Esquirlas
Santiago Alba Rico*
Texto inédito para CSCAweb,
24 de octubre de 2001
"El capitalismo, que
ha agravado el abismo entre la cultura y la técnica, que
nos ha hecho retroceder culturalmente hasta las cavernas mientras
nos hacía progresar tecnológicamente hasta las
estrellas, está a punto de conducirnos a un punto de no
retorno en el que la barbarie más primitiva -de un lado
y de otro- se asocie a las técnicas más refinadas
y los instrumentos más sublimes de destrucción"
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Bomba
Durante una de las últimas incursiones del
ejército israelí en Ramallah, los soldados, bien
adiestrados para seleccionar cuidadosamente sus objetivos, no
tuvieron más remedio que disparar sobre una mujer-bomba
apostada entre los coches (¡hasta ese extremo de bajeza
han llegado los terroristas palestinos!). Esa mujer llevaba encima
material altamente explosivo que, de no haberlo evitado los certeros
disparos israelíes, habría estallado algún
tiempo después, durante la Intifada del año 2014.
La mujer no sólo no ocultaba su carga sino que la exhibía
orgullosamente, desvergonzadamente, fanáticamente, por
las calles de la ciudad. Esa mujer estaba embarazada.
Muertos
Al parecer, después de dos semanas de olímpicos,
seráficos bombardeos, han muerto en Afganistán
los primeros soldados estadounidenses. Personalmente me alegro
y explicaré por qué. Nuestra insensibilidad frente
a los padecimientos de los afganos no obedece únicamente
a la prestidigitación ideológica; tiene mucho que
ver también con la desigualdad material de las fuerzas
y con el hecho de que esa desigualdad, en formato tecnológico,
oponga simbólicamente un plano superior vertical (misiles
e incursiones aéreas) a otro inferior horizontal (el pasivo
territorio talibán). Gracias a la muerte de los soldados
americanos hemos descubierto de pronto que hay alguien ahí
abajo. ¡Dios mío! ¡Hay vida, aun si rudimentaria,
en Afganistán! EEUU no está haciendo prácticas
de tiro en Marte ni arrojando semillas, rutinariamente, trabajosamente,
en el desierto de Nevada. Al descender sobre el terreno con los
famosos rangers, la opinión publica occidental
percibe por primera vez, por vía interpuesta, la existencia
de los afganos. En el plano horizontal se restablece una cierta
igualdad, no de fuerzas, claro, sino de naturaleza. Los
afganos matan, luego existen; existen, luego realmente
se mueren. Resucitan un instante antes de morir y esta resurrección
desliza su muerte en nuestra imaginación. Por eso el mando
estadounidense insiste tanto en la versión del accidente:
es mejor que los americanos se maten solos, en una operación
completamente autista y sin exterior, en virtud de su propia
superioridad tecnológica, antes que admitir que hay vida
en el planeta guerra. Este es uno de los principios elementales
de la propaganda bélica que nos recuerda la historiadora
Anne Morelli: personalizar y demonizar al enemigo (Ben Laden)
y nihilizar a las poblaciones. La muerte de dos soldados americanos
puede hacer repentinamente real la de trescientos civiles
afganos, niños y viejos, que han muerto en la carretera,
en sus chabolas, en el hospital pulverizado hoy por un misil.
Me alegra la muerte de los soldados americanos: siento de pronto,
por primera vez, todo el horror de lo que están haciendo.
La corneta
Los media son la corneta de las tropas estadounidenses
en Afganistán. Reproduzco el inteligente comentario que
Manuel Sánchez de Nogués, ex-cooperante de Naciones
Unidas en Croacia y Bosnia y buen conocedor del mundo árabe,
hace de una reciente noticia de El País (20 de
octubre, 2001) en la que se describe "la reacción
durante la jornada de oración del viernes en todo el mundo
musulmán (aunque el corresponsal escribe desde El Cairo)
a las nuevas intervenciones israelíes en territorio palestino".
1. "Los fieles, que habían acudido
a millares a la llamada de 'Alá es el más grande'".
Escrito así parece que "Allahu Akbar" equivale
casi al "A mí la Legión", que gritaban
los soldados españoles bajo la amenaza de las cábilas
de Abd El-Krim durante la Guerra de África. No hay nada
peor que una verdad mal contada: claro que es cierto que la llamada
a la oración incluye la frase "Allahu Akbar",
pero escrito tal y como lo escribe el corresponsal más
parece un grito de guerra, una derivada del "yihad"
entendida como la entiende el 90% de las personas que la han
escuchado alguna vez: hordas de sucios moros que se abalanzan
contra cualquier "kafir" que se les ponga en medio....¿Son
las campanas de nuestras plácidas iglesias el equivalente
al toque de corneta del 7º de Caballería?: "Los
fieles, que habían acudido a millares a la llamada de
las campanas..."
2."Pese a los esfuerzos de los dirigentes
y medios de comunicación occidentales por evitarlo, la
crisis internacional abierta por los atentados del 11 de septiembre
es crecientemente percibida en el mundo musulmán como
un conflicto de civilizaciones. Sus televisores pasan rápidamente
sobre asuntos como el ántrax (carbunco) y difunden con
detalle imágenes de niños afganos alcanzados por
los bombardeos de EE UU y civiles palestinos muertos por disparos
de los israelíes". "Nuestras"
televisores hacen justamente lo contrario: se centran en el ántrax
y dejan en un segundo plano las matanzas de palestinos por Israel.
El servicio de correos del pueblo leonés de Bembibre abrió
ayer el telediario, ya que sospechan que han podido recibir una
carta impregnada en el "polvo mágico". Hemos
visto en TV al director del US Postal dando consejos sobre
qué hacer cuando se recibe un sobre sospechoso. Los noticiarios
abren con el ántrax y la entrada de tropas estadounidenses
en Afganistán y dejan a un lado los efectos de los bombardeos
y la represión israelí en Palestina, que supone
claramente una violación de los acuerdos de paz y que
a nadie parece importarle.
Palillos
Los sacos de ayuda humanitaria lanzados sobre Afganistán,
mano a mano de las bombas, contienen crema de cacahuete y tenedores
de plástico. "Aunque", añade un locutor
de TVE, "los afganos no deben saber para qué sirven".
¿Se imaginan ustedes el desprecio con que los chinos,
en una situación semejante, nos lanzarían sus palillos?
Activa y pasiva
"Un pistolero palestino dispara a matar en
Jerusalén", titula la primera página de El
Mundo digital de esta mañana. Después la vista
recula hacia la entradilla montada sobre el encabezamiento: "Al
menos una persona herida"; a continuación, los que
tenemos la paciencia de leer el grueso de la noticia, nos enteramos
de que la única víctima mortal de esta acción
ha sido precisamente su ejecutor. Dejemos a un lado el término
"pistolero", cifra de la violencia irreductible, tan
despolitizador que legitima en sí mismo cualquier respuesta,
tan negativamente plano que se evita incluso para los locos indiscriminados
que matan en los colegios y restaurantes de EEUU; no atendamos
tampoco al hecho de que los palestinos asesinados El Mundo
los contaba ayer -a medida que, hora tras hora, iba creciendo
su número- a pie de página, en el bolsillo de atrás
de "Otras Noticias".
Más sutil aún, hay que prestar atención
al terrorismo sintáctico, a la torsión o tortura
de las frases en su estructura misma. ¿Hemos reparado
alguna vez en que los palestinos son siempre los "sujetos",
activos o pasivos, de todas las oraciones? "Un pistolero
palestino dispara a matar en Jerusalén", "Un
palestino muere como consecuencia de un intercambio de disparos
con el ejército israelí". ¿Percibimos
toda la distancia que media entre decir "Un colono judío
mata a tiros a tres palestinos" y decir, en cambio, "Tres
palestinos mueren a manos de un colono judío?". El
verdadero "agente" de todos los problemas en Palestina
se retira a posiciones sintácticas retrasadas y, allí
agazapado, borra todos los rastros de su responsabilidad. Los
palestinos matan (decisión alboral, libre, irrumpiente,
negativa); los palestinos mueren -como si fuera una ley de la
naturaleza. Los palestinos, en efecto, siempre mueren a consecuencia
de (el más volátil de los "causales")
un misil lanzado desde un helicóptero; a continuación
de una incursión de tanques en Nablus; después
de un tiroteo entre fuerzas de al-Fatah y soldados israelíes.
¿Quien los ha matado? Si yo digo que mi abuela murió
pocos minutos después del comienzo de los bombardeos
sobre Afganistán, a nadie se le ocurrirá establecer
una relación hipotáctica entre los dos acontecimientos
y echar la culpa a los B-52 norteamericanos. El terrorismo sintáctico
yuxtapone dos acciones que están relacionadas, en cambio,
por una indisoluble relación causal. "Tres niños
palestinos mueren en el hospital después de una incursión
israelí": el lector tiene que hacer un esfuerzo para
restablecer el verdadero sujeto, semántico y moral, de
esta frase. Esos niños, ¿no habrán muerto
de sarampión? ¿No se habrán caído
de una tapia? En Palestina se dan todos los días coincidencias
como las de mi abuela, con una frecuencia tal que sorprende que
no haya más especialistas en parapsicología en
las calles de Jerusalén. "Siete jóvenes palestinos
mueren de muerte natural después de que un obús
israelí pulverice su casa". "Una mujer palestina
se derrumba, víctima de un paro cardiaco, al mismo
tiempo que un soldado le dispara al corazón".
Nada más paradójico que el que los periodistas
hayan acabado refugiándose, sin saberlo, en la filosofía
del viejo musulmán Algacel (o Al-Gazzali, muerto en el
año 1111), el cual para defender la libertad absoluta
de Dios se vio obligado a negar los encadenamientos causales;
contemporáneas o sucesivas, la Ocupación y la Intifada,
los disparos israelíes y los niños reventados no
guardan entre sí ninguna relación. Dios es libre
de hacer lo que le dé la gana y de ligar dos fenómenos
como se le antoje; Israel sólo parece culpable porque,
en nuestra escala cronológica convencional, los disparos
preceden a los muertos. Pero, ¿no bastaría que
los palestinos se murieran primero y que los israelíes
dispararan después para que se nos revelase, como
a los periodistas, toda la inocencia del Ocupante?
Armas
En un viejo artículo Sánchez Ferlosio
sugería que tal vez lo que lleva a los hombres a matarse
es la existencia misma de las armas. Caín mató
a Abel con una quijada de burro: si no hubiesen existido los
burros... Pero nunca Sánchez Ferlosio ha dicho nada que
no haya que tomar en consideración. Desde la quijada de
Caín -que su mano convierte en un artificio, no menos
que si la hubiese tallado él mismo para la agresión-,
el poder del hombre se ha materializado en toda una serie de
instrumentos que tienen ya más poder que él. "La
técnica", se pregunta Bernard Stiegler, "¿es
un medio a través del cual nosotros -los hombres-
nos adueñamos de la naturaleza, o la técnica, más
bien, al adueñarse de la naturaleza, se adueña
de nosotros mismos, como parte que somos de esta naturaleza?".
Estas reflexiones de 1994 no hacen sino abundar en esas otras
con las que, ocho años antes, y para alertar a la humanidad
de un peligro inminente, el filósofo alemán Gunther
Anders renunciaba a setenta años de militancia pacifista:
1. el hombre no está a la altura de la perfección
de sus productos; 2. produce más de lo que puede imaginarse
y más de aquello de lo que puede responsabilizarse, y
3. cree que todo lo que es capaz de producir puede y, aún
más, debe hacerlo. Todas las potenciales amenazas
de la técnica proceden, pues, de dos hechos básicos.
El primero se refiere a la diferencia de velocidad
entre la cultura y sus productos; el hombre, en un abismo que
se ensancha día a día, va siempre rezagado en relación
a las máquinas que produce: parece en realidad el residuo
de una fase evolutiva anterior (como una iguana junto a un caballo).
El segundo -que esta doble velocidad hace temible- tiene que
ver con el "imperativo de actualidad" (energeia)
que históricamente ha llevado al hombre a actualizar siempre
todo su poder, a llegar tan lejos como técnicamente le
permitía cada época. La pregunta de Pascal: "¿Por
qué me matas si eres el más fuerte?", es tautológica
o pleonásmica: la fuerza jamás ha necesitado ninguna
justificación para desencadenarse; sólo necesita
los medios. Nunca desde la Segunda Guerra Mundial este
problema se había hecho tan acuciante como hoy. El hombre
mató primero con quijadas de burro, después con
hachas de sílex, luego con lanzas de hierro, con flechas,
con arcabuces, con cañones, con misiles, con bacterias.
Pude que las ganas de matar estén, hayán estado
siempre ahí, pero los medios de destrucción no
son una excrecencia suya; son el resultado del cálculo,
el trabajo, la aplicación de técnicas cada vez
más refinadas en determinadas condiciones de producción.
Nadie que quiere realmente matar contiene su furor, antes del
golpe, para ponerse a diseñar un misil; coge, como Caín,
lo que tiene más a mano. ¿Una quijada? ¿Una
bomba atómica?
Pero Sánchez Ferlosio tiene razón:
la causa de las guerras es la existencia de las armas. Importa
poco saber qué furor, qué insania es capaz de lanzar
una sobre Hiroshima; importa más saber qué cálculo
ha llevado a producirlas por millares, a repartirlas por todo
el planeta, a inducir activamente a los hombres al "imperativo
de actualidad". Aquí la Humanidad sólo existe
en cuanto marco máximo de la destrucción virtual;
es el nombre de una antigua especie que desapareció en
el tercer milenio. Nada pinta. Hace cuatro siglos el capitalismo
clavó su espuela en el costado del mundo y le obligó
a rotar sobre su eje, a velocidad de pistón, para poner
a desfilar todas sus potencias, cada vez más deprisa,
en la rueda del mercado, donde hay que destruirlas sin parar.
Este brutal pisotón al acelerador de un régimen
de producción en el que renovación (y por lo tanto
perfeccionamiento, investigación, progreso) y destrucción
son inseparables, encuentra su emblema y su motor en la tecnología
armamentística: motor porque mueve al año 900 mil
millones de dólares; emblema porque las armas, mejor que
ninguna otra mercancía, integran en una sola pieza acumulación,
innovación y destrucción. Al alcance de la mano
de Caín, la rapacidad capitalista ha puesto el poder de
voltear todo el universo.
Poco, me temo, se puede hacer. La razón
ha chocado siempre contra los límites de la insensatez;
la insensatez no tiene más límites que los de los
propios medios de destrucción que le proporciona el contexto
tecnológico de su época. La insensatez es mucho
más antigua que el capitalismo; la técnica también.
Suprimir el capitalismo, pues, no suprimirá la insensatez;
suprimir el capitalismo tampoco suprimirá todo aquello
que hemos aprendido técnicamente de él. El saber
materializado en un misil ya no lo podemos olvidar. El
hombre retrasado, antiguo, que progresa mucho más
despacio que sus productos, no puede dejar de usarlo.
Tampoco el uranio empobrecido ni el antrax ni la fisión
nuclear. Sánchez Ferlosio tiene razón. Independientemente
de quién y cómo las haya fabricado, la existencia
misma de las armas es la causa de la destrucción. Aunque
el día haya amanecido hoy también claro y el mismo
árbol se yerga verde frente a la ventana, estamos metidos
en un difícil, ominoso atolladero. EEUU ni puede reconstruir
una política de disuasión que garantice el crecimiento
de su industria armamentística al mismo tiempo que su
seguridad interna ni puede tampoco matar a todo el mundo sin
multiplicar el número de "insensatos" y aumentar,
por tanto, los márgenes fuera de control. El capitalismo,
que ha agravado el abismo entre la cultura y la técnica,
que nos ha hecho retroceder culturalmente hasta las cavernas
mientras nos hacía progresar tecnológicamente hasta
las estrellas, está a punto de conducirnos a un punto
de no retorno en el que la barbarie más primitiva -de
un lado y de otro- se asocie a las técnicas más
refinadas y los instrumentos más sublimes de destrucción;
y una quijada atómica (o un sílex de sarín
o una flecha de carbunco) acabe por revolver los mares con los
continentes y el aire con el fuego.
"Soy sólo un conservador ontológico",
escribía Anders, "que cree que hay que conservar
primero el mundo para poder modificarlo". La alternativa,
muy débil, es la justicia y la razón. Tampoco a
ellas podemos olvidarlas. Pero, ¿cómo imponerlas?
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