Diez niñitos
Santiago Alba Rico*
29 de noviembre de 2002
CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
"Pero de mis lágrimas,
como de las piedras de Deucalión, nacerán miles
de cuates, meninos, gachupines y chavales. Florencia, mamá
de Italia, acaba de parir un millón. Y la madre Caracas
y Lima y Managua y Barcelona y Lisboa y California y la Francia
y la Alemania y la Interpatria toda, mamíferas de justicia
y de razón, están alumbrando ya nuevas niñadas
para las guarderías abiertas de la resistencia total".
Dibujo
de Sara Atrash
(Ramala, Palestina), 5 años
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Yo tenía diez niñitos.
Uno nació en Tucumán, nuevo como la aurora.
El papá FMI lo acunaba entre sus brazos: "el pan
que te quito ahora dentro de cien años será caviar".
No murió de hambre, no, sino de vida breve.
No me quedan más que nueve.
De los nueve que quedaban, uno nació en Tulkarem. Se
suicidó una mañana en su casa, contra un misil
israelí, mientras mojaba en un vaso de agua la colilla
de un bizcocho.
No me quedan más que ocho.
De los ocho que quedaban, uno nació en Senegal. Con
treinta dientes y una patera quiso invadir Gibraltar y para ahogarse
sin trabas abandonó entre las olas su único juguete.
No me quedan más que siete.
De los siete que quedaban, uno nació en Afganistán.
Se escondía debajo de un harapo y un cartón, pero
Dios, que estaba en Florida, lo notó, tronó y le
arrojó encima un racimo de centellas que le arrancaron
los brazos y los pies.
Ya sólo me quedan seis.
De los seis que me quedaban, uno nació en Basora. Olía
flores de uranio, bebía néctar de clavos, caídos
desde el Olimpo, y se le pudrió la cara y se le derritió
un pulmón. Pidió permiso para curarse, pero se
lo denegó, allá muy lejos, el padre gringo.
Ya sólo me quedan cinco.
De los cinco que quedaban, uno nació en Guatemala.
El tío Nestlé le quitó la leche, la cuñada
Vivendi el agua, el primo Monsanto el maíz, el abuelo
Bayer las vacunas y el colega Enron la lámpara. Un cañón
le quitó la tierra y un juez la casa y luego llegó
el gobierno y le dijo: "Como vivas, te mato".
No me quedan más que cuatro.
De los cuatro que quedaban, uno nació en Medellín.
Ahito de pegamentos, lamedor de escaparates, el gachupín
deambulaba por un centro comercial; y como no podía comprar
sus zapatos, un gran señor comerciante le disparó
entre los dientes y lo colgó del revés.
Ya sólo me quedan tres.
De los tres que me quedaban, uno nació en el Congo.
Inservible ya para extraer coltán por un dólar
al día vigilado por tres ejércitos, dobló
la cabeza y, porque así lo exigían los balances
de la Compañía, se lo llevó la tos.
No me quedan más que dos.
De los dos que me quedaban, uno nació en Vietnam. Nació
con pata de palo y con tan mala pata que, mientras cortaba unas
cañas, pisó una de las minas que plantó
ayer el Tío Sam y que hoy se niega a quitar; y su pierna
de carne y su pata de palo volaron hasta Neptuno.
Ya sólo me queda uno.
El último que me quedaba nació en Madrid (o
en Valencia o en Euskadi, no lo sé). Este, que no tenía
hambre ni frío ni sed ni enfermedades ni miedo de un misil,
tenía en cambio la frente despejada y la moral kantiana
y protestó por la suerte de sus nueve hermanos. Entonces
llegó la policía, le ató las manos, le aporreó
las espaldas y lo encadenó en el trullo.
Ya no me queda ninguno.
(Pero de mis lágrimas, como de las piedras de Deucalión,
nacerán miles de cuates, meninos, gachupines y chavales.
Florencia, mamá de Italia, acaba de parir un millón.
Y la madre Caracas y Lima y Managua y Barcelona y Lisboa y California
y la Francia y la Alemania y la Interpatria toda, mamíferas
de justicia y de razón, están alumbrando ya nuevas
niñadas para las guarderías abiertas de la resistencia
total.)

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