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Las escritoras del sur. Las últimas de su especie

Sábado 19 de octubre de 2019

Gema Nieto 02-10-2019 Pikara

Toni Morrison, primera mujer negra en obtener el Premio Nobel de Literatura y que falleció el pasado mes de agosto, fue una de las últimas grandes autoras estadounidenses que escribió sobre identidad y pertenencia, conflictos raciales y xenofobia. Te invitamos a conocer a otras escritoras de Estados Unidos que encajan en el gótico sureño, corriente literaria cuya figura más visibilizada fue Faulkner, pero en la que destacaban mujeres como Carson McCullers o Margaret Mitchell, autora de ‘Lo que el viento se llevó’.

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Toni Morrison.

Los libros son la primera trinchera en la que se libran ciertas batallas”, escribió Toni Morrison. Y la literatura estadounidense, desde sus orígenes, ha demostrado ser experta en librar, o al menos retratar muy fielmente, cruentas batallas que a día de hoy siguen avergonzando al país que abandera la causa de cubrir cada cláusula de su naturaleza (y, por extensión, la de toda la cultura occidental) bajo una pátina de democracia a menudo desconchada.

Toni Morrison, primera mujer negra en obtener el Premio Nobel de Literatura (en 1993) y cuyo fallecimiento lamentábamos a comienzos del pasado mes de agosto, fue una de las últimas grandes autoras que, tomando como sustrato literario una de las corrientes estéticas más pródigas de la tradición norteamericana, escribió sobre identidad y pertenencia, conflictos raciales y xenofobia, una problemática que continúa por desgracia muy vigente en Estados Unidos precisamente por venir de lejos, de un siniestro pasado esclavista en el que las personas negras estaban considerados incluso por debajo de los animales de carga. No podemos obviar que la estructura económica y social de gran parte del país se edificó sobre la desigualdad, la opresión y la segregación de la población negra, algo que evidentemente tiene consecuencias hasta nuestros días. La alienación de todo un colectivo, un tema del que se hizo eco la propia Morrison, echó raíces cuando los blancos les obligaron a ser primero negros y sólo después seres humanos.

Los comienzos y las consecuencias del antiesclavismo, la identidad racial, el arraigo a una determinada tierra y a una clase social y la colisión entre el progreso y los antiguos valores de un mundo en decadencia son elementos que ya surgieron con fuerza en la literatura del realismo sucio y el naturalismo de finales del siglo XIX y que eclosionaron muy especialmente en la denominada corriente del gótico sureño. Este estilo se desarrolló en Estados Unidos entre las décadas de los 20 y los 60 del siglo XX y sus influencias fueron mucho más allá hasta abarcar otros géneros, autores y sensibilidades, como las del Renacimiento de Harlem. Utilizando los mitos y leyendas del viejo sur, así como las secuelas derivadas de la Guerra de Secesión en los estados esclavistas (recordemos que el Ku Kluk Klan, la tristemente célebre asociación xenófoba, fue fundada inmediatamente al término de la contienda), los escritores sureños partían de un provincianismo inicial que no obstante llegaba a desvelar características universales del ser humano, de manera que la batalla del sur, esa batalla de la que hablaba Toni Morrison librada en primer lugar en los libros, se convertía en la de todos.

El gótico sureño, sin embargo, traspasa la mera descripción de corriente literaria para alzarse como un intento de definir la identidad del sur a partir de una amalgama de componentes imposibles de obviar: el sentimiento de derrota, rencor y orgullo herido de los perdedores, la decadencia de un modo de vida y sus valores, el honor familiar, la reverencia por los antepasados y por su antiguo esplendor y el hundimiento de las grandes sagas y fortunas junto con un mundo en extinción que se resiste a desaparecer.

“Tendremos una última palabra sobre el sur. Sobre el sofocante sur. El perdido sur. El sur esclavo”, afirma uno de los personajes de Carson McCullers en El corazón es un cazador solitario. Y así vaticina Faulkner, en el diálogo final de ¡Absalón, Absalón!, una hipotética reconquista negra del mundo que tanto preocupaba a los grandes terratenientes de sus novelas, inquietud sintetizada en esa última pregunta que el protagonista dirige a su interlocutor a modo de conclusión: “A la larga, los negros conquistarán el hemisferio occidental. Naturalmente, no lo veremos nosotros y, a medida que avancen hacia los polos, se blanquearán otra vez (…). Pero seguirán siendo siempre ellos, y dentro de unos cuantos milenios todos habremos nacido de las entrañas de los reyes africanos (…). ¿Por qué odias el sur?”

Es cierto: el sur despierta amor y odio por igual, fascinación y repulsión, y quizá la explicación a esta coexistencia de emociones contrapuestas se encuentre en el hecho de que hasta el sur de Estados Unidos, siguiendo el mismo cauce del Mississippi, viajan y se asientan los integrantes de la antigua tragedia griega, tan reconocibles para todos nosotros, pobres mortales de cualquier siglo, y nuestro imaginario universal. El componente sórdido y trágico del sur es inherente a él y a sus habitantes, antihéroes que mientras hierven de soberbia y de impotencia son arrastrados por un destino aciago, incapaces de dominar sus pasiones y condicionados por su pasado desde antes incluso de nacer. Todo en los estados del sur es desmesurado y extremo, todo se vive con una ciega vehemencia y una furiosa obcecación que conduce inevitablemente al desastre; de ahí la fascinación que nos produce.

El gótico sureño se revela, además, como una de las corrientes literarias más igualitarias de cuantas han existido nunca, puesto que, a diferencia de otras muchas cuya nómina de autores principales aparece siempre copada por nombres masculinos en su inmensa mayoría, desde ambas orillas del Mississippi nos llega una abundante cosecha de autoras de incuestionable genio, reconocido desde el mismo instante de la publicación de sus obras, y que por tanto no cuesta tanto trabajo descubrir, como sí sucede en otros muchos casos. Así, en el mismo estricto plano de igualdad que los nombres de William Faulkner, Erksine Caldwell, John Steinbeck o Tennessee Williams, se sitúan los de las cuatro principales referentes femeninas: Carson McCullers, Flannery O’Connor, Katherine Anne Porter y Eudora Welty.

Carson McCullers, Flannery O’Connor, Katherine Anne Porter y Eudora Welty son algunas de las escritoras más destacadas del gótico sureño.

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Flannery O’Connor

Pero antes de hablar de cada una de ellas en profundidad, es preciso mencionar a otras mujeres que escribieron a finales del siglo XIX sentando las bases de la genealogía del sur y de los caminos que habrían de recorrer los futuros novelistas y cuentistas de ambos sexos. En primer lugar, Harriet Beecher Stowe (famosa abolicionista y sufragista del siglo XIX y, como curiosidad, tía de Louisa May Alcott, autora de Mujercitas) fue pionera de la temática abiertamente antiesclavista al incorporarla a su novela La cabaña del tío Tom (1852), un dramático alegato a favor ya no sólo de los derechos de la población negra sino de su mero reconocimiento como seres humanos, más de 20 años antes de que Mark Twain se adscribiera también a la causa con sus famosos personajes infantiles de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. La cabaña del tío Tom fue un auténtico best seller y un fenómeno de masas, pese a las agrias críticas que suscitó entre los sectores más retrógrados y los defensores a ultranza de la esclavitud. La sensibilidad y el realismo con el que Stowe retrató la penosa situación de la población negra llevó incluso a que el presidente Lincoln se dirigiera a ella con estas palabras cuando la conoció en 1862, en plena Guerra de Secesión: “De manera que es usted la mujer que ha provocado esta gran guerra”.

También la escritora Kate Chopin se hizo eco de la enorme influencia que tuvo en la época La cabaña del tío Tom, mencionándola por boca de uno de sus personajes en su novela breve La culpa (1890). En ella, más allá de desarrollar una mera historia de amor con sus dilemas morales, presenta tanto una velada crítica a la sociedad sureña, tensiones raciales incluidas, como la reivindicación del papel de la mujer a través de su protagonista, una viuda que se queda a cargo de una plantación y no sólo es capaz de sacarla adelante sino que también de adaptarse a los nuevos cambios.

Harriet Beecher Stowe, famosa abolicionista y sufragista del siglo XIX, fue pionera de la temática abiertamente antiesclavista al incorporarla a su novela ’La cabaña del tío Tom’.

El viento (1925) es un clásico de la literatura estadounidense que se sitúa entre el gótico sureño y el western y que también adopta una perspectiva de género pionera en su temática. Dorothy Scarborough denunció la situación de opresión e injusticia vivida por las mujeres a través de una protagonista condenada a adaptarse a un entorno desolado y hostil, y además lo hace utilizando el paisaje de manera simbólica para representar todos los temores, la incertidumbre y el malestar femeninos. Aunque se publicó de forma anónima (adivinad por qué), El viento causó tanto impacto (positivo y negativo, a raíz de su demoledora crítica a un sistema social que permitía que las mujeres acabaran trastornadas de pura desesperación por verse obligadas a ser sumisas y cumplir con sus roles asignados) que fue llevada al cine después de llamar la atención de la famosa actriz Lillian Gish.

Mary Austin (La tierra de poca lluvia, 1903) es otra de las autoras cuya descripción poética del paisaje entronca con la literatura del llamado nature writing, los escritos de los nativos americanos e incluso con el moderno western. Pero al mismo tiempo, la profunda observación de los personajes y de su psicología, su forma de enfrentarlos a las convenciones sociales, la construcción simbólica de un escenario tan árido como libre y el toque de misterio y de tensión siempre presente la acercan a la órbita de los escritores del sur. Dorothy Scarborough denunció la situación de opresión e injusticia vivida por las mujeres en la novela ’El viento’, que publicó de forma anónima. Clic para tuitear

Flannery O’Connor y Carson McCullers son, junto con Faulkner, las principales autoridades literarias del gótico sureño. Esta última era una niña bien de Georgia que estudió en Nueva York y se atrevió con su escritura, en plenos años 40, a desafiar todas las convenciones sureñas y a exaltar, por el contrario, las figuras malditas y marginadas de su entorno: negros, alcohólicos, lisiados, homosexuales. Por eso llegó a recibir incluso amenazas del Ku Klux Klan, pero jamás se calló. Era rebelde, impulsiva, violenta. Sus pasiones prohibidas con otras escritoras de la época (como Djuna Barnes o Annemarie Schwarzenbach), sus borracheras y sus crisis autodestructivas eran una forma de subversión contra la realidad, que casi siempre le resultaba mediocre, opresiva y decepcionante. Los personajes de Carson McCullers son, en su práctica totalidad, seres solitarios de fuerza arrolladora y grandes ideales pero abocados a la frustración y la miseria a las que su entorno les condiciona, de manera que sus novelas aparecen recubiertas no tanto de sordidez sino de una envoltura de pesimismo y cierta melancolía. El sur —la autora era plenamente consciente de ello— es un universo aparte con sus propias normas, que mantiene incluso cuando es obligado a regirse por otras nuevas. Y de esa tensión nace el conflicto en las relaciones humanas y las aspiraciones individuales.

Flannery O’Connor y Carson McCullers son, junto con Faulkner, las principales autoridades literarias del gótico sureño.

No se puede decir lo mismo, en cuanto a la ternura que inspiran los personajes y tramas de McCullers, en el caso de Flannery O’Connor. Los cuentos de Flannery O’Connor marcan a quien los lee profundamente. Cuando llegué a ella venía de Faulkner y del hipnótico sur, el embaucador territorio que también había descubierto en los relatos de Carson McCullers y en Steinbeck o Tennesse Williams; me lancé de cabeza al extraño universo de esta escritora pensando que la piscina estaría llena, o al menos no tan vacía, y, por supuesto, me descalabré. Para bien, claro. Lo que quiero decir es que su narrativa me abrió la cabeza por completo, no me esperaba (de nuevo esos estúpidos prejuicios sobre escritoras más desconocidas a determinada edad, y que los planes de estudio colaboran en reforzar) encontrarme con un escenario de semejante violencia, con esas vidas rotas y desesperadas, desquiciadas o fanáticas, de negros, rednecks y white trash, con esa espera tensa de la tragedia que siempre acaba por llegar. Aquello era el sur también, pero llevado a su máxima condición de territorio salvaje e imprevisible, sórdido y deformado. Pocos textos hasta entonces me habían causado semejante impresión, y desde entonces Flannery ocupa un lugar destacado y muy especial en mi memoria.

Flannery O’Connor, comparable a Caldwell por su sordidez, desarrolló en sus cuentos un realismo sucio y grotesco hasta sus últimas consecuencias. Los personajes, trabajadores miserables o desempleados y marginados obsesionados por no caer en el escalón social más bajo (el de los negros) pese a formar parte de la llamada white trash (“basura blanca”), no sólo son grotescos, sino que han hecho de lo grotesco su filosofía de vida. Algunos de sus relatos podrían definirse incluso como cuentos de terror: no hay en ellos ni un asomo de clemencia ni de humor, su narrativa es absolutamente despiadada. Flannery no tuvo piedad a la hora de denunciar desigualdades, alienaciones y fanatismos religiosos para conmovernos a través de la violencia. Como ella misma dijo: “La narrativa trata de todo lo humano, y estamos hechos de polvo, y si desprecias cubrirte de polvo, entonces no debes intentar escribir una obra narrativa”.

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Una selección de libros de autoras de Estados Unidos. / Foto: Gema Nieto

También los cuentos de Katherine Anne Porter y Eudora Welty sientan las bases del relato realista americano y siembran durante esas décadas (los 40 y los 50) muchas de las semillas de la tan traída y llevada “gran novela americana”, cuyos principales representantes han sido siempre escritores hombres. En ambas escritoras se inspiraron autores contemporáneos o posteriores como John Cheever, Richard Yates, Lucia Berlin, Alice Munro, Joyce Carol Oates, Raymond Carver o Margaret Atwood. Podría decirse que Katherine Anne Porter (que recibió el Premio Pulitzer por sus cuentos en 1966 y fue nominada tres veces para el Premio Nobel de Literatura) es más parecida a Flannery O’Connor, en cuanto a que sus relatos presentan un mundo de personajes miserables, inadaptados y racistas que habitan entornos cerriles de México, Texas y el sur norteamericano donde florecen el egoísmo, la represión y la supervivencia a toda costa. El silencio y sumisión de las mujeres, muchas de ellas blanco de abusos o anhelantes de una vida en libertad, son una constante en muchos de sus relatos, aunque en alguno haya lugar también para la sororidad. El peso implacable del legado familiar y la correlación entre el mundo de los vivos y el de los muertos emparentan los cuentos de Porter con el realismo mágico.

Por su parte, la sensibilidad de Eudora Welty para retratar la América profunda a través de personajes desamparados, en especial chicas adolescentes, niños y niñas o criados negros, tiene más puntos en común con el estilo de Carson McCullers. Welty alcanzó el éxito en parte gracias a la ya entonces reconocida Katherine Anne Porter, quien se convirtió en su mentora y madrina literaria. Ganadora también del Pulitzer, ella misma revelaría la fórmula que le llevó a ser una de las cronistas más fieles de la Gran Depresión y sus años posteriores: “Mucho antes de que empezara a escribir, escuché con atención las historias de la gente”.

Igual de didáctica y a través de una narradora infantil que analiza desde su inocencia los problemas de convivencia entre el vecindario (con gente rica y pobre, blanca y negra) de una ciudad sureña, Harper Lee compuso en Matar un ruiseñor (1960) un alegato por la igualdad y la justicia y contra el racismo. Inmediatamente elevada a clásico y adaptada al cine con tremendo éxito, la novela puso de manifiesto los prejuicios racistas aún reinantes en un país donde la esclavitud se había abolido cien años atrás. Y mención especial en esta recopilación de escritoras sureñas merece igualmente Margaret Mitchell, cuyo best seller Lo que el viento se llevó (1936) nos regaló uno de los personajes femeninos más maravillosos de la literatura universal (y del cine): Escarlata O’Hara, una alta dama sureña criada entre oropeles y obligada por las circunstancias (la Guerra Civil, el hundimiento de la economía del sur y la caída en desgracia de su familia) a enfrentarse a todo tipo de adversidades para sobrevivir sin ayuda. La fuerte personalidad de Escarlata, con su evolución de niñata malcriada a indómita superviviente, sigue siendo para muchas de nosotras ejemplo de resistencia, voluntad y decisión.

Margaret Mitchell nos regaló uno de los personajes femeninos más maravillosos de la literatura universal (y del cine): Escarlata O’Hara.

Pero en cualquier caso, y pese a sus buenas intenciones, todas estas escritoras no dejaban de ser mujeres blancas. Faltaba todavía escuchar en primera persona la voz esencial de las propias víctimas, las damnificadas por más de un siglo entero de injusticias, persecuciones y discriminaciones debidas al racismo. Y con toda la fuerza de una detonación que hace saltar por los aires esquemas y grilletes irrumpieron en el canon de la literatura estadounidense novelistas negras como Zora Neale Hurston o la mencionada Toni Morrison, cuyas obras puede decirse que en gran medida hunden sus raíces en el gótico sureño y en la narrativa antiesclavista.

Las obras de Zora Neale Hurston y de Toni Morrison hunden sus raíces en el gótico sureño y en la narrativa antiesclavista.

Zora Neale Hurston, Nella Larsen y Jessie Redmon Fauset son las principales representantes del movimiento conocido como Renacimiento de Harlem, una verdadera corriente de liberación iniciada y promovida por los artistas y escritores afroamericanos del Nueva York de los años 20 y 30. A través del jazz, la pintura o la literatura, los negros dejaban de ser los personajes secundarios causantes de conflicto en las novelas para tomar por fin la palabra y extender su conciencia política por todos los estratos sociales y culturales. La clase media estadounidense, la estafa del sueño americano, la situación de las minorías más desfavorecidas, el desarraigo, la segregación racial, la hipocresía y los prejuicios sociales o la propia vida nocturna de las grandes ciudades son analizadas y descritas desde un nuevo punto de vista que evidenció que había brotado, o quizá ya existía desde siempre, una poderosa energía en las artes y la literatura afroamericanas hasta entonces ignorada por el canon blanco.

Desarrollándose al mismo tiempo que el gótico sureño y a la vez elevando su testigo a otro nivel, el Renacimiento de Harlem supuso una tormenta cuyos ritmos se quedarían para siempre grabados en el sentir estadounidense y universal. La población negra empezaba por fin a ser tomada en serio, su lucha por la igualdad de derechos culminaría unas décadas después con el movimiento encabezado por Martin Luther King y las acciones de las Panteras Negras. La conciencia antirracista tomaba forma y era una realidad cada vez más contundente en la literatura en una época en la que para mucha parte de la ciudadanía la población negra era todavía la representación incuestionable de la inferioridad y en la que, como consecuencia, el Ku Kluk Klan se mantenía firme en número de adeptos, asesinatos y actos terroristas. Las batallas de las que hablaba Toni Morrison se encendían tanto en los libros como en la calle, y ella mejor que nadie lo sabía, puesto que a corta edad se vio obligada a abandonar con su familia su Ohio natal por amenazas racistas.

Zora Neale Hurston, Nella Larsen y Jessie Redmon Fauset son las principales representantes del movimiento conocido como Renacimiento de Harlem, una verdadera corriente de liberación.

Morrison hablaba de la gente negra y de su condición desde dentro, no como espectadora ni como testigo sino desde su propia experiencia, y lo hacía además con un lenguaje exuberante, plagado de metáforas densas y sugerentes, que se abre paso como a machetazos a través de una jungla y que pese a ello no supone un mero ejercicio de estilo sino que está puesto al servicio de un compromiso: el de ennoblecer la cultura negra, su tradición oral, y denunciar todo ese lodazal de injusticias arrastradas desde tiempos colonialistas. La literatura se concibe como una misión y una epifanía, como el testimonio del proceso por el cual se avanza desde la alienación y el odio de pertenecer a una raza o clase determinada cuando te han convencido de que es inferior hasta llegar al reconocimiento y la aceptación.

Me gusta pensar en Toni Morrison como la última de las grandes mujeres del sur americano, un escenario que se comporta como uno más de sus personajes trágicos y atormentados. El último eslabón (por el momento) de una poderosa cadena que comenzó a forjarse en Estados Unidos a finales del siglo XIX y que se hizo cada vez más larga y resistente mediante la incorporación de temas, estilos, influencias y nombres. Por eso leerlos es reencontrarnos con algo que nos es familiar pese a la enorme distancia que nos separa de las extensas plantaciones de algodón y los porches de madera bajo el crepúsculo. Es volver a ese sur que se ha hecho nuestro porque habla también sobre nosotros, ese sur indómito e inabarcable, con el calor, el alcohol, las sábanas deshechas bajo grandes ventiladores que planean sin prisa, los criados negros, el gran amo pálido con el ardor de cien látigos desplegados sobre cien espaldas y la mano que sostiene la pluma y observa imperturbable el final de la batalla sabiendo que está a punto de retratar los últimos ejemplares de una especie irrecuperable, sabiéndose ella misma una raza casi extinta.

Aunque sea a modo de epílogo, no querría dejar de mencionar en este artículo la importancia de los personajes femeninos en las novelas de William Faulkner, el autor por antonomasia del gótico sureño. Experto en diseccionar las pasiones humanas, la psicología femenina retratada por Faulkner es una de las más certeras y avanzadas para su época y contribuyó a permeabilizar las mentes a favor de la liberación y la igualdad. Caddy Compson, Eula Varner, Temple Drake, Miss Reba… él mismo aseguró que las mujeres eran las verdaderas heroínas de sus novelas y a quienes siempre tenía como centro y origen a la hora de concebirlas. “Las mujeres caminan en la luz”, escribió. “Son la luz. Y los hombres se debaten torpemente en la oscuridad, de donde emergen todos los males humanos, buscando ese resplandor a ciegas”.

Sus personajes femeninos son, en primer lugar, prácticos, y no se pierden en teorías ni códigos de honor como hacen los hombres. Si esto es así es porque los conceptos que han sido inventados por estos últimos en su beneficio o para la reafirmación de su propia respetabilidad, como la importancia mística de la virginidad, la pureza o la castidad, no tienen nada que ver con las mujeres ni con su concepción realista y pragmática del mundo, o ellas ven y aplican esos conceptos de una manera totalmente distinta. Muy al contrario, la mayoría de estas protagonistas femeninas son fuerzas de la naturaleza (tienen esa cualidad esencial sin proponérselo siquiera) que los hombres tratan de contener inútilmente con sus leyes mezquinas. Si muchos de ellos las aborrecen es precisamente porque las tienen miedo: las leyes humanas, inventadas por los hombres, no sirven con las mujeres porque éstas son más grandes y no pueden encajar en moldes tan estrechos. 

Faulkner era plenamente consciente del mundo en el que vivía y que retrató en sus novelas: en una sociedad machista e injusta que todavía veía a las mujeres únicamente como esposas, madres o hijas tuteladas, él concedió libertad, audacia y dignidad a unas protagonistas sexualmente activas, consideradas promiscuas o echadas a perder por su entorno y que les dan la vuelta a muchos mandatos de género o utilizan su condición femenina para mejorar su situación a priori desfavorecida. Sus acciones, pese a estar limitadas por las circunstancias familiares y sociales, se precipitan más allá de lo que se espera de ellas, hasta el punto de que dejan creer a los hombres que las utilizan cuando son ellas quienes ejercen un verdadero y oculto poder sobre los acontecimientos. De este modo, Faulkner se sitúa a menudo desde una posición narrativa que da por sentada la superioridad de las mujeres en cuanto a que son las primeras en cazar las intenciones de los hombres pese a que su contexto de opresión no les permita demostrarlo sino a través de subterfugios que prueban un doble grado de astucia y sensatez. Mientras tanto, los personajes masculinos de Faulkner se revuelven en una constante lucha por entender y alcanzar ese estado de gracia de las mujeres. Ellos están atados por sus propias normas; ellas, aunque las acatan a la fuerza, las sobrevuelan. No en vano, el propio Faulkner dejó testimonio escrito de la admiración que sentía por el género femenino:

“Las mujeres son extraordinarias. Son capaces de sobrellevarlo todo porque tienen el suficiente sentido común para saber que lo que debe hacerse con las penas y las preocupaciones es considerarlas hasta la saciedad, atravesarlas de parte a parte, hasta llegar al otro lado de ellas y perderlas de vista. Creo que el secreto de esa virtud radica en la capacidad que poseen las mujeres de dignificar cualquier categoría de dolor, tomándolo seriamente, de donde se deriva la pérdida absoluta de todo sentimiento de vergüenza ante la idea de la derrota”.

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