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Agenda 2001


*Santiago Alba, filósofo y ensayista, es autor de Dejar de pensar y Volver a pensar. Recibió el Premio Anagrama de Ensayo 1995 por su obra Las reglas del caos. Ediciones Orates y Virus publicaron en 1992 sus guiones televisivos de "Los electroduendes" (1984-1988) bajo el título ¡Viva el mal!, ¡Viva el capital!

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Agenda 2001 - Paremos la guerra

Esquirlas

Santiago Alba Rico*

Texto inédito para CSCAweb, 24 de octubre de 2001

"El capitalismo, que ha agravado el abismo entre la cultura y la técnica, que nos ha hecho retroceder culturalmente hasta las cavernas mientras nos hacía progresar tecnológicamente hasta las estrellas, está a punto de conducirnos a un punto de no retorno en el que la barbarie más primitiva -de un lado y de otro- se asocie a las técnicas más refinadas y los instrumentos más sublimes de destrucción"

Bomba

Durante una de las últimas incursiones del ejército israelí en Ramallah, los soldados, bien adiestrados para seleccionar cuidadosamente sus objetivos, no tuvieron más remedio que disparar sobre una mujer-bomba apostada entre los coches (¡hasta ese extremo de bajeza han llegado los terroristas palestinos!). Esa mujer llevaba encima material altamente explosivo que, de no haberlo evitado los certeros disparos israelíes, habría estallado algún tiempo después, durante la Intifada del año 2014. La mujer no sólo no ocultaba su carga sino que la exhibía orgullosamente, desvergonzadamente, fanáticamente, por las calles de la ciudad. Esa mujer estaba embarazada.

Muertos

Al parecer, después de dos semanas de olímpicos, seráficos bombardeos, han muerto en Afganistán los primeros soldados estadounidenses. Personalmente me alegro y explicaré por qué. Nuestra insensibilidad frente a los padecimientos de los afganos no obedece únicamente a la prestidigitación ideológica; tiene mucho que ver también con la desigualdad material de las fuerzas y con el hecho de que esa desigualdad, en formato tecnológico, oponga simbólicamente un plano superior vertical (misiles e incursiones aéreas) a otro inferior horizontal (el pasivo territorio talibán). Gracias a la muerte de los soldados americanos hemos descubierto de pronto que hay alguien ahí abajo. ¡Dios mío! ¡Hay vida, aun si rudimentaria, en Afganistán! EEUU no está haciendo prácticas de tiro en Marte ni arrojando semillas, rutinariamente, trabajosamente, en el desierto de Nevada. Al descender sobre el terreno con los famosos rangers, la opinión publica occidental percibe por primera vez, por vía interpuesta, la existencia de los afganos. En el plano horizontal se restablece una cierta igualdad, no de fuerzas, claro, sino de naturaleza. Los afganos matan, luego existen; existen, luego realmente se mueren. Resucitan un instante antes de morir y esta resurrección desliza su muerte en nuestra imaginación. Por eso el mando estadounidense insiste tanto en la versión del accidente: es mejor que los americanos se maten solos, en una operación completamente autista y sin exterior, en virtud de su propia superioridad tecnológica, antes que admitir que hay vida en el planeta guerra. Este es uno de los principios elementales de la propaganda bélica que nos recuerda la historiadora Anne Morelli: personalizar y demonizar al enemigo (Ben Laden) y nihilizar a las poblaciones. La muerte de dos soldados americanos puede hacer repentinamente real la de trescientos civiles afganos, niños y viejos, que han muerto en la carretera, en sus chabolas, en el hospital pulverizado hoy por un misil. Me alegra la muerte de los soldados americanos: siento de pronto, por primera vez, todo el horror de lo que están haciendo.

La corneta

Los media son la corneta de las tropas estadounidenses en Afganistán. Reproduzco el inteligente comentario que Manuel Sánchez de Nogués, ex-cooperante de Naciones Unidas en Croacia y Bosnia y buen conocedor del mundo árabe, hace de una reciente noticia de El País (20 de octubre, 2001) en la que se describe "la reacción durante la jornada de oración del viernes en todo el mundo musulmán (aunque el corresponsal escribe desde El Cairo) a las nuevas intervenciones israelíes en territorio palestino".

1. "Los fieles, que habían acudido a millares a la llamada de 'Alá es el más grande'". Escrito así parece que "Allahu Akbar" equivale casi al "A mí la Legión", que gritaban los soldados españoles bajo la amenaza de las cábilas de Abd El-Krim durante la Guerra de África. No hay nada peor que una verdad mal contada: claro que es cierto que la llamada a la oración incluye la frase "Allahu Akbar", pero escrito tal y como lo escribe el corresponsal más parece un grito de guerra, una derivada del "yihad" entendida como la entiende el 90% de las personas que la han escuchado alguna vez: hordas de sucios moros que se abalanzan contra cualquier "kafir" que se les ponga en medio....¿Son las campanas de nuestras plácidas iglesias el equivalente al toque de corneta del 7º de Caballería?: "Los fieles, que habían acudido a millares a la llamada de las campanas..."

2."Pese a los esfuerzos de los dirigentes y medios de comunicación occidentales por evitarlo, la crisis internacional abierta por los atentados del 11 de septiembre es crecientemente percibida en el mundo musulmán como un conflicto de civilizaciones. Sus televisores pasan rápidamente sobre asuntos como el ántrax (carbunco) y difunden con detalle imágenes de niños afganos alcanzados por los bombardeos de EE UU y civiles palestinos muertos por disparos de los israelíes". "Nuestras" televisores hacen justamente lo contrario: se centran en el ántrax y dejan en un segundo plano las matanzas de palestinos por Israel. El servicio de correos del pueblo leonés de Bembibre abrió ayer el telediario, ya que sospechan que han podido recibir una carta impregnada en el "polvo mágico". Hemos visto en TV al director del US Postal dando consejos sobre qué hacer cuando se recibe un sobre sospechoso. Los noticiarios abren con el ántrax y la entrada de tropas estadounidenses en Afganistán y dejan a un lado los efectos de los bombardeos y la represión israelí en Palestina, que supone claramente una violación de los acuerdos de paz y que a nadie parece importarle.

Palillos

Los sacos de ayuda humanitaria lanzados sobre Afganistán, mano a mano de las bombas, contienen crema de cacahuete y tenedores de plástico. "Aunque", añade un locutor de TVE, "los afganos no deben saber para qué sirven". ¿Se imaginan ustedes el desprecio con que los chinos, en una situación semejante, nos lanzarían sus palillos?

Activa y pasiva

"Un pistolero palestino dispara a matar en Jerusalén", titula la primera página de El Mundo digital de esta mañana. Después la vista recula hacia la entradilla montada sobre el encabezamiento: "Al menos una persona herida"; a continuación, los que tenemos la paciencia de leer el grueso de la noticia, nos enteramos de que la única víctima mortal de esta acción ha sido precisamente su ejecutor. Dejemos a un lado el término "pistolero", cifra de la violencia irreductible, tan despolitizador que legitima en sí mismo cualquier respuesta, tan negativamente plano que se evita incluso para los locos indiscriminados que matan en los colegios y restaurantes de EEUU; no atendamos tampoco al hecho de que los palestinos asesinados El Mundo los contaba ayer -a medida que, hora tras hora, iba creciendo su número- a pie de página, en el bolsillo de atrás de "Otras Noticias".

Más sutil aún, hay que prestar atención al terrorismo sintáctico, a la torsión o tortura de las frases en su estructura misma. ¿Hemos reparado alguna vez en que los palestinos son siempre los "sujetos", activos o pasivos, de todas las oraciones? "Un pistolero palestino dispara a matar en Jerusalén", "Un palestino muere como consecuencia de un intercambio de disparos con el ejército israelí". ¿Percibimos toda la distancia que media entre decir "Un colono judío mata a tiros a tres palestinos" y decir, en cambio, "Tres palestinos mueren a manos de un colono judío?". El verdadero "agente" de todos los problemas en Palestina se retira a posiciones sintácticas retrasadas y, allí agazapado, borra todos los rastros de su responsabilidad. Los palestinos matan (decisión alboral, libre, irrumpiente, negativa); los palestinos mueren -como si fuera una ley de la naturaleza. Los palestinos, en efecto, siempre mueren a consecuencia de (el más volátil de los "causales") un misil lanzado desde un helicóptero; a continuación de una incursión de tanques en Nablus; después de un tiroteo entre fuerzas de al-Fatah y soldados israelíes. ¿Quien los ha matado? Si yo digo que mi abuela murió pocos minutos después del comienzo de los bombardeos sobre Afganistán, a nadie se le ocurrirá establecer una relación hipotáctica entre los dos acontecimientos y echar la culpa a los B-52 norteamericanos. El terrorismo sintáctico yuxtapone dos acciones que están relacionadas, en cambio, por una indisoluble relación causal. "Tres niños palestinos mueren en el hospital después de una incursión israelí": el lector tiene que hacer un esfuerzo para restablecer el verdadero sujeto, semántico y moral, de esta frase. Esos niños, ¿no habrán muerto de sarampión? ¿No se habrán caído de una tapia? En Palestina se dan todos los días coincidencias como las de mi abuela, con una frecuencia tal que sorprende que no haya más especialistas en parapsicología en las calles de Jerusalén. "Siete jóvenes palestinos mueren de muerte natural después de que un obús israelí pulverice su casa". "Una mujer palestina se derrumba, víctima de un paro cardiaco, al mismo tiempo que un soldado le dispara al corazón". Nada más paradójico que el que los periodistas hayan acabado refugiándose, sin saberlo, en la filosofía del viejo musulmán Algacel (o Al-Gazzali, muerto en el año 1111), el cual para defender la libertad absoluta de Dios se vio obligado a negar los encadenamientos causales; contemporáneas o sucesivas, la Ocupación y la Intifada, los disparos israelíes y los niños reventados no guardan entre sí ninguna relación. Dios es libre de hacer lo que le dé la gana y de ligar dos fenómenos como se le antoje; Israel sólo parece culpable porque, en nuestra escala cronológica convencional, los disparos preceden a los muertos. Pero, ¿no bastaría que los palestinos se murieran primero y que los israelíes dispararan después para que se nos revelase, como a los periodistas, toda la inocencia del Ocupante?

Armas

En un viejo artículo Sánchez Ferlosio sugería que tal vez lo que lleva a los hombres a matarse es la existencia misma de las armas. Caín mató a Abel con una quijada de burro: si no hubiesen existido los burros... Pero nunca Sánchez Ferlosio ha dicho nada que no haya que tomar en consideración. Desde la quijada de Caín -que su mano convierte en un artificio, no menos que si la hubiese tallado él mismo para la agresión-, el poder del hombre se ha materializado en toda una serie de instrumentos que tienen ya más poder que él. "La técnica", se pregunta Bernard Stiegler, "¿es un medio a través del cual nosotros -los hombres- nos adueñamos de la naturaleza, o la técnica, más bien, al adueñarse de la naturaleza, se adueña de nosotros mismos, como parte que somos de esta naturaleza?". Estas reflexiones de 1994 no hacen sino abundar en esas otras con las que, ocho años antes, y para alertar a la humanidad de un peligro inminente, el filósofo alemán Gunther Anders renunciaba a setenta años de militancia pacifista: 1. el hombre no está a la altura de la perfección de sus productos; 2. produce más de lo que puede imaginarse y más de aquello de lo que puede responsabilizarse, y 3. cree que todo lo que es capaz de producir puede y, aún más, debe hacerlo. Todas las potenciales amenazas de la técnica proceden, pues, de dos hechos básicos.

El primero se refiere a la diferencia de velocidad entre la cultura y sus productos; el hombre, en un abismo que se ensancha día a día, va siempre rezagado en relación a las máquinas que produce: parece en realidad el residuo de una fase evolutiva anterior (como una iguana junto a un caballo). El segundo -que esta doble velocidad hace temible- tiene que ver con el "imperativo de actualidad" (energeia) que históricamente ha llevado al hombre a actualizar siempre todo su poder, a llegar tan lejos como técnicamente le permitía cada época. La pregunta de Pascal: "¿Por qué me matas si eres el más fuerte?", es tautológica o pleonásmica: la fuerza jamás ha necesitado ninguna justificación para desencadenarse; sólo necesita los medios. Nunca desde la Segunda Guerra Mundial este problema se había hecho tan acuciante como hoy. El hombre mató primero con quijadas de burro, después con hachas de sílex, luego con lanzas de hierro, con flechas, con arcabuces, con cañones, con misiles, con bacterias. Pude que las ganas de matar estén, hayán estado siempre ahí, pero los medios de destrucción no son una excrecencia suya; son el resultado del cálculo, el trabajo, la aplicación de técnicas cada vez más refinadas en determinadas condiciones de producción. Nadie que quiere realmente matar contiene su furor, antes del golpe, para ponerse a diseñar un misil; coge, como Caín, lo que tiene más a mano. ¿Una quijada? ¿Una bomba atómica?

Pero Sánchez Ferlosio tiene razón: la causa de las guerras es la existencia de las armas. Importa poco saber qué furor, qué insania es capaz de lanzar una sobre Hiroshima; importa más saber qué cálculo ha llevado a producirlas por millares, a repartirlas por todo el planeta, a inducir activamente a los hombres al "imperativo de actualidad". Aquí la Humanidad sólo existe en cuanto marco máximo de la destrucción virtual; es el nombre de una antigua especie que desapareció en el tercer milenio. Nada pinta. Hace cuatro siglos el capitalismo clavó su espuela en el costado del mundo y le obligó a rotar sobre su eje, a velocidad de pistón, para poner a desfilar todas sus potencias, cada vez más deprisa, en la rueda del mercado, donde hay que destruirlas sin parar. Este brutal pisotón al acelerador de un régimen de producción en el que renovación (y por lo tanto perfeccionamiento, investigación, progreso) y destrucción son inseparables, encuentra su emblema y su motor en la tecnología armamentística: motor porque mueve al año 900 mil millones de dólares; emblema porque las armas, mejor que ninguna otra mercancía, integran en una sola pieza acumulación, innovación y destrucción. Al alcance de la mano de Caín, la rapacidad capitalista ha puesto el poder de voltear todo el universo.

Poco, me temo, se puede hacer. La razón ha chocado siempre contra los límites de la insensatez; la insensatez no tiene más límites que los de los propios medios de destrucción que le proporciona el contexto tecnológico de su época. La insensatez es mucho más antigua que el capitalismo; la técnica también. Suprimir el capitalismo, pues, no suprimirá la insensatez; suprimir el capitalismo tampoco suprimirá todo aquello que hemos aprendido técnicamente de él. El saber materializado en un misil ya no lo podemos olvidar. El hombre retrasado, antiguo, que progresa mucho más despacio que sus productos, no puede dejar de usarlo. Tampoco el uranio empobrecido ni el antrax ni la fisión nuclear. Sánchez Ferlosio tiene razón. Independientemente de quién y cómo las haya fabricado, la existencia misma de las armas es la causa de la destrucción. Aunque el día haya amanecido hoy también claro y el mismo árbol se yerga verde frente a la ventana, estamos metidos en un difícil, ominoso atolladero. EEUU ni puede reconstruir una política de disuasión que garantice el crecimiento de su industria armamentística al mismo tiempo que su seguridad interna ni puede tampoco matar a todo el mundo sin multiplicar el número de "insensatos" y aumentar, por tanto, los márgenes fuera de control. El capitalismo, que ha agravado el abismo entre la cultura y la técnica, que nos ha hecho retroceder culturalmente hasta las cavernas mientras nos hacía progresar tecnológicamente hasta las estrellas, está a punto de conducirnos a un punto de no retorno en el que la barbarie más primitiva -de un lado y de otro- se asocie a las técnicas más refinadas y los instrumentos más sublimes de destrucción; y una quijada atómica (o un sílex de sarín o una flecha de carbunco) acabe por revolver los mares con los continentes y el aire con el fuego.

"Soy sólo un conservador ontológico", escribía Anders, "que cree que hay que conservar primero el mundo para poder modificarlo". La alternativa, muy débil, es la justicia y la razón. Tampoco a ellas podemos olvidarlas. Pero, ¿cómo imponerlas?