¡Del “estado social” a la dictadura del proletariado!
Sábado 27 de octubre de 2012 por CEPRID
Ilya Ioffe
Levaya Rossiya /Rusia de izquierda
Traducción directa del ruso de Arturo Marián Llanos para Interunión y el CEPRID
Una de las más notorias y significativas manifestaciones de la crisis del capitalismo se refleja en la rápida aceleración del proceso del desmontaje del así llamado “estado social”. Este proceso que con distinta intensidad dura ya varios decenios, en los últimos años ha recibido un fuerte impulso en forma de pasos económicos y políticos hacia la “recuperación de la estabilidad financiera”, “reducción del déficit presupuestario”, “saneamiento de la economía” etc. “Medidas inevitables” a las que la gran burguesía recurre habitualmente en los tiempos difíciles, con el fin de no solo conservar, sino fortalecer su dominio. En muchos países de Europa Occidental, como Francia, Grecia, Portugal, Inglaterra el nuevo viraje radical de las clases gobernantes hacia el neoliberalismo provocó la enérgica respuesta de los trabajadores, que se opusieron a la intención de las autoridades de quitarles la porción de turno de los beneficios sociales. Sin embargo las huelgas, manifestaciones masivas y otras formas de protesta de momento no han tenido resultados: el gobierno de Sarkozy ha aumentado la edad de prejubilación a 62 años, Grecia aceptó el programa de “estabilización financiera” impuesto por la UE, los presupuestos de Irlanda sufrieron unos drásticos recortes etc. Está claro que la correlación de las fuerzas de clase hoy en el mundo imperialista no juega a favor de los trabajadores. La burguesía europea y norteamericana que domina totalmente el planeta desde la desintegración de la URSS, sin grandes dificultades, apenas recurriendo a la violencia, logra vencer la aislada resistencia del débilmente consolidado enemigo de clase. Comparada con el decidido y seguro de sí mismo gran capital, que paso a paso impone la línea que le conviene, la izquierda occidental, tanto la oficial “social-demócrata”, como la izquierda “antisistema” aparece a todas luces como lamentable, incapaz y aplastada. Es claramente incapaz de encabezar el creciente descontento de las masas amplias y encauzarlo hacia la lucha anticapitalista. Es incapaz de ofrecer un programa alternativo, cuyo contenido principal no sean los pasos paliativos “para salir de la crisis”, sino la ruptura radical con la ideología liberal dominante y el llamamiento a la rotura revolucionaria del sistema social podrido, para el que la “crisis” hace tiempo que se ha convertido en estado natural. El vector principal de la lucha política e ideológica de las fuerzas de izquierda en los países capitalistas ricos no va dirigido hacia la destrucción y la supresión del orden económico y de clase dominante, sino a la conservación de aquellos beneficios sociales que este orden todavía ofrece a los trabajadores asalariados. La suma de estos todavía garantizados beneficios se suele llamar “el estado social”. Para ver si la lucha por los restos del estado social tiene alguna posibilidad de éxito, de si este juego vale la pena, y de si no habrá llegado el momento para las fuerzas de izquierda de cambiar cardinalmente su orden del día político-ideológico, vamos a hacer una incursión en la historia.
El estado social nació, se fortaleció, llegó a su cumbre, comenzó a degradar y, por último ha alcanzado su actual estado penoso en el seno del capitalismo estatal-monopolista o, utilizando el término burgués convencional, “capitalismo organizado”. A partir de los mediados del siglo XIX la situación de los obreros europeos occidentales comenzó a sufrir importantes cambios. De la masa sin derechos, despiadadamente explotada de los campesinos de ayer desposeídos y pequeños artesanos, convertidos de hecho en esclavos, poco a poco comenzaron a convertirse en un elemento importante de las naciones políticas formadas sobre una nueva base de clase. La conquista de los derechos políticos formales iguales a los de la burguesía había fortalecido considerablemente las posiciones del proletariado occidental con respecto a la distribución del producto nacional. El estado burgués ya no podía ignorar a los obreros. Un factor determinante que cambió fundamentalmente no solo la situación política, sino también material y cultural del proletariado blanco de Europa Occidental y Norteamérica fue el paso del capitalismo a la fase imperialista. La sustitución de la competencia por el monopolio, el predominio del capital financiero, que sometió a la industria y la agricultura, la rápida expansión de los monopolios hacia los mercados exteriores y la obtención por parte del capital monopolista de gigantescos superbeneficios gracias a la explotación de las materias primas y la mano de obra barata de las colonias – todas esas nuevas circunstancias producto del imperialismo supusieron un cambio cardinal en la distribución de las fuerzas de clase dentro de las sociedades capitalistas más desarrolladas. Las clases dominantes de los países imperialistas, conservando íntegramente la propiedad sobre los medios de producción, tuvieron la posibilidad de compartir con sus trabajadores una pequeña parte de los beneficios, obtenidos del saqueo imperial. En su trabajo “Imperialismo y división del socialismo” Lenin describía la situación creada de la siguiente manera:
“La explotación de las naciones oprimidas, directamente relacionada con las anexiones, y sobre todo la explotación de las colonias por un puñado de “grandes” potencias convierte cada vez más al mundo “civilizado” en un parásito sobre el cuerpo de centenares de millones de los pueblos no civilizados. El proletario de Roma vivía a costa de la sociedad. La sociedad actual vive a costa del proletario. Esta profunda observación de Sismondi Marx subrayaba sobre todo. El imperialismo cambia el asunto un tanto. La capa privilegiada del proletariado de las potencias imperialistas en parte vive a costa de centenares de millones de los pueblos incivilizados.”
Es decir, que una parte importante de los proletarios de la metrópoli imperial – su “capa privilegiada” – se había convertido en la copartícipe del expolio de las colonias, beneficiaria de una parte de los superdividendos y, con respecto a la población de esas colonias, se había transformado en la clase explotadora. Ya no se trataba del mismo proletariado al que se dirigían Marx y Engels en el “Manifiesto” – el que “no tenía patria” y que “no tenía nada que perder salvo sus cadenas”. Se trataba de la “aristocracia obrera”. Su bienestar material y su estatus social ya no dependían tanto de los éxitos y fracasos en la lucha contra su burguesía, como del avance y profundización de la expansión imperialista de “su propio” estado. Comenzó a cambiar de raíz la relación del proletariado con la institución del estado burgués. Al asumir las funciones de redistribución de la riqueza nacional, este último de una máquina de opresión de clase y de represión que en el transcurso de la revolución los obreros debían destruir y sustituir por el estado que luego debía desaparecer de la dictadura del proletariado, se había convertido en el “proyecto común” de los trabajadores privilegiados y las clases dominantes.
La transformación de las relaciones de producción, característica de la fase del afianzamiento del imperialismo, debía reflejarse en la conciencia de clase y, en consecuencia, en el contenido de la lucha política de la clase obrera occidental. Fue cobrando fuerza la tendencia hacia la colaboración, pactismo con la burguesía nacional, reflejada en las tendencias conocidas como el oportunismo y el social-chauvinismo. La social-democracia revolucionaria de hecho se convertía en una fuerza contrarrevolucionaria, en el “partido obrero burgués”.
Precisamente en este período de la división del movimiento obrero entre el revolucionario y el oportunista se forman aquellas estructuras sociales que después pondrían las bases del actual “estado social”. El ejemplo más claro es el así llamado “socialismo prusiano”, introducido en la Alemania de Bismarck y que por primera vez estableció el sistema de seguridad social y pensiones de jubilación. La primera variante del socialismo prusiano fue la teoría del socialismo estatal de Lassale, quien anunció que la clase obrera era la portadora de la “idea pura del estado” hegeliana.
De modo que el nacimiento y los primeros pasos del estado social estaban indisolublemente unidos a la política de clase del imperialismo occidental y la vía tomada por el movimiento obrero europeo de unión y colaboración con el capital nacional.
La siguiente etapa en el fortalecimiento y desarrollo del estado social, durante el cual alcanzó su máximo esplendor y adquirió el aspecto que conocemos por el pasado reciente del “estado del bienestar”, fue durante los años de entreguerras de la “Gran depresión”, “New Deal” rooseveltiano, el estado corporativo del fascismo italiano y del nazismo alemán, y, claro está, durante el período de la “Guerra fría” de la posguerra – la época de la lucha global entre el llamado “imperialismo de la Tríada” (EE.UU., Europa Occidental y Japón) y el socialismo soviético. En esa etapa la política del estado social cumplía dos objetivos principales: en primer lugar “salvar el capitalismo de sí mismo”, es decir resolver la contradicción entre la producción socializada al máximo, monopolizada y los mecanismos de distribución de mercado, y, en segundo lugar, luchar contra la difusión y la práctica del comunismo. El logro de estos objetivos (fundamentalmente del segundo) exigía la máxima consolidación de las sociedades occidentales, la creación de una base de clase lo más amplia posible, lo cual, por supuesto, suponía una considerable redistribución tanto del poder político, como de los bienes materiales. Los círculos gobernantes de las principales potencias imperialistas tuvieron que hacer cesiones sin precedentes en la esfera de los derechos sociales y libertades cívicas, incluyendo de hecho hasta dos tercios de asalariados en la capa de la “aristocracia obrera”. La reconstrucción de Europa y de Japón después de la guerra, así como la colosal carrera de armamentos, crearon las premisas para el largo crecimiento económico con la inflación baja, acompañado de un nivel de desempleo también muy bajo. La ausencia de dificultades para encontrar el trabajo y amplias garantías sociales convertían el capitalismo en atractivo para la mayoría de los obreros occidentales y creaban una imagen favorable para los pueblos de los países en vías de desarrollo que habían alcanzado la independencia. El bajo nivel del desempleo creaba la ilusión del “derecho al trabajo”, mientras que el continuo crecimiento del bienestar acompañado del florecimiento del liberalismo burgués se inscribía perfectamente en el seductor concepto del “socialismo con el rostro humano”.
Sin embargo el topo de la historia poco a poco proseguía con su trabajo. Debajo de la pía apariencia del florecimiento y falsa “paz social” maduraban las premisas para la redistribución de turno del poder y de la propiedad. Por algún tiempo el “capitalismo organizado” había logrado ahogar el dolor del antagonismo de clase dentro de las prósperas sociedades occidentales, pero las contradicciones profundas del método capitalista de producción seguían ahí y tan solo esperaban el momento oportuno para, asemejando la lava volcánica, irrumpir en la superficie. Por un lado, el proletariado europeo y norteamericano que había sentido su fuerza, convertido para entonces en la “clase media”, exigía una mayor participación en los beneficios. Por otro lado, la gran burguesía imperialista en cuyo seno, siguiendo la lógica objetiva del desarrollo del capitalismo monopolista, cada vez mayor peso adquiría el sector financiero, no pensaba seguir tolerando la pesada carga del consenso de posguerra y se preparaba para el enfrentamiento definitivo para devolver las posiciones perdidas. La situación se caldeaba también por el movimiento de liberación anticolonial apoyado por el bloque soviético, que complicaba considerablemente el proceso de la extracción de los beneficios de la explotación de los países poscoloniales por parte del Imperio.
El orden económico keynesiano, basado en la intromisión activa del estado en la economía y el favorecimiento de la demanda del consumo, así como del “estado del bienestar” creado por ese orden, recibía críticas desde la derecha y desde la izquierda. Como suele suceder en la historia, en la lucha de clases vencen los más organizados, unidos e ideológicamente consecuentes. En los años 60 y 70 del siglo pasado la ventaja en todos estos componentes estaba del lado de la gran burguesía imperialista. Sus organizaciones políticas resultaron ser más fuertes, más combativas, sus líderes más carismáticos, sus ideas más atractivas y comprensibles para las amplias capas pequeñoburguesas, sus apologistas más convincentes y agudos que los de la izquierda. El programa del giro neoliberal detalladamente elaborado por las principales instituciones ideológicas de Occidente en los años 1950-60 se puso en marcha inmediatamente después de la crisis de petróleo de 1973. Comenzó el consecuente desmontaje de los institutos del estado social. El primer y más fuerte golpe contra la clase obrera occidental fue el fuerte aumento del paro. Hacia los mediados de 1975 el número de los parados totales en los países capitalistas desarrollados había alcanzado 15 millones. Además, más de 10 millones comenzaron a trabajar la semana incompleta o fueron temporalmente despedidos de las empresas. Se redujeron los ingresos reales de los trabajadores. Los indicadores medios del nivel del desempleo en los principales países capitalistas aumentaron 3-5%. Pero no se trata tanto de los parámetro cuantitativos que reflejan la dinámica del crecimiento del paro, como de los cambios cualitativos en todo el espectro de relaciones entre el trabajo y el capital que se habían creado en la época del “estado del bienestar” keynesiano. En los años de posguerra el aumento de la influencia de los sindicatos, ampliación del sector estatal, desarrollo de la legislación laboral progresista, aumento de la protección social y otros elementos estructurales seudosocialistas del “capitalismo organizado”, propiciaron que gran parte de los puestos laborales se salieran de la esfera de relaciones de mercado. Este fenómeno fue llamado por los economistas y los sociólogos la “decomodificación del trabajo”. En los principales países imperialistas, así como en las social-democracias escandinavas dentro del mercado laboral habían aparecido sectores enteros en los que los obreros y los empleados estaban prácticamente blindados contra el despido, recibían salarios aumentados y amplio espectro de beneficios sociales correspondientes, como la baja pagada por enfermedad, pensión asegurada a cargo del empleador etc. Esos sectores privilegiados de la “aristocracia obrera” podían existir gracias a la explotación del trabajo mal pagado en los países del Tercer mundo y la parte no privilegiada de los trabajadores (básicamente las minorías étnicas o inmigrantes) en sus propios países.
Los trabajadores, empleados en esos sectores del mercado laboral de bonanza, protegidos frente a los bruscos cambios de oferta y demanda, fueron los principales beneficiarios de la organización político-económica de posguerra, hasta el comienzo mismo de las reformas neoliberales.
Con el comienzo de la privatización masiva de las empresas estatales, la caída de la influencia de los sindicatos bajo los golpes de los regímenes de derecha conservadora de Reagan, Thatcher y Koll, con la extensión del paro masivo, la proporción de la “aristocracia obrera”, que disfrutaba del “socialismo” dentro del capitalismo, en el ejército global de asalariados comenzó a reducirse rápidamente. A partir de entonces los “aristócratas” tuvieron que competir en el “mercado libre” con sus hermanos de clase por el número mucho menor de puestos laborales. De nuevo como en los buenos viejos tiempos del capitalismo “no organizado” su fuerza de trabajo se había convertido en una mercancía. Pero la cosa no quedó ahí. Aprovechando el derrumbe del campo socialista, el paso de China a las vías del capitalismo neoliberal y la apertura de los mercados de los países en desarrollo a la expansión ilimitada del capital extranjero, la gran burguesía imperialista puso en marcha el proceso de desindustrialización de sus países. Comenzó a sacar los puestos de trabajo de los ricos países industriales a los países pobres con abundante fuerza de trabajo y ausencia de legislación laboral. Ahora el obrero occidental mal acostumbrado por el “estado social” tenía que competir por su puesto con su hermano chino, vietnamita o indonesio. El nuevo imperialismo de las estructuras financieras globales y corporaciones transnacionales ya no necesitaba al proletariado propio. Este podía olvidar para siempre su participación en los beneficios con los derechos casi que de socio.
El análisis objetivo histórico-materialista del “estado social” demuestra su estrecha relación con el desarrollo del imperialismo – la superior y última fase del capitalismo. La vida y el destino del estado social en sus diversas modalidades dependen del carácter de las relaciones entre el capitalismo interior de las potencias imperialistas y los intereses externos de la clase dirigente imperialista. James Petras llama esas relaciones “conflicto entre la República y el Imperio”. En su día República, desgarrada por las contradicciones internas, parió el Imperio, que por un lado retomó parte de sus contradicciones, pero por otro la surtió de los recursos necesarios para su supervivencia. Hoy al Imperio le pesa cada vez más la República, porque la burguesía imperial obtiene su principal beneficio de la expansión exterior, y no de la explotación de su propio proletariado patrio. Este antagonismo encueta su expresión en el desmontaje del estado social, en la liquidación de los privilegios del trabajo asalariado imperial y, como consecuencia la paulatina proletarización de la “aristocracia obrera”. Hasta qué punto este retorno “al punto de partida” de la clase trabajadora occidental puede llevar a su radicalización, a la comprensión por parte de sus dirigentes de que la lucha por los restos del estado social está condenada y que es necesario transformarla en la lucha por el socialismo y la dictadura de los trabajadores – en gran medida dependerá de las dimensiones y la profundidad de la crisis que está en marcha.
En sustitución del “estado social”, o, utilizando la expresión de David Harvey, del “liberalismo incorporado”, viene la dictadura. Su llegada es prácticamente inevitable, y de nosotros tan solo depende hoy su contenido de clase. ¿Cómo será? ¿Marcharán las masas de los trabajadores desesperados y desilusionados con el capitalismo bajo el lema ¡Proletarios de todos los países uníos!” hacia el poder de la gente trabajadora o, después de inflarse de cerveza y con ojos saltones, al grito de “¡Fuera de mi país!”, a través de la masacre y los pogroms de “negratas”, se lanzarán directamente hacia la dictadura nacional-fascista? La respuesta depende de las fuerzas de la izquierda – de su decisión, cohesión y madurez ideológica.
Nota del traductor: este artículo fue escrito en 2010 pero su planteamiento es muy actual. Desde un análisis estrictamente marxista ortodoxo llega a las mismas conclusiones que Dzhemal o Khazin (cada cual desde su postura, estos dos autores ya publicados en el CEPRID) de que estamos en un momento decisivo de cambio político-social a nivel global.
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