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¿UN COW-BOY EN LA POLICIA NACIONAL?

Panamá, Año IV, No. 100

14 al 20 de noviembre de 2005

Confesamos que nos incluíamos entre los muchos panameños que asegurábamos que toda la pericia policial del Licenciado Rolando Mirones, actual jefe de la Policía Nacional, se reducía a una enfermiza obsesión por disolver con brutalidad cuanta protesta popular o estudiantil se atreviera a cerrar una calle o alterara el sagrado orden burgués, que se invoca como el derecho de terceros para sorprender y confundir a incautos e ingenuos. Sin embargo, el otrora recaudador de ingresos fiscales y viceministro de finanzas, cuenta con otra destreza que le era hasta ahora, insospechada. El primer policía del país es capaz de sitiar, como si se tratase de una operación militar de gran envergadura contra un enemigo poderoso, desde recintos universitarios hasta ciudades enteras. Así ocurrió cuando tras una protesta estudiantil universitaria, adoptó la infausta decisión de literalmente acorralar a la Universidad de Panamá con la insólita esperanza de una inminente rendición incondicional de los “temibles tira piedras”. Para ese instante, gran parte de la sociedad panameña imaginaba que este cerco podía obedecer a una improvisación casual o surgía de una iniciativa inconsulta de algún desprevenido oficial antimotín. Sencillamente esta apreciación ignoraba que lo que había en marcha era, en esencia, un ejercicio de entrenamiento dirigido a replicarse el día 7 de noviembre cuando además, alcanzaría el centro neurálgico de la ciudad de Panamá. De esa forma la “Patria Nueva” le garantiza al presidente Bush que los hechos violentos que soportó su padre cuando visitó este país en junio de 1992, no se volverían a producir. Ahora el hijo contaría con una ciudad desierta a su entera disposición, que no tendría que compartir con ningún peligroso intruso criollo.

Uno de los errores más frecuentes de los directores civiles que han pasado por la Policía Nacional luego de la invasión militar del 20 de diciembre, consiste en la insistencia de abordar las protestas estudiantiles y populares como asuntos de orden estrictamente público. En ellos ha sido práctica muy común la tendencia a soslayar las causas y complejidades que le son inherentes a las protestas sociales y que al final, las explican y generan; para limitarse a ensayar justificaciones a su actuación represiva en discutibles preceptos legales, como si todo lo legal fuera necesariamente legítimo. Este razonamiento tanto absurdo como temerario es lo que impide a jefes policiales como el Señor Mirones, comprender que los males sociales construidos por sistemas políticos-económicos basados en las desigualdades, no desaparecen con la sola demonización y descalificación de las protestas. A fin de cuentas, con nuestras acciones no se rompe el orden ni la paz, lo que se rompe es el silencio.

Cada vez resulta más evidente que el actual gobierno busca, generando un ambiente de desconfianza pública hacia las protestas, despojarnos de nuestros principales derechos. La protesta es tolerable dicen, pero la imperceptible. La otra, la que molesta al fraudulento y enteléquico derecho de terceros, será sofocada con los recursos democráticos de las balas de goma, las detenciones ilegales y las granadas lacrimógenas, aún cuando estas últimas, contengan gases presumiblemente cancerígenos. Aquí, sencillamente, lo que importa no son los pobres y su pobreza; lo que importa es imponer un tratado de libre comercio con los Estados Unidos, la ampliación del Canal, una ley de seguridad social cónsona con el neoliberalismo y un clima apropiado para los negocios de las transnacionales.

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