Xarxa Feminista PV

Víctimas

Martes 13 de marzo de 2018

Bárbara Arena 13-03-2018 CTXT

JPEG - 29.2 KB
Una mujer sujeta una pancarta durante el día de la huelga feminista. 8 de marzo de 2018, Madrid. Manolo Finish

El martes 6, dos días antes de la huelga feminista, se publicaba en El País un manifiesto de un conjunto de mujeres que defendían no sentirse identificadas con el papel de víctimas en el que, según ellas, el feminismo las encasilla. A continuación vertían una serie de datos para ilustrar lo mucho que ha avanzado nuestra sociedad en este campo, comparando nuestro país con otros que, en la actualidad, aún pelean batallas aquí ya conquistadas (como si el hecho de que no estemos TAN MAL fuera el argumento definitivo). En líneas generales, el texto era un oda al individuo; mitad negación de la estructura, mitad aplauso a la fortaleza de quien la supera. Es decir: un manifiesto neoliberal. Ya comenté en Twitter que nunca dejará de sorprenderme que sean los hijos de las personas con posibilidades los que con mayor vehemencia defiendan la meritocracia, precisamente cuando es a nosotros a quienes más evidencias se nos dan de nuestra ventaja. También escribí que, en mi opinión, lo que tienen las firmantes del manifiesto antifeminista no es sólo dificultad para reconocerse en una posición inferior al hombre, sino miedo atroz a enfrentarse a lo que eso las obligaría: tomar conciencia de su papel en otras dinámicas. En cualquier caso, hoy quiero referirme a esa doble acusación que, como si de un pulpo viscoso se tratara, se nos lanza al rostro cada dos por tres: por un lado, que las feministas nos victimizamos (lo que implica un artificio, una farsa, una mentira); por otro, que la imposición del rol de víctima nos condena a la parálisis (como sostiene Cayetana Álvarez de Toledo).

Cuando el marido de Jacinta le era infiel con Fortunata, parte del virtuosismo de la legítima esposa radicaba en no perder la compostura. “Las mujeres siempre tenemos que tener muchísima dignidad, que consiste en aparentar que no te han hecho lo que sí te han hecho. O que si te lo han hecho no te ha afectado”. Así de bien lo resumía, hace poco, una usuaria. El juego sádico, la paradoja en la que el patriarcado coloca a la mujer es, a todas luces, eficaz para sus objetivos: somos, simultáneamente, ideal y trapo. El ideal no protesta, no pelea, no reclama. Colocadas allá arriba, en el pedestal-cárcel, aprendemos pronto que nuestro valor intrínseco se derrama si expresamos sufrimiento, necesidad, disconformidad (no seas pesada, no seas demandante). Gestionamos las emociones propias y ajenas sumidas en una angustia introspectiva. El rencor público –obsceno– se percibe en ellos como una manifestación lógica; una defensa justificada frente a la enemiga que osó flagelar el orgullo del macho. Para la mujer, supone una mancha identitaria (la huella del rechazo, de la indeseabilidad). El silencio nos vertebra, nos eleva; se nos priva, pues, del derecho a la queja. Recuerdo ahora con qué nombre se refería cierto maltratador a su novia: la Santa. La Santa era santa porque se sometía, porque no respondía, porque le perdonaba una y otra vez mientras él la mataba poco a poco. De haberse marchado, la Santa hubiese mutado en zorra, en asquerosa, en malnacida. La Santa –ideal y trapo– se ganaba su puesto en el cielo a golpes.

Una víctima no es susceptible de victimizarse; una víctima es víctima y punto. Acusar a alguien de victimizarse por describir su experiencia equivale a perpetuar el abuso y eliminar sus posibilidades de denunciar su situación y salir de ella. No corresponde a quien agrede decidir cuánto duele el castigo que inflige. En el feminismo encontramos nuestra propia historia, contada –de repente– con precisión. El feminismo corrige un déficit en el análisis de la realidad y libera a la mujer de un exceso de carga impuesto. Esto no significa que eludamos nuestras responsabilidades; significa que, por fin, exigimos las suyas a los hombres.

Por lo que dicen nuestros detractores, parecería que autodenominarse víctima fuese tarea sencilla. Nada más lejos. Detectar el atropello donde lo hay, sin minimizarlo bajo los parámetros de narrativas hegemónicas, conlleva un trabajo. Saberte inteligente, capaz, y –aun a pesar de eso– supeditada a la validación del hombre (ese igual que goza del privilegio de juzgarte apta) es, cuando menos, humillante. Señalar los momentos en los que te percibiste indefensa o sin herramientas para contestar; descubrirte vulnerable, injustamente tratada por aquellos con quienes compartes vida (por aquellos a quienes amas) es un proceso doloroso. No obstante, el primer paso para dejar de ser víctima es reconocerse víctima. Sólo así es viable la reconstrucción, la emancipación, la autonomía. Hablaba Cayetana Álvarez de Toledo de parálisis; lo que yo vi el 8 de marzo fue movilización.

Comentar esta breve

SPIP | esqueleto | | Mapa del sitio | Seguir la vida del sitio RSS 2.0