CEPRID

La actualidad de Rosa Luxemburgo en el debate actual: postneoliberalismo o anticapitalismo (y II)

Lunes 13 de febrero de 2012 por CEPRID

Beatriz Stolowicz

Bolpress

El posliberalismo

La crisis que estalla en 2008 ha puesto a la orden del día la discusión sistémica sobre la necesidad de “reforma” del capitalismo para volver a su punto de equilibrio.

Algunos, desde el campo crítico, han declarado que el neoliberalismo está muerto. Pese al colapso no se piensa en el derrumbe, y domina la idea del necesario ingreso a un post-neoliberalismo, aunque no se sepa en qué consiste eso posterior. La incertidumbre es inevitable porque dependerá de decisiones y relaciones de poder. Pero la dificultad para pensar el futuro en cuanto a direcciones posibles y optar por tratar de recorrer alguna, tiene que ver con la falta de claridad sobre lo que está agotado. No hay acuerdo sobre qué es el neoliberalismo: si es la fase histórica actual del capitalismo pese a lo restrictivo de su denominación, o si sólo es un conjunto de instrumentos de políticas económicas que podrían modelarse en combinaciones distintas a las actuales. La meta y el camino quedan así confundidos entre sí. Entre las muchas interrogantes y tesis que admite esta discusión hoy día, adelanto aquí tres que me parecen significativas y que están vinculadas entre sí: a) ¿La idea misma de pos-neoliberalismo denota una superación de lo que, si no claramente definido, al menos se vive como neoliberalismo?; b) ¿Puede ser superado el neoliberalismo con regulaciones al capital especulativo – visible responsable de la crisis- y favoreciendo al capital productivo de la “economía real”?; c) ¿Puede haber anti-neoliberalismo o estrategias posliberales sin anticapitalismo?

Lo que revela la dificultad actual para caracterizar al neoliberalismo es la enorme influencia que ha tenido la prolongada ofensiva ideológica de los dominantes para imponer el terreno de análisis, al haber definido qué debía y debe entenderse por “neoliberalismo”, y cuáles eran y son las alternativas “posliberales”.

Y esto viene ocurriendo desde hace más de 10 años, desde las crisis financieras de 1995 y 1997. Ya desde entonces fueron acremente cuestionados los tecnócratas y se reclamó por “más política” y por una intervención regulatoria del Estado; se promovieron políticas públicas porque el mercado es “imperfecto”; con caminos “intermedios” o terceras vías: “tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”; se desarrollaron programas de atención a la pobreza y todo se hacía para “generar empleo”.

Más: el “nuevo Consenso Posliberal” fue oficializado en la Segunda Cumbre de las Américas de 1998 en Santiago de Chile, durante la presidencia de William Clinton, como la estrategia “progresista” para América Latina, para “ir más allá del Consenso de Washington”. Los éxitos de ese progresismo explican en alguna medida la crisis actual, aunque las responsabilidades son siempre de “otros”. Pero hoy vuelven a aparecer muchas de aquellas ideas en las discusiones sobre “alternativas posneoliberales”.

No hay espacio suficiente para describir aquí el proceso de gestación y ejecución del Consenso Posliberal, una estrategia articulada entre los centros del poder capitalista –países, empresas transnacionales, instituciones financieras internacionales- y las élites económicas, políticas e intelectuales de América Latina, para lo cual remito a algunos trabajos de mi autoría. (25) Este proceso demuestra que las “reformas posliberales” se impulsaron para reforzar políticamente a los beneficiarios del denominado Consenso de Washington pese a que se hicieron para “ir más allá” de él. Era una estrategia política para hacer frente a la crisis de gobernabilidad (de la estabilidad de la dominación) que emergía en la segunda mitad de los noventa por el ascenso de los rechazos y resistencias populares en América Latina al neoliberalismo; la crisis financiera de México en 1995, que se extendió a Brasil y Argentina, así como la que estalló en Asia en 1997, configuraban un contexto de mayor inestabilidad económica que agregaba riesgos políticos al capital transnacional en la región. La estrategia incluye una intensa ofensiva ideológica de la derecha para recuperar influencia política y para incidir en los debates sobre “alternativas al neoliberalismo”, de modo de hacerlas inocuas para el capitalismo. Esa estrategia posliberal ha pasado por distintos momentos y énfasis, y es evidente que sigue operando refrescada por la crisis de 2008.

La gestación del “nuevo consenso posliberal” comienza claramente en 1996, en el que se multiplican los espacios de elaboración de la élite política, empresarial e intelectual latinoamericana con sus pares europeos y estadounidenses. El “nuevo consenso” cobra relevancia pública desde el Banco Mundial en 1997, tras la llegada de Joseph Stiglitz como Vicepresidente y Economista Jefe del Banco, tras dejar el cargo de Jefe de Asesores Económicos del presidente Clinton. Stiglitz es un ideólogo de la Tercera Vía con la que se impulsó la expansión global de Estados Unidos en los noventa. La publicación por el Banco Mundial del Informe sobre el desarrollo mundial 1997: El Estado en un mundo en transformación impacta como el primer manifiesto “antineoliberal” contrario a lo que Soros denominó fundamentalismo de mercado pocos meses después.

En septiembre de 1998, el BM publica el todavía más impactante Más allá del Consenso de Washington. La hora de la reforma institucional (26), dedicado específicamente a América Latina. Sus autores son Guillermo Perry, Economista Jefe para la Oficina Regional para América Latina y el Caribe, y Shahid Javed Burki, vicepresidente de esa comisión. El propósito de estos documentos resulta más nítido a la luz de un texto de noviembre de 1996, mucho menos conocido, elaborado también por Perry y Javed Burki, titulado La larga marcha. (27) En éste se dice que la euforia por el crecimiento económico que hubo hasta 1993 había terminado con la crisis financiera de 1995, que contenía el riesgo de la salida neta de capitales de América Latina porque no contaban con las seguridades requeridas en los derechos de propiedad. Las reformas de comienzos de los noventa se habían hecho para atraer capital extranjero; pero debían hacerse otras complementarias para retenerlo. Éstas no eran contrarias sino continuación de las primeras. El Estado debía “regular y supervisar” para ofrecer las garantías para un “sano mercado financiero” que no afectara la confianza en la apertura comercial.

Para evitar corridas bancarias eran necesarios seguros estatales, como el Fondo Bancario de Protección al Ahorro que México había implementado recuperando la estabilidad (que por cierto le costó más de 100 mil millones de dólares al país) y medidas para extender la penetración del mercado financiero. Para “proteger” al país de la inestabilidad financiera internacional se necesitaba ampliar el financiamiento interno con la privatización de los fondos de pensiones y seguros. Para asegurar la inversión extranjera en infraestructura y en servicios públicos y sociales, que contribuiría a mantener la necesaria disciplina fiscal, debían reformarse los marcos regulatorios para ampliar la inversión privada y crear fondos estatales de manejo de riesgos. Es decir, que las “regulaciones financieras” se reclaman para fortalecer al capital financiero.

Esa asociación público-privada en infraestructura y en servicios públicos y sociales liberaría al gobierno de ser el proveedor exclusivo o principal, pero el nuevo papel del Estado “en la regulación de la provisión y en garantizar que los proveedores privados no abandonen a los pobres” será un papel “más exigente” que el de proveedor. Sería el ingreso a una época de “posprivatización”, en la que la provisión la harán los privados, “que lo hacen mejor”, con el financiamiento público y sin que esa infraestructura y servicios perdieran el status jurídico estatal. Esta es una de las características del Estado social de derecho consagrado por la Constitución de 1990 en Colombia, en cuya elaboración había participado Guillermo Perry como miembro de la Asamblea Constituyente, quien posteriormente fue ministro de Hacienda y Crédito Público del gobierno de Ernesto Samper hasta 1995, cuando pasó al Banco Mundial.

Conviene retener esta idea de asociaciones público-privadas como “posprivatización” porque, supuestamente alejada de la obsesión privatizadora neoliberal, es uno de los ejes del social-liberalismo: desarrollar políticas sociales focalizadas con financiamiento público, con lo que se transfieren inmensas sumas del fondo de consumo de los trabajadores y de los consumidores pobres –vía impuestos al salario, impuestos indirectos y tarifas- al capital que provee los servicios para los extremadamente pobres. Políticas social liberales que favorecen una mayor concentración del capital, al mismo tiempo que legitiman a los gobiernos y les crean una base social clientelar y desorganizada políticamente.

Para retener al capital externo, continúa La larga marcha, habría que avanzar prioritariamente en la reforma del mercado laboral (mayor flexibilización y disminución de costos para el capital); en la reforma jurídica y administrativa que garantizara e hiciera más eficientes los derechos de propiedad del capital; en políticas de atención a la pobreza para reducir la inestabilidad social; en reformas educativas que generaran “capital humano”. (28) Y de manera muy importante, en políticas de titulación de tierras para introducirlas al mercado inmobiliario, sin decir obviamente que eso favorecerá la apropiación legal de los recursos naturales. Como concepción general de la acción del Estado, Perry y Burki indican que la descentralización es positiva para reducir las presiones sobre el gobierno central, pero que éste debe concentrar más las decisiones económicas fundamentales, sin someterlas al sistema político, máxime en condiciones de ingobernabilidad.

En el Informe del BM de 1997, que se realiza bajo la dirección general de Joseph Stiglitz, se plantea que la benéfica globalización aún no ha concluido, y se da la señal de alarma de que la necesaria apertura económica está en riesgo por posibles reacciones de varios países ante la crisis financiera. Movido por esta preocupación es que afirma que “La oscilación del péndulo hacia el Estado minimalista de los ochenta ha ido demasiado lejos”. (29) Es responsabilidad del Estado evitar esos peligros mediante un nuevo papel regulatorio con reformas de segunda generación, en las mismas líneas temáticas planteadas por La larga marcha. Las acciones deben contemplar las circunstancias políticas de cada país para eludir eficazmente los obstáculos, por lo que deben ser hechas “a la medida” de cada uno, y no de manera uniforme como las han recomendado los tecnócratas del FMI. Esa es la crítica principal que se le hace: en el cómo, y no en el qué.

En Más allá del Consenso de Washington, Perry y Burki sólo mencionan su documento anterior, pero significativamente no incluyen en éste su apología al capital financiero ni demás recomendaciones económicas de aquél, sino que despliegan una potente retórica responsabilizando a los “gobiernos malos” por el síndrome de ilegalidad que no garantiza plenamente la propiedad (déficit legales, burocratismo e ineficacia judicial); la información es insuficiente (transparencia), como también lo es la confiabilidad de la burocracia media y baja (corrupción); persisten las imposiciones de los intereses creados (patrimonialismos particularistas) que se oponen al interés general; los políticos no garantizan sus compromisos porque los subordinan a los vaivenes de los tiempos electorales (clientelismo).

Estos altos costos de transacción desalientan la inversión, se debilita el crecimiento, la pobreza no se resuelve. Los gobiernos deberán ser reformados, para lo cual se necesita “fortalecer a la sociedad civil”, típico eufemismo para referirse a los empresarios, además de las señaladas organizaciones no gubernamentales, algunas incluso promovidas por el BM. Muchos de los críticos del neoliberalismo en América Latina se identificaron con ese diagnóstico, hecho a la medida por la derecha para conducir las críticas de los dominados. Pero lo fundamental del documento son sus recomendaciones para manejar los obstáculos políticos a las reformas: la modificación de la velocidad y secuencia de las reformas para legitimarlas; acciones para conquistar indecisos y para neutralizar oponentes; el papel de la política y del sistema político para aceitar las reformas. Se trata de un manual táctico conservador pero “crítico” del “Consenso de Washington”.

El ir “más allá” (beyond) no es contra, sino corregir lo necesario para continuar con las reformas de primera generación identificadas como “neoliberales”. Estos posliberales críticos del “mercado perfecto” –supuesto neoclásico que ni siquiera Hayek compartía (30)- señalan las “imperfecciones” del mercado (costos de transacción, información imperfecta, etc.) precisamente para corregirlas, no para negar al mercado, esto es, al dominio del capital. Para ello apelan al Estado y a la política, en eso consiste su Nueva Economía Política neoinstitucionalista.

Su gran éxito ideológico fue reducir el neoliberalismo a su focalización en el “Consenso de Washington”, por un lado; y a presentarlo como una imposición “externa”, por otro. Pero el cuestionamiento posliberal al decálogo de políticas del “Consenso de Washington” se limitó a su déficit de “regulación financiera”, además en los términos en que la entendían, no a las otras políticas. Por su parte, al “exteriorizar” al neoliberalismo se exculpa a la gran burguesía latinoamericana -con sus respectivas escalas relativas a cada país- y se oculta la fusión de sus intereses en esa clase mundial para una reproducción capitalista que acrecienta las ganancias con múltiples mecanismos de expropiación. Y se hace pasar por alto que las “externas” instituciones financieras internacionales tienen en sus puestos directivos, mandos medios y asesores a latinoamericanos. La “exteriorización” incluye personalizar como responsable del neoliberalismo al FMI, en tanto que los posliberales Banco Mundial y BID se autoeximen.

Esas focalización y exteriorización no se habían hecho en la primera mitad de la década de 1990. De hecho, hasta 1996, salvo contadas excepciones no se hablaba del “Consenso de Washington”, y la ejecución de esas políticas había sido justificada como una necesidad realista de América Latina emanada de los efectos de la “década perdida”: estancamiento en el crecimiento, descapitalización por deuda y empobrecimiento. Que se los atribuían al recesivo “monetarismo de laissez faire” (aunque nunca fue ausencia de intervención estatal), que era el modo como se definió al neoliberalismo en las décadas de los setenta y ochenta, siempre a partir de los instrumentos de política económica.

Contra aquel “monetarismo de laissez faire”, a comienzos de la década de 1990 los ideólogos del capitalismo promovieron un “nuevo consenso” para el “crecimiento” y para “resolver la pobreza”. La “reforma estructural” era para producir para la exportación (nótese que era un consenso para lo “productivo”), que dada la descapitalización por la deuda debía financiarse con capital externo; para que éste no migrara a los ex países socialistas, se le debía atraer con apertura y liberalización; hasta que el crecimiento produjera la derrama de riqueza a toda la sociedad, y para mantener el sano equilibrio fiscal y el control de la inflación, la pobreza sería atendida con los recursos obtenidos de las privatizaciones y con la intervención del Estado con políticas públicas focalizadas (equidad social liberal); el Estado tenía una función de promoción (subsidiaria) que cumplir, para lo cual debía reformarse. Ese “nuevo consenso” de la primera mitad de la década de 1990 era contrario al laissez faire y al populismo. En tanto que era formulado para corregir los efectos del “neoliberalismo” de los años setenta y ochenta, aunque parezca absurdo, el que después fue oficialmente denominado Consenso de Washington habría sido, ateniéndonos literalmente a los discursos, el primer “posliberalismo”.

En la promoción de ese nuevo consenso como respuesta necesaria y realista de América Latina, el ex canciller uruguayo y presidente del BID desde 1988, Enrique V. Iglesias, decía en 1992 que:

“[…] estas respuestas no se originan unilateralmente en las instituciones bancarias estadounidenses ni en los organismos financieros internacionales, sino en una combinación –en proporciones discutibles- entre sus recomendaciones y los esfuerzos de modernización económica y de apertura externa realizados en distintas etapas por los propios países latinoamericanos. Lo que es más, tampoco [Consenso de Washington] se trata de una denominación generalmente aceptada, sino de un título afortunado puesto a este conjunto de prescripciones por una institución y por un autor perteneciente a ella. Se trata, con todo, de un nombre apropiado para identificar fácilmente el conjunto de medidas propuesto en los últimos años a los países latinoamericanos. Parecería más apropiado concluir en que estas medidas se han ido gestando en respuesta a la gradual formación de un consenso político y económico latinoamericano. En el fondo, el `Consenso de Washington´, más que un conjunto de ideas y prescripciones nuevas, representa la recuperación de la fuerte influencia que siempre ejerció en nuestros países el `mainstream economics´ frente a las alternativas planteadas por la teoría latinoamericana del desarrollo.” (31)

Iglesias, del posliberal BID en la segunda mitad de los noventa, antes se congratulaba porque la afortunada coincidencia entre la respuesta endógena latinoamericana y las recomendaciones externas la haría más viable. Eso mismo defiende John Williamson: dice que acuñó la frase para sintetizar lo expresado por latinoamericanos en un seminario en Washington en noviembre de 1989 (32); y que –aclaró años después- tenía por objetivo sensibilizar a la nueva administración de Estados Unidos sobre el proceso de reforma en marcha en América Latina. Dígase que fue tan eficaz la sensibilización, que plasmó poco después (1990) en la Iniciativa para las Américas del presidente George H. Bush (padre) para crear un área de libre comercio desde Alaska a Tierra del Fuego. Williamson rechazó que se le adjudicara la paternidad nominal del neoliberalismo. (33) Y ya en plan autocrítico se lamentó de que, en la formulación del decálogo, él no hubiera tenido más cuidado en atender a los tiempos y recaudos con que debían hacerse las reformas para evitar crisis financieras (34), pero sólo eso.

Como se ve, en el terreno discursivo los estrategas capitalistas no son dogmáticos: cambian de argumentos, critican lo que antes propusieron cuando son inocultables sus efectos negativos y generan problemas políticos, y ofrecen “ahora sí” la “nueva oportunidad histórica” de cambio. De consenso en consenso. Estas constantes metamorfosis discursivas para dirigir desde el sistema las críticas al neoliberalismo son posibles porque explotan el carácter contestatario de buena parte del pensamiento crítico: que contesta a los asertos sistémicos atrapado en su terreno discursivo y en su iniciativa ideológica.

Volviendo a las “reformas de segunda generación” para ir “más allá del Consenso de Washington”, éstas habrían sido, siguiendo la secuencia, el segundo posliberalismo. Pero tras un lustro de implementación, fue cuestionado por los que lo promovieron. En el nuevo siglo, para responder a la expansión de las movilizaciones mundiales contra la globalización y a las crisis sociales y políticas que estallan en América Latina, los posliberales dicen que las reformas a las reformas estuvieron mal hechas o incompletas y que resultaron en un “neoliberalismo plus”. Entonces para conquistar auditorios se solidarizan con el malestar en la globalización (Stiglitz dixit), y se introducen al élan anti-globalización adjetivándola como “globalización neoliberal” por el peso decisivo del capital financiero, que sigue produciendo convulsiones. Así, “neoliberalismo” es ahora sólo especulación, que se la achaca a la irresponsabilidad de los “malos ejecutivos”, resguardando la credibilidad del capital.

Y tras esa crítica posliberal al posliberalismo, se abre paso una nueva fase de posliberalismo: la “superación del neoliberalismo” vendrá con contrarrestar la especulación financiera con mayor inversión “productiva”. El posliberalismo se manifiesta ahora como un “neodesarrollismo”, opuesto también al laissez faire y al populismo.

El neodesarrollismo posliberal

El neodesarrollismo está orientado a la inversión en infraestructura en energéticos y explotaciones hídricas, en minería, en monocultivos genéticamente modificados, y en un sistema multimodal de comunicaciones y transportes para abaratar la extracción de aquellos productos y de otras formas de biodiversidad desde la región. Donde no son políticamente factibles las privatizaciones de territorios y recursos naturales, bajo la lógica de la “posprivatización” se promueven “asociaciones” del Estado con las inversiones privadas del capital trasnacional –incluidas las empresas translatinas, como las ha denominado la CEPAL- en las que el Estado financia una parte de la inversión; o “asociaciones” en las que el Estado transfiere la explotación y comercialización de los recursos naturales con la enajenación del uso, por la que cobra impuestos, pero sin haber sido enajenada su propiedad legal. Algunas “asociaciones” del Estado con capital externo se hacen con esas empresas formalmente estatales pero bajo control privado, por lo que ese tipo de asociación “pública-pública” seguirá estando en alguna de las modalidades anteriores. El nuevo posliberalismo neodesarrollista tiene dos polos de hegemonía regional: Brasil, que impulsa en el año 2000 la Iniciativa para la Integración Regional de Sudamérica (IIRSA); y México que oficializa en 2002 el Plan Puebla Panamá (proyectado años antes, y rebautizado recientemente como Proyecto Mesoamérica), vanguardizado por Carlos Slim con su Impulsora para el Desarrollo y el Empleo en América Latina (IDEAL).

La inversión en infraestructura es de valorización más lenta. Permite “sacar plusvalor” del mercado. Pone a salvo a una parte del capital de los riesgos especulativos y de su rápida desvalorización. Es una estrategia de acumulación más a largo plazo pero de ganancias seguras por la “asociación” con el Estado.

Esa inversión que se hace en América Latina no está dirigida a resolver necesidades sociales; genera poco empleo por su alta tecnificación; y es una estrategia neocolonialista de acumulación por desposesión, como la denomina David Harvey (35), en cuanto una “acumulación originaria” permanente de control territorial y saqueo, para abatir al capital sus costos en energéticos, materias primas, agua y biodiversidad, recursos además escasos. Y que se lleva a cabo de manera simultánea con la brutal desposesión de la fuerza de trabajo latinoamericana. El intervencionismo militar es un instrumento de esta acumulación por desposesión.

Esas inversiones productivas del gran capital son vistas por varios de los nuevos gobiernos nacionales de izquierda como una “alternativa progresista” al neoliberalismo –entendido como especulación financiera- y como locomotora del desarrollo nacional. Mientras en algunos casos se adoptan posturas más confrontativas contra las instituciones financieras y contra la ilegítima deuda externa, se otorga seguridad jurídica a esas inversiones incluso con leyes específicas, como en el caso de la minería a cielo abierto.

El posliberalismo neodesarrollista separa las aguas entre un “capital malo” (financiero) y un “capital bueno” (bienes y servicios de la “economía real”); entre los cuales no habría conexión (no obstante la evidencia empírica de su fusión y de que el capital “productivo” se dedica también a funciones financieras); y atribuye al primero los “excesos” de la globalización. Esto es comúnmente aceptado entre segmentos del llamado pensamiento crítico.

Un documentado estudio de Orlando Caputo sostiene la tesis contraria: “En América Latina, el capital productivo y el capital financiero, a través de las transnacionales, actúan en forma conjunta y potenciada”. Con datos construidos a partir de informes oficiales, Caputo muestra que esto ocurre desde la década de 1990 y que, significativamente, se acentúa desde 1996. “[E]l pago de renta bajo la forma de utilidades y dividendos de la IED más las rentas remesadas por las inversiones en cartera equivale e incluso superan el pago de intereses. En 2004, las utilidades y dividendos de las IED representan un 38%, un 18% corresponde a remesas de las inversiones en cartera, sumando ambas un 56%, comparado con un 42% correspondiente a los intereses de la deuda externa.”. Dice que entre utilidades, intereses, amortizaciones y depreciaciones del capital extranjero y otras salidas de capital de América Latina, salen aproximadamente 230 mil millones de dólares anuales. Y concluye que en América Latina “La relación entre el capital y el trabajo es la predominante en las últimas décadas y no la relación entre capitales”. (36)

Cuánto de esa inmensa masa de dinero ha ido a nutrir el “casino” especulativo y su inflamiento como capital ficticio, que estalla en la crisis de 2008, pero cuyo origen es la expropiación de valor a los asalariados y consumidores pobres latinoamericanos, además del valor expropiado neocolonialmente a los países como tales. Esto ratifica la significación del posliberalismo como estrategia conservadora capitalista con sus tres soportes: neoinstitucionalismo, socialliberalismo y neodesarrollismo. Posliberalismo o anticapitalismo

La revolución pasiva posliberal es visible en varias de las formulaciones de izquierda sobre las alternativas al neoliberalismo.

Más recientemente, en el campo de izquierda aparecen audaces planteos en el sentido de que el neodesarrollismo podría ser la versión “realista” de un “Socialismo del Siglo XXI”. Algunas justificaciones al neodesarrollismo se hacen a nombre de Marx, argumentando que: a) es el camino para el desarrollo de las fuerzas productivas; b) es un objetivo pendiente en América Latina y ello corresponde al aserto de Marx en el Prólogo de 1859 de que ninguna sociedad desaparece antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productivas que pueda contener; y c) puesto que el “estatismo socialista” se desbarrancó junto con la URSS, las asociaciones público-privadas son la manera de hacer madurar a la sociedad hacia el socialismo. (37)

En cuanto a las dos primeras afirmaciones, no es la primera vez –así lo han hecho Schumpeter y seguidores suyos como Douglass North- que se presenta a Marx como un teórico del desarrollo capitalista invocando el críptico Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política de 1859. Obra en la que Marx pensaba sintetizar sus estudios económicos de 1857 y 1858, que dejó inconclusa y retomó en la elaboración de El Capital. Esos estudios económicos fueron publicados como los Grundrisse por primera vez en Moscú durante la guerra, entre 1939 y 1941, y tras varias ediciones europeas en los cincuenta y sesenta se publicó en castellano en 1971. Como se ha mostrado más arriba, nada autoriza a caracterizar a Marx como un “desarrollista”. En cuanto a la tercera afirmación, tomando en cuenta que las inversiones privadas de esos montos sólo puede hacerlas el gran capital, no requiere de réplicas adicionales a lo argumentado en este trabajo. Lo cual no significa que esté suficientemente discutido el problema del Estado en el socialismo, como Estado ampliado en y de una nueva sociedad, y no sólo como aparato; y lo que ello significa en la superación de la dicotomía liberal Estado-mercado y en el replanteo de la relación público-privado.

Al mismo tiempo, se formula un “socialismo realista de la era posneoliberal” que defiende el social liberalismo con una argumentación marxista “renovada”. El socialismo es definido así: “‘Socialismo‘ significa focalizar en los individuos peor colocados en la escala social, hacerlos `subir´, por así decirlo: invertir el concepto de óptimo de Pareto con vista a evitar que se profundice la desigualdad social –un concepto que se aproxima a lo que John Rawls llamó el `principio de diferencia´” (38). Dígase que este postulado (39), formulado de manera abstracta como toda la filosofía política del social liberal Rawls, bajo la apariencia de ser una concepción de igualdad en la diversidad, se llena de contenido en su obra como una justificación de la acumulación capitalista: al producir crecimiento, su ausencia perjudicaría a los menos aventajados. La argumentación “marxista renovada” es sustentada en una mirada realista de los cambios en el mundo del trabajo, según la cual se ha llegado al “fin de la relación salarial”, y con ello habría desaparecido la explotación porque ya no es central la relación trabajo vivo/trabajo muerto (FT/maquinaria) industrial, que hace que se pase del “obrero productor” al “trabajador consumidor” (representado con la universalización de los celulares); la explotación desaparece pero se mantiene un control total del capital sobre la subjetividad y las prácticas (biopoder) de los individuos, convertidos en productores autónomos en red.

De acuerdo con esta formulación, el conflicto con el capital se dirime sólo en el mercado como dominación; y por eso el objetivo socialista de reducir la desigualdad se lleva a cabo con las políticas sociales para reducir la desigualdad de género, étnica, educativa y de manera focalizada para hacer “subir” a los más desventajados en sus ingresos; así como acciones para crear una nueva hegemonía cultural. Este socialismo es concebido, además, como: “un ‘movimiento’ por ‘dentro’ y por ‘fuera’ del Estado –de sucesivas transformaciones que obstruyen la reproducción de las desigualdades y amplían las condiciones de igualdad”, que no está pensado en relación con algún “modo de producción determinado”. (40) Sin embargo, es visible que la base material de ese socialismo realista está pensada desde el neodesarrollismo. En este movimiento que lo es todo, el incrementalismo democrático liberal-republicano no parece encontrar ningún límite en la reacción del capital para preservar su poder, es una acumulación democrática sin sobresaltos.

Dígase, en primer lugar, que esa formulación “marxista renovada” se sustenta en una mirada eurocéntrica, enfocada principalmente a la clase media profesional o técnica, que de ser empleada asalariada por el Estado pasa a la condición de empresario individual que vende de manera independiente su producto de la era del conocimiento, y que constituye la nueva sociedad civil de la Tercera Vía. Esa “desaparición” de la relación salarial, en buena medida por la relocalización productiva a la periferia –en ésta con agudizados rasgos expropiatorios que llegan a la relación esclavista- tampoco ha desaparecido de Europa, tal y como estamos viendo en las huelgas y ocupación de empresas en 2009. Mirando hacia América Latina, desde luego que ha cambiado la morfología del mundo del trabajo. La flexibilización laboral en el mercado de trabajo formal elimina las regulaciones jurídicas y contractuales sobre la relación trabajo-salario hacia un “resultado” individual por productividad; salario, tiempo de trabajo y demás condiciones laborales son precarizadas con la excusa ventajosa del desempleo; se elimina la negociación colectiva hacia una subordinada negociación individual del trabajador con el empresario; en algunos casos se terceriza la relación laboral a otras empresas, y en otros el trabajador es obligado a constituirse como una empresa individual que vende sus servicios a la empresa capitalista. La relación salarial no desaparece. En el sector informal también hay empresarios capitalistas y trabajadores.

En todas estas formas de relación salarial, la esencia de la explotación en cuanto a la relación entre trabajo necesario y plustrabajo apropiado privadamente, no sólo no desaparece sino que se intensifica. Y en el caso de los trabajadores informales convertidos en “empresarios” (micro, autoempleo), aunque la relación asalariada formal que supone ciertas reglamentaciones desaparece, se mantiene la condición asalariada sustantiva del no propietario, que supone obtener el ingreso con la venta del trabajo propio.

Pese a todas las críticas morales que estos “socialismos posliberales” le hacen al capitalismo por opresivo, por generar cultura individualista y enajenación, sus propuestas de reformas realistas no están en la dirección de superar al capitalismo sino de administrarlo. Una vez más, la discusión actual no es de medios sino de fines, sobre la dirección hacia donde caminar. Reformulada como posliberalismo o anticapitalismo, apunta precisamente a exhibir el objetivo de las “reformas posliberales” de perpetuar al capitalismo realmente existente, y de que sólo reduciendo el poder del capital se puede superar al neoliberalismo.

En el seno de la izquierda anticapitalista también se está hablando de “posneoliberalismo”. En principio parece tan sólo una desafortunada utilización del mismo término que ha acuñado la derecha desde hace tiempo, pero no es ajena del todo a ciertas caracterizaciones del neoliberalismo que he discutido en este trabajo.

Desde luego, aunque esté claro hacia dónde quiere caminarse, para recorrer el camino que debilita el poder del capital, que no es lineal y tiene obstáculos a vencer, es necesario acrecentar la fuerza de los explotados y dominados, que el capitalismo en su modalidad histórica neoliberal redujo violentamente. Acrecentarla en términos económicos, sociales, políticos, institucionales y culturales. Lo que, en América Latina, está intrínsecamente entrelazado con el antimperialismo, pero no solamente.

La discusión posliberalismo/anticapitalismo no alude principalmente a los hitos del camino que pasan por una eventual sucesión gradual de acciones para ir desmontando las políticas económicas neo (pos)liberales, que está condicionada por la correlación de fuerzas existente, que no siempre permite hacer lo deseable en los tiempos requeridos. Pero debe tenerse claro que con una dirección equivocada, esas acciones no aseguran que la correlación de fuerzas se modifique a favor de los pueblos, y menos si se convierte la necesidad en virtud. Nunca hubo una relación de fuerzas continentales más favorable para enfrentar la destrucción imperialista. Iniciativas como el ALBA son fundamentales, pero tampoco están libres de las ya analizadas concepciones posliberales de la derecha en la izquierda, o de las que surjan desde el sistema en el nuevo contexto de crisis general del capitalismo.

En este nuevo contexto cabe interrogarse si el capitalismo podría reformarse. No es descartable, pero no parece muy factible que pueda volver a converger con la reforma social como en sus “años dorados”, más allá de los discursos del momento. Hasta ahora, el reclamo por “regulación financiera” está pensado de la misma manera que hace años, dirigida a reforzar al gran capital parasitario, tanto financiero como productivo, que sigue imponiéndose como interés general de la clase. Es posible que en el centro del sistema, si las presiones políticas son contundentes, aumente el gasto social para medidas compensatorias. Pero nunca debe olvidarse que las reformas en el centro del sistema se han sustentado exprimiendo a la periferia dependiente.

En América Latina, es muy previsible que con la crisis la burguesía se radicalice conservadoramente, apuntando a mayor represión contra las luchas populares o, con una táctica más política, con “pactos por el empleo” con más flexibilización, precariedad y disminución de los ingresos, explotando los temores de los trabajadores.

Esta radicalización conservadora incluye la desestabilización de los gobiernos de izquierda y centroizquierda. Que podrían seguir ganando elecciones en el corto plazo porque los pueblos saben que, aunque algunas de esas experiencias sean insatisfactorias, han sido mejores que bajo gobiernos de derecha. Pero a mediano plazo eso deberá seguir demostrándose. En las nuevas condiciones, no se podrán mantener los niveles de compensación social con la que algunos gobiernos han ido administrando la crisis y conservado una base social, a menos que los gobiernos utilicen el poder estatal que poseen para reducir el poder del capital: recuperar soberanía sobre los recursos naturales y sobre sus condiciones financieras; ampliar las áreas sociales de la economía; modificar las “reglas del juego” capitalistas hacia el trabajo; acrecentar el poder social y político de los dominados. Esto implica admitir el conflicto de clases como necesidad, hasta para la permanencia de los gobiernos de izquierda mediante elecciones. En nuestra región, es notable la extensión de las luchas populares por la defensa territorial y los recursos naturales. Aunque todavía dispersas, tienen una profunda esencia anticapitalista porque resisten al gran capital imperialista, y también porque confrontan la dimensión energética, ambiental y alimentaria de la crisis civilizatoria del capitalismo. No tienen igual extensión las luchas contra la explotación de los trabajadores, formales e informales, regulares y precarios. No se trata solamente de luchar para impedir la salida de riqueza social de nuestros países, sino también de enfrentar la concentración interna del capital, que ningún régimen fiscal progresivo resuelve efectivamente a menos que se modifique la relación del trabajo y el capital. Para avanzar, es evidente que el neodesarrollismo y el social liberalismo no son las alternativas de la izquierda aunque se autodenominen socialistas.

La crisis ha puesto la larga duración del análisis del sistema histórico capitalista en tiempo mucho más corto, y hasta episódico en lo que refiere a los problemas del poder y de la construcción del sujeto popular que lo hace posible. En las preguntas actuales han “vuelto” Marx y Rosa, pero también Lenin. Las respuestas a aquellas preguntas son más claras hoy, porque no estamos ante el capitalismo en maduración sino en senilidad. Pero éste no está derrotado, no renuncia a defender los privilegios, y aunque tiene poco margen para reformas que absorban las contradicciones que genera, todavía conserva una desproporcionada capacidad de dirección ideológica. Las exigencias son hoy mayores porque está en juego la sobrevivencia de la humanidad y del planeta, y ese derrotero debe ser efectivamente disputado.

Notas:

24. El embrollo taxonómico es correlativo a los reduccionismos analíticos. Anteriormente, se autodenominaron “nueva izquierda” quienes a partir del tema de las vías rompieron con los partidos comunistas por considerarlos la “vieja izquierda reformista”, aunque compartían el objetivo anticapitalista. En la década de los noventa, por el contrario, la “nueva izquierda” es la que renuncia a la revolución (“violenta”) y se hace “democrática” (“pacífica”), integrándose pragmáticamente a las reglas del juego institucional del sistema; además del reduccionismo de lo democrático a lo institucional, se presupone la inviabilidad del anticapitalismo. Sobre todo después del levantamiento zapatista en 1994, aparece otra denominación de “nueva izquierda” en la “izquierda social”, caracterizada en ocasiones por la diversidad de sujetos “no clasistas” que la componen (indígenas, mujeres, ambientalistas, defensores de derechos humanos, etc.), o por el ámbito y naturaleza de su accionar como basismo y rechazo a los partidos y a las instituciones políticas estatales; en esta denominación de “nueva izquierda”, en algunos casos esos dos tipos de rasgos coinciden con el anticapitalismo y en otros no.

25. Entre ellos, al texto de 2002: “Estrategias dominantes ante la crisis”, publicado en Naum Minsburg (coord.) Los guardianes del dinero. Las políticas del FMI en Argentina. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2003, y en Revista Espacio Crítico número 1, Segundo semestre de 2004, Bogotá. El texto de 2004: “El posliberalismo y la izquierda en América Latina”, publicado en Revista Espacio Crítico núm.2, Enero-Junio de 2005, Colombia. Ambos disponibles en: http://america_latina.xoc.uam.mx. Y el texto de 2005: “La tercera vía en América Latina: de la crisis intelectual al fracaso político”, publicado en Jairo Estrada (Ed.), Intelectuales, tecnócratas y reformas neoliberales en América Latina, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2005.

26. Shahid Javed Burki y Guillermo Perry, Más allá del Consenso de Washington. La hora de la reforma institucional. Washington DC, Banco Mundial, septiembre de 1998.

27. Shahid Javed Burki y Guillermo E. Perry, The Long March: A Reform Agenda for Latin America and the Caribbean in the Next Decade, Washington DC, The World Bank, August 1997.

28. El “capital humano” alude, en la teoría neoclásica, sólo a aquellas habilidades que posee el “factor trabajo” que al mercado le interesa emplear. Tanto los neoliberales como los socialliberales asignan al Estado la función de financiarlas (educación, salud), pero sólo las que interesan al mercado pues de lo contrario ese es un “costo de oportunidad” desperdiciado. La “equidad” liberal o socialliberal, la “igualdad de oportunidades”, consiste en que todos tengan acceso a esas habilidades mínimas, y a partir de ahí dejando librados al desempeño de los individuos en el mercado cuáles sean los resultados en bienestar que alcancen. Con la “posprivatización” posliberal, la “igualdad de oportunidades” es un lucrativo negocio para el capital.

29. Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial 1997: El Estado en un mundo en transformación, p.26.

30. Véase: F.Hayek, “La competencia como proceso de descubrimiento”, en Estudios Públicos núm. 50, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos, otoño 1993, pp. 5-21.

31. E. Iglesias, Reflexiones sobre el desarrollo económico. Hacia un nuevo consenso latinoamericano, Op. Cit., p.56.

32. John Williamson, "What the Washington Consensus Means by Policy Reforms?" en J. Williamson (ed.), Latin American Adjustment: How Much has Happened, Washington DC, The Institute for International Economics, 1990. En éste se refiere a los diez temas de política económica sobre los que había consenso: 1) disciplina presupuestaria; 2) cambios en las prioridades del gasto público (de áreas menos productivas a sanidad, educación e infraestructuras); 3) reforma fiscal encaminada a buscar bases imponibles amplias y tipos marginales moderados; 4) liberalización de los tipos de interés; 5) búsqueda y mantenimiento de tipos de cambio competitivos; 6) liberalización comercial; 7) apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas; 8) privatizaciones; 9) desregulaciones; 10) garantía de los derechos de propiedad.

33. Williamson no estaba de acuerdo con que se interpretara “que las reformas de liberalización económica de las dos décadas pasadas fueron impuestas por las instituciones de Washington, en lugar de haber sido el resultado de un proceso de convergencia intelectual, que es lo que yo creo que subyace a las reformas [...] y en el que participó también el Banco Mundial”. Decía molestarle que el “término haya sido investido de un significado que es notablemente diferente del que yo pretendí y que hoy sea usado como sinónimo de lo que a menudo se llama `neoliberalismo´en América Latina, o lo que George Soros (1998) ha llamado `fundamentalismo de mercado´.” En: “What Should the World Bank Think about the Washington Consensus”, Washington DC, The World Bank Research Observer, vol.15, no.2 (August 2000). pp. 251-252.

34. J. Williamson, “Did the Washington Consensus Fail?”, conferencia del 6 de noviembre de 2002 publicada en la página electrónica del Peterson Institute for International Economics.

35. David Harvey, El nuevo imperialismo (2003), Madrid, Ediciones Akal, 2004.

36. Orlando Caputo Leiva, “El capital productivo y el capital financiero en la economía mundial y en América Latina”, 2007, verso.

37. Véase, entre otros, del uruguayo Gonzalo Pereira, “A Marx y Engels, lo que es de Marx y Engels” (2008) en La onda digital (www.laondadigital.com)

38. Fernando Haddad, “Introducción” al libro de Tarso Genro y otros autores: O mundo real. Socialismo na era pós-neoliberal, Porto Alegre, L&PM Editores, octubre de 2008, p.15. Haddad es ministro de Educación del gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva desde 2005.

39. El “principio de diferencia” consiste en que: “Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos”. Es así que: “Mientras que la distribución del ingreso y de las riquezas no necesita ser igual, no obstante tiene que ser ventajosa para todos, y al mismo tiempo los puestos de autoridad y mando tienen que ser accesibles para todos”. Este principio de diferencia se formula también con la fórmula del maximin: las desigualdades son benéficas si, en ausencia de ellas, los menos aventajados estarían peor. John Rawls, Teoría de la justicia (1971), México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p.68. Véase también: Justicia como equidad. Una reformulación, de octubre de 2000.

40. Tarso Genro, “E possível combinar democracia e socialismo?”, en O Mundo real. Socialismo na era pós-neoliberal, Op. Cit., p.20. Tarso Genro es ministro de Justicia de Brasil desde 2007.

Beatriz Stolowicz es Profesora-investigadora del Departamento de Política y Cultura, Área Problemas de América Latina, Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, México. Fuente: América Latina hoy ¿reforma o revolución?, Ocean Sur, México, agosto 2009, pp.65-101. Jairo Estrada Álvarez (Comp.), Crisis capitalista. Economía, política y movimiento, Espacio Crítico Ediciones, Bogotá, septiembre 2009, pp. 285-321. Anales N. 368, Revista de la Universidad Central del Ecuador, Quito, marzo 2010.

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