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Agenda 2001


*Santiago Alba, filósofo y ensayista, es autor de Dejar de pensar y Volver a pensar. Recibió el Premio Anagrama de Ensayo 1995 por su obra Las reglas del caos. Ediciones Orates y Virus publicaron en 1992 sus guiones televisivos de "Los electroduendes" (1984-1988) bajo el título ¡Viva el mal!, ¡Viva el capital!

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Guerra de palabras

Santiago Alba Rico*

20 de noviembre de 2001. Para CSCAweb (www.nodo50.org/csca)


Ilustración: Paco Arnau

"Donde las palabras no significan ya nada, ¿qué tendríamos que callarnos? En medio del bullicio de voces que puebla nuestro universo, en esta selva erizada de palabras, se puede decir todo, incluso la verdad, sin que ello produzca ningún efecto. Se puede decir todo, incluso la verdad, precisamente porque la palabra no introduce ya ningún efecto, no tiene ninguna consecuencia, salvo la de confirmar una vez tras otra su terrible, peligrosa, devastadora inanidad"

Palabras

A finales de los años cincuenta George Steiner denunciaba en un polémico artículo la corrupción de la lengua alemana a manos del nazismo: el confinamiento de toda una nación en la región de las metáforas zoológicas, de las afirmaciones vacías, de los embustes autistas, habría dejado inservible el alemán para la literatura y la verdad. Steiner defendía su pobre peculio de escritor y concebía ingenuamente la lengua como un tesoro susceptible de malversación, al que habría que corromper desde "fuera", como el virus corrompe una lozanía. En esto se equivocaba. El lenguaje tiene sin duda límites místicos, pero no ideológicos: su capacidad para extraviar el sentido es infinita. Sirve quizás, sobre todo, para eso. El rebato de declaraciones de las últimas semanas así lo prueba. "Un ataque contra nuestra civilización", "el terrorismo es la lacra de nuestro tiempo", "afirmar que a los terroristas no hay que matarlos es como afirmar que a los delincuentes no hay que detenerlos y condenarlos", "cuando el humanitarismo permite hacer progresos a los ejércitos, yo me alegro", "Estados Unidos tiene derecho a la venganza", "israelíes y palestinos siguen siendo una amenaza los unos para los otros"... ¿Cómo la lengua castellana -o la inglesa o la persa- permite decir eso? Al contrario que en un puzzle, donde las piezas sólo son expresivas en una -y sólo una- combinación, las palabras admiten encajes inagotables. Todo puede decirse. O mejor: no hay nada que no pueda decirse. Y no hay nada, por tanto, que no llegue a decirse. Los tristemente famosos libelos de la Fallaci demuestran hasta que punto un descomedimiento encuentra siempre palabras con las que romperle la cara a la verdad -y oídos que se regocijan oyéndola gemir.

Ningún hombre estará completamente sometido mientras la libertad esté instalada en el corazón mismo del lenguaje: la libertad para mentir. Pero entonces la comunicación y, más allá, la verdad presupondrá el acuerdo espontáneo, aunque tal vez extralingüístico, mediante el cual dos hablantes se declaran mutuamente su intención de renunciar a la libertad mientras dure el acto comunicativo. No es que se dé por supuesto que el otro no va a mentir o que uno mismo no vaya a verse en la necesidad de hacerlo: se da por supuesto que el marco de posibilidad de la comunicación es la verdad. Los malentendidos también se entienden, pero no son la finalidad de la conversación. Sobre el fondo de este acuerdo, dos hablantes pueden llegar a uno de signo contrario y, tras delimitar las condiciones espacio-temporales del juego, jugar a mentir; haciendo esto, se limitan a definir por antífrasis el marco de posibilidad de la comunicación, y a aceptar sus restricciones. Valga decir: la verdad es un juego. La mentira no. La verdad son reglas. La mentira no. Pero ocurre que de este juego y estas reglas no sólo han nacido los poemas de Leopardi y de Hölderlin, el "Buey desollado" de Rembrandt y las matemáticas de Gödel, las novelas de Dostoievski, de Flaubert, de Kafka; ese juego y esas reglas son la base, aún más que la separación de poderes, de esa forma jurídica cuyo nombre -debo confesarlo- siempre he pronunciado con mucho menos fervor que los que acostumbran a patearla desde dentro: Estado de Derecho, legalidad internacional, democracia.

Que el hombre más corrupto, el más abyecto, el más trapacero, aquel acostumbrado a obtener ventaja de la mentira y a sobornar las flaquezas de los otros, pregunte al pescadero "¿son frescos estos mejillones?", demuestra hasta qué punto la verdad es el principio de toda comunicación y prueba que un tal principio sólo puede ser violado por la inalienable libertad de la mentira a condición de reconocer una y otra vez su autoridad. Para mentir se necesita, pues, una cierta valentía. Hay que ser capaz. Frente al pescadero, el mentiroso restablece el acuerdo que ha violado mil veces devolviéndole su originariedad ultrajada: "A ver si eres capaz de mentirme". El mentiroso, como para iluminar la naturaleza heterónoma de su coraje, da por sentada con su pregunta la cobardía del pescadero; la presupone, por decirlo así, como se presupone el valor entre militares. ¿Están o no frescos los mejillones? La cuestión es que de unos mejillones que no están frescos (y que no lo están, se diga lo que se quiera, para la Ciencia) se puede decir que lo están, obteniendo tal vez ventaja con ello; y sin embargo el mentiroso, que ha ganado a su vez muchos millones con la mentira, espera que el pescadero no mienta, como sus víctimas lo esperaban de él. ¿Tendrá o no valor el pescadero? Si es un cobarde, como presupone el mentiroso, éste se llevará a casa unos buenos mejillones (o, si los mejillones -como siempre es de temer- no están frescos, comprará otra cosa). Si el pescadero, por el contrario, es capaz de mentir, el mentiroso se consolará del torozón celebrando el carácter universal de la mentira y complaciéndose además, como otras veces con los más grandes, en su capacidad para corromper también a los más pequeños, pues ha sido su pregunta --después de todo-- la que ha obligado al pescadero a la audacia de mentir. En todo caso, la pregunta del mentiroso es tan ingenua y espontánea como si la hubiese formulado San Francisco. No busca la corrupción de sus semejantes, busca mejillones frescos; y su espontaneidad demuestra que la verdad es la condición de toda comunicación y que incluso el más mentiroso espera siempre la verdad de los otros, como los otros la esperan de él -pues de otro modo, por lo demás, de nada valdría mentir.

Aceptado por todos, trampeado por todos diez veces al día en una transgresión que ilumina su autoridad, hay que ser muy valiente para ignorar este acuerdo y, como si no hubiese existido nunca un marco lingüísticamente garantista, devolver al lenguaje toda su criminal libertad. Hay veces en que los hechos levantan un bosque de lanzas y hace falta arrojo para decir la verdad. Hay otras en que los hechos declaran explícitamente la verdad y entonces hace falta arrojo para la mentira. Sócrates, Spinoza, Zola, hicieron gala de la primera clase de arrojo; mucho me temo que los políticos y sus medios de comunicación (y sus intelectuales esbirros) se sostienen desde hace ya mucho tiempo sobre la segunda. Hace falta arrojo para destruir de un solo golpe, no una vida -o seis mil, o un millón-, sino unas condiciones. Pero cuando se ha hecho -y se hace de un solo golpe-, el lenguaje es ya puro extravío; y en él uno siente la misma impunidad psicológica que los personajes de Conrad en la jungla. Después del primer golpe, todo es más fácil: negando públicamente al mismo tiempo que los hechos el marco mismo del acto de comunicación, todo puede ser dicho ya. Se miente no para simular una verdad favorable sino para que todo, incluso la verdad, adopte la apariencia de la mentira. A partir de ese momento todo lo dicho tiene siempre densidad performativa: nada importa el contenido de las mentiras, lo que importa es comprometer la posibilidad misma de la verdad. Frente a una mentira muy grande -y voceada por los medios más poderosos- todo el lenguaje parece mentira. A eso se llama neutralizar las defensas del enemigo y no importa qué se destruye ni cuánto puede costar reconstruirlo. Para eso se miente: se miente, sobre todo, para que nadie pueda ser creído. Desde ese momento, las palabras no sirven ya ni siquiera para cubrir púdicamente las cosas muertas.

En un mundo donde es imposible exagerar, no sólo las cifras: tampoco las palabras miden ya nada. Cualquiera que sea la relación entre las palabras y las cosas, los lingüistas y los chamanes aceptan por igual su fuerza de imantación recíproca. Entre una piedra y la palabra "piedra" no hay ninguna intimidad, ningún contacto, pero la palabra misma se nos antoja redonda, aristada, dura; como nos lo parecería también la palabra "esponja", tan porosa y tan suave, si llamáramos así a la piedra. Esto revela, por si hiciera falta, la vitalidad de las cosas y su influencia lunática, a una distancia astronómica, sobre nuestra conciencia. Demuestra, además, la decisiva superficialidad de lo esencial: pues lo que verdaderamente importa es que exista en el mundo la diferencia entre lo blando y lo duro, entre las piedras y las esponjas, así como que existan en nuestro diccionario dos palabras diferentes para nombrarlas (cualesquiera que éstas sean). Esa es la condición banal de la comunicación y, más allá, de la belleza y de la ciencia; y si nos parece banal es sólo porque nunca hasta ahora la hemos sentido amenazada.

Entre la palabra "Dios" y un coche, por otra parte, tampoco hay ninguna relación, pero pueden asociarse de tal manera que uno se sienta un genio mientras conduce. Esto revela toda la potencia demiúrgica del lenguaje y su capacidad para enlazar -y fertilizar- las cosas en la conciencia. Demuestra asimismo que la publicidad se limita a explorar para su ventaja una red amplísima de relaciones en la que ya no son las cosas la medida del hombre sino el hombre mismo (como nudo eléctrico de vínculos psicológicos o sociales) la medida de todas las palabras. Esta conmensurabilidad interna al lenguaje, tan por supuesta como la diferencia entre la piedra y la esponja, es la condición de toda producción cultural (las sutiles metonimias del erotismo y de la literatura, de los cultos religiosos y de la manufactura de imágenes), pero también el campo de operaciones de todos los ingenieros de la imaginación.

Esta doble relación (entre las palabras y las cosas y entre las palabras mismas) constituye ese sistema de proporciones que llamamos "mundo". La propaganda, cuya raíz verbal ("propagar") evoca la idea de plaga y de pandemia, apunta menos a la posibilidad de manejar a los hablantes que de amenazar al lenguaje mismo, destruyendo aquello que lo define más esencialmente; es decir, su capacidad para producir -y medir- un mundo. La mentira salvaje, explícita, a partir de la cual nadie puede ser ya creído, o la inversión desvergonzada y sistemática de todas las relaciones ("nuestros niños se sienten cotidianamente amenazados por el terrorismo afgano"), busca sobre todo interrumpir la continuidad, aislar recíprocamente los nombres y las cosas. Muy certeramente nos recordaba Carlo Frabetti días atrás el significado estricto del verbo "condenar": cerrar, cegar, emparedar, incomunicar ("condenar una salida", "condenar una habitación"). Mediante la propaganda, en efecto, las palabras quedan incomunicadas respecto de las cosas, confinadas ahora en un espacio donde no pueden ser objeto ni de conocimiento ni de negociación. Esta "ruptura de relaciones" con el mundo daña mortalmente al lenguaje, que contrae la enfermedad -podemos llamarla así- de la "homonimia valorativa". Imaginemos una lengua en la que la palabra "piedra" cubriese semánticamente la mitad de los objetos del universo y sólo sirviera para oponerse a la palabra "esponja", que cubriría la otra mitad; imaginemos una lengua que sólo tuviese dos palabras, una para condenar y otra para aprobar -y ninguna para conocer- y que el contenido de esas palabras no estuviese decidido por las cosas mismas, ni por la voluntad del hombre de medirlas, sino por el poder económico-militar de los hablantes. Si el asesino llama asesino a su víctima, ¿qué diferencia nos permitirá juzgarlo? Si Hitler, Sadam Hussein y Fidel Castro son todos nazis por igual, ¿qué quiere decir nazismo? Si monseñor Setién y Ben Laden son, tal para cual, dos integristas, ¿qué aprendemos con esta identificación? Si Arzallus, el Black Bloc y Nación Aria pueden ser llamados a igual título fascistas, ¿qué es lo que sabemos del fascismo? Cuando el lenguaje ha roto relaciones con el mundo, todos los nombres son iguales y entonces se hace tan inevitable como inútil una espiral de sobrelexicalización ("nazi", "integrista", "bárbaro", "totalitario"): mediante la escalada verbal tratamos en vano, por amplificación, de provocar un significado, de decir finalmente algo, al mismo tiempo que revelamos y confirmamos hasta qué punto no hay ninguna diferencia entre dos palabras allí donde las palabras ya no significan nada o donde apenas significan otra cosa que la voluntad agresiva de arrinconar las cosas.

El problema es que de nada sirve la denuncia. La propaganda tiene el efecto de pudrir el lenguaje de todos, de inutilizar todos los lenguajes y de arrastrar a la sobrelexicalización nihilizadora a los mismos que querrían combatirla. Ese es su triunfo. Pensemos, por ejemplo, en el empleo abusivo que se hace desde la izquierda del término "genocidio". Frente a la atrocidad silenciada o imputada a la víctima, sumidos en la escala continua de la insensibilidad, utilizamos la palabra "genocidio" no para definir sino para acusar, no para conocer una diferencia sino como un puro e inane aumentativo: es que la palabra "crimen" ya no se entiende, no conmueve a nadie, no significa nada. Es como decir "gigantazo" o "rascacielón": en realidad queremos decir "millones" -es decir, una cantidad infinita. Es como tener que doblar la dosis de una sustancia para volver a sentir lo mismo o para sentir cada vez un poco menos. Una matanza puede ser o no un genocidio independientemente del número de víctimas; Suharto no cometió genocidio matando a medio millón de comunistas indonesios mientras que sí sería un genocidio acabar con unos cuantos miles de miskitos en Nicaragua. Pero precisamente, atrapados en la espiral nihilizadora de la propaganda, allí donde el sistema de proporciones que llamamos mundo ha quedado disuelto en la homonimia, insistimos en cubrir con números lo que no podemos penetrar ni con el sentimiento ni con la razón. Con "genocidio" queremos decir algo así como "matanzón", tratamos de medir a fuerza de estocadas, pinchando cada vez más arriba, una realidad que está sencillamente en otra parte. Y es inútil, tan inútil como tratar de explicar a un ciego el color "rojo" añadiendo "carmesí". ¿Confíamos en que peor revele el significado de malo? ¿En que justísimo desentrañe el sentido de justicia? Nos elevamos hasta "genocidio" para que la gente entienda "crimen", pero así sólo conseguimos hacer también irrelevante el "genocidio".

La propaganda incomunica, pues, las palabras y las cosas. Pero también cruza, como se dice entre animales, estirpes de palabras entre sí para la generación de sentidos monstruosos. Esta política de cópulas forzadas y enlaces contranatura lleva al lenguaje a contraer -llamémosla así- la enfermedad de la "sinonimia dirigida". Imaginemos una lengua en la que "piedra" y "esponja" significasen lo mismo y esto en virtud, no de afinidades materiales o de comunes genealogías lingüísticas, sino del poder económico-militar de los hablantes. Hitler consiguió que "judío" e "insecto" se sustituyesen de tal modo en la cabeza de los alemanes que gasear a uno o pisar al otro se consideraban por igual acciones insignificantes o incluso meritorias. La propaganda de nuestros media y de sus voceros ilustrados utiliza la misma técnica heterogenética. "Nosotros somos humanos", dice el contralmirante estadounidense John Stufflebeem comentando el lanzamiento simultáneo de bombas y bolsas de comida sobre Afganistán, "sólo queremos dar asistencia humanitaria a quienes lo necesitan". Lo humano es lanzar bombas y los que las reciben, pues, sólo pueden ser inhumanos: la desigualdad de medios revela asimismo una desigualdad de naturaleza. Los B-52, por otra parte, son los emisarios de la paz y pronto desplazarán a la paloma de Picasso como símbolo de la amistad entre los pueblos. La sinonimia dirigida va esposando así especies verbales que la razón sólo puede juzgar malavenidas: bombas de racimo y filantropía, control de las comunicaciones y libertad, maldad congénita y pobreza. En la cabeza de nuestros occidentales, terrorismo y piel morena se superponen ya de tal modo que apenas si los gobiernos encuentran resistencia a las medidas "profilácticas" (retirada de becas a estudiantes árabes, selección racial de los inmigrantes, prohibición de volar en ciertas compañías a los musulmanes) pensadas para contener a mil doscientos millones de personas detrás de un cordón sanitario. "Bloquearemos las emisiones de [la TV qatarí] Al-Jazeera en Inglaterra porque fomentan el odio entre religiones", declara el gobierno de Toni Blair.

Manipulación no es un término indulgente si recordamos todos sus parentescos etimológicos. Manipular es coger a "puñados" cosas que deberían ser cogidas una por una; manípulo es el nombre de una tosca insignia militar romana (un palo y unas hierbas), así como el de las tropas que lo portaban; manopla es un guante desprovisto de dedos, un muñón postizo, de origen también militar, con el que es imposible dar cuerda a un reloj o desabrochar un botón. Usamos las palabras a puñados o a manotazos, como insignias y no como signos, como muñones de hierro para arremeter contra las cosas sin tener que notarlas. Es la guerra: si pasamos de la homonimia valorativa a la sinonimia dirigida, sencillamente suprimimos el mundo. Y si suprimimos el mundo podemos ya hablar indefinidamente, ilimitadamente, sin medida, en la seguridad de que todo está permitido allí donde nada está definido. La aparente facilidad con que conviven la libertad de expresión y el régimen de control politécnico (del trabajo a la guerra) del capitalismo deja de ser un misterio cuando se han destruido las condiciones mismas de la producción de sentido. Donde las palabras no significan ya nada, ¿qué tendríamos que callarnos? En medio del bullicio de voces que puebla nuestro universo, en esta selva erizada de palabras, se puede decir todo, incluso la verdad, sin que ello produzca ningún efecto. Se puede decir todo, incluso la verdad, precisamente porque la palabra no introduce ya ningún efecto, no tiene ninguna consecuencia, salvo la de confirmar una vez tras otra su terrible, peligrosa, devastadora inanidad.

La propaganda daña ese sistema de proporciones que llamamos "mundo". En los últimos días, de entre un repertorio rico en dislates y fabuloso en miseria nihilizadora, he espigado cuatro muestras -todas del pasado 6 de noviembre- particularmente subversivas.

'ETA, enemiga del mundo'

"ETA, enemiga del mundo". Así titulaba el diario Abc su editorial del pasado martes, con la mandíbula descoyuntada, como para probar hasta qué punto los propagandistas mismos acaban siendo víctimas de sus propios abusos. La caricatura deriva su poder provocativo o injurioso del hecho de que aumenta las proporciones conservando las relaciones; tiene la eficacia, incluso malévola, de las exageraciones. "ETA enemiga de España" habría constituido una caricatura, una de esas exageraciones ideológicas que sirven, al menos, para identificar a un partido y desafiar a sus contrincantes. Pero "ETA enemiga del mundo" es tan descomedido, tan desproporcionado, tan descomunal, que produce en el lector el efecto contrario al buscado por el editorialista; empeñada en una lucha contra el mundo, contra todo el mundo, ETA aparece no sólo como inofensiva sino debilitada, empequeñecida, casi heroica. La exageración se convierte aquí en un gag, como el de esa hormiga atómica de unos viejos dibujos animados que, tocada de casco y capa al viento, levantaba en una patita un edificio, subrayando así por antífrasis la hilarante insignificancia de las hormigas. Un gag: "La calvicie, una amenaza para el Universo". "La obesidad, lacra de la Humanidad".

A finales del siglo XIX una enciclopedia francesa registraba en la entrada correspondiente: "París: capital de Europa". Los ingleses y alemanes que la leyeran con irritación verían probado así el chovinismo y arrogancia del pueblo francés. Pero si la enciclopedia hubiese dicho "París: capital de nuestra galaxia", entonces los alemanes e ingleses se hubiesen echado a reír, con aires de superioridad, de la debilidad mental de los franceses. No se puede pretender atacar a ETA, ni hacer visible su presunta maldad, con una declaración que, en boca de un miembro de esa organización, nos haría reír a carcajadas como un delirio tranquilizador: "Somos los enemigos del mundo" (acompañada de golpes en el pecho y de una risa gutural, lenta y luciferina). Para que ETA sea el enemigo del mundo es necesario precisamente negar la existencia del mundo y, si bien eso no es un delito -al contrario que negar la existencia de los campos de exterminio- constituye sin embargo un síntoma psiquiátrico que Freud estudió muy detenidamente en los delirios paranoides del magistrado Schreber.

Amenaza constante

La edición electrónica de El Mundo incluye el siguiente titular al pie de una fotografía: "Israelíes y palestinos siguen siendo una constante amenaza los unos para los otros". Esta frase es una joya de la propaganda; una exhibición finísima del triunfo de la homonimia en su campaña por la abolición de las diferencias. En el insurgente gueto de Varsovia, ¿judíos y alemanes se amenazaban mutuamente? Pero más reveladora que esta sádica frase en sí misma, lo es la relación que mantiene con la fotografía escogida para ilustrar la "recíproca amenaza". En ella se ve a una madre palestina, gruesa, mayor, el velo ceñido a la cabeza, que lleva de la mano, a un lado y a otro, a dos niñitas de seis o siete años; frente a ellas, un soldado gigantesco, en uniforme de combate, rodilla en tierra, las encañona con su fusil a un metro escaso de distancia. ¿Madre armada de niñas contra una metralleta desarmada? ¿Recíproca amenaza? Esta fotografía demuestra hasta qué punto el lenguaje ha roto relaciones con el mundo y, desde fuera, desactiva y acaba por anular completamente su existencia. No hace falta ni siquiera ocultarlo. Cuando la propaganda triunfa -como ha triunfado bellacamente en la llamada cuestión palestina- la realidad, incluso delante de los ojos, no dice nada, no expresa nada, no desmiente nada; lo que vemos, lo que sabemos, pertenece a un ámbito de eficacia "cero" en el que los cuerpos mismos son política y moralmente invisibles. Si se ha suprimido el mundo, no hace falta ni siquiera manipular las imágenes o seleccionarlas interesadamente; cualquier fotografía vale para confirmar la agresividad de los palestinos; la agresividad también de un palestino muerto. ¿Por qué no la de Mohammed Dorra, acurrucado tras su frágil parapeto, sirviendo de aún más frágil parapeto al cuerpecillo que tiembla, suplica y se pliega finalmente sin vida, como si fuese de trapo y no de niño, bajo los disparos israelíes? La imagen más explícita, la más brutal, vale siempre menos que una frase ciega, una frase que ciega, una de esas frases sin salida que cortan de un sablazo, en un gesto mucho más radical que cualquiera que deje un charco de sangre, la comunicación entre las palabras y las cosas.

Recuento

Mike Halbig, portavoz del Pentágono, preguntado acerca de los daños humanos causados por los bombardeos en Afganistán, contesta un poco molesto: "No se trata de cifras; no se trata de cuántas personas fueron abatidas". ¿De qué se trata? Deducimos, claro, que de lo que se trata es del resultado de la operación y que Halbig juzga este resultado moral y políticamente superior a todos los medios en concurso. Ese resultado es demasiado alto, demasiado importante, como para detenerse en detalles; anula y deja atrás por anticipado, como puras mediaciones hegelianas, todos los pasos que conducen a su consecución. Pero así las operaciones militares en Afganistán se ajustan al modelo del trabajo y las "personas abatidas" forman parte de los materiales de construcción. Aquello que es propio del trabajo, en efecto, es la inmanencia del proceso (la combinación de fuerza y de materia) y la trascendencia del producto, cuya perfección juzgamos en sí misma y con independencia de las condiciones de su fabricación y del uso a que vaya a ser destinado. Admiramos las cosas bien hechas. El hombre que construye una hermosa casa para su familia no cuenta los ladrillos: da un paso atrás y la contempla, ya terminada, con satisfacción y orgullo. El hombre que pinta un cuadro no cuenta las pinceladas ni los tubos de amarillo empleados en la tarea: da un paso atrás y se asombra de haber sido capaz de pintar un sol tan bello. Pero este modelo, que caracteriza benignamente la relación de los hombres con las cosas, no puede ser aplicado a la política, que se ocupa, por el contrario, de la relación de los hombres con los hombres. Tratar a los hombres como ladrillos o útiles de trabajo, olvidarlos como puros factores inmanentes de una trascendencia virtual (por lo demás dudosa), es exactamente el modo en el que el bueno de Kant, si reviviese, definiría el "terrorismo". Pero quizás, a tenor de lo que un mes después se ha avanzado hacia esa gloriosa trascendencia, Halbig tampoco quería llegar tan lejos con su frase; quizás sólo quería decir: "No se trata de contarlos; de lo que se trata es de matarlos".

Perros

Mientras EEUU sigue talando hombres en Afganistán, el señor Blatter, presidente de la FIFA, muy preocupado por la situación internacional, "exige medidas inmediatas al gobierno coreano para que los ciudadanos de Corea dejen de torturar y comer perros". He aquí otra exquisita muestra de pérdida de las proporciones. No tanto porque al suizo Blatter, al menos por contraste, parezcan importarle poco los hombres; sino porque pretende, como una cosa evidente, que los perros son muy importantes (mucho más que los cerdos, los conejos o las ocas). Pretende que el principio absoluto, universal, contenido en nuestra Cultura Occidental es el que obliga a todos los hombres por igual -en Irlanda y en Corea, en Suiza y en Filipinas- a renunciar a comer carne de perro. Por ese camino, y en nombre de la humanidad y la razón, Blatter tratará enseguida de obligar a los Indios a comer vaca y, por qué no, a los ruandeses a comer foie-grass. ¿Y a los musulmanes salchichas de Frankfurt? Montesquieu escribió sus Cartas Persas al mismo tiempo contra aquellos que querrían relativizar la idea de Ley y contra aquellos que, por el contrario, querrían generalizar e imponer -como de sentido común- las particularidades del propio clima.

Esta es la inquietante, peligrosa confusión en la que acompañan a Blatter tantos y tantos contemporáneos. Se han conservado los moldes invirtiendo los contenidos, en una manifiesta falta de juicio o de reflexión que linda muy de cerca -recordemos a Hannah Arent- con la maldad. Los mismos que relativizan la razón pretenden en cambio universalizar sus costumbres. Blatter destroza todas las medidas con una bienintencionada paradoja. Es como si dejase tolerantemente a elección de cada pueblo la decisión sobre la tortura, como cosa -en efecto- de climas y de tradiciones, y al mismo tiempo quisiese prohibir las invenciones locales de la fértil imaginación humana (el potro, la bolsa, la bañera, el loro y las parrillas) en favor de la picana eléctrica, único instrumento moralmente superior. Que los coreanos se coman en buena hora sus perros que nosotros nos comeremos con apetito nuestras ocas; y tratemos más bien de evitar que todos los años 12 millones de niños mueran de hambre.

Lo contrario de la propaganda es la poesía, esa especie de ecología de los nombres mediante la cual recuperamos las cosas extraviadas en el lenguaje. La poesía, en efecto, es la custodia de las proporciones, el metrón de todas las estaturas: en un poema de Lorca, un caballo mide exactamente un caballo, la luna está a la misma distancia que la luna, un cuchillo corta ni más ni menos que un cuchillo. Si son las palabras -la mentira y la costumbre- las que nos escamotean las cosas, sólo las palabras pueden devolvérnoslas; no hay otro camino para las criaturas vinculadas al mundo por la distancia de la lengua. Contra la propaganda, que condena todas las salidas y obliga a la sobrelexicalización inútil, al ensañamiento contra el aire, dejémonos guiar por las trampas amigas de nuestros verbos. Hay que quitarle la manopla a los dedos, el muñón de hierro, para que sientan el frío terrible del cuchillo que empuñan. ¿Poseemos todavía recursos lingüísticos para señalar lo real? ¿Cómo serían los titulares de un periódico que movilizase algunos de los tropos que habitualmente utilizan los poetas para despertar de su sueño a la existencia?

Prosopopeya

Es, como sabemos, la figura que consiste en personificar fuerzas naturales o conferir atributos humanos a los animales; pero la prosopopeya (del griego proso-poieo, "fingimiento") puede servir también para designar la operación mediante la cual, a la inversa, naturalizamos o animalizamos la existencia humana. La preocupación de Blatter demuestra cuánto ganarían muchos con este cambio. En un mundo en el que las Sociedades Protectoras de Animales protegen mejor a los gatos y a los pájaros de lo que las Asociaciones de Derechos Humanos protegen a los hombres y en el que el hombre dueño tan sólo de su humanidad desnuda acaba siempre por pisar una mina o recibir un disparo, esta prosopopeya al revés nos haría quizás más sensibles al padecimiento de nuestras víctimas. Si no podemos tratar a los afganos como a neoyorquinos, tratémoslos al menos como a perros. En 1996, tras conocerse el informe de Naciones Unidas que revelaba las secuelas del bloqueo económico dictado contra Iraq, Regis Debray azotaba la indiferencia de los medios de comunicación: si en vez de haber matado los EEUU 500.000 niños, los irakíes hubiesen matado 500.000 perros, ¿no habría sido noticia de primera plana en todos los periódicos del mundo? Las cosas están así. "El ejército turco destruye 3.5000 aldeas kurdas". ¿A quién impresiona esto? Para poner mejor de manifiesto la crueldad de los militares turcos y aumentar nuestra intolerancia frente a su gobierno, tenemos que deshumanizar primero a los habitantes del Kurdistán: "El ejército turco destruye 3.500 reservas animales". ¡Eso sí que sería una barbaridad! Blatter exigiría la aplicación de "medidas inmediatas" y la desmelenada zoófila Brigitte Bardot mandaría bombardear, si la dejaran, todos los palacios de Estambul.

Lítote

La lítote o atenuación consiste en afirmar benignamente una cosa negando lo contrario de lo que se quiere decir ("¿Aznar? No es precisamente un lince") o en amortiguar lingüísticamente un acontecimiento para mejor ponderar sus dimensiones (bajo una lluvia torrencial, salvaje, decimos a nuestro amigo: "parece que llovizna un poco, ¿no?"). De nada sirve repetir una y otra vez que Sharon es un asesino; mucho mejor sería titular todos los días la primera página de nuestro periódico imaginario con un SHARON NO ES UN ASESINO, y otras variaciones sobre el mismo tema ("Sharon no es un criminal de guerra", "Sharon no ha matado a 1.200 palestinos", "Sharon no es precisamente un fascista"). En El asesinato considerado como una de las bellas artes, por otro lado, Thomas de Quincey advertía contra los peligros de entregarse al crimen sin un poco de disciplina: "porque se empieza matando, se sigue robando una cartera, luego se falta al respeto a un viejo y al final se acaba siendo virtuoso". Esta frase la escribió De Quincey en una época en la que aún se podía bromear; hoy tenemos más bien que explotar la desgracia de que se tome casi siempre en serio. En un mundo en el que, por encima del asesinato, se ha descubierto toda una escala ascendente y sin medida y en el que matar a 6.000 personas es mucho más grave que matar a medio millón, robar un banco mucho más grave que el hecho de que el banco nos robe y hablar contra la globalización mucho más grave que mentir a los propios votantes, tenemos que descender muchos grados para que algo nos suene terrible. Atenuar sitúa las cosas en el umbral de nuestra percepción; las rebaja a la medida de nuestra sensibilidad. El verbo empujar, ¿no nos parece ya mucho más agresivo que matar? Escribamos: "Soldados israelíes empujan a un niño palestino en Belén". Molestar, ¿no suena ya casi más fuerte que bombardear? Animemos, pues, a la resistencia escribiendo: "Los B-52 estadounidenses siguen molestando a 23 millones de afganos" (con un antetitular en letras más pequeñas: "Los muertos se quejan del ruido de los bombardeos").

Sinécdoque

La sinécdoque es el tropo que permite nombrar el todo por una de sus partes ("el maillot amarillo venció la última etapa de montaña" o -variante machista- "en este club no se admiten faldas"). Los "conjuntos" los hemos manipulado, manoseado, sobado tanto, los hemos destruido tantas veces en nuestra imaginación y en la realidad (mundo, países, casas, cuerpos) que es mejor orientar la atención hacia las "partes", hacia esos pequeños detalles que todavía podemos medir. "El ejército israelí dinamita 6.000 casas en Cisjordania". ¿Y qué? Recurramos a la sinécdoque: "El ejército israelí dinamita 6.000 cuartos de baño en Cisjordania". ¿No es ésta una frase mucho más rotunda, mucho más comprometida? Las víctimas palestinas de la Intifada son ya 700. Números. Traduzcámosla en sinécdoque: "Israel deja ciegos y sordos a setecientos palestinos que, además, no podrán tampoco hablar ni andar ni respirar".

Podemos utilizar asimismo otras figuras de nuestro acervo retórico:

- La metonimia Los juguetes, que representan a los niños, valen ya mucho más que ellos. "Soldados israelíes violan trescientos osos de peluche en Ramalah". ¡Eso sí que nos produciría una sacudida moral!
- El púdico eufemismo. "El bloqueo estadounidense hace pasar a mejor vida a un millón de irakíes".
- La sinestesia, que asocia sensaciones o conceptos contradictorios entre sí: "Las fuerzas del Bien asesinan a cuatro colaboradores de Naciones Unidas en Kabul" o "El capitalismo dona 200 millones más de pobres a la Humanidad".
- La antífrasis: "En Kandahar 130 civiles afganos se equivocan, creen que esta guerra tiene algo que ver con ellos y se dejan alcanzar por un misil estadounidense".

Debemos movilizar, pues, todos los medios contra el Gran Tropo del imperialismo, que es precisamente el gag. "El Mal ha vuelto"; "La guerra será larga, pero venceremos"; "La gente de mi país recordará a quienes han conspirado contra nosotros. Vamos a conocer sus rostros. No hay en la Tierra un rincón que sea lo bastante lejano u obscuro para protegerlos. Por mucho que tarde, su hora de Justicia llegará"; "Estamos seguros de que la Historia tiene un autor que llena el tiempo y la eternidad de su propósito. Sabemos que el Mal es real, pero el Bien prevalecerá contra él"; "No hemos pedido esta misión, pero esta llamada de la Historia es un honor"; "Tenemos la oportunidad de escribir la historia de nuestra época, una historia de la valentía vencedora de la crueldad y de la luz dominadora de la obscuridad".

Todas estas frases del discurso de Bush del pasado día 10 de noviembre ante Naciones Unidas, más allá de un análisis político o moral (inversiones bellacas, maniqueismo infantil, intimidaciones propias del Santo Oficio), tienen un rasgo retórico común: son frases que sólo se pronuncian en el teatro y que se pronuncian en el teatro para que los espectadores, desde el mismo momento en que se abre el telón, desde el primer parlamento del primer actor que sale al escenario, sepan que están en el teatro, que han roto relaciones con la realidad, que pase lo que pase bajo los reflectores en realidad no está pasando nada. El gag hace reír porque no tiene consecuencias; lo que nos hace reír del gag es, precisamente, que no tiene consecuencias (la tarta contra el rostro del payaso, el coyote de los dibujos animados aplastado bajo una roca). Lo que nos hace disfrutar del gag es que nos libera momentáneamente de la realidad y todas sus constricciones inconscientes (y particularmente de eso que Freud llama Superego). El teatro de baja estofa gusta muchas veces por eso, por su parentesco radical con el gag: porque desenmascara de entrada las condiciones de su verosimilitud, como un prestidigitador lento (otro fácil y célebre gag), y a partir de ese momento todo se vuelve inverosímil y, por lo tanto, increíble. Las palabras de Bush, en realidad, son enormemente tranquilizadoras: aquí no está pasando nada, estamos en el teatro, los tanques son de atrezzo, las ruinas de cartón-piedra, los muertos de pacotilla y si -el guionista no lo quiera- tiene que morir algún estadounidense, Bush -en el nombre de Dios- lo resucitará tras la caída del telón.

El más grande escritor español del siglo XX, Rafael Barret, escribía en uno de su epifonemas de 1909 comentando la situación del Paraguay: "Se afirma, en el nuevo gobierno, que hasta el 5 de noviembre, 'todo es provisorio'. ¿Los muertos también?".

Este es el gran gag -monstruoso oximorión- de la política asesina del gobierno de Bush y de sus monaguillos europeos: "Vamos a matar de forma provisional a casi todo el mundo".

¡Lo que nos vamos a reír!