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20 DE DICIEMBRE, VEINTE AÑOS DESPUÉS

Año VIII, No. 232

19 de diciembre de 2009

La década de los ochenta del pasado siglo inició con acontecimientos que permitían avizorar la gravedad de los sucesos que depararía. Asesinado el general Torrijos, se cerraba un capítulo que había llevado a la consecución de un Tratado con los Estados Unidos, en virtud del cual esa potencia tendría, como en efecto ocurrió, que desalojar el territorio istmeño al final del siglo 20.

También quedaban vigentes, cual espada de Damocles, las modificaciones unilaterales por parte de Estados Unidos al Tratado de Neutralidad, como la Enmienda De Concini y la Reserva Nunn, la primera de las cuales abre las puertas a la intervención militar estadounidense a perpetuidad, mientras la segunda le permite a cualquier gobierno panameño negociar con la potencia norteña el establecimiento de bases militares nuevamente en territorio nacional después del 31 de diciembre de 1999.

Los herederos del poder en la entonces Guardia nacional aspiraban a usufructuar las mieles de la lucha de otros, l@s de abajo, por la soberanía. Era un pastel de 30,000 millones, demasiado para no despertar también los apetitos de la clase empresarial. Hacia 1987 vino la ruptura con el régimen, expresada en la que protagonizó Gabriel Lewis Galindo, aliado de los militares desde los tiempos de Torrijos, quien se convirtió desde Estados Unidos en uno de los principales promotores de una intervención militar norteamericana para desalojar a Noriega y al resto de la cúpula castrense.

Pero otros acontecimientos abonarían en la construcción de la crisis que desembocaría en la infame invasión de aquel 20 de diciembre. Noriega había pactado con el gobierno norteamericano la candidatura de Ardito Barleta a la presidencia en 1984. Sin ningún pudor, esa alianza perpetró un fraude electoral que dio vida a un gobierno carente de toda legitimidad. El asesinato en 1985 de Hugo Spadafora, por instrucciones del mandamás en las Fuerzas de Defensa, además de conmocionar a la población, deparó la destitución del presidente pactado, por amagar éste con conformar una comisión investigadora del crimen.

Esa destitución afectaba el proyecto norteamericano de fortalecer paulatinamente la institución presidencial en detrimento del poder en la institución armada. Estaban preocupados por prevenir que Panamá, lugar de asentamiento de su más importante dispositivo militar en América Latina, no se contagiara de una inestabilidad reinante en la región centroamericana. Para aquellos años, con complicidades del propio Noriega, el Departamento de Defensa llevaba a cabo, a través de  los llamados “contras”, una cruel guerra de desgaste contra el gobierno sandinista de Nicaragua, además de tener una complicada situación sus aliados de la dictadura salvadoreña, enfrentados por la poderosa insurgencia del FMLN.

En 1987, las revelaciones del hasta hacia escasos días segundo al mando de la institución armada, el coronel Roberto Díaz Herrera, abrieron el cauce de una movilización ciudadana como nunca antes había enfrentado gobierno alguno. La respuesta represiva generalizada sólo logró atizar la masividad de la protesta en las calles. Los sectores pudientes rápidamente se apoderaron de su conducción, para lo cual crearon lo que se llamó la Cruzada Civilista.

El régimen militar se encontraba completamente aislado, tanto de las clases pudientes como de la mayoría de la población, condición que explica la decisión de invadir por parte de Estados Unidos, pues conocían de tal circunstancia. Noriega ya no les era útil, más bien era una obstáculo, una pieza inservible de la que se tenían que deshacer, para dar pie a una nueva forma de dominación que permitiera estabilidad y avanzar en los planes neoliberales de privatización, postergados por la crisis de legitimidad que se vivía desde 1984. La anulación de las elecciones de 1989, un verdadero plebiscito contra Noriega, les vino como anillo al dedo.

Pese a lo terrible de la agresión militar de ese 20 de diciembre, es de rigor constatar que recibió apoyo momentáneo en sectores de la ciudadanía, hartos de la represión del régimen militar. Fueron incontables los muertos provocados por la acción militar norteamericana, escondidos hasta hoy de quienes vivieron los cruentos acontecimientos y de las presentes generaciones. Pero poco duraron los cantos de sirena. A mediados de 1990, importantes movilizaciones expresaban su repudio a la ocupación extranjera.

Contrario a la prosperidad y democracia que pregonaban los epígonos de la invasión, veinte años después las mayorías no gozan ni de una ni de otra. Todos los gobiernos posteriores han abonado en desnacionalizar los recursos del país, tal y como pretendía el modelo económico neoliberal que propugnaban los invasores. El de Endara preparó las condiciones de la privatización de las empresas estatales rentables, llevada a cabo por Pérez Balladares, y profundizada por los de Mireya Moscoso, Martín Torrijos y el del propio Martinelli.

Allí están como muestra las cuentas de luz y teléfono que no paran de subir, los carísimos Corredores que, en manos de empresas extranjeras, pagamos para terminar en tranques, amén del alza desmedida de la canasta básica con sueldos que se mantiene congelados, a tal grado que el 82% de los asalariados están por debajo de los 600 balboas, gran parte de ell@s malviviendo con una miseria de salario mínimo.

De la democracia prometida sólo queda eso, las promesas, instaurándose una corrupta partidocracia que ha conducido al país a la angustiosa situación que hoy sufrimos. La impunidad ha sido su nota característica, al amparo de la cual se han amasado fortunas esquilmando el erario público.

Panamá vive aciagos días.  Un presidente que gana a punta de promesas que terminan en autoritarias declaraciones de que no va a cogobernar con sus electores, al momento de repetir lo que han hecho todos, poner sus fichas para cuidarse las espaldas en la Corte Suprema,  a la par que diligentemente apoya un golpe de Estado como el perpetrado en Honduras. Todo ello nos permite afirmar que las ansias de libertad de quienes enfrentaron la represión norieguista, así como las de soberanía de quienes denunciaron que la invasión no era una solución sino el inicio de nuevos males, son urgentes metas por conquistar a veinte años de una de las peores masacres perpetradas en nuestro país.

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