CEPRID
EL FRACASO DEL PROGRESO INDUSTRIAL

EDUCACIÓN, MEDICINA, TRANSPORTE Y ALIMENTACIÓN

Viernes 28 de agosto de 2009 por CEPRID

Mailer Mattié

Las instituciones industriales atontan, enferman y paralizan

Así definió Iván Illich1 los signos del fracaso del mundo industrializado, demostrando la vulnerabilidad de sus certezas y los mitos que le sustentan. Al señalar que la ausencia de límites destroza la vida social, llevó su cuestionamiento a sectores que parecían incuestionables, considerados en general una contribución del desarrollo económico al bienestar humano. La tecnología domina nuestra civilización –afirmó-, transformando al individuo en su esclavo al dejarlo sin posibilidad de elección. Las personas permanecen encadenadas, de hecho, a la producción industrial y también a la educación, al consumo de energía y a la medicina; actividades que ejercen, en efecto, un monopolio radical sobre la vida, impidiendo la participación de otros medios. En su libro La convivencialidad (1973), Illich definió de la siguiente forma el concepto: “Por monopolio radical entiendo yo un tipo de dominación por un producto (...). En ese caso, un proceso de producción industrial ejerce un control exclusivo sobre la satisfacción de una necesidad apremiante excluyendo en ese sentido todo recurso a las actividades no industriales (...). Es un tipo particular de control social reforzado por el consumo obligatorio de una producción en masa que sólo las grandes industrias pueden garantizar”. El proceso de producción industrial, pues, termina despojando al individuo de su posibilidad de hacer, limitando su propia autonomía y su libertad.

La tecnología y las instituciones industriales –sostuvo-, se transforman de medios en fines en el mundo contemporáneo. Metamorfosis que tiene lugar una vez que traspasan determinado límite o umbral, convirtiéndose en monopolios nocivos. Illich quiso demostrar, en suma, que las instituciones sociales al industrializarse generan resultados opuestos a sus objetivos: las escuelas atontan, el transporte paraliza y la medicina convierte a las personas en seres angustiados por la salud, incapaces de aceptar la enfermedad y la muerte. Su obra constituye, en conjunto, una seria advertencia acerca de las contradicciones y la irracionalidad del progreso desmedido; un llamado urgente a la búsqueda del límite imprescindible para poner el conocimiento al servicio de la supervivencia de la humanidad.

La producción industrial destruye el medio ambiente –reiteró-, pero las instituciones destrozan la cultura. En el caso de la educación, por ejemplo, la sociedad moderna delega en la escuela el monopolio radical de educar a los individuos, una actividad vital reducida a la escolarización obligatoria. La escuela educa fundamentalmente para preservar el orden social, ignorando y descalificando la importancia de otros conocimientos. Para Illich, por tanto, la educación en la era industrial representa apenas un mito que oculta sus verdaderos fines: transforma el proceso de aprendizaje en una mercancía de adquisición forzosa y en un instrumento de discriminación social, inclusive en el seno mismo de las familias.

Analizó asimismo Illich el control ejercido sobre la sociedad por el sistema sanitario, monopolio radical que calificó de grave amenaza para la salud. Utilizó el término médico iatrogénesis que etimológicamente significa “ efecto generado por el curandero”, al que otorgó amplio contenido social. El monopolio de la medicina –afirmó- coarta la libertad de los individuos en relación al cuidado de la propia salud, pues son los médicos quienes detentan el derecho exclusivo a decidir lo que debe hacerse con la enfermedad de una persona. Consideró que dicha dependencia oculta, en realidad, el hecho incuestionable de que determinadas condiciones ambientales y culturales son imprescindibles para mantener una vida saludable; condiciones, por lo demás, que el propio desarrollo industrial ha destruido. La iatrogénesis, pues, es un fenómeno de largo alcance: los efectos secundarios del monopolio médico no se reducen al nivel clínico, dado que afectan en general la vida social y la cultura generando lo que Illich denominó la medicalización de la vida.

Estudió Illich igualmente el problema del consumo de energía asociado al transporte en la sociedad moderna. El mito de que el consumo de energía genera equidad –sostuvo-, únicamente sirve para estimular su crecimiento. La equidad social sólo es posible –afirmó-, si se mantiene el consumo de energía per capita dentro de límites específicos. Ilustró su tesis a partir de la observación del sistema de transporte y su vínculo con la velocidad. Una industria, por lo demás, cuyo impacto geográfico debido a la apropiación del espacio social (construcción de autopistas y aeropuertos, entre otros), convierte al individuo en un usuario que pierde toda conciencia de sus facultades innatas para desplazarse con autonomía. La velocidad, ciertamente, significa aumento en el consumo y en los costos de energía, convirtiéndose así todo el sistema en un importante instrumento generador de desigualdad. Los ricos, desde luego, se mueven más en menor tiempo y los pobres se mueven menos. La velocidad, en realidad, eleva las distancias para todos, aunque éstas se reducen sólo para la minoría que puede pagar los costos. En la sociedad contemporánea, por tanto, la industria del transporte ejerce un monopolio radical sobre la circulación de las personas; controla la movilidad de la gente y anula su capacidad natural para desplazarse.

La sociedad industrial se le reveló a Illich, entonces, como el fracaso de una gran aventura que pretendía contribuir al bienestar de la humanidad. El fracaso de un modelo que se sustenta en la falsa hipótesis de que la máquina puede sustituir al esclavo, cuando en realidad ha sido el ser humano quien se ha convertido en servidor de la máquina. Pasado el umbral que los convierte en monopolio exclusivo, los instrumentos industriales se apoderan de la vida de las personas que pierden su autonomía y la libertad de escoger. La producción de un bien o de un servicio –concluyó-, cuya naturaleza es servir de medio para la satisfacción de necesidades, se transforma en un fin en sí mismo y se vuelve contra su objetivo inicial, amenazando con destruir a la sociedad en su conjunto.

El monopolio radical de la subsistencia. Las advertencias de la alimentación

Las consecuencias negativas de la industrialización en la vida contemporánea se extienden, inclusive, a las bases mismas de la alimentación, amenazando seriamente hoy día la seguridad de la subsistencia humana. Doce compañías controlan la producción y el comercio de granos, lácteos y carne en el mundo: el llamado cartel de alimentos anglo-holandés-suizo, estrechamente vinculado a la Casa Real británica. Los cultivos tradicionales desaparecen a un ritmo vertiginoso, sustituidos por monocultivos industriales como los transgénicos destinados a la alimentación de ganado en los países del Norte, cuyas semillas están en manos de las transnacionales Monsanto, Dupont/Pioneer y Syngenta. La agricultura industrial requiere, además del uso intensivo de pesticidas, un elevado consumo de agua y genera el 40% de los gases de efecto invernadero del planeta. Se desarrolla, asimismo, colonizando tierras poco aptas como sucede en la región amazónica, propagando el deterioro medioambiental y favoreciendo el desplazamiento de comunidades indígenas y campesinas. Causa, igualmente, hambre y pobreza, puesto que su producción se destina a la exportación, obligando a los agricultores a abandonar los cultivos de subsistencia. Los alimentos producidos industrialmente, por lo demás, son deficientes desde el punto de vista nutricional debido a la pérdida de biodiversidad, la utilización de químicos y el empobrecimiento del suelo. Así, mientras la pobreza y la destrucción cultural se instalan en América, Asia y África, el mundo queda sin opciones ante el arroz, la soja y el maíz de Monsanto.

En las granjas industriales, por otro lado, se producen a gran escala, como una mercancía cualquiera, vacas, cerdos y aves que apenas sobreviven a las peligrosas condiciones que les rodean, reducidos en su categoría de seres vivos a máquinas. La diversidad genética es sustituida por técnicas de inseminación artificial y el hacinamiento obliga a preservar la vida de los animales utilizando antibióticos y hormonas provenientes de la medicina industrial. La concentración, a su vez, facilita el intercambio de virus y la aparición de nuevas mutaciones que pueden efectivamente traspasar las barreras entre las especies, contagiando a las personas. Aún así, es una actividad en plena expansión en los países del Tercer Mundo donde está aumentando el alquiler y la venta de tierras a las corporaciones. La pesca industrial, por su parte, en apenas cincuenta años ha logrado disminuir en 90% la cantidad de peces como el atún, el pez espada, bacalaos y tiburones, especies que pueden considerarse en peligro de extinción. Los efectos revierten, desde luego, en la subsistencia de miles de comunidades costeras obligadas a abandonar la pesca artesanal. La producción de alimentos, pues, un medio para satisfacer las necesidades de subsistencia, termina así diferenciándose de su propósito fundamental.

El siglo XXI ha comenzado, de hecho, con ruidosas advertencias sobre los riesgos que supone la alimentación industrial. La dramática reducción de peces en los océanos podría dejar al mundo sin sus principales fuentes marinas de sustento; amenaza que terminaría, además, en una catástrofe ecológica planetaria sin precedentes. Los cultivos transgénicos contaminan a otras especies y hay importantes indicios, asimismo, sobre sus posibles efectos en la salud humana. En la India, durante los últimos años, miles de agricultores desesperados por las deudas se han suicidado utilizando pesticidas, la mayoría en zonas donde se habían sustituido cultivos tradicionales por arroz transgénico. En los Estados Unidos los reportes sobre la contaminación de especies son continuos; miles de hectáreas de soja transgénica resistente al Roundup de Monsanto, por ejemplo, han sido abandonadas por los agricultores debido a la resistencia al herbicida desarrollada por el amaranto –antiguo alimento de las poblaciones prehispánicas- que ha invadido las plantaciones. El mundo ha sido testigo, por otra parte, de la llamada crisis de las vacas locas en Europa, a raíz del contagio de la Encefalopatía Espongiforme Bovina (EEB) y la aparición de víctimas humanas de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Informes suficientemente documentados han señalado, además, a la industria avícola como origen de la epidemia de gripe aviar (H5N1) que se localizó en granjas de Holanda, Japón y Egipto, propagada mediante las redes de comercio mundial a través de diversos portadores. De acuerdo a varias investigaciones, igualmente, es bastante probable que la gripe A (H1N1) expandida por el planeta se haya originado en una granja porcina de México. Se sabe, en efecto, que desde comienzos de 2007 vecinos de Granjas Carroll en el Estado de Veracruz han protestado por la contaminación de las lagunas de oxidación que contienen excrementos y residuos químicos. Filial de la empresa estadounidense Smithfield Foods Inc., la principal productora y procesadora de cerdo a nivel mundial, Granjas Carroll produce en sus 16 explotaciones localizadas entre Puebla y Veracruz el 10% del consumo mexicano de esta carne. Independientemente del grado de responsabilidad que pueda atribuírsele, parece indudable que las condiciones de hacinamiento de cientos de miles de animales han podido favorecer la mutación del virus y su posterior contagio a los humanos.

La sociedad moderna, en fin, al delegar en el sistema industrial el monopolio radical de actividades fundamentales para la vida, autoriza a las corporaciones a hacer negocios al precio de arriesgar la supervivencia humana, favoreciendo la ruina de la naturaleza y de las culturas. Al ignorar todos los límites, la consecuencia es la aparición de momentos sociales críticos de carácter global que se repiten cada vez en menor tiempo. Testimonios irrefutables, sin más, del fracaso de un modelo social que sólo puede retrasar su debacle apoyándose paradójicamente en el aumento de la destrucción y la violencia, intentando ocultar así la fragilidad de los irracionales e insostenibles cimientos que le sustentan.

NOTAS:

1 Descendiente de familias judías y católicas, Iván Illich nació en Viena el 4 de septiembre de 1926. Estudió Química, Teología, Filosofía e Historia. Fue expulsado de su ciudad natal por los nazis en 1941 y diez años más tarde se ordenó sacerdote en Roma. Vivió posteriormente en Nueva York, Puerto Rico y México. En la ciudad de Cuernavaca fundó en 1961 el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), un espacio de discusión y pensamiento crítico sobre los problemas del desarrollo económico y la industrialización. El Vaticano inició contra él un proceso por sus críticas a la Iglesia oficial, abandonando el sacerdocio finalmente en 1969. En 1970 fue expulsado de México y comenzó a publicar sus primeros ensayos sobre la educación, la medicina y el transporte, consiguiendo gran prestigio internacional. A finales de los años setenta se alejó de la escena pública, convirtiéndose en lo él mismo denominó un “filósofo itinerante”. Murió en 2002 en Bremen (Alemania) a los 76 años de edad. Entre sus principales escritos: La sociedad desescolarizada (1971), La convivencialidad (1973), Energía y equidad (1973), Némesis médica: la expropiación de la salud (1975), Shadow-work (1981), El género vernáculo (1982), Ecofilosofías (1984) y H2O y las aguas del olvido (1989).


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