Edward Said:
la Palestina afónica
Santiago Alba Rico*
10
de octubre de 2003, CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
"Cuando acabo de redactar
estas líneas, leo la noticia de que aviones israelíes
han bombardeado Siria por primera vez en veinte años y
Bush ha declarado que 'Israel no debe sentirse constreñida
en la defensa de su territorio'. Imagino el 'enojado' artículo
que habría escrito hoy Edward Said y lo echo de menos.
Apropiémonos su enojo y abonémoslo con su rigor,
su honestidad y su inteligencia. El amigo, el maestro, el enojado
Said ha muerto; continuemos su lucha y más tarde le daremos
las gracias en una plaza palestina de la Jerusalén liberada."
Decía Robert Fisk hace unos días, en medio de
otros elogios, que su amigo Edward Wadi'a Said era a veces un
hombre "enojado". Los que sólo lo conocimos
a través de su obra, pero lo leíamos al mismo tiempo
con asiduidad y compromiso -hasta el punto de incorporarlo poco
a poco, en este mundo de ángulos e intemperies, al círculo
intenso de los parientes de lucha, como antes se hablaba de los
"parientes de leche"- no dejamos de percibir este "enojo"
que, de una manera creciente, se había ido apoderando
de sus textos en los últimos años de su vida. Fue
sin duda un largo proceso de acumulación, pero lo cierto
es que este "enojo" se hizo conmovedoramente visible
hace no mucho tiempo; creo incluso que podría datar su
primera expresión pública en el verano del 2001,
al hilo de una serie de artículos sobre Palestina de entre
los que recuerdo al menos dos: "Muerte lenta: castigo detallado"
y "Palestina: la verdadera atrocidad es la ocupación".
En ellos el lector avisado se veía sorprendido, y sacudido,
por un temperamento completamente nuevo: el desprecio por los
gobiernos árabes, incluido el de la Autoridad Palestina
(AP), el horror ante la violencia israelí y la rabia frente
a la manipulación mediática abandonaban de pronto
el terreno de la denuncia estricta y del análisis soberano
para expresarse un poco a empellones, con la agitación
de un pecho que solloza. El hombre pudorosamente académico,
del que tanto habíamos aprendido, se convirtió
al final en otro delicadamente colérico que coloreaba
(de un rojo vivo) su prosa de combate. Y aprendimos, si cabe,
mucho más. El profesor de Columbia retrocedía a
adjetivos sumarísimos ("psicópata", "asesino",
"secuaces") para localizar rápidamente la fuente
de un dolor insoportable; y este contraste, tan espontáneo,
tan sincero, tan bien fundado, derribaba la última defensa
de la inteligencia, que a veces se refugia en el cinismo o la
ironía precisamente para no entender. El "enojo"
es mucho más limpio. El enojo de Said conmovía
porque era justo. El enojo de Said conmovía porque era
la sombra -y no el sucedáneo- de un pensamiento. Y el
enojo de Said conmovía porque parecía tejer el
destino de su pueblo, hebra con hebra, con el suyo propio: a
medida que se agravaba la situación en Palestina, en efecto,
se agravaba también su enfermedad. No pienso, desde luego,
que Edward Said, al que el trabajo había protegido de
toda forma de narcisismo, estableciese ninguna simpatía
supersticiosa entre los dos procesos, pero sí que era
consciente de que cuanto más lejos estaba la liberación
de Palestina menos vida le quedaba para contribuir a ella.
Tiempo e Historia
El enojo es, sobre todo, una cuestión de tiempo, de
falta de tiempo. El enojo es un atajo; comprime la eternidad
que aún necesitaríamos para encontrar la solución.
Es una sublevación contra la finitud. Uno se enoja porque
no tiene tiempo suficiente, pero uno se enoja también
para compensar su angustiosa escasez: el enojo dice muy deprisa
lo que podríamos decir más despacio si los días
fuesen más largos y si la frase no se expandiese a medida
que disminuyen nuestras horas. Lo que llevó a Said a la
literatura, lo que hizo de él un extraordinario literato,
fue el tic-tac inscrito, como su cronómetro y su antídoto,
en la experiencia de la escritura: el tiempo.
En Fuera de lugar, su bellísimo libro de memorias,
Said recuerda su primer reloj de pulsera, que escandía
el orden inflexible de una jornada sin vanos ni treguas dominada
en todo momento por "la culpa del tiempo desperdiciado",
tanto más aguda cuanto más aumentaba su ritmo de
trabajo. La sensación de que era "demasiado tarde",
de ir siempre "por detrás" de sus obligaciones,
de acumular cada vez más "retrasos" respecto
de una tarea creciente -y la inseparable angustia del sueño
experimentado como un descuento y no como un descanso- no le
abandonó jamás. Durante su infancia, nos cuenta,
aceptaba con alivio la enfermedad como una interrupción
irresponsable de esta premura, pero naturalmente esto ya no le
valió con la dolencia que le llevó a la muerte.
"Ahora", escribía, "por una diabólica
burla, me encuentro a merced de esta enfermedad dolosa que no
perdona y en la que trato de no pensar, esforzándome con
un cierto éxito en seguir viviendo en mi habitual dimensión
temporal, con esa sensación de ir siempre con retraso,
de tener plazos y no lograr hacerles frente, algo que comencé
a advertir hace cincuenta años y que tengo casi perfectamente
interiorizado. Pero en mi fuero interno me pregunto si, por una
extraña inversión de valores, precisamente este
sistema de deberes y de plazos no representa ahora mi salvación;
incluso si sé bien, naturalmente, que la leucemia avanza
imperceptiblemente, de un modo más oculto e insidioso
que las agujas de aquel mi primer reloj que entonces llevaba
sin darme cuenta de hasta qué punto medían mi mortalidad,
dividiéndola en intervalos perfectos e inmutables de un
tiempo que permanecerá incompleto por toda la eternidad".
Pero -digámoslo claramente- el enojo de Said nos afectaría
menos, nos enseñaría muy poco, si fuese sólo
el resultado de su intolerancia de la finitud. El problema de
Said no era el tiempo sino la Historia, donde el robo, el descuento,
el retraso no son de ninguna manera inevitables, y donde la solución,
por tanto, no viene impedida por la falta de minutos sino por
la falta de escrúpulos, de conciencia, de coraje o de
justicia. Su enojo, y el dolor subyacente, no se alzaba contra
la injusticia de la mortalidad sino contra la mortal injusticia
de la Ocupación. No es que la vida dure poco, es que esta
injusticia es demasiado larga. Y fue Israel, y no Cronos, el
culpable de que Said se muriera sin terminar de hacer los deberes.
La piedra y la honestidad
Una imagen del enojo de Edward Said dio maliciosamente la
vuelta al mundo. El 23 de mayo de 2001 el ejército israelí
se retiró precipitadamente del sur de Líbano; el
3 de julio el intelectual palestino visitó el país
donde había transcurrido parte de su infancia y no quiso
dejar de sumar su alegría a la de los libaneses apenas
liberados. Tras recorrer los siniestros pasillos de la prisión
de al-Jiam, donde el Tsahal había torturado durante
años a miles de prisioneros, Said se acercó a uno
de los puntos fronterizos con Israel e, imitando a una veintena
de jóvenes, lanzó una piedra al otro lado, por
encima de la valla y el alambre de espino. Sesentón y
con leucemia, flaco y trajeado, se dejó llevar y lanzó
también su piedra al campo vacío. El precepto evangélico
dice: "El que esté libre de pecado que lance la primera
piedra". Los israelíes, al igual que sus valedores
estadounidenses, lo siguieron a rajatabla y no han vuelto a lanzar
ni un guijarrillo a los desgraciados: en su lugar sólo
usan aviones, misiles y bombas, lo que es un signo incontestable
de su virtud superior. Una piedra es, efecto, demasiado poco,
demasiado inofensiva, como para no ser un pecado. En un mundo
donde sólo se respetan la tecnología y la fuerza
y en el que los medios de destrucción justifican todos
los fines, un guijarro tiene la monstruosa pequeñez de
un desacato. La fotografía de Said lanzando su piedra
demostró a los que sólo lanzan bombas de fragmentación
(o las aprueban) que todos los palestinos son unos terroristas.
Said recibió cartas con insultos y amenazas y se le intentó
expulsar de la Universidad (porque a los "antisemitas"
hay que tratarlos como el nazismo trataba a los judíos).
Después de que le concedieran el premio Príncipe
de Asturias, algunos de esos fanáticos que condenan las
piedras y exaltan los misiles airearon el gesto para reprochárselo;
otros, más moderados, se sintieron en la obligación
de disculparlo. Por mi parte, no puedo dejar de incluir esa piedra
entre sus méritos, junto a algunas de esas últimas
frases que le salían como sarpullidos y que me conmovieron:
el reflejo de un sabio que había sido niño en esa
tierra y que tenía la sensación de haberse salvado
tan poco como los que allí permanecieron. Esa piedra era
la más tímida declaración de honestidad
que pueda imaginarse, el impulso de una ingenuidad que había
sobrevivido no sólo a las adversidades sino -mucho más
difícil- al corruptor prestigio de las academias. Se agachó
por las mismas razones, y con la misma naturalidad, que los jovencitos
que lo rodeaban; y sintió al liberar el brazo el mismo
gozo infantil y justiciero. Said explicó que había
sido "un gesto simbólico de irreflexiva alegría"
por la liberación de Líbano y yo lo creo. Pero
creo también que, si hubiese tenido tiempo de pensarlo,
hubiese hecho lo mismo. Said, que como palestino habría
tenido tantas cosas que reprocharle, admiró siempre a
Sartre y siguió admirándole incluso después
de ese fugaz encuentro con él, a finales de los setenta,
en el que vio al Maestro francés reducido a la mínima
expresión, viejo, dependiente y casi prisionero de sus
amigos judíos. Si Said, antes de lanzar la piedra, se
hubiese detenido a reflexionar, tal vez no habría pensado
en Sartre, pero habría pensado sin duda como él.
Las únicas promesas que se pueden mantener son las que
se hacen al lado de otros, al mismo tiempo que otros, y prometer
y proyectar son, de alguna manera, verbos sinónimos: com-prometerse
es lanzarse hacia delante, por delante de uno, con un impulso
compartido y desde un espacio común. Said siempre respetó
a Sartre por lo mismo que otros, que sí lo hicieron, le
guardaron luego tanto rencor: porque nunca escondió la
mano. Y desde luego el palestino tenía muy presente en
la memoria al hombre que rechazó el premio Nobel, el único
de los grandes (aparte Brecht) que la CIA no pudo comprar para
su "guerra fría cultural", cuando escribió
"Sobre los intelectuales y el poder" en 1994, recordando
que la función del intelectual "sólo puede
ser ejercitada por aquellos a los que se sabe comprometidos a
plantear públicamente las cuestiones que molestan, a enfrentarse
a la ortodoxia y el dogma (y no a producirlos), aquellos que
no son reclutables a voluntad por los gobiernos y las grandes
empresas y cuya razón de ser es la de representar a todas
las personas y todos los problemas sistemáticamente olvidados
o dejados de lado". A lo que añade enseguida: "El
intelectual, para este cometido, se basa en principios universales;
a saber, que todos los seres humanos, independientemente de la
nación a la que pertenezcan, tienen el derecho a esperar
que se les apliquen las mismas normas de decencia y de comportamiento
en materia de libertad y de justicia, y que toda violación
de estas normas, deliberada o no, debe ser denunciada y abiertamente
combatida". Juan Goytisolo escribió que Edward Said
era el único "intelectual libre" del mundo árabe,
lo que por desgracia hace tiempo que ha dejado de ser un pleonasmo.
Aparte la consideración de que, fuera del mundo árabe,
no tenemos tampoco mucho de qué jactarnos, estoy de acuerdo.
Fue tan libre, tan valiente, tan engagé, que logró
que el término "intelectual" volviese a evocar
una actividad seria, de alto riesgo y altísima moral,
y no una vía estética de acceso a los privilegios
de este mundo. Said rehabilitó ese nombre y su sola presencia
-su trabajo y su ejemplo- dejó sin derecho a usarlo a
decenas y decenas de "intelectuales esclavos" que esconden
la mano detrás de él para recibir a escondidas
su recompensa.
'Orientalismo': conocer para dominar
En uno de sus últimos artículos, Said escribió
que "la invasión de Iraq habría sido imposible
sin la visión que los occidentales tienen del otro y concretamente
de las sociedades árabo-musulmanas". Esta frase lapidaria
resume la tesis que Orientalismo (1978) había desplegado
exhaustivamente en 450 páginas de análisis, datos
y referencias orientadas a desenmascarar una refinadísima
técnica de poder que trabaja a partir, no del uso de las
armas, sino del uso de la mente. La idea de que "una representación
está eo ipso comprometida, entrelazada, incrustada
y entretejida con muchas otras realidades, además de con
la "verdad" de la que ella misma es una representación"
llevó a Said a desentrañar la síntesis espontánea
que es la condición misma de toda relación de dominio,
en una aplicación práctica de las enseñanzas
de Foucault. Para someter al otro hay primero que "verlo"
y verlo es construirlo, codificar su figura a la medida de nuestros
intereses y ambiciones. El descubrimiento de Said fue el de que,
en las condiciones de una distribución desigual del poder
material y militar, conocer al otro es ya ponerlo de rodillas,
pero que -aún más- esas mismas condiciones son
el resultado de un conocimiento preformativo e interesado. El
escándalo que su libro provocó tiene que ver con
el hecho de que no se limitó a denunciar ciertos aparatos
de propaganda -medios de comunicación o discursos políticos-
sino que sometió expresamente a la luz de la crítica
el campo del saber y sus pretensiones de objetividad. No ya Cromer
o Balfour; Volney, Renan, Burton, Lane, Dozy, Humboldt, toda
la pléyade de estudiosos (con Lewis o Gellner más
recientemente) que configuraron desde el academicismo más
diamantino el objeto de una ciencia volcada sobre un fantasma
llamado Oriente, en realidad fabricaron con sus trabajos la "representación"
-una verdadera escenografía- desde la cual se acometieron
las invasiones, los saqueos y las matanzas de la política
colonial. Las reservas con las que un ilustrado platónico
como yo pudo acoger entonces algunas de sus conclusiones más
extremas son insignificantes si se las compara con el efecto
revolucionario que sus tesis tuvieron en la confortable fortaleza
de los estudios orientales. Después de Orientalismo,
el objeto del saber occidental (que incluía a los
propios intelectuales colonizados, condenados a reflejar las
representaciones de la metrópolis o a buscar refugio en
una tradición inventada) se sublevó de algún
modo contra este lazo desigual y reivindicó el derecho
a constituirse en sujeto de su propio destino epistemológico.
Después de Orientalismo, las nuevas generaciones
de arabistas y estudiosos occidentales abandonan el pontificado
arrogante de sus mayores y no tienen más remedio que aceptar
-los que no lo hacen de buena gana- la necesidad de incluir la
sospecha de sí mismos y la igualdad frente a sus colegas
"orientales" como premisas de conocimiento a la hora
de emprender sus investigaciones.
Años más tarde (Cultura e imperialismo,
1993) Edward Said extrapoló estas reflexiones al campo
de la música y la literatura y, más concretamente,
de la novela como género históricamente inseparable
de la expansión colonial. Allí eran, no ya Renan
o Humboldt, sino Austen, Dickens, Conrad y Kipling (algunos de
mis autores favoritos y también -por cierto- de los suyos)
los que supuraban bajo el análisis una complicidad inconsciente
con el Imperio británico. Recuerdo haber leído
la obra con un cierto desasosiego y haber llenado los márgenes
de objeciones garrapateadas a toda prisa, algunas de las cuales
me siguen pareciendo pertinentes. Tenía la sensación
de que, bajo el brillantísimo y muy seductor despliegue
de erudición y sutileza, Said se abandonaba a una especie
de "exceso hermenéutico" que paradójicamente
anulaba la voluntad de intervención -y curación-
que lo había puesto en marcha. Pero ahora espigo al azar
dos frases y me parecen inapelables. "El poder para narrar
- escribe- o para impedir que otros relatos se formen y emerjan
en su lugar, es muy importante para la cultura y para el imperialismo,
y constituye uno de los principales vínculos entre ambos".
Y también: "Casi sin excepción, los discursos
universalizadores de la Europa moderna y de Estados Unidos presuponen
el silencio, voluntario o no, del mundo no europeo". El
colonialismo, el imperialismo, la desigualdad misma del capitalismo
es en efecto una forma de mirar el mundo; la construcción
del otro es, sobre todo, la de una mirada que se lo representa
no sólo en silencio sino vacío de existencia o
provisto tan sólo de una existencia degradada o de inferior
calidad. Hoy, después de Afganistán y de Iraq,
mientras periódicos, políticos y telespectadores
se robustecen en el más sereno y hasta ingenioso desprecio
por el otro, mientras novelistas de talento se pasean por Bagdad
-como los egiptólogos de Napoleón en Egipto- protegidos
por las fuerzas de ocupación con su bloc de clichés
en la mano, mientras el viento y la tormenta seleccionan sus
blancos y "Occidente" demuestra su potencia cultural
instalando Dictaduras y Parques Temáticos por doquier,
conviene volver a leer esas páginas rigurosas para comprender
hasta qué punto la cultura más pretendidamente
universal de la historia de la humanidad sigue encerrada en los
estrechos límites mentales de una tribu guerrera del Amazonas.
Memoria y testimonio
Pero conviene volver a leer, sobre todo, Fuera de lugar,
su bellísimo, extraordinario libro de memorias (1999).
Y esto por dos motivos. El primero es su excepcional valor literario,
que lo convierte, a mis ojos, en una de las grandes obras narrativas
de las últimas décadas. Es difícil leerlo
sin quedar literalmente subyugado, hechizado, maravillado por
esa lenta, exquisita floración de la memoria y todas sus
complejísimas raíces trepadoras. Said imprime a
cada página la delicadeza, precisión y sigilo con
las que recubre el mundo, de pronto, una lluvia muy fina. Mientras
lo leía hace dos años me acometía un poco
el malestar de que Said hubiese perdido el tiempo -sin dejar
de hacer nunca sus deberes- dedicándose más a la
crítica que a la creación literaria; pero me daba
cuenta simultáneamente, por la propia fuerza del relato,
de que todo ese tiempo perdido, como ocurre en Proust, se revelaba
ganado en las páginas de su autobiografía. Y es
que algo muy proustiano, en efecto, baña todo el libro.
Sólo recordamos por lo general los grandes acontecimientos
(una muerte, un incendio, una conversión) y las fechas
particularmente señeras (las que aprendemos en el colegio
o nos inflige la tradición); y de esa manera se nos escapa
una y otra vez lo más decisivo de una vida: la costumbre.
La costumbre, que deja cicatrices en el carácter, no deja
huellas en la memoria. Proust fue capaz de inventar un procedimiento
literario para registrar y recuperar lo Invisible, ese flujo
de repeticiones y conchitas, inasible por definición,
que construye en silencio nuestra personalidad y forja los resortes
de nuestra percepción. Said lo consigue con tan paradójico
distanciamiento -porque el material, como la araña, lo
saca de su interior- que el "yo" así desplegado
es una sucesión de pequeños espesores, la larga
duración de una especie, un deslizamiento geológico
que produce diminutos montículos de felicidad o de dolor.
Si es difícil no sucumbir al talento de Said, es difícil
también no admirar su discreción: ni una concesión
a la autocomplacencia ni a la vanidad; se examina a sí
mismo como si se hubiese encontrado en el camino, igual que uno
encuentra una piedra o un escarabajo y carga con ellos hasta
el final del viaje.
Pero no sólo en este sentido Fuera de lugar
es un libro "proustiano". Lo es también porque,
ocupándose tan sólo de sí mismo, de su propia
"educación sentimental", del diminuto hormiguero
de sus impresiones privadas, Said logra levantar alrededor, como
Proust, un mundo común, el relato entero de una época
y la experiencia de su derrumbe. Y éste es el segundo
motivo que hace inexcusable su lectura. Porque su valor literario
le proporciona un valor testimonial añadido, la fuerza
de una revelación que sacude el alma con el manotazo negro
de una catástrofe. El derrumbe que describe Said casi
sin quererlo no es, al contrario que el de Proust, el de una
clase social languideciente; es un derrumbe mucho más
grande, más salvaje y, sobre todo, mucho menos inocente;
es el derrumbe de cientos de Torres Gemelas sin una mala cámara
que lo registre, al margen o con la complacencia de la mirada
occidental; el derrumbe de una sociedad, de un país, de
un mundo, no bajo el empuje silencioso e incruento de sus propias
fuerzas internas, sino por efecto de una agresión brutal,
premeditada y consentida, en la que la expulsión de la
gente, la reocupación o destrucción de las casas,
el cambio de nombre de las calles y el cambio de lengua de los
rótulos acompañaron y acompañan al proyecto
de liquidación física de todo un pueblo: Palestina
1948, la Nakba [1], el eje simbólico de
un crimen que afecta ya al menos a tres generaciones de palestinos
y que nos importa menos que la salida al mercado de un nuevo
producto de Microsoft. Eso es lo que Said cuenta también
en Fuera de lugar y con una eficacia mucho mayor que sus
libros sobre los Acuerdos de Oslo o sus artículos sobre
Israel o el sionismo estadounidense. Las razones de esta mayor
eficacia tienen que ver, sin duda, con sus virtudes literarias,
pero refleja al mismo tiempo los límites de nuestra mirada,
como si Said hubiese querido servirse -conscientemente o no-
de la misma síntesis reductora que combatió. Said
vivió en una casa parecida a la de mi padre (o a las que
yo mismo habité en El Cairo) y no en una tienda; se desplazaba
en automóvil y no en camello; fue un extraordinario pianista
y escuchaba la misma música que yo; había leído
los mismos libros y se había exaltado con los mismos poemas;
los palestinos, pues, son como nosotros. ¿Humanos?
¿Occidentales? Sea como fuere, Said utilizó contra
ellas esa experiencia de comunidad cultural que las élites
sionistas movilizaron para despertar las simpatías de
Europa; y este efecto de identificación y reciprocidad
produce una sacudida moral y afectiva en el lector europeo, que
ya no puede seguir ignorando el dolor de un semejante. Aunque
sólo sea por esto, habría que imponer Fuera
de lugar como lectura obligatoria de la ESO, junto a Matar
un ruiseñor de Harper Lee y Si esto es un hombre
de Primo Levi.
El dolor de un privilegio
Una serie de dis-locaciones o bi-locaciones (árabe,
pero cristiano; palestino, pero estadounidense; educado en la
lengua del Corán y en la de Shakespeare), ascendió
a Said al privilegio de un dolor que él siempre quiso
que siguiera siendo el dolor de un privilegio. Los fanáticos
que condenan las piedras y aplauden los misiles reprocharon a
Said sus críticas a Israel, pero también el lugar
confortable desde el que estaban hechas. Más confortable
hubiese sido no hacerlas, como ocurrió con tantos otros
que, llevados de una comprensible pero abyecta gratitud o de
un complejo de inferioridad típicamente colonial, han
acabado agradeciendo sus ventajas personales con un "americanismo"
fundamentalista e incondicional. "Como americano que lleva
una vida de privilegio y estudio en la Universidad de Columbia",
declaró Said en su discurso de aceptación del premio
Príncipe de Asturias en el 2002, "donde he tenido
una suerte enorme en mi vida como profesor, llegué a comprender
muy pronto que tenía que elegir entre olvidarme de mi
pasado y de los muchos familiares que se convirtieron en refugiados
sin hogar en 1948 o dedicarme a paliar los efectos de los traumas
producidos por el sufrimiento y el despojo escribiendo, hablando
y dando testimonio de la tragedia de Palestina. Me enorgullece
decir que escogí este último camino y con él
la causa de una política estadounidense no militarista
y no imperialista". Habrá quizás diez intelectuales
tan honestos como él; cien con una preparación
igualmente sólida; mil con su misma inteligencia; y hay,
desde luego, miles de hombres comunes igualmente combativos.
Pero era el único intelectual al mismo tiempo honesto,
preparado, inteligente y combativo cuyas palabras sobre Palestina
eran reproducidas por cincuenta periódicos y sus libros
difundidos en 30 lenguas. Por eso, la Palestina afónica
ha perdido momentáneamente la voz. Said murió enojado,
con una pluma temblorosa en la mano y pidiendo a su hija que
continuase la lucha. Esa lucha es de todos, sí, pero es
en la propia Palestina donde su legado tiene que fructificar.
Said, que admiraba la resistencia de sus compatriotas, entendió
muy pronto que las armas nunca podrían triunfar sin neutralizar
la propaganda sionista con un discurso riguroso que se sirviese
de sus propios medios. Si no se podía ser más fuerte
que ellos, había que ser más justos, más
inteligentes, hacer sonar más alto las verdades que sus
mentiras. Había que destinar recursos a la persuasión
de la opinión pública. Había que seguir
produciendo militantes, pero también buenos políticos,
testigos de crédito, intelectuales libres capaces de hacer
oír su voz en los foros internacionales. Palestina, que
se ha quedado ronca de tanto gritar, tiene que cambiar de garganta.
Said les ha mostrado el camino.
Cuando acabo de redactar estas líneas, leo la noticia
de que aviones israelíes han bombardeado Siria por primera
vez en treinta años y Bush ha declarado que "Israel
no debe sentirse constreñida en la defensa de su territorio"
(ni siquiera por su propio territorio: lo que es una bonita y
hitleriana forma de decir que las agresiones de Israel, como
las de EEUU, no pueden ser contestadas y que los agredidos, los
ocupados, deben "constreñirse" hasta desaparecer).
Imagino el "enojado" artículo que habría
escrito hoy Edward Said y lo echo de menos. Apropiémonos
su enojo y abonémoslo con su rigor, su honestidad y su
inteligencia. El amigo, el maestro, el enojado Said ha muerto;
continuemos su lucha y más tarde le daremos las gracias
en una plaza palestina de la Jerusalén liberada.
Nota de CSCAweb:
1. Nakba,
en árabe, "El Desastre", así denominan
los palestinos al proceso que condujo a la creación del
Estado de Israel y la primera guerra árabe-israelí
y, con ello, a la primera diáspora del pueblo palestino.
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