COLOMBIA: ¿Vino nuevo en odres viejos?
Miércoles 18 de enero de 2012 por CEPRID
Mauricio Archila y Martha Cecilia García
CEPRID
En el último año Colombia ha presenciado un cambio en la forma de gobernar con el ascenso al poder de Juan Manuel Santos, pero el contenido del modelo de dominación implementado al menos desde los años 90 y ratificado por los dos mandatos Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), se mantiene. No en vano Santos había sido su ministro de defensa y fue ungido por aquel como su sucesor. Es cierto que el tono del gobernante es menos polarizador que el de su predecesor. De esta forma hemos restablecido relaciones de amistad con los países vecinos, especialmente con Venezuela y Ecuador, y de hecho Colombia está ejerciendo en forma compartida con Venezuela la presidencia de Unión de Países de América del Sur (UNASUR), algo impensable en los años de Uribe. En el plano interno se han expedido leyes a favor de las víctimas del conflicto armado que anuncian mecanismos de reparación incluida la restitución de las tierras arrebatadas por los actores armados, lo que en parte responde a su creciente protagonismo en las luchas sociales como veremos luego. Se han aprobado también reformas políticas que buscan controlar la corrupción y regular la vida de los partidos políticos.
Pero las tendencias estructurales del modelo de dominación colombiano se mantienen y a ellas siguen respondiendo los movimientos sociales. Dichas tendencias son: limitación de la democracia, profundización del neoliberalismo y agudización del conflicto armado. En cuanto al primer elemento, la política represiva de la “seguridad democrática” de Uribe se mantiene mientras la participación popular en la toma de decisiones sigue siendo limitada y el autoritarismo estatal sigue campeando. Algunas reformas aprobadas en el último año por un parlamento en donde los aliados de Santos son mayoría, buscan frenar el gasto social derivado de las sentencias de jueces y controlar los ingresos de las regiones derivadas de actividades extractivas. Incluso recientemente sectores neoconservadores y religiosos han emprendido una campaña para desmontar aspectos progresistas de la Constitución de 1991 en términos de los mecanismos de participación popular, los derechos reproductivos de las mujeres y el reconocimiento a las parejas homosexuales.
En lo económico, el Plan de Desarrollo de Santos profundiza el modelo neoliberal por medio de la metáfora de las “locomotoras” del desarrollo, especialmente la minera que buscar reprimarizar la economía generando poco empleo y deteriorando más el medio ambiente.(1) De igual forma la apertura comercial por medio de Tratados de Libre Comercio sigue vigente, mientras afanosamente se busca la firma del TLC con los Estados Unidos, que se ha resistido a aprobarlo por los altos indicadores de violación de derechos humanos de Colombia. A su vez las políticas sociales siguen siendo escasas, y más bien se prioriza el gasto militar.(2) Servicios públicos sociales claves como salud y educación han sido objeto de sucesivas reformas pero no para garantizarlas como derechos sino para convertirlas cada vez más en mercancías. En el caso de la salud desde los años 90 se buscó un sistema integrado que ampliara la cobertura pero con una lógica de subsidio a la demanda, lo que ha favorecido a los intermediarios privados. El creciente número de afiliados subsidiados ha desbordado la proporción de los contribuyentes, mientras el Estado dejó de financiar a los hospitales públicos, lo que ha llevado al borde del colapso al sistema de salud. En educación ocurre otro tanto pero a menor ritmo. Recientemente se ha planteado una reforma a la Educación Superior que también insiste en el aumento de cobertura, pero no soluciona la precaria financiación del sector público y consuma la apertura económica al permitir el ingreso de entidades con ánimo de lucro. Por ello no extraña que Colombia siga ostentado los peores rangos de inequidad en el continente, con un índice de concentración de la riqueza cercano al 60% y una tasa de desempleo que bordea hoy el 11%. Si bien hay una disminución con relación al 17,6% alcanzado en 2002, hay que mirar con cuidado estas cifras pues, además de ser altas en términos comparativos continentales, están muy rezagadas en relación con el aumento de la inversión. En efecto el empleo se concentra en las actividades más precarias e inestables como el comercio y turismo, mientras crece la informalidad.(3) Y la apuesta por la minería, la agroindustria o la ganadería no genera mayor empleo formal ni genera condiciones laborales dignas. Los favorecidos desde los 90 y especialmente durante los gobiernos de Uribe Vélez son los empresarios nacionales y extranjeros, quienes obtienen grandes ganancias sin mayores contraprestaciones sociales.
En cuanto al conflicto armado, lejos de disminuir como lo anunciaba el anterior mandatario, ha aumentado y con rasgos de degradación inimaginables. De una parte, la desmovilización de grupos paramilitares se ve como un engaño, pues se inflaron las cifras de quienes se desmovilizaron, muchos han regresado a su actividad delictiva ligada con el narcotráfico y las poderosas estructuras económicas y políticas que los sustentaban siguen incólumes. Los anunciados procesos de verdad y reparación a las víctimas se han visto frustrados por la extradición a Estados Unidos de los principales jefes de estas bandas, quienes han guardado silencio sobre la violencia que ejercieron. Por su parte la insurgencia, especialmente las FARC, han sufrido golpes fuertes que han producido un relevo en sus altos mandos, pero están lejos de ser derrotadas. De hecho en los últimos tiempos han redoblado su accionar especialmente en territorios indígenas, a pesar del airado reclamo de las comunidades por no ser involucradas en la guerra. En todo caso la negociación de la paz con la insurgencia sigue cancelada mientras continúa la política de buscar su derrota militar, algo distante si nos atenemos a lo dicho arriba.
De esta forma el panorama de violación de derechos humanos en Colombia sigue siendo dramático: la tasa de homicidios pasó de 70 a 35 por cien mil habitantes entre 1991 y 2009. Aunque ha bajado, sigue siendo alta en comparación con otros países de la región y con el contexto mundial.(4) Hay casi cinco millones de desplazados –más del 10% de su población–; entre 1984 y 2009 fueron asesinados 2.790 de sindicalistas; y entre 1974 y 2010, cerca de 3.000 indígenas fueron asesinados.(5) A esto se agregan las crecientes denuncias de asesinatos de civiles por las Fuerzas Armadas para disfrazarlos de guerrilleros con el fin de obtener recompensas.(6)
Ante este oscuro panorama en Colombia, los movimientos sociales no han sido pasivos. En efecto, entre enero de 2006 y junio de 2011, según la Base de Datos de Luchas Sociales de Cinep, ellos han librado 3.845 protestas, siendo 2007 el punto más alto, con más de mil,(7) seguido de 2010 con 827. Esta tendencia al aumento de la protesta sigue en lo que va de 2011 con 447.
En cuanto a los actores de estas luchas se profundiza la disminución del protagonismo de los sectores que portan una identidad de clase: así los asalariados adelantaron el 17% de las acciones colectivas en el periodo considerado, cuando históricamente cubrían más del 30%, y los campesinos dan el 8% del total de luchas, mientras antes se acercaban al 20%. El protagonismo ha mutado a favor de los pobladores urbanos, con el 29% de las acciones, y a los trabajadores independientes (9%), todo ello como resultado de los procesos de desregulación del mundo laboral.(8) Los grupos étnicos, a pesar de ser una pequeña población, lanzan el 4% de las luchas, mientras los estudiantes mantienen su promedio histórico con el 14% de ellas.
Lo novedoso en este punto radica en la creciente visibilidad de las víctimas del conflicto armado con el 13% de las acciones para todo el periodo, mientras en algunos años (2006-2008) fueron los mayores protagonistas. En efecto desde mediados del decenio pasado se han creado asociaciones de víctimas, en su mayoría constituidas por mujeres sobrevivientes de la violencia. A pesar de que fue a través de acciones colectivas pacíficas como plantearon sus peticiones, 49 líderes de desplazados o reclamantes de tierras en Colombia han sido asesinados desde marzo de 2002 hasta el 9 de junio de 2011.(9)
El peso de las víctimas en la protesta en los últimos tiempos se refleja en lo que reclaman las luchas sociales en Colombia: el 23% se libraron en torno a la vigencia de los derechos humanos y por una solución política del conflicto armado. Le siguen las protestas por políticas estatales con 20% –a las que se suman las disputas por autoridades con 3%–, y por incumplimiento de leyes y pactos previos con 14%. Las demandas materiales siguen disminuyendo: pliegos laborales (3%), tierra y vivienda (4%), ambientales (4%) y servicios públicos e infraestructura (11%). Ello ratifica la prioridad que tienen los efectos de la guerra interna para los movimientos sociales y la consiguiente politización de sus reclamos.
El carácter cada vez más político de las demandas sociales se constata también con el creciente peso del Estado en sus distintos niveles como adversario de las protestas con un total de 66%, discriminado así: 25% contra el nivel central, 24% el municipal y 7% el departamental, a las que se agregan las luchas contra las empresas estatales (7%) y los órganos judiciales y de potestad normativa (3%). En cambio las Fuerzas Armadas no reciben sino el 3% de los reclamos, mientras los grupos armados ilegales, especialmente la insurgencia, son el 11% de los adversarios de estas luchas. Esto último indica el carácter cada vez más irregular de nuestra guerra interna. Los entes privados solo reciben el 11% de las protestas, con lo que se acentúa la centralidad del Estado como supuesto garante de derechos, lo que exige de los movimientos sociales distintas formas de relacionarse con él, a veces con antagonismo pugnaz, a veces con concertación y negociación.
Así mismo distintos han sido los resultados de esas luchas, que serán más exitosas en la medida en que se logren amplias convergencias ciudadanas. De alguna forma la Ley de Víctimas aprobada este año recoge el clamor que se venía dando desde distintos sectores sociales a favor de ellas. En 2003 una alianza social y política logró derrotar el referendo uribista que buscaba desmontar los aspectos progresistas de la Constitución de 1991 y hoy esa convergencia vuelve a insinuarse ante la ofensiva neoconservadora ya descrita. Algunas concesiones mineras en zonas de protección ambiental como la del páramo de Santurbán en el noroccidente del país han sido suspendidas por una amplia movilización ciudadana. De forma similar el freno al TLC con Estados Unidos ha contado con apoyo de distintos actores sociales incluidos los sindicatos, organizaciones campesinas e indígenas al igual que de la comunidad educativa y la academia. Pero en esta lucha ha sido crucial la presión del sindicalismo norteamericano para exigir la protección de los derechos humanos en Colombia. Las comunidades indígenas y de afrodescendientes también han logrado paralizar temporalmente grandes obras de infraestructura o explotaciones petroleras exigiendo que se les consulte previamente siguiendo la Convención 169 de la OIT adoptada como ley de la República en 1991.
Pero a pesar de estos logros parciales y de las valientes luchas que se libran en todo el territorio nacional, no se ha logrado alterar de fondo el modelo de dominación vigente.
Ello se debe en parte a la atomización y localismo de muchas luchas que reflejan la fragmentación que persigue el modelo neoliberal. Pero también porque no se ha dado una adecuada proyección política en escenarios más amplios. La búsqueda de representación de las demandas sociales en partidos de izquierda se ha visto debilitada por las divisiones internas fruto de diferencias ideológicas y de apetencias caudillistas. Así el Polo Democrático Alternativo que recogía a la izquierda tradicional y a expresiones politizadas de los movimientos sociales después de obtener más del 25% en las elecciones presidenciales de 2006 ha visto disminuir su caudal electoral a menos del 10% en 2010 y se vio comprometido con denuncias de corrupción en la principal alcaldía que controlaba, la de Bogotá. Otros proyectos políticos alternativos originados en movimientos indígenas y afrodescendientes de los años 90 sufren igualmente de ambigüedad programática que les impide hacer una oposición consistente.(10) Y la reciente “ola verde”, que no era propiamente ecologista sino una fugaz convergencia de capas medias, se desinfló casi tan rápido como creció y hoy decidió ingresar a las filas gobiernistas.
Pero una vez más la iniciativa de renovación política viene de los movimientos sociales, especialmente indígenas. Cansados de una representación que no los representa, de pactos políticos por arriba que perpetúan la inequidad y la violencia, y aún de los brotes de corrupción que han aparecido en las filas de la izquierda tradicional, estos sectores sociales han propiciado convergencias sociopolíticas desde abajo. Así se han dado multitudinarias marchas llamadas “mingas”, convocadas por indígenas en las que han participado distintas organizaciones sociales en 2004 y 2008. Estos actores se han dado a la tarea de organizar encuentros de sectores populares como el de fines del año pasado en Bogotá al que asistieron casi 20.000 personas pertenecientes a más de 200 organizaciones sociales. Después de varios días de discusión se adoptó un completo programa centrado en siete puntos: tierra, territorio y soberanía para exigir una reforma agraria integral; economía para el buen vivir que fortalezca las formas comunitarias de producción y distribución, y rechace los TLC y el ALCA; construcción del poder desde los pueblos y comunidades para el buen vivir; cultura, identidad y ética de lo común con respeto a la diferencia; caminos de vida, justicia y paz para solucionar el conflicto armado; defensa de los derechos humanos y de los acuerdos con el Estado; e integración de los pueblos y de sus luchas a nivel continental e internacional.
También el encuentro popular del año pasado se dotó de un itinerario que busca rehacer al país comenzando por asambleas locales y regionales para, en un futuro próximo, realizar a nivel nacional un gran Congreso de los Pueblos constituyente que proclame la nueva Colombia. Es temprano para saber el resultado de estos procesos pero la esperanza renace desde abajo. Por eso podemos concluir que para las elites dominantes colombianas el vino nuevo sigue vertiéndose en viejos odres, puesto que las tendencias estructurales que combinan inequidad con violencia siguen vigentes. Pero los movimientos sociales no son pasivos y siguen luchando por una vida digna en una Colombia distinta, con lo que se espera que en el futuro también haya nuevos contenedores para nuevos idearios sociopolíticos. Notas
(1) Las otras “locomotoras” son: desarrollo rural, transporte y comunicaciones, vivienda y “ciudades amables”, y sectores de innovación.
(2) Según datos oficiales, el gasto en Defensa y Seguridad pasó de ser el 2,7% del Producto Interno Bruto (PIB) en 1994 al 5,1% en 2009 (Contraloría General de la República. El laberinto de la seguridad. Bogotá: Contraloría General de la República. 2010). Por su parte, el investigador Libardo Sarmiento da la cifra de 5,6% en 2010, “sin incluir los recursos estadounidenses para el Plan Colombia”. En contraste, según el mismo autor, “el gasto social registró un exiguo crecimiento en relación con su participación en el PIB: de 10,1% en 2002 pasó a 11,9% en 2010 (en 1996 había alcanzado el 16%). En América Latina, este promedio es de 17%” (Sarmiento Libardo. “Uribe 2001-2010, hecatombe social”. En Uribe 2002-2010. El día después. Bogotá: Desde abajo, 2010: 8).
(3) De acuerdo con Sarmiento (2010: 7): “de cada 100 trabajadores ocupados, 58 son informales, esto es cerca de 11 millones”. Lo que significa que 13,7 millones de personas en Colombia –una cuarta parte de la población total– no tienen un trabajo digno.
(4) Colombia tenía en 2009 una tasa de homicidios que estaba por debajo solo de El Salvador, Honduras, Jamaica, Guatemala, Venezuela y Sudáfrica.
(5) Las cifras de violencia contra sindicalistas son tomadas del Banco de Datos de Derechos Humanos de Cinep y aquellas contra indígenas se apoyan en Sarmiento 2010.
(6) De acuerdo con un defensor de los derechos humanos, hasta el año pasado entes fiscales oficiales adelantan 1.274 procesos contra 2.965 miembros de las Fuerzas Armadas por 2.077 de esos homicidios (Matyas Eduardo. “La ‘Seguridad democrática’: otro falso positivo”. En Uribe 2002-2010. El día después. Bogotá: Desde abajo. 2010).
(7) Los 1.017 registros de luchas de 2007 son la cifra anual más alta de protestas desde que Cinep inició ese conteo en 1975.
(8) La pérdida de centralidad de las organizaciones modernas de clase se ratifica en la modificación del repertorio de protesta ya que disminuyen los paros y huelgas típicas del mundo laboral formal (11%) a favor de las movilizaciones (58%) y los bloqueos de vías o cortes de ruta (17%). La tasa de sindicalización hoy no supera el 5% cuando estuvo por 15% en los años 70, y la cobertura de la negociación colectiva no va más allá del 0,5 % de la PEA.
(9) 12 de ellas han muerto en el año de gobierno de Santos (Cifras tomadas del Banco de Datos de Derechos Humanos de Cinep).
(10) Por ejemplo la Alianza Social Indígena, creada en 1991, ha reemplazado el apelativo “indígena” por “Independiente” con el objetivo de incluir más población, pero a costa de diluir su identidad.
Mauricio Archila es Profesor Titular de la Universidad Nacional de Colombia e investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP). Martha Cecilia García es Investigadora de CINEP.
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