CEPRID

SIMONE WEIL Y LA FELICIDAD (1)

Miércoles 11 de mayo de 2016 por CEPRID

Mailer Mattié

Instituto Simone Weil/CEPRID

Simone Weil reconoció, poco antes de morir, que su única vocación había sido buscar la verdad, tarea ancestral a la que consagró su corta e intensa vida. Fue, en consecuencia, la principal motivación de su obra, cuya comprensión exige no solo una aguda atención: también –y sobre todo-, alejar el pensamiento de los errores que imponen las ideologías y derribar el muro que impide acercarse al auténtico conocimiento, sin el cual toda acción –o indignación-, individual y colectiva, resulta estéril, ineficaz e inútil, con independencia de los propósitos, la fuerza disponible o la sangre que se derrame.

Se trata de interpretar, en suma, la magnitud de las demoledoras consecuencias del desarrollo de la civilización moderna sobre la condición humana y de encontrar, asimismo, las fuentes de inspiración imprescindibles para construir un mundo social próximo al bien.

Al hablar de conocimiento, me refiero, naturalmente, a la facultad humana cuyo atributo es la espiritualidad; es decir, la condición de la inteligencia que constituye –en palabras de Weil- la diferencia infinitamente pequeña entre el comportamiento humano y el comportamiento animal; la conciencia de la verdad sobrenatural –del orden eterno del universo que es la unión complementaria de los opuestos-, fuente de todo el bien que puede existir en este mundo: de la belleza, la verdad, la justicia, la legitimidad y la subordinación de la vida a las obligaciones. Una cualidad, en fin, para la que Weil reclamó la definición rigurosa de un concepto científico.

Los cimientos de lo humano, entonces, jamás podrán ser nuevos o modernos; sin su mediación, por consiguiente, todo es infrahumano y mísero, en el individuo y en la sociedad.

La auténtica espiritualidad, pues, es inherente tan solo al verdadero conocimiento; sin embargo, en el mundo moderno reina la falsa espiritualidad vinculada al error. Únicamente existen la verdad y el error –escribió Weil-, y en la civilización moderna el error sustituye a la verdad.

No obstante, de la misma manera que el error ha sido factor común a todas las formas sociales acreditadas por la modernidad, en la Antigüedad los pueblos compartieron una única verdad, expresada de modos diversos. De aquella realidad dan cuenta, sobre todo, los restos de "pasado vivo" que se conservan en el mundo, junto a determinados símbolos y tesoros arqueológicos de diferentes culturas -en el Mediterráneo, en Medio Oriente, en el Pacífico o en el continente americano, por ejemplo- que representan, sin más, el conocimiento del orden del universo y su reflejo aquí abajo, en la Tierra.

La modernidad, en efecto, se ha desarrollado sobre las ruinas de la verdad, al destruir sistemáticamente el pensamiento y las formas de vida comunitaria que expresaban el reflejo del orden del cosmos en el mundo social; como resultado, la actual civilización carece de calidad o valor espiritual.

La destrucción del pasado constituye, por tanto –en palabras de Weil-, el mayor de los crímenes.

Aún cuando la civilización moderna ignora el principio universal de la complementariedad de los contrarios –lo cual, entre otras cosas, impide presume, sin embargo, de haber forjado un nuevo y espléndido ideal del ser humano, ajeno, paradójicamente, a la auténtica espiritualidad y al verdadero conocimiento; es decir, un sórdido disparate que excluye las cualidades propias de la inteligencia.

Weil advirtió, de hecho, que el mundo contemporáneo es un verdugo de lo humano, puesto que la instauración de la idea de progreso y la intervención de la ciencia, la técnica, la educación, la economía, el Estado y la supremacía del derecho sobre las obligaciones, llevan implícita la destrucción de sus fundamentos a nivel espiritual, biológico e intelectual; dando lugar, en realidad, a un perverso modelo de esclavitud que contempla la colaboración del esclavo asalariado con su propia opresión: un ser incapaz de distinguir dónde está el látigo y quién es el amo; la demostración, sin duda, del nivel que ha alcanzado la devastación.

¿Cómo hemos conseguido descender hasta aquí?

Lo humano solo puede asentarse en la verdad, de la misma manera que lo no humano se fundamenta exclusivamente en el error. Según Weil, por tanto, vivimos aferrados a los errores que provienen principalmente de cuatro "taras", a las que parece imposible escapar: la falsa concepción de la grandeza, la degradación del sentimiento de justicia y la idolatría del dinero –"la llave maestra del poder"-, a la vez que carecemos de cualquier criterio acerca del significado de una auténtica inspiración espiritual.

Weil observo, asimismo, que los medios para la satisfacción de las necesidades, convertidos en fines en la civilización moderna, actúan también como instrumentos orientados al hundimiento de lo humano: entre ellos, el sistema político y los partidos que impiden el desarrollo de la verdadera democracia; la economía que se nutre de la explotación, la opresión y el sufrimiento de los trabajadores, cuyo propósito final es la acumulación monetaria, el beneficio parasitario y la usura; la educación, que rehúye la verdad y el conocimiento para favorecer la incorporación de las personas al mercado de trabajo; y la religión, reducida a una convención, a un simple acuerdo, sobre la existencia de Dios y su intervención personal en los asuntos terrenales.

Una intrincada red de interrelaciones, desde luego, donde coopera también, de manera decisiva, el conjunto de los singulares móviles infrahumanos que impulsan las acciones individuales en la vida moderna: es decir, el dinero, el miedo y el prestigio –el orgullo y el ego-.

Cuando el error ocupa el lugar de la verdad, ésta aparece, en realidad, como algo relativo y mutable; esmerada metamorfosis en la cual juegan un papel determinante la ciencia y la información.

La autoridad científica -impasible, en general, al bien-, es, ciertamente, la fuente de legitimidad más importante en el mundo moderno: poco importa la naturaleza de la destrucción, por ejemplo, siempre y cuando esté avalada por la ciencia; vale decir, si resulta útil a los fines de la técnica y del progreso.

La información, por su lado, colma con ventaja el vacío que deja el conocimiento, cuyo contenido –frecuentemente cifras, extractos y conjeturas sobre los acontecimientos- proyecta una realidad sin conexión entre sus diferentes ámbitos; ocultando, sobre todo, el intrincado tejido corporativo que arbitra la vida del individuo moderno: la trama de monopolios radicales políticos, económicos y sociales, a la cual también pertenece –que controla, en conjunto, la alimentación, la medicina, el transporte, el trabajo, las decisiones políticas, la educación y la religiosidad.

Así pues, igual que el funcionamiento de la economía depende de la eficacia de los instrumentos de usura del sistema financiero, los pilares de la civilización contemporánea solo pueden mantenerse en medio de un sostenido proceso de deshumanización que contemple todas las esferas del comportamiento, a nivel individual y colectivo, de seres reducidos a datos para facilitar el cálculo de su utilidad.

La privación de la inteligencia, por ende, nos ha llevado a admitir, sin el menor cuestionamiento, que el fin último de las organizaciones sociales modernas coincide, a su vez, con la mayor aspiración de la humanidad; es decir, alcanzar el máximo grado posible de felicidad: la promesa común de todas las ideologías, aunque difieran en el método.

De hecho, la Asamblea General de las Naciones Unidas acordó en 2012 celebrar cada 20 de marzo, ni más ni menos que el Día Internacional de la Felicidad. Según sus expertos, la felicidad es una variable que se puede medir, tomando en cuenta, entre otros coeficientes nacionales, el PIB, las perspectivas de futuro, el nivel de ingresos, la salud física y la asistencia de las instituciones del Estado a los ciudadanos. Cómputo que ha hecho posible elaborar periódicamente un singular inventario, encabezado hasta ahora por los países del Norte de Europa donde, no obstante, campean a sus anchas –pese al considerable radio de acción del Estado de Bienestar- la soledad, la depresión, el alcoholismo, el ocio y la desestructuración familiar y comunitaria.

Es decir, en medio de la permanente ausencia de verdad y conocimiento en la que vivimos, privados de autonomía, presas del desarraigo, sujetos al miedo, el dinero y el orgullo y desprovistos de una auténtica espiritualidad, hemos conseguido, sin embargo, identificar nuestra propia tragedia humana con la felicidad: un término omnipresente y difundido interesadamente por el lenguaje moderno –otro error más-, que reemplaza a la antigua noción de Júbilo –el Sumak Kawsay (Buen Vivir), por ejemplo, en la cosmovisión ancestral andina o la Tierra sin mal del pueblo guaraní- que designaba el estado de equilibrio, de templanza, que Weil denominó "felicidad natural", en referencia al orden convivencial que supone la satisfacción en conjunto de las necesidades materiales y las del alma.

El orden social, en realidad -subrayó Weil-, es la primera necesidad del alma humana; en consecuencia, si la sociedad carece del reflejo del orden del universo –que es el único verdadero y la fuente de toda espiritualidad-, como sucede en el mundo actual, estará privada esencialmente de orden: es decir, de equilibrio.

Imponer el error de la felicidad, señala, en suma, el afán de justificar y perpetuar otro error: la falsa grandeza de la civilización moderna en relación con los legítimos anhelos de la humanidad.

Condicionadas, pues, nuestras acciones por la ausencia de conocimiento y los móviles erróneos, no contamos siquiera con capacidad para una mínima oposición real a semejante degradación, paralizados por la aparente satisfacción de apoyar o intervenir en actividades y movimientos infructuosos.

Lo humano, por consiguiente, está amenazado no solo de extinción, sino – como advirtió Weil- de no haber existido jamás

El declive de nuestra inteligencia consiente, asimismo, que semejante desdicha no se incluya entre las preocupaciones de ningún ámbito de la civilización contemporánea, intelectual o político, de derecha o de izquierda – contrario a lo que sucede con el error de la felicidad que, como sabemos, seduce a la mayoría-; preocupación transversal, sin embargo, en la obra weileana.

Propuso, en consecuencia, como un paso inicial el ejercicio de atención: el mayor de los esfuerzos, quizás –escribió en 1942-, de tal forma que la mente, sin buscar nada, a la espera, pueda recibir la verdad del objeto que va a penetrar en ella.

Dicho esfuerzo, no obstante, exige el impulso de la energía que emane de auténticas fuentes de inspiración, para sustituir el veneno de las ideologías y de la propaganda que inunda el alma y el pensamiento de separación, conflicto, mentira, idolatría y fanatismo.

Recobrar lo humano demanda, por ende, la acción de un método que promueva la inspiración individual y colectiva: un problema totalmente nuevo, en opinión de Weil, cuyo enfoque reclama la recuperación de nuestra inteligencia.

Al respecto, consideró imprescindible reemplazar, en primer término, las ideas vigentes sobre la educación y la política. La educación, por ejemplo, debería primordialmente suscitar móviles que proporcionen energía a la acción, considerando dos pautas básicas de elección: su utilidad y el bien que proviene de la unión de los contrarios; de esta manera, la proporción de bien contenida en los móviles será la misma cantidad que habrá en las acciones, no más.

La política, por otra parte, diferenciada de su función actual como un fin en relación con la conquista y el mantenimiento del poder, deberá ser solamente un medio al servicio de la educación permanente de los pueblos.

Cuando Weil habló, finalmente, de la obligación de enfrentar el gran escándalo que constituye en nuestro tiempo la separación entre ciencia y religión, evidentemente hay que entender que hacía referencia a la auténtica ciencia -la verdad- y a la auténtica espiritualidad; es decir, aludía a la urgente necesidad de recuperar el nexo entre la verdad y el orden eterno de la Creación: a la reconciliación entre lo sagrado y lo terrenal, entre la espiritualidad y la vida social.

Una reconciliación, en definitiva, que pondría límite a las falsas alternativas y a las quimeras fundadas en el error, permitiendo a la humanidad volver a su antigua vocación de amar el orden del mundo, el Amor Fati, la obediencia al Universo de los estoicos.

Nota:

(1) Prefacio a la primera edición del libro Espiritualidad y vida social. La vocación ancestral del pensamiento de Simone Weil. Madrid, 2016.

Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.


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