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Clase, trabajo de las mujeres y feminismo

Sábado 1ro de septiembre de 2018

La denuncia de las temporeras de la fresa de Huelva es una ocasión excepcional para revisar la relación entre discursos reivindicativos, identidad y trabajo

Alba González Sanz 29-08-2018 CTXT

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Una de las preguntas que tuve que afrontar durante mi investigación de tesis doctoral era a quién se dirigían las autoras feministas que estudiaba: ¿a las mujeres, a los hombres, a su propia clase social, a otra? Más importante que detectar el porqué de un receptor concreto era saber de quién y por quiénes hablaban. ¿Qué significaba la palabra “mujer” en cada texto? ¿Valía para todas las mujeres lo que se analizaba o reivindicaba? El sesgo y los límites de mi trabajo reposaban en ambas preguntas. La mayor parte de escritoras que abordé procedían de la clase media, lo que en España, y en definición de Emilia Pardo Bazán, implica a un colectivo que no es aristocracia pero tampoco es pueblo. Materialmente, su precariedad las aproximaba al segundo pero sus aspiraciones vitales miraban a la primera. En ese conflicto entre realidad y deseo se explica la historia económica y emocional de un país, todavía hoy monárquico, plagado de esnobismos cotidianos y de elecciones de voto conservadoras en personas con escasos mil euros de salario.

Las escritoras procedentes de la clase media escribían sobre y para su clase: así la anarquista Teresa Claramunt arenga a sus iguales, a las obreras, o la librepensadora Rosario de Acuña se especializa en difundir su ideario en los espacios de su cultura política. Escribir sobre aquello que se es no significaba, sin embargo, no ser consciente de la situación de todas las mujeres en función de su extracción social, entre otras cosas porque en muchas autoras tiene lugar un desclasamiento consciente y coherente aparejado a su labor de propaganda. La propia Acuña constituye un brillante ejemplo de ello. No obstante, al ser el modelo del ángel del hogar burgués el que se impone a las mujeres de la práctica totalidad social, convenientemente apoyado desde la ideología católica, abunda la reflexión sobre esa legión de jovencitas urbanas a las que no se educa, a las que se entretiene en naderías, de las que sólo se espera que sean hijas, esposas y madres. Esta figura ideal e idealizada conformaba la definición de qué era una mujer, y de ahí la importancia de analizar, todavía hoy, qué escondía ese mito, a pesar de que ya entonces era porcentualmente ridículo en términos del número total de la población.

En el s.XIX, la definición de “mujer” se vinculó a la clase en el discurso social, pero también, de manera reiterada y menos evidente, al trabajo

A lo largo del siglo XIX, la definición de “mujer” se vinculó a la clase en el discurso social, pero también, de manera reiterada y menos evidente, al trabajo. El estatus distinguido implicaba no hacer nada, y el respeto y la consideración solo eran posibles si se cumplía la condición relacional de buena hija, joven casta y esposa resignada, que pronto pasa a ser abnegada y virginal matrona. El trabajo de la reproducción y de los cuidados no se conceptualiza como tal trabajo, sino como destino universal del amor y la biología de las mujeres; algo que, por cierto, tampoco desenmascara convenientemente el marxismo que, en muchos casos, no cuestiona esa determinación sexual de la vida de una mujer (baste para ello recordar las demandas de “salario familiar”, el rechazo al empleo de las mujeres y la resistencia a integrarlas en las organizaciones obreras durante todo el final del siglo). La identidad de las mujeres, las de las clases medias pero también las del pueblo, solo es válida, solo se completa, si tiene lugar el cambio de estado civil por el matrimonio y la “desocupación” laboral que se centra en la reproducción y el cuidado en el interior del hogar. De ahí que la solterona esté anatemizada y la pobre, que no compite con buen equipo en el mercado matrimonial, y por lo tanto no puede alcanzar distinción alguna, también.

La novela doméstica de mitad del siglo XIX, profundamente conservadora en sus valores socio-sexuales y económicos, está repleta por ello de historias de ruina familiar que las angelicales protagonistas deben vencer sin perder su “virtud”. La trama se repite: una caída de la Bolsa o un mal negocio provoca la muerte por síncope del pater familias. La hija joven, quizá con su madre a cargo, debe entonces usar sus conocimientos rudimentarios en música, idiomas o dibujo para trabajar, generalmente también en casas, en los interiores, lo que no las priva de tener que defender su cuerpo ante aprovechados de todo pelaje. Tras tanto sufrimiento, llega el buen muchacho que las resitúa en su clase por la vía del matrimonio, lo que hace que dejen de trabajar o, en el mejor de los casos, que reduzcan su “ayuda” porque al marido le espera un futuro prometedor con golpes de éxito en la bolsa o los negocios que le volverán rico, rentista y respetable y, por extensión, a su esposa-matrona sin otra tarea que amar y cuidar.

El subtexto es evidente a toda esta literatura: que las mujeres trabajen no está bien, no es correcto, es peligroso para ellas en términos sexuales

El subtexto es evidente a toda esta literatura: que las mujeres trabajen no está bien, no es correcto, es peligroso para ellas en términos sexuales. Desnaturaliza lo que religión, costumbre y, al fondo, también el mercado, consideran que debe ser la tarea femenina. ¿A qué tanto reparo con el empleo en una sociedad recién caída en los brazos del capital que necesitaba del trabajo femenino tanto como del masculino en todas las clases sociales? La respuesta es sencilla y pavorosa: para aquel imaginario, la mujer que trabaja como un hombre en espacios masculinos –que son todos salvo ese hogar doméstico– era indefectiblemente una puta y, por tanto, no merecía respeto. Tiene lugar una asociación directa entre obrera y prostituta, entre trabajadora y mujer no respetable, que quiero explorar, a la luz de la relación entre trabajadoras marroquíes de la fresa y mujeres de las clases medias. Esas mismas mujeres, quizás incluso precarias sobradamente preparadas, que no llenan las calles contra la violencia sexual que sufren las temporeras, pero se sienten brutalmente interpeladas ante la impunidad de que gozan violadores reconocibles, en espacios reconocibles, en coordenadas a la vista dentro de un determinado esquema social, en el que los campos de plástico no forman parte del panorama de la producción mayoritaria de teoría y prácticas del mainstream feminista.

No quiere esto ser un juicio moral, ni un reparto de carnés de buenas o malas feministas, todo lo más, un autoanálisis público que pretende pensar el trabajo, el espacio público, las violencias sexuales que tienen lugar en esos entornos y cómo, quizá de forma inconsciente, mi autoconcepción profesional y personal tiene todavía capas de definición impositiva mesocrática, valores de la burguesía, el patriarcado y el capital que rompen mi reconocimiento con todas las mujeres a pesar de mi clase. Hasta aterrizar el análisis en trabajadoras de otras latitudes, yo podría considerarme una feminista no aquejada de clasismo, entre otras cosas porque provengo de una familia trabajadora que ha sacrificado todo al estudio de sus hijas. No me es ajeno el trabajo precario, feminizado, infravalorado, que tiene lugar en el interior de otros hogares a cambio de un salario que no computa en las cuentas del Estado. No me he engañado nunca sobre mi condición, precisamente porque el privilegio intelectual no enmascara la precariedad bajo supuestos empleos o condiciones de aire liberal: una beca precaria en la universidad no te cambia el estatus, todo lo más te puede volver boba. Algo parecido pasa con la escritura.

Si me pregunto por qué no siento pánico ante la violencia sexual denunciada por las temporeras de Huelva, pero sí ante elementos reconocibles en su machismo y violencia en entornos que me son familiares como el portal, la calle solitaria, el espacio de la fiesta, tengo que responderme en relación con la ruptura de un marco relacional burgués por el cual yo, joven española, blanca y educada, debo estar en mi casa para ser respetable, y tengo que confesarme que estoy jerarquizando la respetabilidad de otras mujeres en función del tipo de trabajo que desempeñan y, claro, en función de su procedencia. Entre el cúmulo de razones que rompe la identificación con las temporeras de la fresa, a pesar de proceder de una clase social que ha trabajado históricamente en condiciones contextualmente similares, está un racismo implícito, no voluntario pero real, que impide la empatía. La detección de cómo articulan miedos, focos de interés mediático y reflexión más de una y más de dos feministas públicas, opinadoras con influencia, al respecto de las violencias sexuales en función de quién las sufre y dónde, me temo que hace mi autoanálisis público algo menos privado de lo que sería deseable para poder luchar, de verdad, contra las variadas formas de violencia que sufrimos todas las mujeres.

Nuestro mundo occidental, asentado en patriarcado, contrato y capital articuló unas narrativas fortísimas que vinculan la respetabilidad de las mujeres a no hacer absolutamente nada que no sea ese invisible trabajo reproductivo. La que sale al mundo y trabaja es equiparada a la prostituta, no respetable y violentada. Aunque este relato se dirige a la clase que lo produce, pues tiene su origen en la expulsión del contrato de las mujeres de las clases medias, se impone en todas las demás, en tanto que resulta económicamente rentable, pero sin romper la diferencia de clase, sin alterar la máxima de que “pobres ha habido siempre”, demostrando esa solidaridad que hace imposible separar patriarcado de capitalismo en cualquier análisis de la realidad social que pretenda ser mínimamente solvente. Si el feminismo que producimos en medios quienes tenemos el privilegio de hacerlo no rompe, tampoco, esa idea de que pobres ha habido siempre y además comúnmente vienen de otras latitudes, tenemos un problema epistemológico atravesado de racismo y de clasismo que olvida tanto la producción teórica previa a 1936 de las feministas en España, como la historia de nuestras madres, abuelas y bisabuelas, cuyas condiciones de vida y de trabajo, probablemente, se hayan parecido más a las de las temporeras de la fresa que a las nuestras.

Precisamente las teóricas de comienzos del siglo XX ponen los ojos en las trabajadoras para agitar la conciencia de quienes pertenecen a las clases medias: quieren despertarlas de un adocenamiento forzoso e impráctico para llevarlas al estudio, a la asociación y al trabajo, paso fundamental este último para llegar a ser alguien, para ser personas, algo más que la colección de las idénticas. Clara Campoamor, que decía de sí que era “hija, como todas, de la noble democracia del trabajo”, alcanzó por el empleo y el estudio una condición de excepción que, en ningún caso, la llevó a dejar de lado la preocupación por todas las mujeres, pues siempre tuvo una conciencia muy precisa de la dosis de azar involucrada en que su vida no hubiera seguido ese camino pautado de las hijas de la baja burguesía. Si de aquella Modernidad, o de la vida de la mayor parte de la población femenina española hasta ayer, regresamos al hoy, parecería que se han desdibujadoalgunos vínculos importantes en el análisis de la opresión de todas las mujeres La identificación y representación como mujeres no funciona sin tener en cuenta una clase social que está, todavía y aunque no lo advirtamos comúnmente, vinculada al trabajo. Tampoco sin advertir que el trabajo devalúa la consideración de una mujer y se naturaliza que lo realicen en malas condiciones aquellas que menos responden al esquema occidental de la palabra “mujer”: las negras, las moras, las gitanas. Quienes son, en definitiva, “otras” y “pobres”. Y, aunque a estas alturas del siglo XXI desempeñar ciertos empleos no afecta ya a la consideración de algunas de nosotras –conquista indudable de la profesión liberal que tanto peleó el feminismo de la centuria pasada–, la respetabilidad, la solidaridad y la empatía no se activan de la misma forma ante quienes desempeñan los trabajos que fueron la condición de vida de nuestras madres, abuelas o bisabuelas. La precariedad laboral, que nos afecta a casi todas, ha sido la condición de existencia de las mujeres en el mundo del empleo asalariado: lo que hoy es mapa general no es sino la verdadera feminización del trabajo. La gran diferencia, que sigue atravesando los cuerpos en el espacio público tiene que ver, no obstante, con la consideración de las mujeres fuera del hogar, en el mundo del empleo, que todavía planteamos desde un esquema de valores burgués, aunque no lo percibamos.

En el núcleo duro del sistema está la falta de respeto hacia la mujer que trabaja, incluso aunque su fuerza de trabajo sea necesaria

La respetabilidad no se liga del todo al estatus de inactiva esposa y madre, sino a cierto tipo de oficios que deja fuera a la masa de aquellas que ocupan los lugares más esclavos, más precarios, más expuestos a una violencia sexual que, por otro lado, sigue siendo la dominante tanto en el ámbito púbico como en el privado. La denuncia de las temporeras de la fresa de Huelva es una ocasión excepcional para revisar la relación entre discursos reivindicativos, identidad y trabajo, pues si algo ha tenido claro el feminismo ha sido la condición emancipatoria de este último –cuarto propio, salario, independencia– y, a la vez, su condición de necesidad para que pueda producirse la conciencia. Parecería que en la conquista del derecho a cierto tipo de profesiones y espacios dentro del esquema de clase burgués, hemos roto un mirada global en la comprensión de las violencias. Pues, si bien media un abismo entre violar a una trabajadora de la fresa extranjera y en condiciones de esclava en el campo y meterle mano a una compañera en la oficina, junto a la fotocopiadora, lo cierto es que nos enfrentamos a la misma violencia. La diferencia es que el sobón conoce y teme ciertos límites, mientras que el violador en posición de superioridad se sabe impune. El tipo de trabajo, la procedencia y el valor que se da a la mujer en cada lugar, en función de conceptos de respetabilidad ligados a la clase y al racismo, es lo que varía un escenario que, en todo caso, no pone en cuestión la impertinencia del cuerpo de una mujer en el mundo del trabajo.

¿A quién hablamos o de quién hablamos al denunciar unas violencias sexuales más que otras? ¿Qué dice eso de nuestro propio sesgo y, en un sentido histórico, de nuestra genealogía? ¿Qué dice eso de nuestra autoafirmación bajo el vocablo “feminismo” y los alcances que se le están dando a su teoría y a su praxis? Sin mirar más allá del prejuicio racista o del clasista, tantas veces implícitos, estamos dejando fuera a quienes hoy padecen lo que me aventuro a pensar que han padecido muchas de nuestras antepasadas en décadas más oscuras y menos justas. En el núcleo duro del sistema está la falta de respeto hacia la mujer que trabaja, incluso aunque su fuerza de trabajo sea necesaria, en una contradicción estructural de nuestras sociedades que sigue modelando nuestra presencia en lo público: sea en la oficina o sea en el invernadero. Y para modificar las condiciones de ese sistema necesitamos comprender todas las violencias y poder hablar entre todas las mujeres.


Alba González Sanz es investigadora feminista y escritora @albagsanz

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