LA PERSONA CONVIVENCIAL
Miércoles 24 de julio de 2013 por CEPRID
Mailer Mattié
Instituto Simone Weil/CEPRID
I
La sociedad contemporánea se ha edificado sobre las ruinas de la base material y de las cualidades humanas imprescindibles para la vida convivencial. Como resultado, el ser humano se ha convertido en protagonista de su propia destrucción, aun cuando quienes orientan los fines del conocimiento proclaman que el mundo moderno constituye un paradigma sin precedentes de la evolución humana, en su afán por ocultar lo que hemos sido capaces de urdir en nombre de la libertad, la democracia y el progreso económico -la Física industrial, por ejemplo, se pregunta si la llamada inteligencia artificial será capaz de conseguir la obsolescencia humana en un futuro próximo, invirtiendo con tal objetivo miles de millones de dólares en proyectos de investigación; sin embargo, no ha podido lograr que sus robots superen siquiera la inteligencia de una humilde cucaracha-. De acuerdo a la definición de Iván Illich, un espacio social es convivencial si la satisfacción de las necesidades humanas no depende de monopolios radicales industriales (privados y estatales) que controlan el empleo, la alimentación, la medicina, el transporte, el conocimiento (educación, ciencia, tecnología e información), el tiempo libre, la participación política y la toma de decisiones sobre la vida pública; es decir, no depende de satisfactores que se han transformado de medios en fines: el trabajo oprime, la educación atonta, la medicina enferma, el transporte paraliza y la democracia exige obediencia a la autoridad de jerarquías ilegítimas. Ejemplos de tales monopolios son, pues, el mercado de trabajo, la industria alimentaria, farmacéutica y de automóviles, la escolaridad obligatoria, los medios de comunicación, la industria del ocio, los partidos políticos y los sindicatos.
Durante los últimos cien años, en efecto, ha sido posible comprobar el grado de envilecimiento de la vida en la sociedad moderna, cuyo sostenimiento implica no solo la pérdida de diversidad biológica y cultural, sino también la degradación máxima de las cualidades convivenciales del Homo Sapiens, de acuerdo al prototipo del Homo Oeconomicus que perfiló Adam Smith en el siglo XVIII: el supremo egoísmo del individuo aislado, sumiso al derecho y a la propiedad privada, cuyas actividades primordiales son el trabajo asalariado, la producción y el consumo. Un sujeto despojado, en consecuencia, de sus capacidades para poner en práctica relaciones personales y sociales sustentadas en la complementariedad, la cooperación, la solidaridad y la reciprocidad; por tanto, extremadamente vulnerable cuya existencia, sin embargo, transcurre en medio de la inestabilidad que generan las periódicas crisis del sistema económico que se suceden desde el siglo XIX.
Insertar al ser humano contemporáneo en el engranaje de las constantes fluctuaciones inherentes al desarrollo de la economía industrial y financiera exigió, no obstante, la actuación decisiva de las instituciones del Estado. Intervención cuidadosamente diseñada por las élites del poder tras la Gran Depresión de los años treinta y el final de la Segunda Guerra Mundial, que profundizó no solo la degradación de sus cualidades convivenciales -hasta el punto de llegar a ser consideradas hoy totalmente prescindibles para la existencia humana, igual que otros legados de la sociedad tradicional-, sino también la pérdida de autonomía de las personas, cuya vida pública y privada quedó sometida, en alto grado, a las decisiones del Estado.
II
La actual crisis económica internacional, sin embargo, está demostrando la insostenibilidad del modelo frente a los límites reales del crecimiento económico como fuente del interés monetario y de la especulación financiera. Las consecuencias sobre la población del desplome del mercado de trabajo y de la incapacidad de un Estado endeudado y corrupto para continuar financiando las instituciones sociales, son evidencias suficientes aunque demuestran, al mismo tiempo, el nivel que ha llegado a alcanzar la pérdida de autonomía y de convivivencialidad entre la población. Así, la respuesta que constituye el surgimiento de los nuevos movimientos sociales -el 15M en el Estado español, Occupy en los Estados Unidos y otros países de Europa, #Yo soy 132 en México y más recientemente Occupy Gezi en Turquía y Passe Livre en Brasil, por ejemplo-, aun cuando en principio proclaman su independencia de los partidos políticos, los sindicatos y las ideologías tradicionales de izquierda, hasta el momento han mostrado grandes limitaciones para atravesar el muro de los derechos y las reivindicaciones. Cuenta también, indudablemente, la ausencia de un cuerpo de ideas y de pensamiento que inspire la acción colectiva hacia el logro de metas y propósitos convivenciales; vacío, por otra parte, que facilita la manipulación y los intentos de control por los actores políticos habituales que pretenden canalizar la movilización popular hacia sus propios intereses. Dar prioridad a la reivindicación, sin cuestionar los auténticos fines de las instituciones sociales del Estado y de los monopolios radicales industriales, en efecto, no demanda ni estimula ningún avance significativo en la reflexión; al contrario, impide centrar el interés sobre cuestiones realmente fundamentales en relación, por ejemplo, con la verdadera democracia -que aun desconocemos-, los modos alternativos de economía y subsistencia o la autogestión.
La pérdida de los valores convivenciales, por otra parte, se refleja asimismo en el hecho de que -tal como sostuvo Illich-, ciertamente "una sociedad limitada en sus valores a conseguir la superproducción, siente como una grave amenaza la idea de poner freno al progreso". En su obra, efectivamente, observa que la prueba máxima de los devastadores efectos del mundo moderno sobre el ser humano es, sin duda, la enorme dificultad que tenemos para imaginar el horizonte de las posibilidades: pensar siempre que renunciar a la modernidad –a la industrialización sin límites, a la opresión del Estado, al dinero como fuente de acumulación y al trabajo asalariado-, significa regresar inmediatamente al pasado o bien adoptar utopías irrealizables. El escaso éxito que hasta ahora han alcanzado las movilizaciones ciudadanas en torno a las reivindicaciones, no obstante, es de esperar que conduzca finalmente al comienzo de un período de transición hacia la recuperación de aquello que realmente hemos perdido: nuestras cualidades humanas para construir convivencialidad. Lograrlo significaría, sin más, el fracaso del mundo moderno en su intento por destruir el legado universal, sabio y antiguo de la especie humana.
III
Recuperar nuestras cualidades humanas convivenciales constituye, por tanto, una labor de emancipación irreemplazable. Significa, en la práctica, invertir los valores que sostienen la actual industrialización de todas las dimensiones de nuestra vida individual y social: una transformación no exenta de dificultades y de sufrimientos, tomando en consideración, sin embargo –como también nos alertara Illich-, que el mantenimiento del actual sistema económico y social puede provocar penalidades aún más graves.
El ser humano que recupera sus atributos convivenciales, sin embargo, nada tiene que ver con aquel hombre nuevo que poblaría los supuestos paraísos sociales del futuro, como prometían las viejas revoluciones y los totalitarismos; un hombre nuevo engendrado, paradójicamente, en las entrañas de la violencia y de la opresión: instrumento y justificación de los innumerables fracasos y los horrores. Como nos recuerda el anónimo autor de La danza final de Kali (2011), en realidad, todas las formas de la sociedad industrial han ignorado que "lo humano jamás podrá ser nuevo". Recientemente también el profesor de economía Samuel Bowles (2006) ha propuesto la definición del Homo Reciprocans, al considerar que la reciprocidad forma parte de la conducta humana y que los individuos interactúan y toman decisiones económicas porque son propensos a la cooperación; es decir, a negociar el interés personal para no perjudicar el interés colectivo. Bowles ha pretendido así restituir una cualidad convivencial al Homo Oeconomicus adscribiéndola, no obstante, a metas no convivenciales; ignorando, de hecho, que un objetivo de la antigua práctica de la reciprocidad es crear relaciones sociales que cohesionen fuertemente a una comunidad: contribuir, en suma, a construir convivencialidad, no a destruirla como sucede con la producción y el intercambio en la sociedad actual.
Podríamos utilizar en su lugar, entonces, la noción de Homo Convivium para definir al sujeto de un proyecto inédito de emancipación de la humanidad; el protagonista de un proyecto de liberación centrado en el desmantelamiento pacífico de las fuentes de la opresión, la injusticia y los privilegios. El Homo Convivium, en oposición al individuo moderno, recupera y desarrolla sus cualidades convivenciales y recobra así sus capacidades para crear herramientas convivenciales; es decir, para crear bienes e instituciones –sociales, políticas, económicas, científicas y tecnológicas- a partir de la participación y el consenso; es decir, a partir de las relaciones y los vínculos entre personas convivenciales.
Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.