Imre Kertész, premio
Nobel al sionismo
Santiago Alba Rico *
23 de octubre de 2002. CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
"Si Kertész
hubiese sobrevivido realmente a Auschwitz, si 'hubiese sobrevivido',
habría vuelto a ponerse su camisa rota, con la estrella
amarilla de David en la solapa, y habría bajado a la calle,
desde su olímpico balcón, a erguirse, viejo valiente,
delante de los tanques que iban a Ramala con la estrella amarilla
de David estampada bajo el cañón. Y así,
estrella contra estrella, David contra David, los judíos
habrían vuelto a ser, seguirían siendo, contra
los antisemitas de todas las calañas, la 'minoría
universal' en la que los hombres reconocerían, avergonzados
de sí mismos, los valores que la han permitido sobrevivir
hasta la fecha a todos los 'lager' de la Historia".
El flamante premio Nobel de literatura, Imre Kertész,
publicaba hace unos días en El País (y en
una docena, imagino, de grandes periódicos de todo el
mundo) un texto extraordinario. Desde un balcón, a la
hora del crepúsculo, con la sencillez meridiana de quien
"no quiere comprender nada" y se deja llevar a ras
de las cosas por una emoción sincera, contempla el pequeño
y heroico país que se defiende ante la "indiferencia
hostil del mundo"; contempla a ese pueblo probado en mil
adversidades, en parte disperso, que es cotidianamente perseguido
en todos los rincones del planeta, ignorado, despreciado, negado
en su existencia misma; ve la ciudad vacía, los restaurantes
cerrados, las tiendas varadas al borde de la ruina, la gente
aterrorizada que, abandonada de todos, expresa al escritor su
voluntad de resistencia y su agradecimiento por haber acudido
desde tan lejos a aliviar su sufrimiento. Ya viejo y sólo
fiel a la exactitud madrugadora de sus escalofríos, nadando
entre la culpabilidad y la dicha, Kertész apenas puede
contener las lágrimas cuando recibe un "regalo especial"
antes de subir al avión que le devolverá a Hungría:
"nación, patria, hogar", cosas que para él
habían sido hasta ahora "conceptos inaccesibles".
El texto de Kertész no es extraordinario por su calidad
literaria, quizás momentáneamente mermada por el
sollozante artificio de la redacción. Está lleno,
es verdad, de bonitos sentimientos en los que podrían
reconocerse millones de kurdos, iraquíes, palestinos,
tamiles, hauranis, pigmeos, chamulas, armenios, saharauis, hutus,
chechenios, etc., pero -precisamente por eso- tampoco hay ahí
nada de extraordinario. Lo extraordinario no es esto. Lo extraordinario
es que Imre Kertész nos habla desde el olímpico
balcón del séptimo piso de un hotel de Jerusalén,
con la ciudad vieja a sus pies; y lo extraordinario -lo verdadera,
aterradoramente increíble- es que nos está hablando...
de Israel.
En la cartografía de las naciones amenazadas o arrumbadas,
deshechas o por hacer, no hay ninguna que se llame Israel. En
el desdichario de los pueblos acosados, despreciados o negados,
hace ya mucho tiempo que no figura (o figura sólo en un
remoto segundo plano) el pueblo judío. Se non é
vero é ben trovato es una máxima aplicable
sólo a la literatura; en historia, en política,
en moral, lo que no es cierto es siempre falso y, por lo tanto,
interesado, injusto, destructivo. Sólo desde demasiado
cerca (familia, sangre, raza) o desde demasiado lejos (tan lejos
como sea necesario para no tener relación alguna con la
Humanidad) puede parecer convincente o hermoso el texto de Kertész;
a la media distancia de los hechos, del sentido común
y hasta de la piedad humana, con todos sus claroscuros y matices,
se revela como una innoble fantasía empapada, además,
de la misma clase de vitriolo que dice combatir: la voluntad
radical de negar al otro.
Los grados del mal
"Tengo la impresión", dice Kertész,
superviviente de Auchswitz, "de que el antisemitismo [...]
emerge del pantano del subconsciente, como si fuese una erupción
de lava con olor a azufre". ¿En qué fundamenta
esta impresión? "Veo sinagogas incendiadas y cementerios
judíos profanados en Francia. A pocos cientos de metros
de mi vivienda berlinesa, dos jóvenes judíos norteamericanos
fueron agredidos y apaleados en plena calle". Aparte la
construcción de la primera frase, que evoca la imagen
tramposa de una práctica cotidiana y sistemática
(cuando Kertész está pensando en los acontecimientos
de abril pasado, en los que fueron atacadas tres sinagogas y
cubiertas de cruces gamadas las tumbas de un cementerio), hay
que reconocer que se trata de hechos gravísimos, terribles
sin duda, pero insuficientes para convocar, ni siquiera estadísticamente,
el espectro del antisemitismo, al menos en comparación
con el número y la frecuencia de agresiones, asesinatos
y privaciones de derechos de que son víctimas otras comunidades
-étnicas, religiosas o políticas- del planeta.
¿Es esto lo más horrible que está ocurriendo
hoy en el mundo? ¿Un cementerio profanado y dos americanos
apalizados? Como superviviente de Auchswitz, Imre Kertész
sabe muy bien que el mal, el dolor, el aniquilamiento admiten
grados, en una escala que va del acoso sexual a los lager
[1], de la mafia a las cámaras de gas, y que, contra
el horizonte de una violencia apenas conmensurable para las cifras,
las comparaciones son, no sólo odiosas, sino tácitamente
legitimadoras. Un judío alemán que, en 1943, hubiese
seguido la preocupación de la prensa del Tercer Reich
por el aumento de los robos a mano armada en las calles de Berlín,
¿no se habría sentido humillado, escupido, escarnecido?
Pero, ¿dónde están hoy los pogromos, las
matanzas, los guetos, las estrellas amarillas, las leyes racistas,
el desprecio de acero por la vida humana? En todas partes, es
cierto, pero ya no son los judíos sus víctimas.
¿Cuáles son hoy los sufrimientos de los judíos?
Un cementerio profanado, dos americanos apalizados. ¿Qué
es esto en comparación con las familias turcas quemadas
en el propio Berlín dentro de sus casas? ¿Y con
los filipinos, ecuatorianos, argelinos, humillados en todas las
fronteras? ¿Y con los 4.000 africanos ahogados en cinco
años en las pateras del Estrecho? ¿Y con los musulmanes
obligados a registrarse, como delincuentes, en las aduanas de
Estados Unidos? ¿Y con los cientos de miles de indígenas
guatemaltecos torturados y asesinados en las últimas dos
décadas? ¿Y con los dos millones de vietnamitas
muertos en la guerra del Vietnam? ¿Y con las decenas de
miles de kurdos expulsados de sus aldeas, encarcelados, supliciados
y enterrados en fosas comunes? ¿Y con el tráfico
de esclavos sudaneses? ¿Y con el millón y medio
de víctimas del embargo en Irak? ¿Y con los 57.000
niños asesinados este año? ¿Y con los cinco
millones que, según la FAO, morirán de hambre este
mes? Un cementerio profanado, dos americanos apalizados. Atraer
la mirada, en un mundo como éste, hacia estas horrendas
pequeñeces, ¿no es despreciar desde un dolor tribal
el sufrimiento inconmensurablemente superior de cientos, miles
de millones de hombres, mujeres y niños que no son judíos?
Porque el Holocausto fue la experiencia más terrible
de su vida y una de las más terribles de la Historia de
la Humanidad, Imre Kertész olvida -con una amnesia felizmente
ajustada a la poco inocente propaganda de Israel- que después
de Auschwitz han pasado, han seguido pasando cosas; que la Historia
ni se detuvo ni ha acabado ni ha mejorado; que el mundo cambia,
ha cambiado, como tantas veces antes, la prorrata de su terror;
que tras 2000 años de agonía los judíos,
quasi per ignis, quedaron liberados de la persecución
y que -después de Auschwitz- fueron otros pueblos los
que ocuparon su lugar en el matadero: vietnamitas, camboyanos,
argelinos, timorenses, saharauis, iraquíes... y (pronunciaré
su existencia, de momento, en voz tan baja como el escritor judío)
palestinos. ¿Es escandaloso comparar estos sufrimientos
con los de los judíos en el pasado? Es un escándalo
compararlos con el bienestar, la prosperidad, la seguridad de
los judíos en el presente.
Se dirá con razón que estas profanaciones, estas
palizas, las declaraciones aisladas de algunos orates sin escrúpulos,
como lo demuestra la más desdichada de las experiencias,
acaban por levantar una ola, a poco que el viento sea favorable,
capaz de derribar millones de personas y siglos de diminutos
progresos ilustrados. Pero diré que esta lógica,
que aquí sorprendemos -y que debemos atajar- en sus (re)comienzos,
en otros sitios, contra otros pueblos, ha llevado ya casi a la
"solución final". El peligro de las agresiones
menores, de las declaraciones racistas, es que transportan en
huevo la "normalidad" del exterminio. Es cierto. Pero
Kertész sabe mejor que yo que este peligro sólo
deja de ser virtual o latente cuando la visión nihilizadora
proyectada sobre el otro es vehiculada por las clases dirigentes,
por aquellos que tienen el poder de legislar y de actuar a gran
escala. El mal acecha, no en los desarreglos individuales -eso
son delitos-, sino en la regla de las instituciones. En otros
sitios, contra otros pueblos, viene ocurriendo ya desde hace
tiempo. "Está claro que no hay sitio para ambos pueblos"
(Joseph Weitz, 1940); "¿Cómo vamos a devolver
los territorios ocupados? No hay nadie a quien devolvérselos.
No hay tal cosa llamada palestinos" (Golda Meier, 1969);
"Quien quiera acercarse a la cuestión sionista desde
una perspectiva moral no es sionista" (Ben Gurion, citado
por Moshe Dayan); "El destino de unos cuantos cientos de
miles de negros en la patria judía es un asunto sin mayores
consecuencias" (Chaim Weizmann); "Si nuestros padres,
en vez de escribir obras sobre el amor al género humano,
hubiesen venido aquí y hubiesen masacrado a seis millones
de árabes, o incluso nada más que un milloncillo
[...] hoy nos encontraríamos aquí un pueblo de
veinte, veinticinco millones de habitantes" (Ariel Sharon,
1982); "Dejen que yo haga el trabajo sucio; dejen que con
mi cañón y mi napalm quite a los indios las ganas
de arrancar las cabelleras de nuestros hijos" (Ariel Sharon,
1982); "Hay que causar daño a las familias de los
terroristas y no sólo a sus casas, ofrecer un premio en
dinero para quienes brinden información y enterrarlos
envueltos en piel de cerdo o con sangre de cerdo para volverlos
impuros" (Guideon Ezra, 2001); "La amenaza palestina
es una manifestación cancerosa. Algunos dirán que
es necesario amputar órganos. Pero por el momento estoy
aplicando quimioterapia" (Moshe Ya'alon, 2002). No son locos
skinhead resentidos los que hablan. Todas estas declaraciones
pertenecen a padres fundadores, presidentes, ministros, viceministros
y jefes de Estado Mayor, las grandes cabezas que, con medios
cada vez más grandes, establecieron, gobernaron y gobiernan
el Estado de Israel desde 1948: un país sin constitución;
que se niega, contra todas las demandas de Naciones Unidas (NNUU),
a fijar por escrito sus fronteras; que se autodenomina Estado
judío (como era Sudáfrica un Estado blanco
y la Alemania hitleriana un Estado ario); que no reconoce
el matrimonio civil; que ha tenido legalizada la tortura hasta
el año 2000; que contempla privar de la nacionalidad a
sus ciudadanos de origen árabe; que ha aprobado las deportaciones
de palestinos y el derribo de sus casas; que ha admitido la legalidad
de los "asesinatos preventivos" y que viene practicando
desde hace 54 años una política de "limpieza
étnica", más o menos encubierta, según
los vaivenes de la escena internacional, para liberar a Eretz
Israel de los tres millones de indios que todavía
hoy la mancillan con su presencia. Contra las jaurías
de criminales que queman sinagogas y profanan cementerios en
Francia, hay un Estado que los persigue y castiga con toda la
fuerza de la ley; los soldados israelíes que matan niños
y mujeres, disparan sobre pastores, destruyen archivos y libros,
encierran en guetos a cientos de miles de personas y les tatúan
los brazos de rodillas, son en cambio protegidos por la ley.
Nadie mejor que Kertész puede medir toda la importancia
(en muertos y en obscurecimiento moral) de esta diferencia.
El 'pequeño David'
Hasta tal punto el texto de Kertész reproduce, a conciencia
o no, los "mitos fundacionales" de Israel que, después
de abrumarnos con la "persecución de los judíos"
en todo el mundo, pasa a salmodiar los lamentos del "pequeño
David": el país diminuto enfrentado a la "hostil
indiferencia" de todos, aislado y abandonado a su suerte,
empeñado en una dramática lucha por la supervivencia
"mientras su entorno más próximo y más
lejano sigue poniendo en duda, hasta el día de hoy, su
existencia". Israel es, como se sabe, miembro de NNUU y
su existencia ha sido reconocida, no sólo por la casi
totalidad de las naciones del planeta, sino también por
la mayoría de los países árabes e incluso,
desde 1991, por la propia OLP. Pero, ¿cómo este
"pequeño país", aislado y abandonado
de todos, ha podido incumplir 35 resoluciones de NNUU mientras
países mucho más grandes, como Iraq y Yugoslavia,
eran bombardeados, desmembrados y sometidos a embargo -al menos
oficialmente- por esa razón? ¿Por qué el
Consejo de Seguridad ha visto vetadas decenas de resoluciones
de condena contra la política de ocupación de Israel?
El pequeño David está solo. Sus apoyos son debilísimos.
Cuenta, por ejemplo, con el apoyo incondicional de EEUU, única
superpotencia mundial, que en los últimos cincuenta años
le ha donado 81.300 millones de dólares. "Durante
los últimos años Israel ha seguido siendo el principal
receptor de la ayuda militar y económica de EEUU. La cifra
más comúnmente citada es la de 3.000 millones de
dólares al año en subvenciones de Financiación
Militar Exterior del Departamento de Defensa (FMF, en inglés)
y una ayuda adicional de 1.200 millones al año en Fondos
de Ayuda Económica, del Departamento de Estado. En la
última década, las subvenciones FMF a Israel han
ascendido a 18.200 millones de dólares. De hecho, el 17%
de toda la ayuda exterior de EEUU se destina a Israel" (Arms
Trade Resource Center). Para el año 2003 está
previsto que Israel reciba 2.760 millones, más una cantidad
adicional de 28 millones para la compra de equipamiento antiterrorista.
Israel posee la mayor flota de F-16 del mundo, después
-claro está- de EEUU, que es el que se la ha proporcionado.
Por lo demás, EEUU ayuda a financiar la industria armamentística
local mediante la concesión de otros 2.255 millones de
dólares (destinados a la fabricación de aviones
Lavi, misiles Arrow y tanques Mervaka).
A esto hay que sumar, finalmente, la entrega completamente gratuita
de excedentes de armas en el marco del programa de Artículos
Excedentes de Defensa, entre los que se incluyen 64.744 rifles
M-16 A1, 2.469 lanzagranadas M-204, 1.500 armas
M-2 de calibre 50 y munición de los calibres 30,
50 y 20 mm. Con esto quizás bastaría para demostrar
el aislamiento y abandono de Israel. Pero no, no les apoya solamente
EEUU. Están más solos de lo que se piensa.
También sostiene al pequeño David la Unión
Europea a través de un Acuerdo Económico Preferencial,
que se mantuvo incluso después de la reocupación
de la zona A de los Territorios Ocupados el pasado mes de abril
y de la destrucción de toda la infraestructura civil palestina,
pagada en una modestísima parte con la ayuda europea [2].
Lo sostienen incluso muchos de los países árabes
(Jordania y Egipto señeramente), cuyos gobiernos reprimen
a sus propios ciudadanos, contrarios a la política de
"normalización" de relaciones con Israel.
El "pequeño país" cuenta, además,
con el sostén ideológico de la más poderosa
industria cinematográfica del mundo; con el de The
New York Times y The Washington Post, por citar tan
solo, entre otros quinientos, a los dos medios de prensa más
influyentes del planeta; el de decenas de configuradores de la
opinión pública (intelectuales, académicos,
periodistas) en Europa y EEUU; y el de una clase política
internacional que combina la retórica pública de
la negociación con la sumisión genuflexa a los
dictados de la administración estadounidense, en cuyas
manos se ha dejado, sin resistencia, la solución a los
problemas de Oriente Medio. Imre Kertész, pues, hace un
chiste sin saberlo y sin que, por desgracia, tampoco muchos de
sus lectores lo sepan. Goscinny, el genial guionista de Asterix,
lo utilizó antes que él en la hilarante respuesta
del centurión de una nutrida patrulla romana, a quien
el pretor pedía cuentas de su enfrentamiento con el guerrero
galo: "Pero es que nosotros estábamos solos".
Israel, EEUU, la Unión Europea, los propios corruptos
gobiernos árabes, Hollywood, Caterpillar, Lockheed y todas
las Multinacionales del armamento, el lobby judío americano,
la prensa estadounidense y europea, con apenas la asistencia
moral de John Malkovich -que pide sangre desde las gradas-, se
enfrentan completamente solos al gigante palestino, acompañado
de todos sus hijos, mujeres y tíos, sus ovejas, sus piedras
y sus patas de palo.
A continuación Kertész se embelesa en la visión
idílica de la tierra de Israel: "Los coches pasan
por las carreteras que se pierden a lo lejos, que conducen a
los naranjales y a las universidades, a las ciudades bien
construidas y a los campos bien trabajados". Es el
mito de "la tierra sin pueblo para el pueblo sin tierra",
del desierto convertido en un vergel por hombres que huían
del Holocausto "buscando aquí seguridad y tranquilidad"
y que "levantaron este país trabajando duramente".
Para lo cual "tuvieron que defenderse en duros combates",
ante -otra vez- la indiferencia de "su entorno más
próximo y más lejano".
El relato mirífico de Kertész oculta un hueco
obsceno, como una ternura urdida en el mango de un cuchillo.
Nos escamotea todo el tiempo un dato, y ese dato no es una cifra
ni una fecha ni un nombre. Ese dato son hombres y el dolor ajeno,
en el espejo de Auschwitz, en el que los israelíes no
han querido nunca mirarse. En la leyenda del premio Nobel faltan
los palestinos. "Ellos no existen", decía Golda
Meier en 1969. Pero antes de la creación del Estado de
Israel, antes de que el sionismo y el nazismo, mano a mano, canalizaran
la desesperación de los judíos hacia la tierra
mística de la Biblia, en Palestina había ya naranjas
y eran tan redondas, frescas y dulces como las de Valencia o
las de la China. En el Informe Peel presentado ante el parlamento
inglés en 1937 la producción y exportación
de naranjas palestinas se sitúa muy por encima de las
de España y EEUU: se estima en unos 15 millones de cajas
para los diez años siguientes. Entre 1922 y 1938 la producción
de los naranjales árabes se había multiplicado
por diez. No existían, pero exportaban también
30.000 toneladas de trigo al año. No existían,
pero tenían además sus ciudades bien construidas
y sus robustas casas de piedras y sus calles
con sus nombres en árabe, como bien nos recuerda Edward
Said en su bellísimo libro de memorias. Hoy, es verdad,
la comparación no se sostiene: los palestinos sólo
tienen ciudades destruidas y campos arrasados. Los han destruido
y arrasado los soldados israelíes para demostrar quizás
que los palestinos son incapaces de tener ciudades y campos en
buen estado, y para iluminar así toda la grandeza y refinamiento
civilizado del proyecto de Israel. La insistencia de Kertész
en las ciudades bien construidas y en los campos bien
trabajados es una monstruosa burla -como un corte de mangas-
a las ruinas de Yenin, a los escombros de Ramala y de Nablus,
a los huertos aplanados por los tanques y a los 120.000 olivos
arrancados ("porque están en el camino de nuestras
tropas", dice Pinjas Avieri) en los dos últimos años.
Muchos judíos vinieron después de la Shoah
"buscando tranquilidad y seguridad". Muchos palestinos
que no sabían nada de la Shoah, que no tuvieron nada que
ver con ella, que jamás habían quemado una sinagoga
ni apedreado el escaparate de una carnicería kosher,
vivían ya en estas tierras en "tranquilidad y seguridad".
Se miró a otra parte para no verlos, como en el texto
de Kertész, y cuando no se les podía ignorar surgían
de pronto, como caídos del cielo, bajo la forma de "indios"
o de "negros" -monstruoso desliz fascista que justifica
un crimen con otro asimilando a sus víctimas en el desprecio
racial- de cuya ferocidad injustificada había que defenderse,
exactamente como en el texto de Kertész. ¿Vinieron
los sionistas a Palestina a defenderse de los palestinos?
Entre la inexistencia y la generación espontánea,
había que tratarlos -hay que tratarlos- como extranjeros
en su propio país para poder sostener esta ignominiosa
inversión de la verdad. Cualquiera que fuese el contexto
histórico y el sufrimiento de los judíos, el hecho
es que fueron éstos los que colonizaron un territorio
ya ocupado y los palestinos los que se defendieron. Los líderes
sionistas, con Ben Gurion a la cabeza, que manejaron los flujos
migratorios a la medida de su histeria nacionalista y muchas
veces a despecho de los deseos e incluso de la propia vida de
los judíos perseguidos en Europa (desde los acuerdos Haavara
con el gobierno nazi hasta la voladura del Patria), esos líderes
sionistas tenían que haber dicho a los prófugos
de la barbarie que venían a Palestina a convertirse ellos
mismos en bárbaros, a atacar a un pueblo que no
les había infligido ningún mal y que iban a tener
que atacarlo utilizando toda clase de medios. ¿Defenderse?
Los sionistas del Palmach, de Irgun, de Stern [3], entre
los que se encontraba toda la futura clase dirigente del Estado
de Israel, inventaron el "terrorismo" en su forma moderna:
el coche-bomba, la carta-bomba, el secuestro y asesinato de rehenes,
la voladura de locales públicos (como el Hotel Rey David
en 1946). Después, a partir de 1947, con la puesta en
marcha del plan Dalet, utilizaron el terror militar a
gran escala, con episodios tan horrendos como la matanza de Dir-Yasin,
para expulsar a cientos de miles de palestinos de sus aldeas,
según la versión de los historiadores israelíes
Tom Seguev y Bennie Morris. De esto es mejor no hablar y Kertész,
en efecto, no lo hace; es mejor que los palestinos no existan
o que procedan del espacio, marcianos autogenerados por su deseo
de matar judíos inocentes; porque de existir y de haber
estado siempre aquí, el superviviente de Auschwitz tendría
quizás también que pedir perdón por algo.
Agresores y víctimas
La perplejidad del agresor ante el odio reflejado en los ojos
de su víctima es siempre una tentativa de usurpación,
oculta la voluntad culpable de invertir los papeles. "¿Por
qué nos odian?", dicen que se preguntan los americanos
después del 11 de septiembre (11-S). Tampoco Kertész
entiende nada; declara, aún más, su propósito
de mantenerse en la ignorancia; porque no entender nada es a
veces la mejor forma de que todo se explique sin mi intervención,
a través tan sólo de la vesania ajena, de ese hilo
rojo del Mal que atraviesa la historia y se llama antisemitismo.
Si un hombre de nariz grande derriba la puerta de mi casa, viola
a mi mujer, mata a hachazos a mi hijo y, atado y de rodillas,
me insulta y me golpea mientras me roba mis ahorros y se come
mi despensa, es lógico que ese hombre concluya que yo
le odio porque tiene la nariz grande. Y si, fuera, en el exterior,
"dos continentes más allá", algunos hombres
y mujeres se reúnen para protestar contra este atropello
y solidarizarse con el agredido, es sólo porque se sienten
atávicamente dominados, como monstruos teledirigidos desde
la edad de los helechos, por su odio irreprimible hacia los que
tienen la nariz grande.
El victimismo y el desprecio del otro van muchas veces unidos
en la desgracia; se comprende que un superviviente de Auschwitz
lloriquee, pidiendo reconocimiento universal a su sufrimiento
incomparable, mientras desdeña el de los otros como de
segunda clase o inferior; y se comprende también que mida
las decisiones de los demás, las más próximas
y las más distantes, a partir de ese centro vivo de dolor,
como causa o confirmación del mismo. Es una neurosis clásica.
Pero esa neurosis encaja demasiado bien en la doctrina sionista
como para poder pasarla por alto con magnánima ternura.
Kertész confunde intencionadamente una y otra vez Israel
y judaísmo, de tal manera que los crímenes del
uno se purifiquen en los tormentos del otro y la condena de una
política se convierta en algo mucho más profundo,
inconsciente y terrible, ontológicamente imperdonable.
Este ha sido siempre el eje, no sólo de la propaganda
de legitimación, sino de la propia estrategia colonialista
del sionismo en Palestina: el odio a los judíos no sólo
deslegitima las críticas a Israel sino, mucho más
importante, obliga a los judíos a buscar refugio en Israel.
Ariel Sharon, entrevistado por Amos Oz en 1982, poco tiempo después
de la invasión del Líbano y de las matanzas de
Sabra y Chatila, se frotaba las manos de alegría pensando
en la reacción de los europeos y en la oleada de antisemitismo
que sus crímenes iban a provocar en Francia, en Alemania,
en Inglaterra, incluso en EEUU [4]. Y añade: "Aún
hoy, por el pueblo judío estoy dispuesto a ocuparme voluntariamente
de ejecutar el trabajo sucio, de los asesinatos de árabes
según haya necesidad, de echar, quemar, exiliar, todo
lo que haga falta para que se nos odie. Dispuesto a calentar
el suelo que pisan los yids de la diáspora hasta
que se vean obligados a venir gritando hasta aquí. Aunque
para ello tenga que volar por los aires varias sinagogas".
Veinte años después vemos cuán fielmente
está cumpliendo Sharon este programa; y vemos cuánto
le ayuda Kertész convirtiendo con su varita de escribir
cada protesta, cada discrepancia, cada denuncia, en una manifestación
inequívoca de un visceral, primitivo, inextirpable "odio
a los judíos".
Lo hace, por lo demás, recurriendo a expedientes literarios
tan torpes como soeces. Antes citábamos la frase sobre
las sinagogas incendiadas, los cementerios profanados y los americanos
apalizados. Pero conviene citarla entera. Mediante una tosca
hipotaxis homogeneizadora, la sola coordinación de las
frases asimila culpablemente en el delito más nefando
fenómenos que el sentido común -última garantía
del Derecho- debería mantener cuidadosamente separados.
El antisemitismo, dice Kertész, emerge del subconsciente
con su olor a azufre: "Tanto en Jerusalén como en
Berlín, veo en la pantalla del televisor las manifestaciones
contrarias a Israel. Veo sinagogas incendiadas y cementerios
judíos profanados en Francia. A pocos cientos de metros
de mi vivienda berlinesa, cerca del Tiergarten, dos jóvenes
judíos norteamericanos fueron agredidos y apaleados en
plena calle. Vi al escritor portugués Saramago en televisión:
inclinado sobre una hoja de papel comparaba con Auschwitz el
proceder de Israel contra los palestinos". La confusión
intencionada, una vez más, entre Israel y judaísmo
le lleva a identificar, con una deshonestidad rayana en la bellaquería,
una manifestación pacífica en Argentina con las
profanaciones de cementerios, los incendios y las palizas. ¡Antisemitismo!
Saramago, al comparar -rigurosamente o no- la situación
de la Palestina de hoy con el campo de Auschwitz, ¡está
queriendo encerrar de nuevo a lo judíos en él!
Esa es la lógica: comparar a Sharon con Hitler, convierte
en un nazi a quien hace la comparación. ¡Antisemitismo!
De otra manera, insiste Kertész, "¿cómo
se puede entender que dos continentes más allá,
en Argentina -donde, dicho sea de paso, bastantes problemas tiene
ya la gente- se produzcan manifestaciones contra Israel?".
Inspira una cierta desazón oír expresarse así
a un superviviente de Auschwitz, despreciando la consciente solidaridad
de individuos informados y maduros con los sufrimientos de un
pueblo perseguido y exigiéndoles -con ese cruel aire de
mofa- que se ocupen de sus propios y embrollados asuntos. ¿Cómo
se puede entender? ¿Por qué los argentinos, que
se están muriendo de hambre, tendrían que preocuparse
de la política de Israel? Como Kertész ha declarado
ya su intención de no buscar ninguna explicación
encuentra exactamente la que busca: el odio. "La hostilidad
a los judíos, que ya dura 2000 años, se ha cristalizado
y convertido en una forma de concebir el mundo". Pero, ¿no
es precisamente "una forma de concebir el mundo", réplica
y mímesis de la del verdadero antisemitismo (el de Mein
Kampf y Los Protocolos de Sion), esta visión
del odio universal latiendo bajo las más dignas, las más
puras, las más legítimas intenciones? ¿No
existe el mismo peligro de enloquecer y de hacer enloquecer al
mundo, el mismo desprecio y la misma violencia potencial contra
el otro, en el hecho de ver por todas partes "la mano de
los judíos" que en el de ver por todas partes "la
mano del antisemitismo"?
Sionismo y antisemitismo
El verdadero parentesco ideológico entre nazismo y
sionismo se pone de manifiesto, así, en esta perversión
de la inteligencia: es finalmente un crimen más grave
denunciar los crímenes de los que tienen la nariz grande
que los crímenes mismos contra los que tienen la nariz
algo más pequeña. Pero así, la nariz grande,
la raza, la especificidad irreductible, se convierten en un escudo
invulnerable desde detrás del cual se pueden lanzar impunemente
las cuchilladas. Los sionistas se protegen racistamente en su
raza para convertir todos sus crímenes en legítimos
y todas las quejas de las víctimas en racismo. Pero racismo
no es jerarquizar o perseguir a las otras razas; racismo es ya
creer en ellas. Kertész utiliza con bastante grosería
este tropo sionista: se acoraza tras su judaísmo
amenazado para disolver en él la responsabilidad, la decisión
moral, la obligación de conocer, todas esas notas que
resumen, al menos desde Kant, el concepto de Humanidad.
La perplejidad del agresor es inmoral: se le odia sencillamente
porque es el agresor. El derecho a la perplejidad es el de la
víctima, que tiene que retroceder hacia la identidad -hacia
todos esos rasgos de sí mismo que hasta entonces juzgaba
periféricos, accesorios e involuntarios- para justificar
la agresión de la que es víctima. Así es
como se hicieron judíos tantos hombres bajo el
nazismo (Hannah Arendt analiza muy bien este mecanismo en Hombres
en tiempos de obscuridad); esa es la explicación de
que el sionismo, incluso después de la liberación
del "judaísmo", cuando ha dejado felizmente
de existir una "cuestión judía", haga
tanto hincapié en el victimismo. Las declaraciones de
Sharon arriba citadas esclarecen sin ambages la alianza monstruosa
y natural entre dos nacionalismos rivales que participaban de
la misma ideología. Nazismo y sionismo compartían,
en efecto, el mismo concepto del judaísmo, como
lo prueba el hecho de que, mientras el gobierno de Hitler perseguía
salvajemente a los judíos despolitizados, toleró
la existencia legal del movimiento sionista hasta el año
1938. Esta alianza natural no pasó desapercibida
a los ojos de algunos intelectuales hebreos y esto desde muy
pronto. Así Karl Kraus, judío universal de Viena
y autor de la obra imprescindible Los últimos días
de la humanidad, denunciaba en un artículo, apenas
un año después del Congreso de Basilea (1897),
acta fundacional del sionismo, la identidad de objetivos y procedimientos
entre el movimiento de Theodor Herzl y los partidos antisemitas
de Austria, encabezados por el diputado Schneider de la Baja-Baviera.
Estas dos fuerzas, según Kraus, "aspirarían
secretamente a una alianza: el grito "Fuera los judíos",
procedente de los estudiantes nacionalistas austriacos, va ganando
esferas que la apatía política hace receptivas
a este eslogan y se ha visto enseguida a los judíos antisemitas
(los sionistas), con un celo jamás alcanzado hasta la
fecha por los arios, aportar su concurso a un objetivo que, en
efecto, les es común, no obstante ligeras diferencias".
O también: "Puesto que el tipo judío se ha
atraído, a causa de ciertos rasgos fisionómicos,
la risa de los imbéciles, nuestros judíos extremistas
convierten en una cuestión de honor poner el acento sobre
estas particularidades, queriendo dar la réplica, con
su celo de neófitos, al antisemitismo más vulgar,
encarnizado sobre la curvatura de una nariz". Setenta años
más tarde, hacia 1970, después de Auschwitz, después
de la creación del Estado de Israel, el más sereno
Victor Kempleren, que vistió también la camisa
con la estrella amarilla, comparaba con frialdad de filólogo
las doctrinas y métodos propagandísticos de Herzl
y Hitler en su impecable obra -esbozada a jirones, de habitación
en habitación, de pueblo en pueblo, perseguido por los
nazis- sobre la Lengua del Tercer Reich. El detallado análisis
de los principios y los procedimientos merece una lectura atenta
por parte de cualquier lector imparcial, pero aquí me
limitaré a reproducir las conclusiones: "Las coincidencias
entre ambos son continuas... Ideológicas, estilísticas,
psicológicas, especulativas, políticas, ¡y
cómo se estimularon mutuamente! [...] Hitler aportó
al sionismo y al Estado judío más partidarios que
el propio Herzl. Y Herzl, a su vez..., ¿de quién
podía aprender Hitler cosas más esenciales y útiles?
[...] Sin duda la doctrina nazi fue estimulada y enriquecida
en repetidas ocasiones por el sionismo".
La perplejidad del agresor es inmoral. La perplejidad del
agredido acaba por confinarlo en la privilegiada desdicha de
la identidad. El sufrimiento y aislamiento de los palestinos
desde hace más de 50 años comienza a generar entre
ellos la conciencia pastosa de una especificidad de excepción,
un clinamen también de "pueblo elegido". La
Humanidad no puede querer que los palestinos se conviertan en
judíos. Por lo que los demás pueden llegar
a hacerles y por lo que ellos mismos, si no nos damos prisa en
reparar tan inmoral entuerto, pueden llegar a hacer.
El estilo intempestivo de Kraus hace del sionismo "el
enemigo de la caridad humana", el mejor sostenedor de la
"causa antisemita". Si el "antisemitismo"
significa algo todavía hoy; si sirve para nombrar, más
allá del sufrimiento de los judíos, la forma extrema
del racismo que contra ellos emergió a la luz; si designa
esa radical negación del otro que amenaza también
a otras personas y que compromete a todo el mundo; si evoca los
peligros que para todos incuba en su nihilismo de acero, entonces
el texto de Imre Kertész no es sólo un panfleto
sionista: es además un panfleto antisemita.
El antisemitismo despuebla el universo en el lenguaje antes
-o al mismo tiempo- que lo despuebla en la realidad. El texto
de Imre Kertész se monta sobre la trama de algunos de
sus recursos más sencillos -los cuatro palotes del racismo-:
amortiguar o rebajar la calidad de la existencia del otro,
localizar los móviles de su conducta fuera de las zonas
comunes de la humanidad, aprehenderlo sólo con las pinzas
del estereotipo y la propaganda, confundir los límites
del mundo con los de la propia superioridad. Con estos cuatro
elementos, más unas cuantas metáforas zoológicas,
otras pugilísticas y un gran ejército, los nazis
asesinaron a seis millones de judíos en la Segunda Guerra
Mundial.
Neurosis y nihilismo
La neurosis es una forma de nihilismo. Al neurótico,
encerrado en su sufrimiento inigualable, le irrita que su mujer
se incline a curar la herida del niño al que acaban de
pegar. El sionismo es el programa político de una neurosis.
Desde el balcón de su séptimo piso, a Kerzést
le hiere que los intelectuales europeos -ojalá fuese cierto-
vuelvan la mirada hacia un sufrimiento que no es el suyo. "Después
de tanta solidaridad verdadera y fingida se ha vuelto la página:
los mandarines han dirigido la mirada severa hacia Israel. En
determinadas cuestiones sin duda tienen razón: sin embargo,
nunca han comprado un billete para el autobús que hace
el trayecto entre Jaifa y Jerusalén". Desde el balcón.
¿Qué cabía esperar de un intelectual riguroso,
engrandecido por el premio Nobel, superviviente de Auschwitz
y que acaba de leer una conferencia de título El legado
de los supervivientes del Holocausto. Implicaciones morales y
éticas para la humanidad? Quizás que hubiese
cogido también el autobús de Jerusalén a
Ramala, de Jerusalén a Nablus, de Jerusalén a Yenin.
Kertész está demasiado atrapado en su experiencia
personal para tener experiencias personales; está demasiado
atrapado en su experiencia judía para tener también
experiencias palestinas. Es una lástima. Si hubiese
cogido el autobús de Jerusalén a Ramala, de Jerusalén
a Nablus, de Jerusalén a Yenin; si hubiese sido detenido
en diez chek-point en el camino [5]; si hubiese
visto a las embarazadas dar a luz entre las metralletas y las
ambulancias retenidas y los víveres esparcidos por el
suelo; si hubiese visto a sus soldados humillar y golpear
a los padres delante de sus hijos; si hubiese visto disparar
entre risas a un beduino que corría recogiéndose
la galabiya [6]; si hubiese visto llorar a un hombretón
entre los escombros de su casa derribada; si hubiese visto las
calles vacías bajo el toque de queda, las cometas tiroteadas
en las azoteas, los escolares reventados camino de la escuela;
si hubiese visto a los jóvenes de rodillas y con los brazos
tatuados delante de los tanques y las pintadas en hebreo profanando
guarderías y lugares de rezo y los cuadraditos de habas
y tomates aplastados con saña por un héroe en carro
armado; si hubiese respirado un sólo minuto con pecho
humano el horror de la Ocupación que para los palestinos
dura ya treinta y siete años; si hubiese descendido de
su balcón y hubiese ido a Ramala, a Nablus, a Yenin, a
Hebrón, a Rafah, quizás entonces habría
encontrado pruebas de que tiene razón y de que, al contrario
de lo que afirma descabelladamente Saramago, entre la situación
de los judíos en Auschwitz y la de los palestinos en Gaza
y en los TO no hay ninguna relación.
Pero los palestinos no existen; Kertész procura evitar
incluso su nombre, como el de Yahvé, pero al contrario,
para no tener que ascenderlos a humanos; y si alguna vez los
llama a escena es para exponerlos allí como a monstruos
de barraca o ilustraciones de un libro de malformaciones genéticas.
"Confieso que no entiendo nada y me cuesta creer que estemos
ante una cuestión meramente política"; "el
acto (de los suicidas) revela un tipo de amargura que no puede
explicarse tan sólo por impulsos nacionalistas";
el modo en que llevan a cabo sus atentados "demuestra que
no sólo se trata de crear o no un Estado palestino".
¿Por qué, pues, estos jóvenes "se revientan
haciendo estallar una bomba"? Por placer. Kertész
no quiere buscar otra explicación y, claro, no encuentra
ninguna otra. Aún más: no llega a esta conclusión
por eliminación; él ve, ha visto el placer
de los palestinos abrazados a sus bombas; el placer es el hecho
del que parte -presupuestario, evidente, incontrovertible- y
desde el que rechaza cualquier otra consideración. Hay
que descartar todos los factores políticos o psicológicos
o socio-económicos porque está claro que sienten
placer cuando lo hacen. Cansados de atiborrarse de caviar
en lujosos restaurantes, de bailar en discotecas, de conducir
bólidos y viajar por todo el mundo, se descuelgan desde
el espacio sobre Israel, que no les ha hecho nada pero que les
pilla más cerca, y se hacen saltar por los aires en un
mercado de Tel Aviv. ¿Qué clase de infamia es ésta?
¿Qué falta de respeto a la propia inteligencia?
¿Qué abyecta transferencia de responsabilidad?
Así trabaja la neurosis con sus redes de ignorar existencias.
Por placer. Es verdad que no haría falta ya ningún
otro móvil para medir la monstruosidad gratuita de estos
atentados, pero Kertész, sin darse cuenta de que el placer
es desinteresado, insinúa también que lo harían,
al mismo tiempo, por dinero. Las familias obligarían a
sus hijos -a los que no están naturalmente inclinados
a las emociones fuertes- a ponerse la bomba en el pecho para
cobrar luego los 25.000 dólares que, según la propaganda
sionista, Sadam Husein pagaría como recompensa. ¿Qué
inmoralidad es ésta de privar de antemano a todo un pueblo
de los resortes más banales, los más antropológicos,
de la moral? ¿Se da cuenta Kertész de a dónde
le lleva esta pendiente? O damos por supuesto que los palestinos
aman a sus hijos y a sus novios, que respetan a sus padres, que
saben apreciar un regalo y devolver un favor, que sangran cuando
se les pincha y lloran cuando se les golpea, que se emocionan
viendo una buena película o la puesta de sol entre los
olivos, que quieren vivir en paz y hacer una fiesta y enamorarse
y patear un balón y contar un chisme, exactamente igual
que los judíos, o los hemos excluido del espacio común
de la humanidad, con las consecuencias que Kertész, esta
vez sí, conoce por propia experiencia. ¿No son
hombres, pues? Por no tener, los palestinos no tienen ni psicología;
su personalidad está ya forjada desde el principio, con
independencia de lo que ven, oyen o viven, en la fragua del mal
intemporal de la que van saliendo de una pieza, con la bomba
instalada en el pecho. Nada les afecta. ¿Cómo es
posible que este Occidente de arriba abajo psiquiatrizado, en
el que hay gabinetes psicológicos especializados para
asistir a los veteranos de Afganistán, a los parientes
de las víctimas de las Torres Gemelas, a las víctimas
de la violencia doméstica, a los niños maltratados,
a los desempleados y hasta a los divorciados, no sea capaz ni
por un momento de interpretar de otra manera el gesto mediante
el cual un palestino de veinte años, que no ha tenido
ni un solo día de tranquilidad y seguridad en su vida,
decide matarse llevándose el mayor número de israelíes
por delante? Eyad El-Sarraj, psiquiatra, nos recuerda que los
jóvenes mártires de hoy son los niños de
la primera Intifada, el 60% de los cuales fueron testigos de
las palizas que recibieron sus padres por parte del ejército
de ocupación [7]. Ver como pegan, insultan y humillan
a tu padre, garantía para un niño de protección
e invulnerabilidad, eje de su propia dignidad, ¿afectará
menos que un divorcio o que un despido? Pero no podemos introducir,
no ya la política, ni siquiera la psicología, y
esto por imperativo neurótico-sionista. ¿Por qué
el placer? Porque su contrario, la desesperación, exigiría
a Kertész introducir todas las cosas que faltan en su
texto y de las que no quiere hablar. ¡Habría que
introducir la Ocupación, las matanzas de niños
y mujeres, el hambre inducido, el derribo de casas, las torturas,
las deportaciones, las palizas, para que estos jóvenes
asesinos estuviesen desesperados! Habría que introducir
la propia responsabilidad, la responsabilidad israelí
en esta historia. Y para no tener que hacerlo -típico
mecanismo neurótico- Kertész prefiere privar a
los palestinos de toda humanidad. Esto sí que es, me parece,
antisemitismo.
Por placer o por dinero. Curiosa proyección la de Imre
Kertész. Los clichés del antisemitismo clásico,
¿no se complacían precisamente en subrayar la naturaleza
perversa de la sexualidad judía y su codicia monstruosa,
capaz de vender una hija por un poco de oro? La vida del judío
del gueto, ¿no estaba presidida justamente por la lujuria
y la avaricia? También por una religión infantil
y bárbara que le imponía mojar en sangre de niño
cristiano hostias consagradas. Ni esto le falta a Kertész.
"¿Cómo explicar que jóvenes llenos
de energía se presten a cometer atentados suicidas? Según
un amigo, les dicen que "más allá", en
el harén del otro mundo, les esperan 72 vírgenes
que los colmarán de caricias". Si nos hemos prohibido
introducir la política y la psicología, introduzcamos
la religión, que siempre es muy socorrida. Aquí
el placer, como motor de la existencia de los palestinos, se
une estrechamente a esta versión de una fe para críos
que engañaría a sus fieles prometiéndoles,
como recompensa de sus crímenes, una orgía ininterrumpida
en el paraíso. El gesto de hacerse estallar es un placer
en sí mismo y, contemporáneamente, el medio de
alcanzar un placer superior. ¡Esto sí que es una
verdadera economía de los placeres! Repugna un poco la
ironía displicente, intelectualmente superior, con la
que Kertész bromea a continuación acerca del papel
de las mujeres, sin darse cuenta de que está incurriendo,
al tragarse esta historia, en el mismo ridículo etnocentrismo
-ignorante, infantil y prepotente- del caballero colonialista
que, con el vaso de whisky entre las manos, hincha su
superioridad despreciando desde el bungalow la credulidad de
los negros, que ven demonios en las cucharas de palo. Los palestinos
son salvajes, primitivos, paganos o infieles, como dirían
los cristianos, y en todo caso chiquillos horrendos desprovistos
de toda pureza por un pecado de raza o de cultura. Para no introducir
la ocupación, para no introducir las matanzas de mujeres
y niños, el hambre inducido, el derribo de casas, las
deportaciones y las palizas, Kertész introduce, deglute
y repite este cuento antisemita indigno de un -suponemos- culto
humanista que debería conocer, al mismo tiempo, la hechura
de los hombres y la historia de las religiones.
Por placer, por dinero y por Alá. Potente análisis,
válgame el cielo. ¿Por qué se matan? Ninguno
de ellos querría matarse si tuviese un tanque y por lo
tanto -tenía razón Leila Yaishi en el campo de
Burj al-Barajneh en Líbano [8]- no son exactamente
suicidas. Las cosas son tan sencillas como parecen. Se matan
por lo que ellos mismos dicen cuando se les pregunta. ¿Por
qué se matan? Se matan por "nación, patria,
hogar", esas palabras que tanto emocionaron a Kertész
al pie de la escalerilla del avión y que hasta entonces
siempre le habían resultado "conceptos inaccesibles".
¿Por qué se matan? Se matan mitad por desesperación
y mitad por generosidad, en un mundo tan malo, tan injusto, tan
castigado, que en él la generosidad sólo puede
ser inmoral y destructiva (y en el que, viceversa, la moralidad
sólo puede ser cobarde, egoísta, interesada, insolidaria
e inhumana). Se matan, no para hacerse acariciar por 72 huríes,
sino para que sus hijos puedan acariciar a sus novias en el balcón
de una casa que no va a caerse; para que sus sobrinos besen el
agua de unos ríos que nadie va a robarles; para que sus
compañeros de clase se dejen acariciar la cara por la
brisa de la tarde, apoyados en un olvido que ningún tanque
va a arrancarles. Eso es lo que confiesan los mártires
fallidos ante las cámaras de la televisión. Y naturalmente,
como son creyentes, les conforta saber que además irán
al paraíso. Pero mucho me temo que, a tal extremo ha llegado
la obstrucción de todas las rendijas -a través
de las cuales mirar un futuro sin sufrimiento- que muchos de
ellos se harían estallar incluso a costa de renunciar
a la salvación eterna de su alma.
Hay muchas razones para que no nos gusten los atentados-cuerpo
(no los llamemos más atentados suicidas), como gustan
cada vez menos a más gente entre los propios palestinos.
Tiene razón Etienne Balibar: "La mayor exigencia
de justicia está del lado de los palestinos, la mayor
medida de injusticia está del lado de Israel". Lo
que no se puede es moralizar desde un balcón para mejor
medir, por contraste, la propia inocencia. "Las guerras
de nuestro tiempo", dice Imre Kertész, "son
guerras siempre teñidas de moral, en una medida que quizás
nunca habíamos alcanzado. En nuestro mundo moderno -o
postmoderno-, las fronteras no transcurren tanto entra naciones,
etnias, confesiones, sino más bien entre concepciones
del mundo, actitudes ante el mundo, entre razón y fanatismo,
paciencia e histeria, creatividad y afán destructivo de
poder. En nuestra época carente de fe se libran guerras
bíblicas, guerras entre el Bien y el Mal". La humanidad,
el Bien, la razón, la creatividad tienen exactamente para
Kertész los límites de su tribu, como para esos
pueblos primitivos de los que nos habla Levi-Strauss que se daban
a sí mismos -en las más variadas lenguas- el nombre
de Los Hombres. La espiritualidad se ha encarnado, en este mundo
postmoderno, en un tanque judío bautizado Mervaka.
"Lo confieso con toda sinceridad: cuando vi en la televisión
los tanques israelíes que se dirigían a Ramala,
una idea me atravesó el alma de forma involuntaria e ineluctable:
Dios mío, qué bien que pueda ver la estrella judía
sobre los tanques israelíes y no cosida sobre mi ropa
como en 1944". Por Dios, ¿no se podría conformar
Kertész con la alegría de verla ondear en una escuela?
¿Tiene que ser un tanque? El superviviente de Auschwitz
no nos dice que van a hacer en Ramala esos tanques; no le importa;
se siente contento y seguro como los buenos alemanes que veían,
desde sus granjas, pasar los suyos camino de Polonia, a la caza
de judíos. Kertész cita, con manipuladora truculencia,
el atentado contra el autobús de la línea Jaifa-Jerusalén
(son demasiados todos esos "pedazos de cuerpos destrozados"
para una acción, sin duda atroz e injustificada, que ocasionó
una víctima). Lo que no dice Kertész es
que esa misma noche diez tanques israelíes y una excavadora
entraron en Rafah y derribaron sin avisar dos casas, muriendo
aplastado Taufiq Bereka, de cuatro años, que dormía
profunda y apaciblemente -como todos los niños de esa
edad- en su cama. ¿Cuántos israelíes han
muerto en su cama bajo las bombas palestinas? Esas cosas hacen
los tanques Mervaka que tanto alborozo ponen en el corazón
sensible de Kertész. Van a Ramala y derriban casas, destruyen
ministerios, centros culturales, archivos, hospitales, bombardean
escuelas, arrasan olivos, aplastan tomateras. Y los niños
-los niños- cuando ven la estrella de David estampada
bajo el cañón, como son antisemitas, en lugar de
alegrarse con Kertész, tiemblan de terror. El superviviente
de Auschwitz se alegra del terror de los niños palestinos.
No puede evitarlo; relincha de gozo. ¿Qué os habéis
creído, pequeñines? Ahora nosotros somos los nazis.
Sobrevivir a Auschwitz
¿Qué mundo es éste en el que ya no podemos
confiar siquiera en un superviviente de Auschwitz? ¿Puede
un perseguido por el nazismo mentir, ordeñar clichés,
bordear la existencia de los otros, explotar su autoridad para
legitimar una feroz obra de conquista y ocupación? No,
no puede. Primo Levi, uno de los hombres que más respeto
y de los escritores que más admiro, superviviente también
de los lager, enumeraba en 1976 algunos de los factores
que le ayudaron a soportar este infierno sin medida. Acaba así:
"Quizás también me haya ayudado mi interés,
que nunca flaqueó, por el ánimo humano y la voluntad
no sólo de sobrevivir (común a todos), sino de
sobrevivir con el fin preciso de relatar las cosas a las que
habíamos asistido y que habíamos soportado. Y finalmente
quizás haya desempeñado un papel también
la voluntad, que conservé tenazmente, de reconocer
siempre, aun en los días más negros, tanto en mis
camaradas como en mí mismo, a hombres y no a cosas,
sustrayéndome de esa manera a aquella total humillación
y desmoralización que condujo a muchos al naufragio espiritual".
Imre Kertész es un superviviente a medias. No sobrevivió
realmente. Sobrevivió físicamente, porque era joven
y fuerte, pero se dejó la piel moral en los lager.
Los nazis le vencieron, consiguieron lo que se proponían:
dejó de ser un hombre y se convirtió en un judío.
Kertész, desde entonces, cree que hay que amar a los
judíos como a uno mismo, cree que hay que proteger
sólo a los judíos, cree en la superioridad
racial de los judíos y exige al mundo que sacrifique
la justicia, el derecho, la verdad, la vida de miles de personas,
la paz internacional y hasta la piedad para que los judíos
(léase Israel) puedan apoderarse, sin remordimientos y
en seguridad, de lo que no les pertenece.
Si Kertész hubiese sobrevivido realmente a Auschwitz,
si hubiese sobrevivido, habría vuelto a ponerse su
camisa rota, con la estrella amarilla de David en la solapa,
y habría bajado a la calle, desde su olímpico balcón,
a erguirse, viejo valiente, delante de los tanques que iban a
Ramala con la estrella amarilla de David estampada bajo el cañón.
Y así, estrella contra estrella, David contra David, los
judíos habrían vuelto a ser, seguirían siendo,
contra los antisemitas de todas las calañas, la "minoría
universal" en la que los hombres reconocerían, avergonzados
de sí mismos, los valores que la han permitido sobrevivir
hasta la fecha a todos los lager de la Historia.
En vísperas del inmoral ataque de EEUU a Iraq, cuando
en Israel gobierna un criminal de guerra decidido a encontrar
una "solución final" a la "cuestión
judía" (perdón, palestina), mientras un obús
lanzado por un tanque Mervaka impacta contra una escuela
de Rafah matando a dos mujeres y cuatro niños, la Academia
Sueca concede el premio Nobel de la Paz a un ex-presidente estadounidense
y el premio Nobel de Literatura... al sionismo.
Justo la manita de Dios -y en el momento justo- que los hombres
necesitábamos para tratar de poner un poco de orden en
este mundo.
Notas de CSCAweb:
1. Campo de
concentración.
2. Los Acuerdos de Oslo y posteriores determinaron la división
de los Territorios Ocupados palestinos en tres zonas. La "A",
bajo exclusiva competencia de la Autoridad Palestina, corresponde
a los núcleos urbanos palestinos, principalmente.
3. Organizaciones militares sionistas asociadas a distintas organizaciones
judías en Palestina.
4. Véase en CSCAweb la traducción de este texto:
El
manifiesto 'judeo-nazi' de Ariel Sharon: Los orígenes
del actual genocidio de los palestinos
5. Véase en CSCAweb el texto y fotos de Eva Pastrana:
'Check-points':
Las piedras israelíes contra la Intifada. Texto y fotos
de Eva Pastrana
6. Vestimenta árabe.
7. Véase en CSCAweb: Entrevista a Eyad El-Sarraj, psiquiatra
palestino: "Bombas humanas: dignidad, desesperación
y necesidad de esperanza"
8. Santiago Alba participó en la delegación del
Estado español desplazada a Líbano con motivo de
la conmemoración del XX Aniversario de las matanzas de
Sabra y Chatila. Sobre esta experiencia, léase en CSCAweb
su texto: Chatila
o la vida extraterrestre

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