Hace unos años, un antiguo amigo de la familia, militante del movimiento vecinal en los estertores de la dictadura y destacado funcionario municipal desde el primer Ayuntamiento democrático, me consultó una decisión de gran trascendencia vital para él. Su mujer arrastraba una enfermedad respiratoria crónica, y residir en la ciudad de Valladolid, especialmente durante el verano, resultaba un calvario.
Los años centrales de la década pasada fueron pésimos para la calidad del aire en Valladolid, por el crecimiento continuo de la ciudad y el tráfico motorizado y por unas circunstancias meteorológicas favorables a la acumulación de la contaminación atmosférica. Durante los inviernos de 2005 y 2006 los niveles de partículas en el aire de Valladolid nos colocaron a la cabeza de las ciudades más sucias de España y Europa. Y las olas de calor convirtieron a los veranos de 2003, 2004 y 2005 en los peores en una década por las concentraciones de ozono.
En aquellas circunstancias, los enfermos respiratorios y cardiovasculares, las personas mayores y la infancia de Valladolid, como de otras ciudades y áreas metropolitanas del país, vieron perjudicada su calidad de vida. El número de defunciones en la ciudad aparentemente se incrementó por encima de lo esperable. Se ve que no lo suficiente para que las autoridades locales y regionales estudiaran sanitariamente la situación y adoptaran las medidas necesarias para proteger la salud pública. El coche y el ladrillo tenían estas servidumbres, entre otras.
Era perfectamente entendible que mi conocido quisiera “cambiar de aires”. Próximo a jubilarse, buscaba en el Norte una ciudad con una cierta vida social y cultural donde pudieran mejorar las expectativas vitales de su pareja. Como la idea no era ir a peor, le aconsejé evitar las urbes asturianas (Gijón y Oviedo), entonces lastradas por la actividad de las centrales térmicas próximas. Al final eligió Galicia, donde compró una vivienda. Lamentablemente, su mujer falleció antes de que pudiera acceder a esta oportunidad para prolongar su vida. Lo supe por él tiempo después y me quedé de piedra, a la vez desolado e indignado.
Mucho me temo que no hablo de un caso aislado. La Organización Mundial de la Salud (OMS) viene advirtiendo desde hace décadas de los daños de la contaminación atmosférica. Según este organismo, antes de la crisis ésta causaba en España 20.000 fallecimientos prematuros por partículas y 2.000 fallecimientos prematuros por ozono, cada año, cinco veces más que los accidentes de tráfico. Frente a esta emergencia sanitaria, las Administraciones han mirado para otro lado, cuando no han tratado de “maquillar” la situación cambiando de emplazamiento los medidores conflictivos o “cocinando” sus datos de diversas maneras.
En lo que nos toca, el Ayuntamiento de Valladolid y la Junta de Castilla y León han venido reubicando sistemáticamente desde hace una década la quincena de estaciones de control de la contaminación cuyas mediciones superaban los límites legales. Ciudades como Burgos, León, Ponferrada, Palencia, Salamanca o Valladolid han perdido así sus medidores en calles con tráfico, lo que constituye una práctica fraudulenta e injustificada, normativa y científicamente, para dar apariencia de que los niveles de contaminación atmosférica urbana se reducen. Lo que ahora sí estará ocurriendo por la crisis, que paradójicamente nos ha dado este “respiro”.
Día a día, la Administración “valida” los datos obtenidos en las estaciones de medición, suprimiendo aquéllos “anómalamente” altos (no así los bajos, curioso). Cada primavera, las autoridades ambientales regionales “tratan” los datos de partículas del año anterior para suprimir estadísticamente aquellas superaciones de los límites legales que supuestamente se han producido por la llegada de polvo del norte de África. Y los medidores de este contaminante en Castilla y León siguen sin utilizar la técnica homologada por la normativa.
A mayores, desde el año 2007 el Ayuntamiento de Valladolid viene “resolviendo” nuestro problema particular con la contaminación atmosférica mediante la aplicación arbitraria de “coeficientes de corrección” (siempre reductores) a los datos obtenidos, con la supuesta intención de hacerlos comparables con los que se hubieran registrado utilizando el método de medición legal de referencia. Práctica que provoca resultados absurdos, como que las partículas más finas alcancen en ocasiones concentraciones superiores a las más gruesas en las que se engloban, sin que las autoridades locales se sonrojen ni las regionales digan ni pío.
La lista de trampas y “chanchullos” para encubrir la evidencia podría ser más amplia. Por ejemplo, el Ayuntamiento de Madrid ha utilizado medias aritméticas de todas las estaciones de su red de control de la contaminación atmosférica para rebajar las superaciones de las estaciones urbanas con las mediciones de las periféricas, y viceversa. Nuestras autoridades locales y regionales aún tienen margen para el fraude y la chapuza. Viva la creatividad.
Aún así, y en buena parte como consecuencia inesperada de la reubicación de las estaciones urbanas conflictivas lejos del tráfico, tenemos que en lo que llevamos de verano las ciudades de Castilla y León han superado en una veintena de días los objetivos legal y de la OMS para la protección de la salud establecidos para el ozono “malo” (llamado así por contraste con el de la estratosfera), que respiramos cada verano porque se forma cerca de la superficie terrestre, por efecto combinado de la radiación solar y las emisiones de la combustión de carbón, petróleo o gas en centrales eléctricas, vehículos y calderas urbanas e industriales.
Entre el sábado 6 y el lunes 22 de julio de 2013 hemos vivido en la periferia de las ciudades y de las centrales térmicas de Castilla y León un episodio persistente de elevada contaminación por ozono que sin duda ha tenido y tendrá consecuencias sanitarias para miles de personas, como más enfermedades respiratorias y fallecimientos prematuros de personas sensibles. Una tragedia a la que, para alivio de sus responsables públicos, no podremos ponerle nombres y apellidos, porque no interesa ni al sistema de salud ni al sistema económico que nos fagocita.
Fieles al guión, las autoridades regionales han actuado como si no fuera con ellas. No han informado, incluso cuando dicha información era obligada, como sucedió en El Bierzo los días 8, 9 y 17 de julio. Han suprimido de su página web (http://servicios.jcyl.es/esco/) las superaciones más graves, después de publicadas. Han omitido advertir sobre las medidas básicas de autoprotección de la población expuesta (¿para qué sirve entonces el 112?). Y, por supuesto, no han adoptado ninguna medida para evitar estas situaciones, por ejemplo limitando temporalmente la circulación de los vehículos o suspendiendo la actividad de las centrales térmicas, que expulsan los contaminantes precursores del ozono. Las petroleras y las eléctricas mandan.
Desgraciadamente, hasta que las personas más afectadas no se organicen reivindicando el derecho a la salud, como sucede desde hace años con el tabaco, nuestros políticos profesionales se limitarán a cubrir los intereses económicos de los sectores responsables de la contaminación, a los que se deben. Y casos como el citado se reiterarán por miles, año a año.
Miguel Ángel Ceballos Ayuso
Geógrafo y miembro de Ecologistas en Acción de Valladolid