Los
intereses imperialistas contra Líbano y Siria
Siria y el toro
blanco
Ignacio Gutiérrez
de Terán*
Publicado
en Rebelión.org, 12-03-05
CSCAweb (www.nodo50.org/csca), 14 de marzo de 2005
"Con
motivo de la guerra y ocupación de Iraq, Washington ha
venido desplegando ante los sirios una política de presión
constante. Siria fue, al menos en apariencia, el país
que más activamente se mostró en contra de la adopción
de resoluciones favorables a la invasión en las Naciones
Unidas, y durante meses utilizó un llamativo tono crítico
hacia Washington mucho más acerado que el de los aliados
europeos de EEUU que no quisieron participar en la nueva empresa
militar. Damasco siempre consideró que la nueva campaña
bélica supondría un peligro real para la estabilidad
de su régimen y que el experimento político a implantar
en el vecino Iraq tenía visos de propagarse por doquier.
Además, estaba la sospecha de que las invasiones de Afganistán
e Iraq constituían tan sólo los dos primeros capítulos
de un guión de mayor envergadura"...
Las circunstancias a las que
se enfrenta hoy el gobierno sirio de Bachar al-Asad recuerdan,
hasta cierto punto, la moraleja recogida en un célebre
cuento oriental titulado los tres toros y el león. Éste,
desesperado porque los tres animales (uno blanco, otro negro
y el tercero bermellón) le hacen frente de forma mancomunada
e impiden que los devore, decide urdir una estratagema para separarlos
y poder comérselos de uno en uno. Así, a base de
insidias y añagazas, logra sembrar la discordia entre
ellos y quebrar su alianza. El león consigue aislar a
uno, luego a otro y por último se encuentra cara a cara
con el tercero, que, tarde ya para comprender su error y lamentarse
por haber roto su alianza con los otros dos toros, sólo
alcanza a exclamar: "A mí me comieron el día
que fue devorado el toro blanco". Por supuesto, no se trata
de hacer burdos paralelismos entre determinados países
"bovinos" de Oriente Medio y Asia Central y cierta
gran potencia de demostrado ánimo devorador; pero sí
hay que decir que, a la vista de los antecedentes inmediatos,
la dirección siria ha cometido una serie de errores de
bulto que han permitido a los Estados Unidos aislarla y cercarla
con relativa comodidad. En este caso concreto, no debe suponerse
que Siria ha actuado con su vecino Iraq de modo que recuerde
el comportamiento del toro bermellón con sus dos compañeros,
especialmente si se tiene en cuenta que la gran mayoría
de los estados de la zona (Kuwait, Qatar, Bahréin, Jordania,
Israel, Egipto, etc) han sido mucho más solícitos
con la administración de Bush, bases militares estadounidenses
y facilidades logísticas incluidas. Tampoco puede decirse
que los dirigentes sirios han facilitado las cosas a las fuerzas
invasoras una vez completada la ocupación, tal y como
han hecho los iraníes; pero sí han caído
en la ingenuidad, como tantos otros, de pensar que la condescendencia
de Washington iba a durar para mucho tiempo.
Todo el mundo sabía
que Siria formaba parte destacada en la lista de los países
considerados non gratos por la administración de Bush.
A pesar de que éste concede un protagonismo capital a
los dos componentes que siguen en pie del eje del mal, Corea
del Norte y, sobre todo, Irán, y teniendo en cuenta que
en uno de sus famosos discursos terapéuticos habló
de seis naciones malignas y tiránicas en las que no incluyó
a Siria, al-Asad y los suyos han recibido críticas y veladas
amenazas por parte de los estadounidenses y sus aliados, que
son legión hoy por hoy en Oriente Medio. Con motivo de
la guerra y ocupación de Iraq, Washington ha venido desplegando
ante los sirios una política de presión constante.
Siria fue, al menos en apariencia, el país que más
activamente se mostró en contra de la adopción
de resoluciones favorables a la invasión en las Naciones
Unidas, y durante meses utilizó un llamativo tono crítico
hacia Washington mucho más acerado que el de los aliados
europeos de EEUU que no quisieron participar en la nueva empresa
militar. Damasco siempre consideró que la nueva campaña
bélica supondría un peligro real para la estabilidad
de su régimen y que el experimento político a implantar
en el vecino Iraq tenía visos de propagarse por doquier.
Además, estaba la sospecha de que las invasiones de Afganistán
e Iraq constituían tan sólo los dos primeros capítulos
de un guión de mayor envergadura. En cierto sentido, la
oligarquía siria no se equivocaba; y ante la evidencia
de que Estados Unidos, con o sin el apoyo de la mayor parte de
la opinión pública mundial y la supuesta oposición
de numerosos estados de reconocido peso específico, ha
acabado haciendo en Iraq lo que le ha venido en gana, trató
de jugar a convertirse en imprescindible, lo mismo que Irán.
El problema de los dirigentes
sirios es que su condición de absoluta necesidad para
los intereses estadounidenses en la región es mucho más
relativa que la iraní. Teherán, a pesar de lo que
diga la propaganda americanófila y sus ecos aquí
y allá, ha desempeñado una labor fundamental a
la hora de allanar el camino a la ocupación de Iraq. Sin
el concurso de los ayatolás iraníes habría
sido impensable la participación de las principales formaciones
chiíes iraquíes en la creación de la nueva
estructura de gobierno iraquí. Del mismo modo, la clase
dirigente iraní ha contenido los ánimos de determinadas
facciones iraquíes que preconizaban una oposición
más activa a los invasores estadounidenses y ha coadyuvado
a establecer alianzas varias entre sus aliados chiíes
y otros sectores de la oposición iraquí, cual es
el caso de las dos principales formaciones kurdas, en especial
la de Yalal Talabani, cuyas buenas relaciones con Teherán
han sido siempre notorias. En este sentido, y lo mismo que ocurriera
en Afganistán, la colaboración iraní ha
adquirido una importancia que, debido a condicionantes muy concretos,
ha sido soslayada o, en el peor de los casos, tachada de obstruccionismo.
Empero, sin la cooperación de Teherán la invasión
de Afganistán e Iraq no se habrían producido en
los términos tan favorables a EEUU que todos conocemos.
Por esta razón, Irán debe seguir desempeñando
una función precisa en Iraq en beneficio de los intereses
estadounidenses, aun cuando Washington denuncie con persistencia
la presunta implicación de los iraníes en los actos
de terrorismo que asolan el país.
Lo práctico, ahora,
no es definir en qué medida Siria, o Irán, se hallan
en el punto de mira de Washington sino hasta qué punto
"interesa" a la política exterior estadounidense
armar una campaña bélica contra uno de los dos
o contra ambos. En el caso de Siria, no hay motivos suficientes,
todavía, para pensar que la estrategia estadounidense
engloba la prioridad de un ataque bélico, bien a través
de sus propias fuerzas armadas o, lo que parecería más
probable, por medio de un ejército aliado cuya identidad
es fácil imaginar. Pero sí resulta evidente que
el acoso estadounidense contra Siria está ya en marcha,
vehiculado en una serie de etapas de rasgos bien definidos que
tienen su punto de partida en la resolución 1559.
La resolución
1559
De inspiración franco-estadounidense,
la 1559, aprobada hace unos meses por las Naciones Unidas, reclama
entre otras cosas la salida de las tropas sirias de Líbano.
Tras el asesinato del ex primer ministro Rafiq al-Hariri, el
clamor de buena parte de la población y la presión
de la llamada comunidad internacional han obligado al presidente
al-Asad a anunciar la retirada de su ejército al valle
de la Bekaa y de ahí a la frontera entre los dos países.
La medida, como era de prever, no ha parecido suficiente a estadounidenses
y franceses y mucho menos a numerosos opositores libaneses, pero
ha servido a al-Asad para ganar un mínimo de tiempo y
tratar de fortalecer los apoyos internos en Líbano y un
atisbo de solidaridad interárabe. Es indudable que al-Asad
va a tener que sacar a los 15 mil soldados que aún mantiene
en territorio libanés en un plazo no muy lejano; y, también,
que sólo le queda un estrecho margen de maniobra para
hallar una salida honrosa que no recuerde la "espantada"
militar del régimen de Tel Aviv en 2000. Esta salida pasa
por reclamar la prioridad de los Acuerdos de Taef de 1989, que
marcaban un calendario y procedimiento para el redespliegue.
En este acuerdo se hablaba de dos años, plazo que, evidentemente,
ha quedado ya desfasado, y se estipulaba la concentración
de las tropas en el valle de la Bekaa. Los libaneses prosirios
también reclaman la potestad del Taef y rechazan la 1559
por considerarla una injerencia en los asuntos internos del país;
pero Estados Unidos y Francia insisten en que la resolución
de Naciones Unidas es la única referencia válida.
Por supuesto, Bachar al-Asad, que ya ha tenido la oportunidad
de comprobar cómo la supuesta solidaridad de sus aliados
árabes y rusos se esfuma ante las presiones estadounidenses,
sabe que, en última instancia, no tendrá más
remedio que ceder a las presiones. Pero trata de alargar lo más
posible esta solución final porque, en verdad, la 1559
no es una resolución específica sobre la presencia
siria en Líbano. De hecho, esconde una serie de requisitos
que inciden de forma manifiesta en el cometido regional de Damasco.
Algunos han catalogado la 1559
de "resolución trampa" porque su mayor peligro
reside en lo que resulta menos obvio. La obligatoriedad de que
Damasco debe dejar de apoyar a los "grupos terroristas",
tanto en Palestina como en Líbano, va en la línea
de evitar que el poder sirio siga entorpeciendo el curso del
llamado proceso de paz. Por otro lado, pretende desvincular a
Damasco de Hizbolá, su principal aliado libanés,
e impedir el avance del gran referente árabe de la resistencia
frente a Israel. Y, otro tanto, busca embocar a los sirios a
una nueva ronda de negociaciones con los israelíes en
una posición de manifiesta debilidad. Por lo tanto, en
cuanto los soldados sirios salgan de Líbano, EEUU se centrará
en el siguiente punto, el apoyo a las organizaciones palestinas
críticas con el proceso de paz, y de ahí a la cuestión
de Hizbolá. Es decir, que se cuenta con los mecanismos
suficientes, validados por la comunidad internacional por medio
de la 1559, para seguir tensando la soga todo el tiempo que se
estime conveniente.
Por si acaso, Damasco ya está
padeciendo en sus carnes lo que significa convertirse en el gran
leviatán de la región en sustitución de
Iraq. Si estalla una bomba en Israel, ésta, Estados Unidos
y la misma Autoridad Nacional Palestina responsabilizan a Siria
de estar detrás del atentado por el hecho de que el líder
de la organización que se lo atribuye tiene oficinas allí.
Lo más relevante del asunto es que grupos como Hamás
o Yihad Islámica, que tienen o han tenido representación
en Siria hasta hace poco, vienen cometiendo atentados suicidas
en territorio israelí desde hace años y nadie había
lanzado acusaciones tan explícitas sobre la autoría
siria. Los nuevos dirigentes palestinos acusan a los sirios de
injerencia en sus asuntos internos. Incluso se habló de
una conspiración articulada por Hizbolá y, por
lo tanto, según la lógica norteamericanaisraelí,
por Siria e Irán, para acabar con el presidente de la
ANP, Mahmud Abbás. El gobierno iraquí transitorio
también ha elevado el tono de sus denuncias contra el
ejército y los sevicios secretos sirios, a quienes hacen
promotores y ejecutores de la ola de terrorismo que invade el
país. Por estas fechas, precisamente, la televisión
iraquí está mostrando reiteradas imágenes
de islamistas radicales detenidos que afirman haber recibido
instrucción militar en Siria. Hasta el secuestro de una
periodista francesa ha sido interpretado por París como
un intento de chantaje sirio cuyo objetivo no sería otro
que forzarla a modificar la 1559. Y, por supuesto, el asesinato
del ex primer ministro Rafiq al-Hariri en febrero pasado se imputa
a Damasco porque, lisa y llanamente, resulta evidente que su
asesinato favorece a Siria. Extraña evidencia esta porque
los acontecimientos han demostrado precisamente lo contrario.
No tardaremos en ver asombrosas
revelaciones sobre un supuesto plan nuclear o el atesoramiento
de armas de destrucción masiva, sobre todo porque la cobertura
legal que se buscaba está asegurada ya en la resolución
citada. Eso por no hablar de la naturaleza represiva y dictatorial
del régimen sirio en la actualidad, a sabiendas
de que los Asad y su camarilla de poder han saqueado y sojuzgado
a su pueblo durante años sin que los estadounidenses pusiesen
el énfasis en su intrínseca maldad.
El otoño
libanés
Al-Asad trata de demorar lo
máximo posible la retirada definitiva de Líbano
para retrasar, por lo mismo, la entrada en funcionamiento del
resto de medidas de choque contempladas en el plan de la administración
Bush. La irrupción francesa y estadounidense en el expediente
sirio-libanés y, sobre todo, el asesinato de Rafiq al-Hariri
han dado lugar a un movimiento popular libanés de protesta
en el que, por primera vez en mucho tiempo, ha habido una sincera
unión de numerosos partidos y representantes grupos confesionales.
Las concentraciones y actos diarios de rechazo a la presencia
siria en el país han recibido el apelativo de "primavera
libanesa", a imagen y semejanza de las recientes movilizaciones
democratizadoras de algunas repúblicas ex soviéticas.
El problema aquí es que Líbano, en casi todo, es
une outre chose, un caso peculiar que no tiene parangón
en casi ningún sitio, tal y como ha podido sospechar algún
despistado al comprobar la capacidad de convocatoria de las formaciones
políticas prosirias, sobre todo de Hizbolá, que
sabe que el principal protagonista de la 1559 no es Siria sino
ella misma. No se trata de calibrar quiénes cuentan con
más apoyos populares, si la oposición o los progubernamentales,
pero sí debe señalarse que la supuesta unanimidad
en torno a la potestad de la 1559 se da en muchos sitios pero
no en Líbano. Esto no quiere decir que la generalidad
de la población no esté harta de la prepotencia
e injerencias de los altos mandos sirios, que durante décadas
se han dedicado a manipular la soberanía libanesa en su
propio provecho personal, contrabando y prebendas incluidas.
De hecho, uno de los pretextos principales del ejército
sirio para justificar su permanencia ha sido la de defender a
los libaneses de agresiones externas, preferentemente las israelíes.
No obstante, éstos han bombardeado el interior libanés
y las bases sirias sin que Damasco haya ordenado ningún
tipo de reacción.
El quid de la cuestión
para los llamados partidarios del gobierno de Beirut radica en
el hecho de que la aplicación de la 1559 va a dejar el
camino expedito a una nueva injerencia extranjera representada
por Estados Unidos e Israel. En este sentido, Líbano no
ha avanzado nada desde 1943, año del pacto nacional por
el que unos representantes de las dos comunidades, cristiana
y musulmana, se comprometían a no anteponer sus afinidades
con este país o aquella corriente ideológica a
la necesidad de hallar un consenso nacional. Alguien dijo que
estas dos negaciones (los cristianos dejarían de reclamarse
valedores de occidente y los musulmanes harían lo propio
con el panarabismo y el pansirianismo) no podían equivaler
a una afirmación, y de hecho así le han ido las
cosas al país, sobre todo a partir de la década
de los setenta del siglo pasado. Hoy, por desgracia, se está
dando esta misma circunstancia. En ambos bandos estamos asistiendo
a una obsesión enfermiza por aferrarse a uno de los bloques
exteriores. Tan chocante puede llegar a resultar ver a algunos
con un cartel que da gracias a Bush y Chirac por la resolución
en cuestión como a otros con fotos de Bachar al-Asad.
Al menos, las manifestaciones de opositores y progubernamentales
ha deparado la imagen inédita de cientos de miles de libaneses
con banderas nacionales y no de partidos y grupos confesionales
diferenciados; y lo mismo puede decirse del tono conciliador
de los oradores de ambos bandos con las excepciones ineludibles
de personajes como general Michel Aun o los líderes del
Partido Nacional Socialista Sirio-, que han puesto el énfasis
en la unidad nacional. De todos modos, unos y otros deberían
afrontar la raíz del problema verdadero de Líbano,
que no es otro que la pervivencia de un sistema confesional de
cuotas anacrónico y muy dañino para la convivencia
de millones de personas que siguen siendo obligadas, por ley,
a "militar" en su comunidad religiosa. Un sistema enfermo
que ha propiciado el monopolio del poder por parte de un número
de familias referentes de los diversos grupos confesionales (los
Karame, los Salame, los Solh, los Frangie, los Chamoun, los Gemayel,
los Murr, los Yunblat, los Arislán, los Huseini, etc)
y la marginación de gruesas capas sociales. Un sistema,
en definitiva, que está en el origen de la guerra civil
de 1975 y que, si los libaneses no lo remedian y las presiones
externas así lo incitan, podría desembocar en un
nuevo conflicto nacional.
Una vía
de escape
A la vista de los antecedentes,
la dirección siria debería actuar de forma inteligente
para neutralizar esta campaña de agresión o, al
menos, hacerle frente con el respaldo unánime de sus ciudadanos.
No bastará la salida de Líbano porque los etadounidenses
pedirán más, desde concesiones que cualquier estado
soberano consideraría deshonrosas hasta cambios significativos
en la estructura de mando. A los dirigentes sirios les ha debido
de embargar la misma sensación de sorpresa e inquietud
que embargara a los iraquíes inmediatamente después
de la invasión de Kuwait en 1990. La inmediata y virulenta
reacción estadounidense, entonces, no dejó de resultar
llamativa: al fin y al cabo, había sido Washington quien
había alentado a Bagdad en su guerra contra Irán
y, también, quien había dado a entender que las
tensiones con Kuwait a propósito de las deudas millonarias
reclamadas por éste no eran motivo de gran preocupación
para ellos. Hoy, los dirigentes de Damasco observan con no poca
susceptibilidad la rapidez con la que Washington ha armado la
"campaña libanesa". ¿No fue acaso ese
mismo Washington quien bendijo la permanencia de las tropas sirias
en Líbano en recompensa por la participación siria
en la Guera del Golfo de 1991? ¿No fue EEUU quien ha alabado
repetidas veces la cooperación de Damasco en la lucha
contra el terrorismo? ¿No fueron los propios estadounidenses
los que se encargaron de apaciguar a algunos círculos
opositores libaneses que mostraban, en los noventa, una animadversión
"excesiva" hacia la presencia siria? En definitiva,
¿cuándo han mostrado los gobernantes estadounidenses
este repentino celo de ahora por garantizar elecciones libres
y democráticas en un Líbano "no ocupado"?
Estados Unidos, como ya ocurriera
en mucha mayor medida en Afganistán o Iraq, ha hecho de
su capa un sayo. Como si de un consumado ladrón se tratara,
ha perpretado su alianza circunstancial con guante de látex.
Lo único que tiene que hacer uno, llegado el momento oportuno,
es destruir el guante y borrar cualquier prueba inculpatoria.
Luego vendrá la amnesia histórica y las oscuras
justificaciones en torno al supremo interés nacional e
internacional. Así se solventaron, al fin y al cabo, las
críticas sobre el protagonismo de Washington en la creación
de esos dos engendros llamados Saddam Husein y Osama ben Laden.
Y así se está haciendo ahora en torno a la consagración
de la influencia siria en Líbano tras el fin de la guerra
civil en 1990.
Muchos habríamos deseado
que el régimen sirio hubiese llevado a cabo una apetura
radical para poner fin a décadas de despotismo y represión
feroz. La muerte de Hafez al-Asad abrió una tenue esperanza
de cambio que no ha rendido ningún fruto. En este sentido,
el sistema sirio permanece anclado en la medida rácana
habitual de libertades y pluralismo inherente a la degradada
condición política árabe. Ahora, la oligarquía
de Damasco se enfrenta a la imputación de tiranía
y oprobio, una imputación por cierto sostenida por miles
de sirios de izquierdas y derechas, islamistas y secularistas,
a pesar de que Estados Unidos guardaba sus habituales silencios
de conveniencia cuando el régimen de turno hace que lo
se le dice. Con gran ingenuidad, habría que solicitar
de nuevo a Damasco que se abriese e impulsara un verdadero proceso
democratizador que no tuviese nada que ver con las espurias premisas
de Estados Unidos para Oriente Medio. Puede ser que esta reforma
no detenga la campaña de acoso y derribo, pero al menos
permitirá el ascenso de una conciencia nacional que empuje
a la gran mayoría de los sirios participar de buen grado
en la defensa del país sin padecer la impresión
de que, en realidad, están sacrificándose por un
régimen que no les ha dado nada. Por desgracia, es de
temer que este llamado caiga en saco roto, al igual que las conminaciones
que se hicieron a Bagdad para rebajar su listón de represión
y permitir, con anterioridad a la guerra de 2003, la participación
de corrientes ampliamente representativas. Por supuesto, el nivel
de brutalidad y barbarie exhibidos por los mandatarios sirios
no ha llegado nunca a los máximos de Saddam Husein, del
mismo modo que el breve periodo de gobierno de Bachar al-Asad
permite pensar que sus manos no están tan manchadas de
sangre como las de su padre y sus más cercanos colaboradores.
Además, la oposición, ya sea islamista o izquierdista,
sus dos ramas principales, no tiene hasta ahora el marcado sesgo
proestadounidense mostrado por sus homónimos iraquíes
del exterior. Al contrario, ha mostrado siempre una desconfianza
extrema hacia las maniobras arteras de Washington. Ni siquiera
el expediente kurdo en Siria es comparable al iraquí,
por mucho que los kurdos sirios, igual que los árabes,
turcomanos y demás, tengan motivos más que suficientes
para rechazar al gobierno central de Damasco. A esto se le une
que al-Asad cuenta con el apoyo incondicional de Irán
y, por lo menos, la no animadversión de sus estados aliados
árabes, Arabia Saudí y Egipto principalmente, y
el resto de países de la zona que, con la excepción
de Líbano e Israel, no tienen contenciosos abiertos con
aquél más allá de tensiones circunstanciales.
Todo esto, y el hecho de que
la fuerza de sus aliados dentro de Líbano debe impedir
que Beirut se muestre beligerante en el caso de que EEUU decida
mantener su cerco, debería hacer pensar a los dirigentes
sirios que la reforma política y las libertades no pueden
esperar más tiempo. Las falsas garantías y los
silencios estadounidenses hicieron creer a Damasco que podría
seguir en Líbano el tiempo que quisiera. Esperemos que
las amenazas de Washington y el recuerdo del antecedente iraquí
les haga comprender, por fin, que la concordia nacional exige
el respeto al pueblo sirio. Pero mucho nos barruntamos que no
va a ser así: al final, puede que se repita el guión
iraquí; o, lo que no deja de ser una desgracia, que el
régimen renuncie a todos los fundamentos de soberanía
e integridad nacionales a cambio de seguir aferrado al poder
con un esmalte de reformismo, ese mismo reformismo de salón
que estamos viendo en Qatar, Bahréin, Kuwait, Jordania
y otros tantos países árabes amigos de EEUU y alabados,
por lo tanto, por sus "grandes progresos" en materia
democrática.
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