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LA PERCEPCIÓN HUMANA EN EL TRABAJO

Jueves 9 de octubre de 2014 por CEPRID

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Mailer Mattié Instituto Simone Weil/CEPRID

La forma contemporánea de la grandeza auténtica es una civilización constituida por la espiritualidad del trabajo (...). Pero no se puede tentar una fórmula semejante más que temblando. ¿Cómo tocarla sin mancharla?

Simone Weil (Echar raíces, 1943)

Promovida por las ideologías económicas que avalan el sistema de producción industrial, desde el siglo XIX la deshumanización del trabajo se ha convertido en fatídica singularidad de la civilización moderna. No obstante, la reflexión crítica -escasa y precursora- proporciona una medida real del alcance y la contundencia de la destrucción de la condición humana en el mundo contemporáneo, aportando también una aproximación al ideal de la verdadera transformación del individuo y del mundo social fundamentada en valores humanos.

Las contribuciones de Karl Polanyi y de Simone Weil brindan, en tal sentido, una perspectiva complementaria de importante significación. Polanyi, en efecto, objetó los principales argumentos utilizados para adscribir el trabajo a la esfera económica de la sociedad –tal como sucedió con la naturaleza-, en un ensayo publicado originalmente en alemán en 1925 cuyo título en castellano es “Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica”.[1] Diez años más tarde Weil desarrolló sus propias consideraciones, a partir de su experiencia como obrera en varias fábricas de París que funcionaban según la organización taylorista del trabajo.[2]

Constituye una “perversión grotesca” de las “siniestras leyes” de una economía ajena al interés humano –afirmó Polanyi-, considerar el trabajo como una mercancía -un objeto que se intercambia en el mercado- y suponer, por tanto, que posee un valor económico: el artificio precisamente que entraña su destrucción como un valor humano; la ficción que permitió, de hecho, organizar el trabajo de tal forma que unos dirigen y pagan, mientras otros ejecutan y reciben a cambio una retribución. Admitir, en fin, que el salario equivale a la remuneración del trabajo, cuando en realidad no es otra cosa que el pago por el producto de esa actividad, tal como explicó Silvio Gesell en 1916 en El orden económico natural, con el propósito de demostrar que el trabajo humano no tiene valor económico alguno, rebatiendo así a los teóricos cuyas consideraciones solo han servido para impedir la comprensión integral de la economía.[3]

Dicha ficción supuso, además, un cambio radical en la percepción de las motivaciones humanas. De esta forma, los incentivos no materiales fueron subordinados a aquellos vinculados al interés del sistema económico: por primera vez en la historia, el miedo al hambre y el dinero (beneficios, intereses y salarios) se establecieron como los principales estímulos para favorecer la organización de la producción y del trabajo.

Se deduce pues, que la ficción del trabajo como mercancía es el soporte primordial que sustenta en la sociedad moderna la división entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre quienes ordenan y quienes obedecen. Es de suponer, por tanto, que en un ámbito social organizado en torno al trabajo como un valor humano –y no económico-, esta separación tendería a desaparecer: la aproximación al ideal que Simone Weil consideró una obligación de la humanidad.

Como afirmó Polanyi, en el siglo XIX el destino de los seres humanos fue entregado al mercado, una institución económica protegida por las leyes y las instituciones del Estado que aniquila la condición humana.

II

Consecuencia en los seres humanos de la ficción del trabajo es la desdicha, las penalidades que se añaden al esfuerzo propio de cualquier ocupación laboral. No obstante, las ideologías económicas -incluyendo el marxismo- solo han considerado los aspectos materiales de la actividad económica -los medios de producción y la mano de obra-, ignorando permanentemente las necesidades humanas y el sufrimiento que implica el trabajo en la sociedad industrial. Carecen, por tanto, de lo que Polanyi llamó visión de conjunto de la economía, la cual contempla una visión interior en referencia a la condición humana teniendo en cuenta, además, que la visión exterior predominante confunde las necesidades con sus satisfactores (con el consumo) y supone, asimismo, que el salario refleja todo el padecimiento que encierra el trabajo.

La sociedad pues, permanece ajena a los efectos que sobre el alma individual tiene un modelo productivo que se fundamenta en suposiciones. No debería sorprender entonces -como observó Polanyi en 1925- que, en apenas una generación, la población integrada en este sistema viera degradar su condición humana y sus valores.

Fue Simone Weil, sin embargo, precisamente quien formuló esa visión interior a la que se refería Karl Polanyi, en su crítica al marxismo en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social en 1934 y más tarde en sus escritos relacionados con su experiencia en las fábricas: “Cuando pienso –escribió en una carta a su amiga Albertine Thévenon en enero de 1935- que los grandes jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera libre y que seguramente ninguno de ellos (…) había puesto los pies en una fábrica y por consiguiente no tenía la más ligera idea de las condiciones reales que determinan la servidumbre o la libertad de los obreros (…), la política me parece una broma siniestra”.

En la fábrica, en efecto –como destacó Robert Chenavier-, Weil descubrió que “la desgracia de la condición obrera es la desgracia de la destrucción de las condiciones bajo las que existe la humanidad”.[4] Desgracia cuya causa ella encontró justamente en el hecho de que en la empresa industrial unos coordinan y ordenan y el obrero obedece y ejecuta. Desdicha común en diversos grados al trabajo asalariado en general, donde “el subordinado hace casi el papel de una cosa pensada por la inteligencia de otro”: no hacer nunca nada que constituya una iniciativa, porque cada acto es solamente la ejecución de una orden.

Reconocer esta realidad permitió a la filósofa francesa, en consecuencia, elaborar también una visión de conjunto al diferenciar por vez primera entre la explotación del trabajo –relacionada con el dinero (ganancia, interés, salario)- y la opresión -asociada al sufrimiento-. Sin duda, la manifestación de la forma moderna de esclavitud que exige, ni más ni menos, la propia complicidad del esclavo, del trabajador asalariado, puesto que el látigo ha sido sustituido por aquello que ella distinguió asimismo como los incentivos principales del trabajo: el miedo al despido –el miedo al hambre, en Polanyi- y el dinero. Móviles que se convierten a su vez en obsesiones para que puedan ser eficaces y que suplen, por lo demás, cualquier recompensa moral como el agradecimiento, el elogio o la satisfacción personal: reivindicaciones morales –subrayó Weil-, cuya importancia disminuye ciertamente en la medida en que aumentan las mejoras salariales.

Sometido a semejante estado de opresión, humillado hasta quedar por debajo de las máquinas, el trabajador llega así a sentir que no posee ningún derecho; pierde, a la par, todo lo que tiene de humano -incluyendo el respeto por sí mismo, la capacidad de pensar y la dignidad- “y se vuelve indiferente y brutal como el sistema”. La intensidad del sufrimiento, además, genera lo que Weil llamó una “tendencia irresistible” a la sumisión total: “el tipo de sufrimiento del que ningún obrero habla, dado que no comprenden que son esclavos”.

Es el envilecimiento que surge de “rebajar el alma al nivel del miedo y del dinero” pues, “lo que hay de horrible –afirmó- en la forma moderna de la opresión social”. Algo que expresa la verdadera magnitud de la desgracia de una condición humana: hallar incentivos para ser esclavos y agregar sufrimientos adicionales a aquellos físicos y morales propios del trabajo que no degradan ni envilecen como la necesidad misma, el cansancio, el pensamiento o cierto grado de legítima subordinación.

III

Sin la transformación de las condiciones que determinan la organización del trabajo en la sociedad contemporánea es imposible, entonces, un verdadero cambio social. Constituye suficiente evidencia el fracaso de los llamados regímenes socialistas en el siglo XX, al pretender sustituir los estímulos del miedo al hambre y del dinero por la “revolución” y la promesa de un “paraíso” futuro donde lamaldición del trabajo sería sustituida por el ocio.[5]

La humanidad precisa, por consiguiente, asumir la obligación de emanciparse en el trabajo (y no del trabajo). Como iniciativa personal y participación en tareas colectivas, el trabajo es, sin duda, una necesidad del alma:[6] “un cierto contacto con la realidad, la verdad, la belleza del universo y con la sabiduría eterna de su disposición”; es decir, nos permite construir comunidad y al mismo tiempo relacionarnos con la verdad sobrenatural percibida espiritualmente como “objeto de amor”, razones por las que Simone Weil consideró un “sacrilegio” envilecerlo.

Emanciparse en el trabajo exigiría, en primer término, eliminar la obediencia pasiva en la que se asienta la producción económica: la arbitrariedad que obliga a temer, debe ser excluida en la medida de lo posible. Sería necesario pasar progresivamente desde la subordinación total de los que ejecutan, a una combinación entre subordinación y colaboración, siendo el ideal a alcanzar lo que Weil denominó “cooperación pura” en el ámbito de una organización que equilibra el orden –es decir, las relaciones entre necesidades y obligaciones-, la libertad y la fraternidad de los trabajadores en condiciones de igualdad. Un sistema de trabajo, en fin, que armoniza las necesidades de los trabajadores y las condiciones de la producción, cuya tendencia sería borrar la distancia entre trabajo manual y trabajo intelectual de tal forma que ambos podrían llegar a ser realizados por un mismo trabajador.

El trabajo, por otra parte, debería constituir el “primer medio de educación” de los individuos, puesto que cambiar sus condiciones demanda no solo abolir el hastío y el aburrimiento, involucrando al trabajador en el funcionamiento conjunto del proceso productivo; reclama, asimismo, la subordinación de los móviles materiales y el fomento de estímulos morales: contraer obligaciones, vocación, satisfacción profesional, honor, respeto, dignidad, interés por la tarea bien realizada y sentido de la responsabilidad, entre otros. De esta manera, los seres humanos trabajaríamos impulsados por una amplia variedad de razones -subordinando el miedo y el dinero-, organizando la vida social en torno a ellas.

No hay que olvidar, finalmente, que el descubrimiento del alma individual es también –como observó Polanyi- el descubrimiento de la comunidad, de la relación entre personas -sin participación de intermediarios- fundamentada en la cooperación, la reciprocidad y la asociación en términos de igualdad. Por tanto, solo bajo la organización en comunidades, los trabajadores estarían en capacidad de desarrollar ellos mismos una visión de conjunto de la vida económica que incluya las necesidades humanas y el sufrimiento en el trabajo, a través de asambleas en las fábricas, en los talleres, en las cooperativas, en los barrios y en los municipios; formas de organización que impulsen la transformación de las condiciones del trabajo como resultado de la actividad autónoma de los individuos: humanizar la vida social, algo imposible de conseguir en el marco del mundo moderno.

Cuanto más profunda y vibrante sea la participación de las personas en la comunidad, más precisa y profunda será la visión de conjunto acerca de los aspectos económicos que forman parte de la existencia humana. De esta manera, el camino hacia lo que Polanyi llamó democracia funcional es principalmente una cuestión de auto organización que dependerá, en lo fundamental, de la calidad y el compromiso del individuo.

El problema de la organización y los móviles del trabajo, ciertamente, sigue aún sin plantearse. Dar una “forma superior” a la resistencia contra la opresión y devolver al trabajo su condición humana es, sin embargo, un esfuerzo que concierne a toda la sociedad, cuyo significado definió Simone Weil como “la única conquista espiritual del pensamiento humano desde el milagro griego”.


1.Polanyi, Karl. Los límites del mercado. Reflexiones sobre economía, antropología y democracia. Capitán Swing. Madrid, 2014; pp. 25-34. 2. Weil, Simone. La condición obrera. Trotta. Madrid, 2014. 3. El taylorismo como método de organización del trabajo -desarrollado en principio a favor de la guerra-, por ejemplo, constituye en sí mismo la demostración práctica de que las teorías del valor-trabajo son en realidad una invención. Un método al que Simone Weil calificó en 1937 –en su conferencia titulada “La racionalización”- como una Segunda Revolución Industrial dirigida a la “utilización científica del ser humano”, exigiendo su completa eliminación en todas las fábricas y centros de producción. 4. Robert Chenavier. “Introducción”. En: Weil, Simone; Op. Cit.; pp. 13-38. 5. Como advirtió Weil en 1934, proponer la reducción del tiempo de trabajo a favor del ocio y mantener intacta la organización laboral, aún cambiando el régimen de propiedad, no implica la reivindicación de valores humanos, puesto que las causas de la opresión persistirían: en la sociedad moderna, el trabajo y el ocio corrompen de la misma manera. 6. Mattié, Mailer y Sylvia María Valls. Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social.La Caída. Madrid, 2013.

Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid. Su último libro, escrito junto a Sylvia María Valls, es “Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social”, editado por La Caída con la colaboración del CEPRID. Disponible en librerías y en libros.lacaida@gmail.com y ceprid@nodo50.org


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