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Libro de María Huertas Zarco: ‘Nueve nombres’ para denunciar la violencia psiquiátrica

Miércoles 2 de febrero de 2022

Andrea Momoitio 02/02/2022 Pikara

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María Huertas Zarco. Fotógrafa: Eva Máñez

María Huertas Zarco, psiquiatra en el Hospital de Bétera (Valencia) entre 1973 y 1980, denuncia en ‘Nueve nombres’ la violencia a la que estaban sometidas las mujeres psiquiatrizadas

María Huertas Zarco es una de esas mujeres que despiertan simpatía y cariño. [“Estoy ya por aquí, llevo gabardina y gafas azules”]. Vive en Valencia desde que era una cría, pero nació en Castilla La Mancha. Psiquiatra. Milita en el movimiento feminista desde los años 70. Ellas lanzaron las primeras reivindicaciones por un aborto libre gratuito, que todavía “sigue ahí pendiente”. Crearon Mujeres por la salud, una red con activistas de todo el Estado español. En Valencia, el grupo era una referencia para el primer Instituto de la Mujer. Hacían talleres de autoconciencia, en barrios, en la cárcel de mujeres. Empezaron también con los grupos de salud mental: “Entonces lo llamamos grupos terapéuticos de mujeres con orientación feminista. ¡Un título muy largo!”. Está, además, vinculada a Mujeres de negro.

Durante el confinamiento escribió Nueve nombres (Editorial Temporal), un libro que es una delicia dolorosa. Nueve historias. Nueve suspiros. Huertas conoció a todas las protagonistas en el Hospital Psiquiátrico de Bétera (Valencia). Llegaron allí cuando cerraron el Manicomio de Jesús, una institución infame, violenta. Dicen que era el primer manicomio del mundo occidental, fundado en 1409. María Huertas Zarco ha rescatado la historia de nueve mujeres que llegaron al Hospital de Bétera tras aquel infierno: “La mayoría no tenían que estar allí. En realidad nadie debería haber estado allí”. A finales de 1972, el periodista Martin Amoriaga publicaba en Sábado Gráfico un reportaje titulado ‘El terrible caso del psiquiátrico de Valencia’, en el que denunciaba, según palabras de Huertas, “las terribles e inhumanas condiciones de las personas internadas y el hacinamiento que sufrían en el manicomio de Jesús”. Ese texto aceleró la construcción del nuevo psiquiátrico de Bétera. En 1974, y en diferentes tandas, se trasladaron al nuevo Hospital Psiquiátrico cerca de un millar de personas. El nuevo centro, obsoleto desde su inauguración, obviaba las propuestas de asistencia comunitaria que ya se estaban precocinando en otros países europeos. En Bétera mantuvieron la filosofía de encierro y aislamiento.

En el epílogo de la obra –que más que un suspiro es un grito– Huertas recuerda en marzo de 1974, más de 200 mujeres “llegaron en autobuses, en varias tandas, de un día para otro, sin ser informadas de adónde iban ni por qué, cuánto o cómo”. “Llegaron sin nada. Nada de nada. Sin vestidos ni calzado propio. Todo pertenecía a la institución, cuenta”. Un relato escabroso, doloroso, una realidad cruel, la crueldad a la que están condenadas las personas con sufrimiento psíquico. “En una sociedad patógena, represora y alejada de los derechos humanos, ¿quiénes eran las locas y quiénes las cuerdas?”, se pregunta la autora en el libro y lo siguen preguntando, hoy, las activistas psiquiatrizadas.

Me pide que insista en algo: “Mi intención no ha sido mostrar la tragedia que vivieron estas mujeres, que también, sino escribir unos relatos de esperanza, de resiliencia y empoderamiento a partir de humanizar su convivencia, validar sus palabras, escuchar sus historias y sus deseos”.

El libro es una maravilla.

Gracias. He escrito desde siempre, sobre vivencias o temas que me preocupaban, pero lo hago como una forma de expresión en el papel, sin intención de publicar. La edición de este libro se ha debido a una confluencia de casualidades. En el confinamiento se me ocurrió escribir las historias de mujeres que había conocido en Bétera, de las que guardaba un recuerdo cariñoso y un aprendizaje importante para mi posterior vida profesional.

Nueve, exactamente, aunque habrás conocido a cientos más.

A cientos más. De hecho, en aquellos momentos, solo en nuestro servicio que constaba de cuatro pabellones estaban ingresadas más de 200 personas. La editorial me sugirió que fueran nueve y escogí las historias que estaban más completas. Cuando las escribí estaba confinada en una aldea y no tenía absolutamente ninguna documentación de nada. Son mis recuerdos algo novelados, aunque me invento pocas cosas. Las historias que parecen más insólitas son reales, pero no creo que Margarita tuviera una llave guardada cuando fuimos a su casa.

Pero entrasteis.

Entramos, pero la verdad es que no sé cómo. Es muy raro que después de años en el manicomio conserve una llave, pero…

Si tirasteis la puerta abajo, te acordarías.

Sí, no sé, sé que la abrimos.

Ha cambiado mucho la crítica psiquiátrica en los últimos años.

Sí, entonces las mujeres no podían hablar. Hicimos una denuncia absoluta de lo que era la psiquiatría, de la función represora de los psiquiatras y del poder que ejercían. El movimiento de antipsiquiatría tuvo una fuerza tremenda en los setenta porque en él participaron no solo profesionales de la salud, sino de la filosofía, sociología, antropología, historia; grupos y asociaciones de ciudadanía comprometida con el cambio. Se escribieron cantidad de libros y artículos. Además, se estaba haciendo una crítica muy razonable: “No queremos una psiquiatría alternativa. Queremos alternativas a la psiquiatría”. Hoy sigue habiendo mucha resistencia a los cambios. Lo que había entonces era una auténtica porquería; los tratamientos eran absolutamente inespecíficos y brutales. Destruían a la gente. Aunque ahora, el arsenal psicofarmaceútico es tan amplio y potente, que son las multinacionales farmacéuticas las que mandan.

Las personas psiquiatrizadas siguen denunciando una violencia atroz.

Continúan ejerciéndose prácticas brutales y se adolece de falta de recursos. No hay escucha de la persona. Si hay síntoma, medicación. A veces se ata al paciente simplemente porque el personal tiene miedo. Se quedan, a lo mejor en una noche, dos personas con 20… pues tienen atadas a las cinco que más se mueven.

Sigue vigente el estigma sobre las personas locas. En el libro cuentas que asesinaron a una mujer cerca del hospital y trataron de hacer creer que había sido un paciente.

Sí, eso ocurrió a principios de los 80, pero en la actualidad se sigue asociando el diagnóstico al delito. Nunca vemos en la prensa que un diabético o una cardiópata ha agredido a otra persona. Para disminuir el estigma, uno de los principales medios ha sido la visibilización de las personas psiquiatrizadas, que ellas hayan salido a la calle, que hablen, que expliquen su vida, que la sociedad vea que son personas como los demás. Las asociaciones “en primera persona” son o deberían ser el principal motor de cambio para humanizar y adecuar la atención en salud mental. Deberían tener participación en la planificación de recursos y peso en la supervisión de servicios y en la denuncia de cualquier abuso.

En el libro dices que os encontrasteis con una estructura inmovilista, que recibisteis muchas críticas dentro y fuera del hospital.

¡Y eso que en muchos de los pabellones no sabían que estaban sin medicación! Porque fue una de las primeras cosas que hicimos, quitarles la medicación. Lo que hacíamos era un acompañamiento, un estar con ellas las 24 horas y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que muchas no estaban enfermas. Algunas, por ejemplo, tenían epilepsia, otras una deficiencia mental; también había muchas mujeres, casi la mitad, con malestar, “ese malestar que no tiene nombre”, como lo describe Betty Friedan, que entonces catalogamos como problemas sociales. Hacíamos asambleas semanales en una iglesia que no se utilizaba prácticamente para nada, venían muchas personas de otros pabellones y eso empezó a molestar. Éramos muy críticas con los electroshock, con las contenciones, llenamos el hospital con panfletos y mira… hoy se sigue haciendo. Cambiaron cosas, sí: se suavizaron muchos tratamientos, empezaron a poder salir. Y eso trajo también mucho revuelo.

En el libro narras que algunos vecinos y vecinas pedían construir un muro.

Fue en 1981. Algunos alcaldes de pueblos cercanos y algunos vecinos de urbanizaciones exclusivas que había en la zona parece ser que protestaron y los políticos, preocupados por las cercanas elecciones anunciaron, a bombo y platillo, la construcción de un muro de hormigón rematado con alambre de espino que rodeara todo el recinto hospitalario. Durante seis meses se desarrolló una campaña en prensa, panfletos, pintadas de muros en la ciudad, reuniones y debates en asociaciones, universidad, pueblos cercanos, denunciando la psiquiatría carcelaria a la que se quería retornar. Fue un movimiento tan potente que terminó con la dimisión del diputado que había tenido esa brillante idea.

Después de esa experiencia, ¿crees que puede hacerse algo distinto dentro de una institución como la psiquiatría?

Creo que sí. Desde 1986, existen equipos de salud mental comunitarios en todas las comarcas y los ingresos se hacen en salas de psiquiatría de los hospitales generales. Hay momentos en la vida de una persona en los que necesita ingresar, pero el ingreso dentro de un hospital no tiene por qué ser inhumano. Tenemos que exigir comisiones de control, que se cumplan los derechos.

Pero las pacientes psiquiatrizadas siguen denunciando que no tienen garantizados ninguno de sus derechos.

Sí. Otra cosa que está influyendo es la falta de recursos. Muchos psiquiatras ponen medicación de manera indiscriminada a nivel ambulatorio porque no tienen tiempo para otra cosa. También se adolece de una falta de escucha empática. Es necesaria una visión integral de cada persona, que tenga en cuenta de manera interrelacional los aspectos somáticos y psicológicos, la función social, la identidad sexual, las vivencias internas y emociones que experimenta y las condiciones materiales en las que se desenvuelve.

¿Qué se puede hacer para que los psiquiatras no tengan esa capacidad para hacer lo que les dé la gana sin que nadie les controle en absoluto?

Pues… poner más recursos y depender menos de la industria farmacéutica. A partir de los 80 empezaron los representantes de laboratorios a visitarnos. Hasta entonces había poquísima medicación psiquiátrica, eran cuatro cosas. Lo único que te explicaban era el probable mecanismo de acción del medicamento que te presentaban, pero nada más. Ahora los comerciales que vienen de los laboratorios vienen mandando y haciendo propuestas: “Si haces un ensayo, pagamos tanto”.

Entre las nuevas historias que cuentas en el libro hay dos patrones: violencia machista y pobreza.

Las mujeres que vienen de situaciones de violencia fuerte o continuada llegan con malestares tremendos y es normal, pero posiblemente ninguna de las mujeres que llegaron a Bétera tenía que haber ingresado. A lo mejor solo una de ellas, Maria Jesús, necesitaba cuidados especiales durante algunas temporadas. La única, por otro lado, que tenía un compañero fantástico. La violencia produce un malestar tremendo y una baja de autoestima que puede llevar a una depresión; y la pobreza, la falta de recursos materiales,influye sin duda en el mantenimiento de situaciones de violencia. Aunque también se abusa de los antidepresivos, muchas veces prescritos por el propio médico de cabecera. A nosotras nos llegan muchas mujeres que llevan ya años de tratamiento en la atención primaria. De hecho, lo que está establecido en los protocolos es que las depresiones, si no son graves, las tratan ellos.

¿Qué papel tenían los roles de género en los procesos de sanación?

Las historias médicas con las que llegaron a Bétera eran…. Algunas de 30 y tantos años de internamiento recogidos en cuatro hojas. Las únicas anotaciones que había era el diagnóstico de inicio y cuatro cosas más. En el caso de las mujeres llamaba mucho la atención que en bastantes historias aparecía que habían dejado de ser rebeldes, que ya estaban mucho mejor, porque cocinaban o hacían otras labores como costura. En lo que se llamaban las jaulas, que eran una especie de celdas de castigo, que eran peor que las de las cárceles, había más mujeres que hombres siempre. Se les metía ahí durante una temporada, te pasaban la comida por debajo de la puerta y hacías ahí mismo tus necesidades. Estoy convencida de que las castigaban por mucho menos, aunque eso es una opinión mía, claro. Pero siempre las normas han sido más rígidas para las mujeres.

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