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Iraq existe
Santiago Alba Rico *
2 de febrero de 2002. CSCAweb (www.nodo50.org)
"Hay que ir a Iraq
porque existe. Hay que ir a Iraq porque existe y no obedece:
no es desgraciado. Hay que ir a Iraq porque no es desgraciado
y lo van a aniquilar. Podríamos consolarnos pensando que
los iraquíes ya no son más que lo que hemos hecho
de ellos, que bajan la cabeza y se quejan. No nos dejemos consolar.
La televisión nos engaña otra vez. Enfrentémonos
a la realidad. Las cosas son así de impresionantes. Son
así de tristes: EEUU y sus monaguillos asesinos (con Aznar
a la cabeza) van a borrar del mapa a un pueblo que no llora."
El
espectáculo de las Torres Gemelas fue sin duda uno de
los más caros de la Historia. Hubo que remover 14 manzanas
de edificios, drenar el río Hudson, excavar 917.000 m3
de tierra; trabajar durante siete años, noche y día,
para levantar esas 100.000 toneladas de acero a 411 metros de
altura, con un coste de obra de 750 millones de dólares
de 1975. Hubo que llenar sus 4.400 hectáreas verticales
de muebles, plantas y fuentes decorativas, teléfonos,
máquinas de café; proporcionar a sus grifos, calefacciones
y aires acondicionados ocho millones de litros de agua al día
y suministrar cotidianamente a sus miles de ordenadores, televisores,
frigoríficos y sistemas de iluminación la energía
eléctrica que consume la ciudad de Zamora. Hubo que contratar
a una legión de limpiacristales que bruñesen sus
43.000 ventanas y pagar a una pléyade infinita de técnicos
para que se ocupasen del manejo, la manutención y reparación
de sus 244 ascensores. Hubo que instalar en sus 110 pisos a 430
compañías de 28 países que hacían
volar por el mundo todos los días, con la fuerza de una
sola mano, el producto interior de Costa de Marfil o Paraguay.
Hubo que resignarse a la revalorización de los terrenos,
alquilar los dos titanes a Silverstein y Westfield en
julio del 2000 por 3.250 millones de dólares y asegurarlos
en 7.200. Hubo que alimentar, vestir y entretener durante años
a 50.000 empleados y elegir de entre ellos a los 2.800 más
capacitados para arder y hacerse pedazos y saltar con sincera
desesperación desde las ventanas.
Hubo -al mismo tiempo- que movilizar al ejército soviético
para que interviniese en 1979 en Afganistán y tentar a
Carter y Reagan para que organizasen contra él la más
grande operación encubierta de la historia de la CIA.
Hubo que armar, entrenar y financiar con miles de millones de
dólares a los 35.000 radicales islámicos de 40
países que se sumaron a la lucha anti-comunista de los
fundamentalistas afganos, proporcionar los medios más
sofisticados y fabulosos a 150.000 agentes estadounidenses y
pakistaníes, subvencionar millonariamente a Ben Laden
y acordar suculentos negocios con su familia. Hubo que aumentar
a 4.500 toneladas la producción anual de opio en Afganistán
y a un millón y medio el número de heroinómanos
en Pakistán y atizar durante diez años una guerra
civil que produjo centenares de miles de víctimas y dos
millones de refugiados. Y hubo también que destruir -finalmente-,
como pequeño gasto complementario, dos Boeing-767
valorados en 200 millones de dólares. Todo este trabajo
reveló el 11 de septiembre su secreta fecundidad y su
sentido en dos horas inolvidables de televisión.
La escena de Bagdad
Pero más cara aún será la escena de Bagdad.
Habrá habido que crear lentamente el Tigris y mandar al
califa al-Mansur, en el año 758, a construir una ciudad
nueva en sus orillas. Habrá hecho falta levantar palacios,
tender puentes, trazar jardines, erigir escuelas, abrir mercados,
alzar mezquitas, afirmar murallas durante trece siglos. Habrá
habido que dejarla sobrevivir a las luchas entre Amín
y Ma'mun, al asedio del mongol Hulagu y de Tamerlán, a
la conquista otomana y a la invasión inglesa de 1917.
Habrá habido que financiar los harenes de Harum-a-Rachid,
los ejércitos de 'Adud-a-Dawla, las madrasas de al-Nasir.
Habrá habido que transportar un número incalculable
de frutas, especias y carnes por el río; coser un número
incalculable de vestidos; pescar un número incalculable
de carpas y ordeñar un número incalculable de vacas.
Habrá habido que arrancar millones de toneladas de piedras
a las canteras para construir las cúpulas doradas de al-Kadimain,
los arcos de al-Mustansiriya y la nave de Jan Marjan. Habrá
habido que fundir millones de lingotes de oro para acuñar
millones de monedas que hiciesen circular millones y millones
de hogazas de pan y millones de apetitos. Habrá habido
que alimentar y casar, durante generaciones, a los antepasados
de Ashraf y Munira (entre otros cientos de miles de Iraqíes)
para que ahora éstos revienten con naturalidad bajo las
bombas.
Habrá habido que llevar al partido ba'ath al poder
en 1975 después de haber asesinado y encarcelado a miles
de comunistas; habrá habido que convencer a Reagan de
que apoyase a Sadam contra los iraníes y los kurdos y
le vendiese toda clase de armas hasta 1990, incluidas las de
"destrucción masiva"; habrá habido que
manipular la OPEP y provocar la invasión de Kuwait. Habrá
habido que dejar al régimen iraquí, al mismo tiempo,
nacionalizar el petróleo, construir escuelas y hospitales,
eliminar el analfabetismo y mejorar la sanidad. Habrá
habido que pedir luego a Bush I, en 1991, que volase los puentes,
las depuradoras de agua y las centrales eléctricas de
Bagdad y matase a 150.000 iraquíes; y habrá hecho
falta también -para aumentar el suspense- parir a millones
de niños y hacer morir a 800.000 de tifus, cáncer,
desnutrición y hepatitis, durante una década de
bloqueo. Habrá habido que alargar luego la trama, en beneficio
de la tensión dramática, gastando algunos millones
de dólares en fintas y forcejeos en Naciones Unidas (NNUU)
y algunos más en inspecciones un poco obscenas exigidas
por el guión. Pero tan larga espera y tantas fatigas se
descubrirá que han valido la pena cuando los bombarderos
estadounidenses, con un solo dedo y también a través
de una pantalla, derramen sus luces de Navidad sobre las tristes
azoteas de Bagdad ante seis mil millones de telespectadores.
Así es el mundo; así es la televisión.
Voladura de torres en directo, bombardeos en directo, sangrientos
tiroteos y explosiones en directo, hambre, azotes y estertores
en directo, uno empieza a sospechar que todos participamos sin
saberlo, como mirones o como comparsas, en una vastísima,
complejísima operación calderoniana de distracción
recíproca. Se nos distrae, nos distraemos. Las torres
en llamas, las bombas, el dolor, el hambre, son sólo maniobras
de distracción. Para distraernos, ¿de qué?
Para distraernos, precisamente, de las torres en llamas, las
bombas, el dolor y el hambre.
El ardid es perfecto: mientras nosotros nos distraemos viendo
por la televisión cómo EEUU bombardea Iraq, mata
a sus niños y se apodera de su petróleo, EEUU aprovecha
para bombardear Iraq, matar a sus niños y apoderarse de
su petróleo. ¿O es quizás al revés?
Mientras EEUU bombardea Iraq, mata a sus niños y se apodera
de su petróleo, nosotros nos distraemos viendo por la
televisión cómo EEUU bombardea Iraq, mata a sus
niños y se apodera de su petróleo.
Mirar y ser mirados
La televisión puede mostrar la realidad, exponer las
entrañas del mundo y hasta decir ocasionalmente la verdad
porque, cada vez que atrae nuestra atención hacia un acontecimiento,
nuestra atención queda completamente satisfecha.
Nos distrae siempre. ¿De qué nos distrae? Nos distrae
de lo que está verdaderamente ocurriendo. ¿Y qué
es lo que está verdaderamente ocurriendo? Lo que está
verdaderamente ocurriendo es que las cosas están ocurriendo
verdaderamente.
Los niños enfermos de leucemia en el Hospital Pediátrico
de Basora, ¿se distraen viendo reportajes que exponen
los efectos del uranio empobrecido sobre los niños de
Basora? Los jóvenes heridos en Palestina por los misiles
israelíes, ¿se distraen viendo documentales sobre
la eficacia del ejército de Israel? Y los hambrientos
de Etiopía, ¿se distraerán viendo las imágenes
de la hambruna en África?
He insistido una y otra vez en que la división entre
ricos y pobres, entre verdugos y víctimas, solapa también
una jerarquía de poder puro, en formato tecnológico,
que divide a los hombres en dos mitades: los que miran y los
que son mirados. Pero esto no es del todo cierto. Porque esa
tecnología, y la ilusión de invulnerabilidad que
la acompaña, están mucho más generalizadas
que la riqueza y el poder. He visto en la Ciudad de los Muertos
de El Cairo a paupérrima gente, cuya única posesión
era una gallina y un hornillo de gas, prepararse un té
desnudo con la televisión encendida. He visto en Chiapas
a indígenas morir de cólera en una choza delante
de la televisión. He visto antenas parabólicas
en los terribles campamentos de refugiados palestinos de Líbano.
También los que son mirados -y por lo tanto despreciados
como perros- miran dos o tres veces al día.
En cualquier caso, el poder nihilizador de la imagen televisiva
acomete estas dos obras de silenciosa zapa. Rompe, por un lado,
el hilo del tiempo. Ninguna generación antes de la de
nuestros padres y ninguna en la misma medida que la nuestra -al
menos de este lado del mundo- tuvo jamás la sensación
de que su vida estuviese constituida de una sucesión de
momentos históricos. Los hombres que hicieron la
revolución francesa, y los que se defendieron de ella,
lucharon en medio de una terrible normalidad; los judíos
exterminados por los nazis no se consolaban con el privilegio
de una maldad sin precedentes. Pero que cada momento sea nuevo,
que cada momento sea histórico en la televisión
("una victoria histórica del Madrid", "un
discurso histórico de Bush", "un concierto histórico",
"una jornada histórica"), al igual que ocurre
con la permanente renovación de las mercancías,
quiere decir que cada momento es considerado excepcional,
redondo y aislado de los otros, como una joya o un monumento,
y por lo tanto, paradójicamente, fuera de la Historia.
Las cosas que ocurren en la televisión no ocurren en el
tiempo y no mantienen entre sí, pues, ninguna relación,
tal y como las mercancías en el escaparate se ignoran
recíprocamente e ignoran el proceso que las ha introducido
en el mundo. No permanecen, pues, en la memoria.
Pero el poder nihilizador de la imagen televisiva, que rompe
la cadena del tiempo, disuelve también el espacio. La
televisión, que proporciona apenas astillas de conocimiento,
bloquea todo proceso de reconocimiento: el horror propio,
contemplado en la pantalla (o leído en el periódico),
ocurre siempre en otro sitio. En una excelente y durísima
película sobre la guerra en los Balcanes, No land,
un soldado bosnio rodeado de cadáveres deja un instante
su arma a un lado y se sienta a leer en un diario las noticias
de Ruanda: "¡Qué barbaridad", dice, "¡qué
cosas pasan en el mundo". La imagen televisiva sirve, sobre
todo, para trasladar a otro lugar el dolor, la miseria y la maldad;
para transferir el cieno a una especie de a-topía, de
recinto a-tópico, de lugar sin hueso donde nuestro escándalo
o nuestro estremecimiento no pueden entrar.
Frente al televisor, los mondos cairotas de la Ciudad de los
Muertos se conmueven viendo lo que pasa en Iraq; los iraquíes
viendo lo que pasa en Bosnia y los bosnios lo que pasa en Ruanda.
Y los ruandeses suspiran aliviados de no estar en Gaza.
Y si los niños del hospital de Basora se distrajesen
(¡qué perversa y monstruosa hipótesis!) viendo
reportajes en televisión sobre los niños de Basora,
se sentirían muy contentos de no estar en Basora y manifestarían
al mismo tiempo su piedad: "¡Pobres niños basoríes".
A-crónicos y a-topicos somos sobre todo nosotros en
nuestras ciudades europeas, a donde todavía no han llegado
los tanques ni las bombas de racimo. Todo se andará. De
momento nos emocionamos en ningún tiempo y en ninguna
parte, allí donde, por tanto, estamos completamente eximidos
de intervenir.
¿Para qué viajar a
Iraq?
Pero es todo más complicado. Hace un año, en
enero de 2002, visité durante diez días Iraq, y
a mi regreso no podía dejar de preguntarme acerca de la
utilidad de este tipo de viajes, un poco desazonado por esta
libertad casi insultante para ir a mirar y volver indemne.
¿Para qué viajar a Iraq? ¿Qué
aprendí en Iraq? ¿Cómo me ha transformado
la experiencia de Iraq? Digámoslo enseguida: lo que cuenta,
lo que verdaderamente cuenta, lo sabíamos -o habríamos
debido saberlo- antes de salir. Los 110.000 bombardeos de 1991;
las 88.500 toneladas de bombas; los 150.000 muertos; la destrucción
sistemática de centrales eléctricas, potabilizadoras,
sistemas de alcantarillado e irrigación; las 300 toneladas
de residuos radioactivos en Basora y sus consecuencias sobre
la población; el embargo y sus refinadísimos instrumentos
de suplicio; la transformación de Iraq en el campo de
concentración más grande de la historia, vigilado
desde el aire a todas horas por los aviones anglo-americanos;
el millón y medio de iraquíes muertos en los últimos
diez años y los cinco mil niños que siguen muriendo
cada mes; la aparición de enfermedades erradicadas hacía
décadas; las malformaciones congénitas; la malnutrición
infantil generalizada; la falta de papel, de medicinas, de cloro;
los empujones brutales, despiadados, premeditados -en fin- para
hacer retroceder al país con las segundas reservas petrolíferas
del planeta, el más desarrollado, moderno y laico de Medio
Oriente antes de 1990, a las "tinieblas de la Edad de Piedra".
Nada hay aquí que no supiéramos o que no pudiéramos
averiguar de otra manera; nada, por ejemplo, que no pudiera contarnos
Carlos Varea, responsable del CSCA, en el ateneo de Madrid o
en una convención en Sidney. Los datos, que están
al alcance de cualquier uña con voluntad de rascar la
superficie; los datos, que no exigen ya otros desplazamientos
que los puramente virtuales del cabotaje informático;
los datos, y no los viajes, son los que afilan la conciencia,
penetran las relaciones y comprometen, en un sentido o en otro,
para bien o para mal, nuestras posiciones políticas y
morales.
Pero -se dirá- es mejor conocer personalmente
la situación. El escollo es este "personalmente".
Hay situaciones en las que la participación de "la
propia persona" es inexcusable; puede hacer falta saludar
"personalmente" o recoger "personalmente"
una carta o acariciar "personalmente" a la amada; y
hay, desde luego, operaciones muy básicas, centradas en
el cuerpo, que no pueden dejarse en otras manos: hay que comer,
dormir, bañarse, tomar el sol en persona. Pero
si se trata de conocer, es mejor conocer impersonalmente
la situación. No son los frioleros los que determinan
la temperatura; ni los aquejados de vértigo los que miden
la velocidad; ni los turistas los que hacen las estadísticas;
ni los lectores del New York Times los que establecen
las dimensiones de nuestro mundo. ¿Qué pasa en
Iraq?
Diez días son pocos para conocer impersonalmente
el país, para retirar "la propia persona" de
nuestro camino, con su colmena de reminiscencias y sus falsos
déjá vu; para apartar también las
personas de los iraquíes, que nos estorbaban con su dignidad
y su alegría y nos tapaban con sus cuerpos el sufrimiento
que habíamos venido a buscar en ellos. Esa es la regla
tiránica y acariciadora de la percepción: todo
lo que no sabíamos ya, todo aquello que deberíamos
haber sabido y no sabíamos o habíamos olvidado,
mientras peinábamos Bagdad o fotografiábamos Basora,
se volvía interesante, que es lo peor que puede
ocurrirle al objeto de una investigación (o de una compasión).
Hiriente o hermoso, halagüeño o terrible, pero interesante.
Todos nuestros vacíos de información se completaban
del otro lado, en espontáneo birlibirloque, en figuras
de una consistencia sin sombras. Todo lo que ignorábamos
de antemano se hacía redondamente claro delante de nosotros.
Cada dato que nos faltaba materializaba ante nuestros ojos la
certidumbre de un recuerdo privado o de una historia personal.
De Iraq lo sabemos todo, podemos saberlo todo. "Una cosa
es saberlo", se dirá, "y otra vivirlo".
Saber y vivir, en efecto, son cosas bien diferentes. Digamos
que saber asusta y vivir no. En general preferimos vivir las
cosas a saberlas; las vivimos para no tener que llegar a saberlas.
Las vivimos para no ver cómo se forman. Ni la mano de
una madre ni la religión ni el opio: el anestésico
más poderoso son las cosas mismas, la inmediatez
de la experiencia que nos retiene bajo su manto tranquilizador,
la cercanía familiar de nuestras costumbres en la que
se extinguen por igual los actos más banales y los más
atroces. El máximo apocamiento y la máxima temeridad
obedecen al mismo principio: allí donde estoy yo no me
puede pasar nada; allí donde estoy yo no corro ningún
peligro (y ese "yo" es un repertorio monótono
de objetos: papá, mamá, la casa, la firmeza de
los cuerpos, el sabor del pan, por escaso o correoso que sea).
Recuerdo en 1990, refugiado durante la primera Intifada en la
casa de un panadero de Nablus, a los niños junto a los
cuales había corrido delante de los tanques, que habían
oído silbar horas antes las balas en sus sienes, que habían
lanzado descaradamente sus piedras y sus bombitas recicladas
a los soldados de ocupación; los recuerdo asustándose
después, frente al televisor, viendo las noticias
de la Intifada; y los recuerdo luego, desmigajados en el suelo,
soñando entre gemidos sordos y onomatopeyas de explosión
para reemprender al día siguiente, alegres, desvergonzados,
juguetones, con la seriedad humillante de la infancia, la lucha
contra el invasor. Los acontecimientos no nos harían mella,
no nos dejarían la menor huella, no tendrían ninguna
consecuencia, si no los pensásemos o los soñásemos
después. Los esclavos, que se rebelan poco, jamás
lo harían si no fuese porque de noche sueñan que
siguen trabajando en la rueda. Los pueblos sometidos de la tierra,
que aguantan siempre demasiado, nunca se sublevarían si
no pensasen, además de vivirlas, las condiciones de su
sumisión. Los viajeros, que casi nunca aprenden nada,
sólo vuelven transformados al punto de partida gracias
a esas experiencias que paradójicamente suspenden la experiencia
o a los datos que ramonean pacientemente cuando se niegan,
cuaderno o brújula en mano, a seguir tomando té
o comprando alfombras.
Por eso el turista regresa siempre a casa con alivio y un
poco decepcionado; y necesita desplegar su monótona egotería
de fotos ante los amigos para medir retrospectivamente su asombro
o su valor o su placer (anteponiendo su propia importancia
a la de los lugares visitados). Lo contrario del saber -y por
tanto de la intensidad, del compromiso, del miedo agilizador-
es el turismo, que se limita a engarzar en una ristra una secuencia
de "vivencias" inútiles y aisladas. Podemos
navegar diez días por el Nilo, enhebrando estampas, sin
enterarnos de los planes de redistribución urbanística
del FMI. Podemos pasear entre los pórticos coloniales
de Cartagena de Indias sin oír hablar del Plan Colombia.
Hay españoles que viven setenta años en España
y se mueren votando al PSOE o al PP. Hay estadounidenses que
viven toda su vida en EEUU y apoyaron los bombardeos en Afganistán
y ahora el linchamiento de Iraq. ¿Qué se aprende
con esto de "vivir"? La "vivencia" tiene
la textura de un edredón, que nos cubre cálidamente
las espaldas; la húmeda viscosidad de un lametón.
Eso es bueno, es bonito, es necesario, a condición de
que no veamos también con nuestras patas de vivir
y distingamos, por tanto, como Aristóteles, entre una
"buena" y una "mala" vida, sin justificar
-en nombre de la calidez de la "vivencia"- la riqueza
y la miseria, la sumisión y la resistencia por igual.
Hay que dejarse lamer después de soñar, antes de
soñar de nuevo, o entre dos pensamientos, como hacen los
que sufren o los que estudian; y no de sensación a sensación,
como en nuestro juego de la oca occidental de anteojeras y cachivaches.
Y sin embargo había que ir, hay que ir, hay que seguir
yendo a Iraq. Todos los motivos que habitualmente se aducen siguen
siendo válidos -con sus modestos efectos políticos-,
pero el más pequeño es en realidad el más
importante y la condición de todos los otros; una especie
de lección de antropología general y de desintoxicación
de la percepción, a partir de la cual descubrimos hasta
qué punto no es casi nunca seria nuestra mirada sobre
el mundo. Sabemos lo que ocurre en Iraq porque, contra la televisión,
hemos leído informes y espigado documentos, pero lo que
no sabemos, por culpa de la televisión, es que lo que
verdaderamente ocurre en Iraq es que todo ocurre verdaderamente.
Y que todo ocurre verdaderamente, al mismo tiempo, de un modo
completamente inesperado. Desde Madrid o París, Iraq es
un país en el que no creemos demasiado, como no creemos
demasiado en la homeopatía o en los ángeles; un
país que no existe en el que, sin embargo, pasan cosas
terribles e inimaginables (porque el telediario hace posible
conciliar inexistencia y dolor ajeno). Pues bien, es exactamente
al revés y éste es el descubrimiento al que me
refiero y que -este sí- sólo puede hacerse personalmente.
Iraq existe y allí pasan cosas muy bonitas. Mucho más
impresionante que el sufrimiento de los niños moribundos
de los hospitales es el placer de cinco niños centelleantes
que en la calle ar-Rachid consiguen de pronto una pelota; mucho
más impresionante que el relato estremecedor de los padecimientos
de al-Amiriya [1] es la banalidad de las conversaciones
en un café de al-Mutanabi; mucho más impresionante
que el silencio de las madres dignamente rotas sobre sus hijos
es el bullicio de las madres chismosas y gordas rotas de risa
en el patio de la mezquita de al-Kadimain.
El drama objetivo de los iraquíes estrecha los límites
de la organización subjetiva de la vida, pero no impone
el caos; el surco trazado desde Washington para apriscarlos allí,
como a ganado, es al mismo tiempo la forma que ellos tienen de
ser tan hombres o más que nosotros; es la posibilidad
que se les ha concedido -la gracia bestial del Dios de Florida-
de sorber de vez en cuando una naranja, acicalarse para la boda
del hermano, hacer ruido en un café, fumar hablando de
naderías, bañarse en el Tigris y echar el ojo al
hijo(a) descarado(a) de los vecinos. Y la aprovechan. En las
situaciones de crisis, cuando el mundo parece a punto de derrumbarse,
nos sorprende la antigüedad del hombre (por citar el título
de Anders): la felicidad disparatada y minuciosa de las cosas
tangibles, el escollo firme de la costumbre contra el que rompe
inútil el oleaje, el carácter siempre suficiente
de lo poco y lo pequeño; el presente poderoso de los cuerpos
y sus relaciones que amortigua -y subvierte dignamente- el torrente
de dolor que querría derribarlos. Esto es lo que hay que
ver y nadie puede contarnos. Es así: sería menos
terrible el crimen de los EEUU si los iraquíes bajasen
la cabeza.
Recuerdo que en Basora visitamos el barrio de Yumhuriya, destruido
en enero de 1999 por los misiles del imperio. Todos sus habitantes
-niños, mujeres y ancianos incluidos- se habían
reunido para recibir al autobús. Quizás estaban
allí por mandato del Caudillo, pero nadie podía
mandarles estar alegres y ellos lo estaban de un modo descomunal.
Un hombre bigotudo tocaba la trompeta mientras todos bailaban
a nuestro alrededor, burbujeaban y se apiñaban contra
nosotros, disputándose el honor de una visita a sus casas
reconstruidas por Sadam. Aventaban comentarios jocosos que eran
celebrados con carcajadas y acompañados de aplausos. Los
niños saltaban como chispas por todas partes; y un viejo
de mejillas hundidas y ojos pillastres hacía girar su
bastón y cantaba el ritmo irresistible de un viejo éxito
del pop local al que había acomodado las estrofas de un
ingenuo, machacón, bellísimo poema anti-imperialista
cuyo estribillo acabamos todos repitiendo como si la voz bastase
a veces para derribar un avión. Chadli estaba tan contento
de enseñarnos el salón que habían destruido
las bombas... Hachim Darwish, de cinco años, estaba tan
contento de mostrarnos su pierna, operada varias veces y
zurcida de arriba abajo como un calcetín... Estaban todos
tan contentos de recordar a los muertos y de comunicarnos
atropellada, formulariamente, sus sufrimientos... Poned a manifestarse
por obligación a un puñado de personas y la
alegría de estar juntos les hará olvidar la
constricción que les ha llevado hasta allí. Poned
a manifestarse a un puñado de personas por la salvación
del mundo y la alegría de estar juntos les hará
olvidar el motivo que los ha reunido y hasta las amenazas que
se ciernen sobre ellos.
Pero es que la alegría es, desde hace un millón
de años, la salvación del mundo o, al menos, de
nuestros pequeños mundos. Sin ella habríamos sucumbido
todos en la primera guerra o en el primer terremoto; sin ella
no habría nada que contar; sin ella jamás se juntarían
diez personas a hacer una revolución condenada quizás
a fracasar. Esta alegría es una de las cosas más
serias que conozco y, si a veces también distrae o resigna
a lo peor -porque es más fácil de obtener que un
gobierno justo-, constituye la garantía de que vale la
pena combatir -y sobrevivir- a un gobierno injusto. En Bombay
o El Cairo la pobreza es soportable porque (al contrario de lo
que ocurre con los solitarios homeless de nuestras ciudades,
despedidos de la humanidad y despojados de toda dignidad) en
Bombay o en El Cairo la pobreza reúne a los hombres en
el espacio público, como versión antropológica
de la revolución permanente, y los suma, los aglutina,
los ata y los moviliza sin interrupción. En Turquía,
por otro lado, más de cien presos políticos han
muerto ya en una huelga de hambre que comenzó hace dos
años en protesta por la reforma carcelaria que pretende
eliminar las celdas comunes -decenas y decenas de personas- para
conceder a los reclusos el privilegio de modernas y confortables
celdas individuales. Precisamente cuando uno no tiene otra cosa,
es a los otros a lo que no podemos renunciar; la alegría
es lo que ya no podemos quitarnos sin morirnos de frío
- y sin que luego nos quiten, despojados de este último
escudo, el cuerpo mismo.
Hay que ir a Iraq porque existe. Hay que ir a Iraq porque
existe y no obedece: no es desgraciado. Hay que ir a Iraq porque
no es desgraciado y lo van a aniquilar. Podríamos consolarnos
pensando que los iraquíes ya no son más que lo
que hemos hecho de ellos, que bajan la cabeza y se quejan. No
nos dejemos consolar. La televisión nos engaña
otra vez. Enfrentémonos a la realidad. Las cosas son así
de impresionantes. Son así de tristes: EEUU y sus monaguillos
asesinos (con Aznar a la cabeza) van a borrar del mapa a un pueblo
que no llora.
En uno de los excursos didácticos de sus Historias
Polibio escribió hace dos mil años para justificar
la redacción de su obra:
"Todos los hombres disponen de dos métodos para
perfeccionarse: o bien mediante lo que les ocurre a ellos mismos,
o mediante lo que ocurre a los demás. El método
más eficaz es el de las peripecias personales, pero el
más inofensivo el de las ajenas. Por eso, el primero no
debe ser elegido voluntariamente jamás, puesto que logra
la corrección a base de grandes sufrimientos y peligros;
hay que perseguir siempre el otro, porque en él es siempre
ver lo mejor sin sufrir daño. Quien considere este asunto
desde esta perspectiva deberá juzgar que la mejor educación
para las realidades de la vida es la experiencia que resulta
de la historia política".
Pero "mediante lo que les ocurre a los otros", en
lugar de aprender, también podemos envilecernos, entumecernos,
apartar nuestra conciencia de todo destino común. Hay
que ir a Iraq, aunque no lo recomiende Polibio; y hay que estudiar
historia -y todo lo que haga falta- sin descanso.
Apagar la televisión
Pero apaguemos, por favor, la televisión.
Como el de la lavadora o el de la olla express, pero
infinitamente menos útil, el ruido del televisor subraya
la sensación de intimidad y seguridad doméstica:
tranquiliza oírlo encendido desde la cama cuando no se
puede dormir. Desplazado el horno a la cocina -en la periferia
de la casa-, el calor frío y la falsa luz de la televisión
sacia en el salón nuestra nostalgia del fuego. Pero no
hay que darle más vueltas: no sirve para nada más.
"Aprender sin daño" no es posible. Es posible,
en cambio, no sufrir ningún daño, a condición
de no aprender nada, a condición de despuntarles los dedos
a las cosas, a condición de que no haya ninguna vida,
ninguna criatura, ningún hombre ahí fuera.
Nuestra televisión está hueca como un sonajero.
De este lado de la pantalla estamos siempre en casa, a cubierto
de cualquier asechanza y de cualquier solicitud, dispensados
incluso de la magnanimidad. Inmunes, invulnerables, poderosos,
mandarines del universo. ¿Habrá habido alguna vez
en la historia de Europa un nihilismo tan extendido, tan radical,
tan bien agarrado a nuestros huesos? Tan cerca de los ojos, nunca.
Durante cincuenta años los occidentales hemos vivido
de este lado de la pantalla. Un aviso: la barrera comienza a
volverse porosa, a cuartearse en pequeñas grietas a través
de las cuales se filtra el cieno del otro lado. El linchamiento
de Iraq es sólo la ola de un océano que en irresistible
avenida amenaza con barrer esta frontera.
¿Qué estaremos haciendo cuando la policía
irrumpa en nuestra casa a detenernos por haber soñado
la silueta de una torre? ¿Qué estaremos haciendo
cuando un huracán de uranio nos abra de golpe la ventana
y nos devuelva sin más trámites al mundo? Estaremos
viendo en televisión cómo la policía entra
en nuestra casa y nos detiene por haber soñado la silueta
de una torre y cómo un huracán de uranio nos devuelve
sin más trámites al mundo.
La humanidad puede dividirse, como un queso, en dos partes
más o menos arbitrarias: ricos y pobres, mirones y mirados,
occidentales y los otros (o, como el sin par Ortega, en jóvenes
y viejos, mujeres y hombres, listos y tontos). También
podemos dividirla en extremistas y moderados.
Mientras los extremistas arrasan con napalm una aldea, los
moderados degüellan.
Mientras los extremistas matan de hambre a la cuarta parte
de un país, los moderados le cortan al rey la cabeza.
Mientras los extremistas prohíben dar medicinas a 600
millones de personas, los moderados vuelan una embajada.
Mientras los extremistas conducen a la desesperación,
el suicidio y la miseria a todo un continente, los moderados
se hacen estallar en un mercado.
Mientras los extremistas se gastan 950.000 millones de dólares
en armas, los moderados asesinan a cuchillo a diez mujeres.
Mientras los extremistas envenenan el mar, matan la cuarta
parte de las especies animales del planeta, disuelven la Antártida
y cortan la luz, el agua y el arroz a la mitad de la humanidad,
los moderados disparan a un policía.
Por regla general, los extremistas son ricos, forman parte
del gobierno, están completamente cuerdos y han leídos
los mejores libros y aprendido los mejores preceptos. Los moderados,
por su parte, suelen ser pobres o actuar en su nombre, no han
estudiado mucho ni confían en la ley, algunos están
desesperados y otros están locos.
Pero, ¿por qué los extremistas parecen
moderados y los moderados parecen extremistas? ¿Por
qué cuanto más extremistas son los extremistas
parecen más moderados y cuanto más moderados
son los moderados parecen más extremistas?
En efecto, mientras los moderados asesinan a 800.000 niños
en Iraq, los extremistas lanzan huevos.
Mientras los moderados amenazan a todo el mundo con bombas
atómicas, uranio y bombas de racimo, los extremistas protestan.
Mientras los moderados allanan ciudades, dinamitan casas,
apalean niños, lanzan misiles, torturan y hacen desaparecer
prisioneros, violan las leyes internacionales y anuncian que
ya no habrá ni una sombra de paz, de seguridad ni libertad
en el planeta, los extremistas se manifiestan.
Pero, ¿por qué los extremistas parecen
moderados?
Esto se explica muy sencillamente en virtud de ese principio
que Pascal llamaba "imaginación" y que puede
resumirse en esta paradoja: parecen moderados porque tienen
más armas. Más riqueza, más torres,
más soldados, más medios de producción...
el aumento exponencial de los medios, la magnificencia del aparato
del poder impone siempre, junto a la sumisión, la convicción
de un mérito y la seguridad de un uso razonable. La máxima
fuerza se justifica siempre sola ante nuestros ojos. Está
siempre menos justificado usar una navaja que un obús,
un obús que un misil, un misil que una bomba atómica;
uno puede matar con una navaja a un hombre bueno, pero sólo
contra los hombres más malos se podría usar
un arma nuclear. Cuanto más terrible es un arma, cuanto
más apabullante es su poder, cuanto más atroces
sus consecuencias, más se autolegitima su uso. El gobierno
de EEUU conoce la fuerza de este principio, anterior a toda propaganda
porque se asienta en las condiciones materiales mismas de la
propaganda. El linchamiento de Iraq no necesita justificación.
Basta con hacer sonar los tambores de guerra muy alto y hacer
desfilar el ejército por las calles, con toda la gravedad
y majestuosidad de sus máquinas de muerte. Tantos soldados,
tantos barcos, tantos aviones, tantos misiles, se justifican
por sí mismos, sin necesidad -o apenas- de una coartada.
Los vemos pasar y nuestra convicción es espontánea
e inobjetable. No es que se movilice toda esa fuerza colosal
porque haya un motivo; no hace falta esperar un motivo para movilizarla;
si se moviliza una fuerza tan colosal es que hay un motivo.
La propia enormidad de esta potencia para matar excluye la arbitrariedad,
la injusticia o el interés y, frente a esta certeza, los
discursos sobre el petróleo, Israel o el imperialismo
estadounidense no harán ninguna mella en nuestra "imaginación",
completamente absorbida por la grandeza terrible y necesariamente
justiciera de este ejército descomunal. Así son
las cosas: cuanta más fuerza acumulamos, cuantos más
medios de destrucción hemos reunido, más fácil
y moderadamente los usaremos hasta el límite.
Pero lo cierto, lo exacto, lo verdaderamente peligroso es que
los extremistas están en el gobierno. Recordémoslo
una vez más: los EEUU y sus monaguillos asesinos (con
Aznar a la cabeza) están a punto de matar en Iraq, según
cálculos de algunas ONG, a cuatro millones de personas.
En medio de tanto nihilismo, de tanto desenfrenado extremismo,
¿puede parecer extraño que haya también
un poco de moderación?
Mundo terrible éste, sin duda, en el que hasta los
moderados producen espanto.
Nota de CSCAweb:
1. El barrio
de al-Amiriya, en Bagdad, da nombre al refugio atacado con dos
misiles en la madrugada del 13 de febrero de 1991, durante la
Guerra del Golfo. En el ataque, 403 personas resultaron muertas,
de ellas 142 menores de diez años. Véase en CSCAweb:
Al-Amiriya
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