido apoyo de masas. El corrimiento del PCM hacia las posiciones cardenistas le permitió asentarse a nivel organizacional, salir del aislamiento y alcanzar una dimensión, una influencia y una proyección que no había logrado anteriormente.

Al mismo tiempo, como contraparte, este crecimiento relativo implicó un desperfilamiento político e ideológico, ya que no se preocupó por mantener una iniciativa propia que marcara un margen de maniobra autónomo y diera pie a una acumulación de fuerzas orientada a la gestación de una alternativa socialista (que rebasara el orden posrevolucionario que se estaba consolidando y que tendía, paulatinamente, a volverse más conservador).

La deriva desde la línea política del frente popular hacia la que se llamó «Unidad a toda costa», ya pasada la amenaza fascista y en los albores de la guerra fría, marcará una involución hacia un desdibujamiento tan profundo que, a los ojos de muchos, no pareciera descabellada la fórmula provocadora de Pepe Revueltas sobre la «inexistencia histórica» de la «cabeza del proletariado», es decir, de un Partido Comunista en México. Una imagen extrema que, más allá de su trasfondo filosófico dialéctico, apuntaba a la constatación de la desaparición del PCM a la sombra del Partido de Estado y de la ideología de la revolución mexicana que lo justificaba.

En el PCM, la lógica frentista de la alianza con el nacionalismo progresista se mantuvo en el henriquismo en los años 50 pero también, con un nuevo grupo dirigente, a principio de los años 60, en el efímero pasaje del Movimiento de Liberación Nacional (MLN) inspirado en la primera etapa de la revolución cubana. Solo la irrupción del movimiento estudiantil del 68 interrumpió el primer largo eclipse cuando, en medio del torrente de luchas sociales que le siguieron, se generalizó la convicción de que era necesaria y urgente la presencia de una izquierda socialista independiente que retomara el horizonte de una nueva revolución, ahora de franco corte anticapitalista y socialista. En este clima de época, marcado por la proliferación típicamente setentista de las izquierdas revolucionarias, el mismo PCM vivió un momento de gracia logrando impulsar, a pesar de su limitado arraigo de masas, diversas luchas sociales y democráticas.

Entre los años 70 y 80 las izquierdas socialistas mantuvieron una influencia consistente y un perfil definido a través de un archipiélago de organizaciones políticas y sociales y de dos partidos con raigambre nacional, como eran el heredero del PCM, Partido Socialista Unificado de México (PSUM), y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de orientación trotskista, surgido en 1979. Sin embargo, no lograron desbordar al régimen priista en el terreno de la organización y la movilización de las masas populares, y se estancaron rápidamente en los laberintos electorales abiertos por la reforma política de 1978, hábilmente orquestada y manejada desde arriba como válvula de escape de la presión democratizadora.

Ya en tiempos neoliberales, un sobresalto de movilización popular fue catalizado por la candidatura presidencial del hijo del general Cárdenas, Cuauhtémoc, surgida del desprendimiento de la Corriente Democrática del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El apoyo a su campaña y la resistencia en contra del fraude ocurrido en las elecciones del 2 julio de 1988 llevaron a distintas corrientes del socialismo mexicano a confluir, repentinamente, en una nueva alianza con aquellos ex priistas que se proclamaban defensores de los valores de la revolución mexicana traicionada por la tecnocracia neoliberal que gobernaba el PRI y el país.

Los argumentos que justificaron la disolución de las organizaciones socialistas en el PRD, aun repitiendo algunos de sus esquemas generales, iban más lejos de aquellos que, en los años 30, sustentaban el frente popular. Con la fundación del PRD, la alianza se volvió fusión orgánica: dejó de ser un frente al interior del cual se mantenía la independencia de las organizaciones más radicales para convertirse un único partido, en el cual no existía una corriente socialista mientras que era manifiesta la preeminencia de los ex priistas (a cuya cabeza, junto a Cuauhtémoc Cárdenas, figuraba Porfirio Muñoz Ledo, ahora destacado dirigente de la 4T, y empezaba a destacar el propio López Obrador), tanto en la gestión del aparato como en relación con el perfil ideológico nacionalista y progresista, en donde no cabía ni la palabra socialismo y, menos aún, una perspectiva revolucionaria que no fuera aquella sancionada en la Constitución de 1917.

No obstante, quedaba detrás del Sol Azteca y de los colores amarillo y negro, un fondo rojo compuesto por la presencia, la experiencia y el activismo de numerosos dirigentes y militantes que se habían formado en las organizaciones de izquierda ya disueltas.

Aquellas organizaciones, escasas, que se mantuvieron ancladas a la tradición socialista, se despoblaron o se ensimismaron, relegándose en los márgenes del escenario político. Al asumir el PRD el monopolio de la representación de la izquierda mexicana, aun sosteniendo una firme oposición democrática y antineoliberal al salinismo, quedó desierto el campo de los discursos y las prácticas más radicales de resonancia socialista y anticapitalista. Algo que parecía estar en consonancia con los tiempos.

Sin embargo, en 1994, ocasión de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, el levantamiento zapatista apareció como rayo en el presuntamente sereno cielo salinista. Su luz interrumpió el segundo eclipse rompiendo el sueño neoliberal del fin de la historia, pero también, valga el juego de palabras, despertando al izquierdismo más radical.

II

Hacia finales de milenio, el PRD se fue institucionalizando y «desizquierdizando» conforme conquistaba espacios de gobierno local (en particular, el gobierno capitalino, asumido por el mismo Cárdenas como plataforma para su siguiente campaña presidencial). El perredismo dejó de ser una identidad militante y se volvió gradualmente una rosca de prácticas y dinámicas oportunistas, burocráticas y clientelares que se proyectaban en una serie ininterrumpida de pugnas entre corrientes que no se distinguían por su perfil ideológico o su línea política sino por una lucha por recursos y ámbitos de poder.

En medio de su crisis terminal emergió el liderazgo carismático de AMLO, cuyo perfil ideológico nacionalista y antineoliberal alcanzaba credibilidad y proyección a través de un discurso moralizante, en contra de la corrupción y en favor de una redistribución de riqueza hacia los más pobres «por el bien de todos». AMLO transitó de la dirección del partido a la alcaldía de la Ciudad de México y luego a la candidatura presidencial, siguiendo a pie y juntillas el guion institucional.

Sin embargo, el torpe intento del gobierno del Partido Acción Nacional (PAN) de intentar descarrillar judicialmente su candidatura con el desafuero en 2005 y el fraude electoral del año siguiente lo llevaron a romper con el formato preestablecido y recurrir a la movilización popular y la convocatoria alrededor de su persona, en torno a la cual volvió a tejer y dar cuerpo a la alianza progresista que se había vuelto telaraña en el PRD. El obradorismo, a partir del movimiento de masas de 2006, se dio su propio marco organizacional con la fundación de Morena en 2011 como asociación civil y empezó a crecer, carcomiendo el PRD, reduciéndolo paulatinamente a un residuo político, cuya posibilidad de reciclaje electoral todavía está por demostrarse.

No obstante, al margen del obradorismo, entre 2012 y 2014 dos oleadas de protesta –el movimiento #YoSoy132 y el que reclamaba justicia por los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos— mostraron niveles de intensidad y radicalidad, en particular entre los estudiantes, que rebasaron el perímetro del proyecto nacionalista progresista y su apuesta electoral pero que, sin embargo, no dejaron una huella organizativa y de refundación de la izquierda sino que impactaron a nivel experiencial generacional y contribuyeron al derrumbe simbólico y político del régimen de la transición democrática.

Sobre sus ruinas, en el reflujo del ciclo de movilización y de cara a una situación nacional particularmente dramática por el estancamiento económico, el ahondamiento de las desigualdades sociales, el desborde de la violencia criminal y la corrupción endémica, a la hora de la sucesión presidencial de 2018 AMLO y Morena lograron colocarse como la única alternativa a la continuidad neoliberal y conservadora de PRI y PAN e, inclusive, supieron despertar en importantes sectores de las clases subalternas aquella «esperanza» que era reiteradamente invocada en la retórica obradorista.

La llamada Cuarta Transformación (4T) es un proyecto deliberadamente ambiguo y contradictorio que, para conciliar y contentar tirios y troyanos, combina elementos de continuidad conservadora (al no tener veleidades anticapitalistas y no querer afectar los intereses y las posiciones consolidadas de la «iniciativa privada» y las clases dominantes o «la oligarquía») y, al mismo tiempo, ejerce cierto margen de autonomía relativa respecto de ellas, buscando reactivar la intervención pública en clave redistributiva, el efectivo ejercicio de algunos derechos sociales básicos y la recuperación de un margen de maniobra soberano en el terreno de los recursos naturales –energéticos, en particular— y en el de la realización de grandes obras de infraestructura.

Este equilibrio precario entre progresismo y conservadurismo, aún arropado en un tono antineoliberal, está lejos de la épica transformadora y los ideales de la izquierda del siglo XX. De hecho, ni Morena ni AMLO se definen de izquierda ni remiten a un marco ideológico analítico que haga referencia al capitalismo o las clases sociales, sino que proponen al pueblo como protagonista de un cambio que vuelva dignificar y legitimar el Estado –depurándolo de la corrupción— para que garantice el «bienestar de todos» «limando las aristas del neoliberalismo», los cual implica disminuir la brecha entre ricos y pobres. De izquierda, en clave geométrica, hablan periodistas y politólogos; mientras que los opositores de derecha prefieren usar palabras más altisonantes y potencialmente descalificadoras ante la opinión pública, tales como «comunismo» y «socialismo», para invocar el fantasma venezolano.

En un clima político crispado por la pandemia, pero en donde el centro de gravitación y de iniciativa política es, sin lugar a dudas, AMLO y su personal estilo de gobernar y de encarnar la Presidencia de la República, se asienta el tercer eclipse histórico de la izquierda mexicana. Un eclipse que, en este caso, se manifiesta en dos movimientos: el que oscurece a la izquierda interna a MORENA y el que se extiende hacia las izquierdas que le son ajenas.

Además de vínculos orgánicos con grupos políticos oportunistas y alianzas con sectores conservadores, el bloque de poder obradorista que triunfó en las elecciones de julio de 2018 –cuyos precarios equilibrios trata de mantener, haciendo gala de sabiduría paternalista, el propio AMLO— cuenta con una base plebeya y un entramado de recursos militantes arraigados localmente. La izquierda interna a Morena, que no está organizada como corriente, se compone de forma difusa por activistas, dirigentes e intelectuales orgánicos que comparten una postura y, en general, tiene antecedentes en luchas u organizaciones sociales que marcaron la historia reciente de la izquierda mexicana. Para ellos, en extrema síntesis, la 4T se coloca en la senda de los movimientos y gobiernos progresistas latinoamericanos en función antiderechista y antimperialista y, en este sentido, exaltan el carácter transformador y el componente popular del obradorismo. En aras de poder impulsar su programa y, en particular, las reformas sociales que contiene, aceptan el principio de la unidad nacional y de la pragmática conciliación con los intereses de los de arriba y los de afuera.

III

A dos años de ejercicio de gobierno, algunas medidas sufragan sus convicciones mientras que otras tienden a refutarlas. En el primer rubro figuran la lucha contra la corrupción, la austeridad en el uso de recursos por parte de la administración estatal, la subida del salario mínimo, las políticas de apoyo puntual a sectores vulnerables, el gasto público reorientado hacia el sector salud en ocasión de la pandemia, la inversión en el sector energético, algunas reformas (como la que pretende regular la subcontratación), etc.

Por el otro, pesa la continuidad de fondo y la ausencia de reformas sustanciales en varios rubros fundamentales (por ejemplo, que introduzca mayores grados de progresividad fiscal o que contraste la concentración de los medios de comunicación), las tensiones en relación con las resistencias que generan grandes proyectos energéticos o infraestructurales (como el Tren Maya), varios temas ambientales, la formación de la Guardia Nacional y el papel de las Fuerzas Armadas en la 4T, las polémicas directas con diversas ONGs y con algunos sectores del movimiento feminista y del movimiento indígena, entre otras cuestiones espinosas.

Una espina inequívoca de las dificultades de la izquierda al interior de la 4T fue su estruendoso revés en la renovación de la dirigencia del partido. Las divisiones entorpecieron el proceso que marcaba el Estatuto, obligando a un inédito ejercicio de sondeo de opinión ordenado por el Tribunal Electoral y llevado adelante por el Instituto Nacional Electoral. Los sectores de izquierda apoyaron la candidatura de un personaje camaleónico, ajeno a toda tradición de izquierda, como Porfirio Muñoz Ledo (que, para colmo, fue derrotado por Mario Delgado, candidato del sector más oportunista, conservador y neoliberal).

Esto destapó una serie críticas que la disciplina partidaria de lealtad hacia AMLO mantenía a raya. Armando Bartra, uno de los principales intelectuales de izquierda de la 4T, aun conservando cierto optimismo, señaló sin tapujos la ausencia de un partido que permita sostener la 4T al margen de la iniciativa presidencial y enlistó una serie de tendencias alarmantes: crecimiento oportunista de la militancia; partido usado como trampolín para cargos; fuga de cuadros hacia el gobierno; electoralismo; distanciamiento de los movimientos sociales; incapacidad de conducción colectiva; falta de visión estratégica transexenal; parálisis de la capacidad de iniciativa política.

En efecto, al margen de los contenidos de las políticas públicas (cuyo saldo más o menos progresista puede provocar distintas apreciaciones), el obradorismo y el gobierno que surgió en 2018 no se caracterizan por una apuesta hacia la acción colectiva, la movilización y la autonomía de las organizaciones sociales, sino que conciben la contienda política a partir de la iniciativa desde arriba, desde el núcleo dirigente y el jefe carismático lo cual, en clave gubernamental, se traduce en control social en aras de un formato de gobernabilidad progresista.

Este rasgo en particular desconecta y tiende a contraponer a Morena al universo izquierdista más vasto y diversificado que sigue subsistiendo en el país. Este vive su propio eclipse por dos fenómenos gravitacionales. El movimiento del obradorismo que tiende a desplazarlo, desacreditarlo y negarlo al acaparar el campo del discurso antineoliberal y, por otra parte, la propia inercia de un campo que, aunque tuvo su brillo en el ciclo del 132 a Aytozi, terminó dividido entre organizaciones sociales fragmentadas y tendencialmente corporativas y grupúsculos políticos imposibilitados o incapaces de ampliarse, conectándose y articulándose a instancias populares y luchas en curso.

En ambos casos, es evidente la dificultad actual de tener visibilidad y generar una movilización desde abajo alrededor de una serie de demandas sociales no incluidas en la agenda de la 4T. En un contexto de polarización binaria entre gobierno y oposición de derecha, la izquierda potencialmente antisistémica queda, en efecto, eclipsada y relegada en sus reductos locales o sectoriales, periféricos respecto de la contienda política nacional.

Organizaciones sindicales y movimientos sociales que destacaron en las luchas de la época (trabajadores, maestros, estudiantes, campesinos, indígenas, feministas, defensa del territorio contra megaproyectos) se encuentran dislocadas en función de apuestas de mayor o menor cercanía a la 4T, cuidando su autonomía por razones ideológicas o de mera defensa de recursos. En el microcosmos de las organizaciones socialistas que proclaman su independencia, unas apoyan al obradorismo con entusiasmo, algunas con reservas explícitas, mientras que otras marcan una distancia irreductible.

El EZLN (desde la Otra campaña de 2005-2006, pero en reiteradas ocasiones hasta la actualidad) ha asumido una postura de frontal oposición al obradorismo, asumiéndolo como una mera variante del neoliberalismo: «podrá cambiar el capataz, el mayordomo y los caporales, pero el finquero es el mismo». Una postura que le costó una pérdida importante de influencia, dejando de ser un punto de referencia y de articulación a nivel nacional, aunque, al mismo tiempo, le permitió recortar un limitado pero sólido y significativo perímetro de resistencia y de relativa visibilidad en medio del eclipse.

IV

Para finalizar este ejercicio de analogía retrospectiva, cabe señalar que no se puede prever el fin del eclipse en curso. Este depende, en buena parte, de la órbita hegemónica del obradorismo, es decir, de su capacidad de sostener y extender el consenso tanto a nivel de masa como de franjas militantes y, en paralelo, de cooptación de grupos dirigentes en clave transformista.

Al mismo tiempo, no se puede descartar la posibilidad de que fracase la apuesta conciliadora de la 4T y se abra una abierta confrontación con las clases dominantes que obligue al obradorismo a recurrir a la movilización popular, abriendo una brecha en la cual puedan recuperar visibilidad y jugar un papel los ideales y los recursos militantes de las izquierdas radicales.

En todo caso, al margen de los inciertos desenlaces de la confrontación entre el gobierno y las oposiciones de derecha, en el terreno del conflicto social hay señales de activación limitada y puntual que, a la luz de la experiencia histórica y de los niveles de contradicción del proceso en curso, dan garantía respecto a que, más temprano que tarde, brotarán situaciones en las cuales habrá oportunidades de reactivación de izquierdas antisistémicas que hayan sabido transitar por el eclipse: otros momentos de catalización de las luchas y de catarsis subjetiva como lo fueron el 68, el 94 pero también los sobresaltos de 2012 y 2014, #YoSoy132 y Ayotzinapa.

Mientras tanto, mirar el presente a través del prisma de las experiencias claroscuras anteriores permite sopesar lo que está en juego más allá del horizonte restringido y la ceguera histórica de la pequeña política cotidiana.

Massimo Mondonesi es sociólogo italiano especialista en Gramsci. Profesor de la Universidad Autónoma de México.


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