Xarxa Feminista PV

Maternidades sombrías

Martes 11 de febrero de 2020

Notas sobre Mariana Enríquez y Katixa Agirre

Rebeca Martín 8/02/2020 CTXT

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Maternidad. Oswaldo Guayasamín

Madres contentas de serlo y otras arrepentidas de haberlo sido. Mujeres que pugnan por quedarse embarazadas y otras que lo consiguen sin pretenderlo. Procesos de adopción y tratamientos de fertilidad que desalientan a las entusiastas, y partos y pospartos que derrotan a las más voluntariosas. Lamentos por la dificultad de mantener a los hijos en estos tiempos de precariedad y celebración de una maternidad heroica que se sobrepone a todas las dificultades. Reivindicación de la tribu o de los modos matriarcales de crianza y debates sobre la gestación subrogada. Hijas que recuperan con orgullo la figura y la historia de la madre, y otras que la cuestionan o reniegan de ella.

El aborto espontáneo o la muerte fetal han pasado de ser tabúes innombrables a temas dolorosos sobre los que se escribe con naturalidad y alivio

Basta asomarse a los estantes de cualquier librería bien surtida para reparar en el aluvión de publicaciones sobre la maternidad y sus ramificaciones con las que desde hace algún tiempo intentan seducirnos editoriales de muy distinta especie. Sin duda, estas obras responden a una necesidad largamente postergada: la de abordar la maternidad compleja y abiertamente, al margen de los consabidos estereotipos que la asocian con la abnegación, la plenitud, la felicidad y todas esas abstracciones imposibles que ya nos empiezan a parecer más cursis que peligrosas. Sin duda también, este asedio urgente a la realidad está enraizado en un fenómeno sociocultural más amplio, el de los feminismos, que se ha convertido en un potente foco de irradiación. De lo perentorio que era este abordaje da fe la convivencia de obras consideradas clásicas o indispensables en la materia, hasta el momento inéditas en español o publicadas hace tiempo sin pena ni gloria, con otras, autóctonas o no, de factura bien reciente.

En el caso de las memorias y la autoficción, no es difícil entender por qué todos estos libros atraen poderosamente, con su amplísimo repertorio de experiencias, a lectoras y lectores. Así, el aborto espontáneo o la muerte fetal han pasado de ser tabúes innombrables a temas dolorosos sobre los que se escribe con naturalidad y alivio, y otro tanto puede afirmarse de la depresión posparto o del tan cacareado instinto materno, que se escudriñan ya sin ambages. Por otro lado, ¿cómo no va a sentirse atraída una madre primeriza por las reflexiones sobre la episiotomía y el suelo pélvico, las virtudes y servidumbres de la lactancia o la desesperante falta de sueño cuando, además, están refrendadas por la experiencia? La alienación o, en el otro extremo, la revelación del propio cuerpo están en el centro de muchos de estos libros, porque si algo se transforma durante el embarazo y la crianza es precisamente la relación que mantenemos con ese cuerpo del que tal vez no habíamos sido del todo conscientes hasta el momento. Hay más: dado lo intenso y abrumador que resulta hacerse cargo de un bebé, y dadas las dificultades que encierra el encaje de la crianza en una carrera profesional, ¿cómo no vernos reflejadas en esas lúcidas escritoras que desmenuzan implacablemente un batiburrillo de sentimientos por contradictorios?

Y es que cuando leemos estas obras buscamos, de manera más o menos consciente, una cierta identificación. Así, quienes se dedican a la literatura, ya sea como autoras, editoras o escritoras, se identifican con esas disquisiciones más que autorizadas sobre lo frustrante y a menudo infructuoso que resultan los intentos de leer, pensar y escribir en medio de toda suerte de refriegas domésticas. A la vez, es inevitable prestarse al juego de las diferencias; he aquí un ejemplo obvio: el papel que hace unas cuantas décadas desempeñaban los padres en el cuidado y la educación de los hijos ha variado sensiblemente en nuestros días, lo que, por fortuna, nos distancia de las mujeres que tenían que bregar a solas con familia y trabajo.

Aun así, como sucede con todo fenómeno cultural que apela a la experiencia, estas lecturas y lo que les rodea (promoción en prensa y radio, debates en las redes sociales…) pueden acabar embarrándonos en una complacencia incómoda, como si al cabo solo encontráramos en ellas una reafirmación o un reconocimiento continuos que ya no dan más de sí. Llegado este punto, acaso resulta más prometedor y aventurado salir de los moldes testimoniales y periodísticos para mirar hacia los resortes que despliega la ficción. Al cabo, la maternidad y las relaciones maternofiliales son un asunto literario privilegiado desde el siglo XIX, cuando escritores y escritoras se empeñaron en destripar los entresijos de la clase media y, con ellos, los de la institución de la familia, especialmente la burguesa.

Este asedio urgente a la realidad está enraizado en un fenómeno sociocultural más amplio, el de los feminismos, que se ha convertido en un potente foco de irradiación

Ensayar siquiera una lista cabal de la narrativa que en los últimos tiempos ha abordado con fortuna estos temas sería una tarea obviamente fallida, pero de ella deberían formar parte obras tan distintas entre sí como la pérfida Tenemos que hablar de Kevin (2003) de Lionel Shriver, publicada por Anagrama en 2007; Feliz final (Seix Barral, 2018), obra deslumbrante en la que Isaac Rosa sortea con gran habilidad los peligros de la tendenciosidad y la caricatura (véase por ejemplo el diálogo entre Madreliberada y Madrenatural); Permagel (Club Editor, 2018), de la catalana Eva Baltasar, cuya protagonista percibe cómo el permafrost que la aísla del mundo comienza a descongelarse gracias a una maternidad sobrevenida; o La herencia (Mármara y Nórdica, 2019), una ficción descarnada en la que Vigdis Hjorth aborda las heridas sangrantes que abren los abusos a los hijos en el seno familiar. Tampoco me resisto a citar No, mamá, no, la pesadilla novelesca de Verity Bargate que, aunque se publicó en 1978 y Edhasa tradujo al español en 1982, solo ha conseguido aquí cierta difusión gracias a la reciente apuesta de Alba (2017); o El chal (1989) de Cynthia Ozick, cuento perfecto y cruel que cuenta con dos traducciones al español (Montesinos, 1992; Lumen, 2016).

En esa nómina también deberían estar los cuentos de Mariana Enríquez y la novela de Katixa Agirre Las madres no, obras que representan la figura materna y los vínculos maternofiliales a través de dos códigos genéricos alternativos, con frecuencia arrumbados y desdeñados por la crítica tradicional: la narrativa fantástica y el true crime. Mientras que en Enríquez el tratamiento de estos temas surge como una consecuencia más del afán de explorar los recovecos oscuros de la naturaleza humana, Agirre se suma conscientemente, aunque sea desde la ficción, a las reflexiones ensayísticas sobre la maternidad mencionadas arriba.

La meta de cualquier madre es abolir la seducción

En efecto, los cuentos de la argentina Mariana Enríquez se inscriben en la tradición fantástica, ese mundo posible donde el orden aparentemente natural de las cosas se ve resquebrajado por un fenómeno sobrenatural que la razón se resiste a asimilar. Lo cierto es que en la narrativa de Enríquez apenas hay humor, apenas esperanza: de ella se desprende una visión sombría y cruenta de la realidad que tiñe de un negro negrísimo las relaciones familiares, la figura de la madre y la idea misma de maternidad. La autora explicaba en una entrevista reciente para el suplemento Radar, de Página/12:

“Me he preguntado cuáles son los miedos que hacen que a mí me parezca casi mal tener un hijo. Es que me parece mal, no tengo una forma más sofisticada de definirlo. Entonces investigué por qué me pasa esto. Pero no quise hacerlo desde lo psicológico porque yo no tengo un rollo, yo estoy contenta con mi decisión, sino investigarlo desde un lugar artístico, literario.”

De esta investigación literaria forman parte su última novela, la torrencial Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019), que se vertebra en torno a la violenta relación de un padre y su hijo y cuenta con la presencia estelar de una madre tenebrosa capaz de las mayores abominaciones, así como muchos de los cuentos recogidos en Las cosas que perdimos en el fuego y Los peligros de fumar en la cama (Anagrama, 2016 y 2017), donde se exploran distintos modos de ser madre… y de no serlo. En El chico sucio una mujer observa con ansiedad y culpa crecientes los peligros a los que una drogadicta embarazada expone a su hijo de seis años; la protagonista de El desentierro de la angelita, que decepcionó a su padre al no darle ningún nieto, se ve irónicamente forzada a cuidar del fantasma de su tía abuela, que murió a los tres meses de edad; Rambla triste funde la psicosis de una muchacha que no consigue tener hijos con algunas leyendas urbanas barcelonesas protagonizadas por niños, como la apócrifa de madame Yasmine o la trama de pederastas del Raval; y El aljibe recrea un mundo cerrado de mujeres en el que la maternidad se revela como una condición ruin, abyecta, alejada de la épica y de los grandes gestos, y la herencia familiar como una maldición, una ponzoña para la que no hay antídoto.

Las cosas que perdimos en el fuego acaba por hacer añicos cualquier imagen idílica y beatífica de las relaciones maternofiliales. En este relato de ecos distópicos, la tan traída sororidad, la solidaridad femenina, queda arrumbada por la mezquindad y el egoísmo. Por añadidura, Enríquez transgrede aquí una nueva frontera y le da la vuelta a un incontestable problema social: la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres. Enríquez relata la historia de una locura colectiva que comienza con una protesta contra la violencia patriarcal: en respuesta a los ataques que sufren algunas muchachas quemadas por sus parejas, las argentinas organizan a lo largo y ancho del país hogueras clandestinas con el propósito de lanzarse ellas mismas a las llamas. Para alegría de las impulsoras de esta suerte de danza macabra, las “monstruas” que sobreviven, lejos de aislarse, exhiben sin pudor sus rostros y cuerpos deformados. Y es que ahora las mujeres no se dejan quemar, a diferencia de lo que sucedía durante la caza de brujas: son ellas quienes se lanzan voluntaria y gozosamente a la pira.

Sin embargo, como acostumbra a suceder con todo movimiento clandestino, a este no tarda en aparecerle una disidente. Silvina, la hija de una de las líderes, se rebela silenciosamente contra el “derecho”, porque así lo llaman, a quemarse viva. Y cuando oye a la madre conversar con otra de las líderes, comprende al fin que las intenciones de estas mujeres son más aviesas y retorcidas de lo que había imaginado: “Silvina solamente escuchó que ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego”.

¿Qué razones puede albergar la líder para desear que Silvina se lance a la hoguera y se transforme en una “quemada hermosa”? ¿El fanatismo de la sectaria, orgullosa de que su propia hija se inmole? ¿La envidia inconfesable de una mujer madura ante la juventud y la frescura que ella ha perdido para siempre? Curiosamente la primera de estas coartadas se nos podría antojar menos repugnante que la segunda, pues a veces es más fácil transigir con una percepción de la realidad distorsionada, rayana en el desvarío y la megalomanía, que con la pura y simple envidia, más aún cuando, mal que nos pese, es una madre quien siente su mordedura rabiosa.

Sombras de lo que fuimos

Gran parte de la difusión que está teniendo Las madres no, de Katixa Agirre, radica en su originalidad formal y en lo perturbador de su argumento. La novela, escrita en euskera, traducida al español por la propia autora hace tan solo unos meses y publicada por la editorial Tránsito, constituye, al menos a primera vista, un falso true crime narrado en primera persona. El crimen del que pende la trama de Las madres no es, en el imaginario popular, uno de los más atroces que se pueden cometer: una madre (joven, guapa, de condición acomodada) mata a sus gemelos, apenas unos bebés. Poco después, la narradora tiene una revelación y recuerda que conoció a la asesina once años atrás, durante su estancia en una universidad inglesa. Lo peculiar es que esta revelación le sobreviene mientras, a punto de dar a luz a su primer hijo, lidia con las contracciones de parto.

El recuerdo de esa antigua conocida (antes llamada Jade, ahora Alice) y lo abominable del asesinato que ha cometido llevan a la narradora a tomar una decisión cuando su baja por maternidad está a punto de concluir: pedirá una excedencia en el trabajo para averiguar qué hay detrás del doble infanticidio y escribir sobre el caso. Un premio literario caído del cielo, algunos ajustes en la economía doméstica y ciertas dotes para la organización le permiten dedicarse a su nuevo proyecto, a la vez que, claro está, se acostumbra ella misma a los placeres y sinsabores de la maternidad.

Como sucede con todo fenómeno cultural que apela a la experiencia, estas lecturas pueden acabar embarrándonos en una complacencia incómoda

La coincidencia entre las circunstancias vitales de la narradora y esta suerte de causa célebre, con su investigación policial y su juicio correspondiente, es decisiva en el relato, porque la indagación en los motivos que empujaron a Alice al crimen desemboca tanto en un ejercicio de introspección como en una reflexión de tintes ensayísticos sobre la maternidad. No hay apenas asunto que la narradora se deje en el tintero: la inercia y la presión que empujan a algunas mujeres a ser madres aunque no lo anhelen; los tratamientos de fertilidad en una sociedad donde todo se vende y se compra; la fisiología del parto o la cruda descripción de una cesárea como la que sufrió la propia Alice; el pánico ante la posibilidad de que el hijo enferme o muera, pavor que hace tan vulnerables a las madres y que contrasta con el infanticidio, del que se nos ofrece un breve panorama histórico; la madrastra de los cuentos populares, cara oscura de la madre virginal; la culpa de las mujeres que se sienten aliviadas cuando por un momento –y parafraseo aquí a Deborah Levy– pueden permitirse dejar de ser las sombras en las que se convirtieron al tener hijos… Nada escapa, en fin, a la curiosidad inquisitiva de la narradora, ni siquiera el sentido de la tarea que se ha propuesto llevar a cabo, en parte porque debe afrontar algunas dificultades y paradojas embarazosas, como las que desgrana con una delectación casi masoquista en la disociación entre buena escritora y madre malvada.

En medio de pesquisas y disquisiciones varias, la narradora traza los poderosos retratos de las mujeres que la rodean, vinculados todos ellos por su falta de ejemplaridad y su convincente quiebra de las convenciones: Jade/Alice, con su pasado lumpen, sus dotes para la mentira y el dibujo, y una belleza que desarma; Léa, la amiga que se enredó en una relación adúltera durante su primer embarazo (“Embarazada y con un amante; he roto un buen tabú, ¿verdad?”); y la madre, una de esas madres aburridas y asqueadas de serlo (“Solo cuando habla de cosas que no les son propias a las madres tiene la mía carisma y luz. Si la atraigo hacia el terreno peligroso, entonces se vuelve gris, se apaga”) a la que la narradora trata con una resignación cordial repleta de mudos reproches, y de la que, por cierto, nos gustaría saber más.

En verdad, como sospechamos desde el principio, la investigación de la narradora está condenada al fracaso, pues no hay manera de saber qué condujo a Alice a matar a sus gemelos. Las hipótesis que se formulan en las últimas páginas de la novela no son sino una demostración palpable de esa derrota, pero también encierran una insinuación inquietante: la de que cualquier madre podría acabar matando a sus hijos. Mientras investiga, asiste al juicio y escribe, la narradora juega a ponerse en el lugar de la asesina (“Yo he sido esas manos. Manos que ahogan niños. Las manos de la madre. Las que no tuvieron compasión”), y, de paso, nos invita a formar parte de ese viaje oscuro, como si el propósito de su proyecto nunca hubiese sido otro.

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