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Agenda 2001


(*): Santiago Alba, filósofo y ensayista, es autor de Dejar de pensar y Volver a pensar. Recibió el Premio Anagrama de Ensayo 1995 por su obra Las reglas del caos. Ediciones Orates y Virus publicaron en 1992 sus guiones televisivos de "Los electroduendes" (1984-1988) bajo el título ¡Viva el mal!, ¡Viva el capital!

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Agenda 2001 - El ataque contra EEUU y sus consecuencias

Capitalismo y civilización

Santiago Alba Rico*

Texto inédito para CSCAweb
28 de septiembre de 2001

"Todos estamos en peligro. Esto es lo que hay que decir: los verdaderos ellos (el Ello voraz, destructivo y siniestro), aquí y en Marruecos, en EEUU y en Argentina, son nuestros gobiernos. Dejarles decidir sería mucho más grave que un error: sería un suicidio"

UN niño que se lanza por la ventana después de ver Supermán no lo hace creyendo que todo lo que ocurre en el cine es real sino porque, a fuerza de ver cine, acaba por creer que todo lo que ocurre en la realidad es mentira. Los hombres estamos naturalmente inmunizados contra la experiencia y sobre todo contra la experiencia de lo peor; lo estamos también artificialmente por mediación del espectáculo. La infinita sucesión de imágenes de la que en cada uno de los instantes es heredera nuestra percepción nos inscribe en un mundo en el que todo lo hemos visto ya antes. El cine nos impide pensar lo nuevo porque toda novedad ha sido ya, antes de vivirla, cinematográfica. Lo dejá vu -todas esas imágenes amañadas de catástrofes, explosiones, guerras y apocalipsis, retoños de un repertorio que de antemano ha cubierto todas las combinaciones y todas las peripecias- lo dejá vu, porque ha sido visto en la pantalla, nos impide representarnos las verdaderas dimensiones de lo que ha acaecido. La irrealidad es siempre soberana: teníamos miedo de acabar creyendo real una mentira y hemos acabado, al contrario, nihilizando, de cabo a rabo, todo lo real.

Creerlo todo real significa andar con cuidado incluso en los cuentos, sentir la propia responsabilidad dentro de un cuadro, pedirse cuentas a uno mismo hasta del desenlace de una película. Pisar con tiento incluso los reflejos. El que lo cree todo real se preocupa de su hijo no menos que del hijo del tío Goriot; siente su propia contaminación moral con la misma intensidad que la de lord Jim (y ahí ha residido durante siglos la grandeza del arte y su inmanente poder educativo). Creerlo todo mentira, por el contrario, significa manejar a un niño -o a un pueblo entero- como se maneja el mando a distancia del televisor; despachar las estrellas y las preguntas con tan poca cortesía como Lara Croft despacha a sus enemigos. El que lo cree todo mentira desprecia lo mismo el aire que respira que la novela o el telefilm con los que se divierte. La crisis del arte es la crisis general de la percepción. Ningún fanatismo, ni político ni religioso, es tan dañino, tan mortalmente peligroso, tan potencialmente destructivo como esta degradación de la ficción. Y ese es precisamente el fanatismo profundo, radical, de eso que llamamos -miserablemente- nuestra civilización.

Hemos acabado por tomarnos tan poco en serio las películas, por trivializar hasta tal punto nuestras diversiones, por conceder tan poca importancia a nuestros juegos que nos movemos despreocupadamente también entre moribundos. Ni la libertad ni los bebés requieren cuidados. El aire mismo es un pasatiempo.

Quienesquiera que fuesen e independientemente de sus razones, los que se lanzaron con un avión contra las Torres Gemelas de Nueva York sabían al menos todo el mal que estaban haciendo, todo el daño que iban a producir; sabían que su acción introducía efectos, dejaba marcas en un mundo auténtico en el que nada ocurre sin consecuencias. Tenían el mundo en consideración, aunque fuese para arrancarle un pedazo. Los nuestros (que han dedicado el último siglo a exacerbar entuertos, descuartizar países y diezmar el número de los pobre que ellos mismos, como Cristo los panes y los peces, multiplicaban) los nuestros van a hacer un daño mucho mayor, irreparable, quizás definitivo, sin la menor conciencia de nuestra parte; van a borrar al mismo tiempo a millones de hombres y la sombra misma de las libertades mientras nosotros damos vueltas con una cucharilla a nuestro café con leche. No nos lo creeremos ni cuando vuele por los aires la casa del vecino -pues la ventana desde la que contemplaremos los escombros nos parecerá también una pantalla de televisión. Esto es lo que yo llamaría un suicidio por perversión de la ficción; el más grave atentado suicida de la historia, del que todos seremos de algún modo ejecutores y víctimas: la falta de sentido de la realidad. ¿Nos burlaremos del kamikazi? ¿No lo comprenderemos? ¿Se nos antoja monstruoso, inhumano, siniestro? No nos engañemos: hace falta mucho más desprecio de la realidad para bombardear desde cinco mil metros de altura un campamento de refugiados (o un hospital o una industria farmacéutica) y volver luego a casa a cenar, preguntar si los niños han hecho los deberes y quedarse dormido delante de la televisión. También para dejar pasar eso sin protestar.

Nosotros/ellos: no sé quiénes son ellos, pero si aceptamos la descripción de los periódicos, hay que confesar que se asemejan moralmente bastante a nosotros.

¿Hemos vivido siquiera la tragedia? Las víctimas del atentado han sido, al parecer, las más civiles, las más inocentes de la historia. Ideológicamente eso funciona. Somos tan hombres como todos los que nos han precedido y sucumbimos como ellos a las ilusiones de la identificación aristotélica, tan sujeta a manipulaciones: cada uno de esas personas enterradas entre los escombros podría haber sido yo (bebían la misma marca de café, vestían de la misma forma, oían la misma música y compraban en los mismos supermercados). Para el recorrido inverso, mucho más vasto, mucho más ambicioso, mucho más puro, el que nos permitiría reconocer que cada uno de nosotros podría ser un afgano (o un palestino o un iraquí) hace falta ampliar mucho el campo visual, descontaminar rádicalmente la mirada; desembarazarse de la ideología, donde todo es orden, claridad, destino, elección, y situarse en la realidad, donde nuestra vida de pronto aparece vapuleada por el azar, la fortuna, los ciclos de unas leyes ciegas que deciden si podemos o no comprar café independientemente de la idea más o menos grandiosa que nos hayamos hecho de nosotros mismos. Pero antes de la ideología, lo decisivo nada tiene que ver ni con la inocencia ni con la civilidad; tampoco con la compasión. Seamos sinceros: nadie ha sentido nada tampoco por estas víctimas. De derechas o de izquierdas, patriotas o disidentes, el placer de ver volar las torres era demasiado grande como para medir sus consecuencias. Como el niño que ve a su tío sacarse un bombón de las orejas o una carta de la manga, implorábamos excitadísimos en silencio: "Que vuelva a hacerlo", "que vuelva a ocurrir". Y entonces, sin necesidad de utilizar más aviones ni de multiplicar los muertos, la televisión nos brindaba la repetición. Lo malo es que la repetición misma anulaba, anula, el acontecimiento: la primera vez era ya, no una catástrofe cierta, sino una repetición. Todo en nuestro mundo es la repetición de algo que no ha ocurrido nunca.

La alegría de los "malos" tenía al menos el peso de la realidad, aunque fuese negativa; era, después de todo, el resultado de que algo hubiese realmente ocurrido. La nuestra es mucho más nihilista; no reconoce ninguna realidad; es sólo el gusto inmediato, pueril, de pisotear, por figura interpuesta, un castillo de arena o una construcción de cerillas. El placer de ver -de ver lo que no debería estar ocurriendo- agota toda nuestra sensibilidad. Seguimos sintiéndonos tan seguros, tan a cubierto de todo mal, tan protegidos en nuestros centros comerciales que la palabra GUERRA nos excita como la propina de un concierto a la que tenemos derecho por nuestro traje y nuestro dinero: el máximo peligro nos parecerá tan solo la garantía de la salvación. Todos los avisos la anunciación de nuestro héroe. Todos los crujidos la promesa de un deus ex machina.

Si el capitalismo es compatible con alguna forma de civilización, esa civilización está loca, demente, perdida, podrida. Dejaremos que hagan saltar en pedazos nuestro mundo con la misma terrible ligereza con que el niño salta sin alas desde la ventana, convencido de que en las malas películas nadie se estrella contra el suelo.

Si fuese cierto que una banda terrorista internacional de inspiración islámica está a punto de lanzar en nombre de Dios tubos de ántrax y bombas nucleares sobre la Torre de Londres y los Jardines de las Tullerías, entonces habría que exigir a nuestros gobiernos que se rindiesen de inmediato: prefiero que mis hijos sean musulmanes en un mundo sombrío (y mi hija vista el chador y no pueda amar salvajemente a cinco novios) a que mis nietos no puedan nacer porque no haya ningún mundo donde hacerlo.

Pero la verdad es mucho más ridícula. La verdad es que EEUU -y sus cobardes, sumisos, indignos secuaces europeos- está a punto de emprender el que probablemente será el conflicto más destructivo de la historia de la humanidad (y cuya evolución y consecuencias nadie puede ni controlar ni predecir) porque es necesario despabilar a los mercaderes, porque el gobierno de Turkmenistán no puede extraer él sólo el petróleo de su subsuelo, porque hay mucha gente que no se quería creer que la globalización es inevitable; la verdad es que EEUU está a punto de aserrar el globo, de una punta a otra, con niños y derechos dentro, para que doscientos accionistas, doscientos banqueros y doscientos criminales puedan seguir vendiendo chucherías a los supervivientes.

El capitalismo -sí- es la guerra; un sistema, no de circulación generalizada, sino de destrucción generalizada. La versión normal de esa destrucción se llama, en las ciudades occidentales, consumo (y arroja a la basura sin usar, cada minuto, millones de toneladas de riqueza bajo todas las formas y variantes). Cuando la normalidad destructiva es insuficiente -cuando se ralentiza el delirio acumulativo, disminuyen las tasas de beneficio y la burbuja financiera estalla o se resquebraja- entonces es necesario destruir directamente, sin dar ningún rodeo por las falsas cosas llamadas mercancías. Esa destrucción directa se llama guerra porque en ella participan los hombres y a los hombres hay que proporcionarles un enemigo. El capitalismo necesita destruir; los hombres necesitan destruir a alguien. Bush va a dar la orden de lanzar la gehena de sus misiles contra un enemigo borroso, incierto, inexistente. El capitalismo desnudo, desprendido de las voluntades, en la asíntota de la humanidad, confiesa sin ambages que de lo que se trata es de destruir por destruir (como se trata de acumular por acumular). Pero que el enemigo sea casi inexistente, que se lo localice agazapado en las costuras, acantonado invisible en los respiraderos, como la legionella, proporciona el mejor pretexto para este apocalipsis restaurador: una amenaza volátil, inasible, global (y tanto más peligrosa cuanto más confirma estos adjetivos) justifica también una destrucción sin precedentes, de Afganistán a Sudán, de Colombia a Euzkadi, una destrucción liberada de todas las "ataduras" del Derecho, preventiva, vindicativa o de exterminio. No una guerra, no, una masacre, réplica idéntica en el espíritu, pero inconmensurable en los hechos (en escombros y en muertos), de la acción a la que se propone responder (y no faltarán, desde luego, terroristas de veras o de fintas que colaborarán en la tarea y harán aún más temibles las consecuencias). Destruir por destruir: la lista comienza en Afganistán, pero nada nos garantiza que no se vaya alargando, como la sombra en el crepúsculo, y alcance finalmente a marcar con una X también nuestra puerta. La gripe hace el viaje de China a España sin distinguir entre buenos y malos, ni entre blancos y amarillos. Así será esta guerra. La Tierra es ya mucho más pequeña que una aldea: la primera bomba la convertirá en una sola habitación.

Aquéllos a los que parezca medieval, fanático y estúpido morir y matar en nombre de Dios, que sepan que van a matar y morir para que la sexta parte de la humanidad (aleatoriamente determinada) se siga quedando con todos los vídeos y todos los helados.

Desde el 11 de septiembre todo ha quedado dicho. Más allá de la propaganda, el que quiera acercarse a un análisis preciso de los hechos y sus consecuencias puede leer a Chomsky, Chussodovsky, Petras, Galeano, Fisk, Dario Fó, Collon, Saramago, incluso Delibes (y tantos y tantos otros, honrados, valientes y asustados). Pero hay ocasiones, momentos decisivos, en que la cantidad cuenta tanto como la calidad. Repetir lo que sabemos es algo así como participar en una votación y nuestro voto debe estar orientado contra los gobiernos. Durante medio siglo hemos creído poder disfrutar de nuestros automóviles y nuestros bibelots sin necesidad de democracia o de justicia; hemos creído que podíamos mantenernos con vida sin necesidad de democracia ni de justicia; y nos convenía que otros tomasen por nosotros las decisiones y abrir los ojos sólo a la ceguera de las imágenes. Si no bastaba con que fuera deshonroso e inmoral, ahora además no nos conviene. Todos estamos en peligro. Esto es lo que hay que decir: los verdaderos ellos (el Ello voraz, destructivo y siniestro), aquí y en Marruecos, en EEUU y en Argentina, son nuestros gobiernos. Dejarles decidir sería mucho más grave que un error: sería un suicidio.