Por Alberto Mínguez
Fuente: La Vanguardia
Eran miles aquella luminosa mañana de Teherán, gritando alegremente “Velos no”, a través de las grandes avenidas de la capital iraní. Casi todas jóvenes, vestidas a la europea, maquilladas algunas. Simbólicamente habían quemado un chador antes de incoar su protesta. La manifestación fue relativamente pacifica (a excepción de ciertas agresiones de algún “guardián de la revolución) y al día siguiente la Prensa y la televisión de todo el mundo reproducían las imágenes de la marcha contra el velo. Fue la primera y, tal vez, la última oportunidad para las iraníes de reivindicar la dignidad y la libertad frente a una sociedad en la que la mujer seguía siendo el proletariado del hombre.
Todavía el oscurantismo jomeinista no había desencadenado su brutal intransigencia, aunque los síntomas eran todo, menos esperanzadores. El Sha había huido y la revolución avanzaba a trompicones. Muchas de aquellas mujeres se habían enfrentado a la Policía del Emperador al grito de Dios es grande y vestidas con el chador tradicional. La religión había sido, entonces, el motor del cambio, después se convertiría en el freno de la libertad.
El proceso no era nuevo. Así sucedió en Argelia, durante la guerra de liberación. Miles de mujeres participaron en la guerrilla del Frente de Liberación Nacional, o ayudaron con su resistencia activa o pasiva a los independentistas. Muchas murieron en los combates, o fueron torturadas; Creían tal vez ingenuamente que la independencia representaría para ellas su liberación de los tabúes del pasado. También en los primeros tiempos cuando Ahmed Ben Bella gobernaba con más entusiasmo que competencia, con más pasión que eficacia, hubo manifestaciones y protestas.
También entonces se quemaron velos (en su versión argelina: halk), se pidió igualdad ante la Ley y la realidad. Fue inútil: volvió el velo, símbolo de la sumisión, y veinte años después de acabados los combates contra el colonialismo, el Gobierno argelino aprobó un «Estatuto de la familia», donde se consagra la subordinación de la hembra al macho, para mayor gloria del Islam.
En las actuales circunstancias el velo se ha convertido para millones de mujeres del Islam en el recordatorio de su opresión, pero también en el símbolo del renacimiento religioso y cultural que vive el mundo musulmán, respuesta vehemente a las solicitaciones de otras culturas y credos. Las justificaciones teológicas utilizadas por los comentadores y exegetas del Corán para defender el velo suelen basarse en un fragmento del Libro santo musulmán.
Se trata de un diálogo entre Mahoma (el Profeta) y Omar, su compañero de fe y cuñado. Dice Omar: «Oh, Profeta! Di a tus mujeres, di a tus hijas, y a las esposas de los creyentes que coloquen un velo sobre su vestido y así cubran su rostro del modo más conveniente, de modo que no puedan ser reconocidas y confundidas con las esclavas o las mujeres de costumbres libres. »
Parece bastante probable que en la península arábica, en tiempo pre-islámicos, las mujeres utilizaban ya el velo, lo mismo que en ciertas zonas del Mediterráneo. En cierto modo Mahoma fue para aquella sociedad de beduinos, a la que logró insuflar una fe ardiente y combativa, un reformador que modernizó y «civilizó» sus costumbres.
Entre los usos más frecuentes de aquellos nómadas estaba enterrar a las niñas recién nacidas. El nacimiento de una mujer era considerado como un drama familiar, algo que todavía sigue estando vigente por desgracia en ciertas sociedades africanas y mediterráneas.
Pese a la taxativa recomendación coránica del velo, no siempre éste fue utilizado por las mujeres islámicas. En las conclusiones de un coloquio sobre el «Dogma musulmán y los derechos del hombre en el Islam», celebrado en 1978, se explica así la extensión del velo en la sociedad musulmana: «tras la aparición del Islam, ciertos elementos amorales, reclutados entre los no-musulmanes y hostiles a la religión, comenzaron a atacar a las mujeres creyentes, con objeto de provocarlas y atentar contra su pudor.
Cuando estos provocadores eran llamados al orden, se excusaban diciendo que no sabían que estas mujeres eran musulmanas y que habían creído que eran esclavas. Tales provocaciones estuvieron a punto de desencadenar graves desordenes, y por eso el Corán recomienda a todas las musulmanas que cubran su rostro con el vestido. Esta regla servia para identificaras e impedir que fueran atacadas». La opinión de Julliette Minces, socióloga y especialista en temas árabes, difiere un tanto de la anterior. Para ella las mujeres islámicas no han llevado velo desde siempre, salvo en el caso de las «aristócratas». Mientras la tribu o pueblo pudo conservar su estructura "endógama’, tradicional, no tenían necesidad de utilizar el velo. Las mujeres se velaban cuando abandonaban su pueblo o aldea e iban a otro lugar, para preservar su identidad ante los "extraños". Esta práctica fue extendiéndose con severidad desigual a medida que se iban introduciendo en esta sociedad tradicional los cambios, y llegaban los productos occidentales manufacturados... La economía de mercado acentuó la estratificación en clases y el modelo social, copia del burgués urbano, se convirtió en el modelo general. Los ricos pueblerinos imitaron a los señores de las ciudades que imponían el velo a sus mujeres. En la ciudad, la sociedad tradicional que se sentía amenazada utilizaba el velo como un medio para defenderse. La admisión del modo de vida urbano como arquetipo hizo que el velo se extendiese. »
Curiosamente serian las mujeres de la burguesía urbana de quienes, según Juliette Minces, se imitó el porte de velo, las primeras en desembarazarse del mismo, cuando a principios de nuestro siglo se inició el proceso de occidentalización en ciertas sociedades árabes e islámicas. Este esfuerzo —apoyado desde el poder por personalidades como Ataturk en Turquia, Burguiba en Túnez o el Sha en Irán— tuvo limitadas consecuencias en las zonas más conservadoras de ciertos países. Curiosamente también serán los sectores de la burguesía urbana quienes por razones políticas y morales reivindican ahora en Estados como Argelia, Túnez, Egipto e Irán, la vuelta velo: es la reacción contra la «occidentalización» de las costumbres, contra «la degradación e inmoralidad capitalista», contra la transculturación que amenaza con exterminar los valores tradicionales del Islam. Asi, en las Universidades, muchas mujeres se velan o portan el «chador» (lo que, como veremos, no es igual) para expresar su oposición a la civilización cristiano-occidental y volver a la ortodoxia árabe-musulmana.
El velo, pues, sirve paradójicamente para diluir la identidad individual y también para reafirmarla en el terreno colectivo. O, como afirman los teólogos musulmanes, refiriéndose a su origen, para «identificar» a las mujeres creyentes ante las asechanzas de los infieles, pero también para ocultarlas a las miradas del «otro». A partir de la pubertad —y, en algunos países del golfo Pérsico, a partir de los diez altos— la mujer musulmana comienza a utilizar el velo. Sucede, sin embargo, que no existe un modelo único para esta prenda, e incluso la propia denominación no siempre coincide con su función. Así, el «chador» iraní no cubre el rostro ni parte de él, simplemente tapa el cuello y los cabellos. El «chador» ha podido asimilarse al «hábito islámico» (saya hasta los tobillos), pero no es, en el sentido estricto, un velo.
En el mundo islámico hay velos para todos los gustos. Desde el utilizado en Marruecos, banda de tejido que va de oreja a oreja y cubre nariz y boca, hasta el que usan en ciertas zonas de Afganistán, Pakistán e India, especie de capuchón negro, en forma de campana, que oculta el rostro completamente y que permite a duras penas la visión de una red rectangular colocada a la altura de los ojos. En ciertas zonas de la península arábiga se utiliza la «burga», auténtica máscara de cuero de color castaño dorado que no permite ver más que los ojos, y es complementaria de la «abaya» tradicional, larga sotana negra que cubre a la mujer desde la cabeza a los pies.
Así como en la República islámica de Jomeini el velo es obligatorio («rehusarlo constituye una afrenta a la ley de Dios y del Profeta, un insulto material y moral al país entero», dice el imán), en otros —sobre todo en los mediterráneos, salvo en Libia— la libertad es total, aunque el peso de la tradición sea determinante. En el Islam negro» casi ninguna tribu lo exige, limitándose a imponer un pañuelo que tape cabellos y orejas.
La original excepción se encuentra, sin duda, en los tuareg del Hoggar argelino, macizo volcánico que se extiende por una superficie de más de un millón de kilómetros cuadrados. Nómadas, guerreros temibles y caballerosos, los tuareg (unos 250.000 en la actualidad) son ciudadanos argelinos. Sus costumbres difieren considerablemente de las de otras tribus o grupos socia]es. Entre ellos, la mujer goza de un nivel de libertad insólito en el mundo musulmán. Ellas son quienes mantienen por tradición oral la lengua materna, el «tifinagh», y las que la enseñan a sus hijos. Las fiestas mixtas entre solteros están a la orden del día, y la virginidad femenina no constituye el elemento principal para la felicidad matrimonial. Curiosamente son los hombres que portan velo (para protegerse en sus largas marchas del viento, la arena y el sol del desierto), mientras que las mujeres nunca lo han utilizado ni, por supuesto, lo utilizan ahora.
En contrapartida, uno de los grupos sociales que más severamente exigen velo y reclusión a las mujeres son los habitantes de la región de Mzab, también en Argelia, miembros de la secta «kharedjita», que tienen adeptos en la isla tunecina de Djerba y en el sultanato de Omán. Las mujeres mzabitas no pueden salir de la casa paterna a partir de los diez años, y sólo abandonarán la reclusión para casarse e iniciar otro encierro de por vida en el hogar del marido.
Este puritanismo a veces se mezcla con usos un tanto particulares como el «engorde» de las mujeres en edad de merecer. En la zona de Atar (Mauritania) la gloria y riqueza de un hombre se mide por la obesidad de su mujer o hijas. A ese respecto existen verdaderas «estaciones de engorde» para mujeres, sobre todo en el valle de Néma, también en Mauritania, en donde se obliga a las adolescentes, cuyos padres aspiran a casar convenientemente, a tragar ¡20 litros de leche por dia!
La situación de la mujer en el Islam sigue siendo uno de los temas más controvertidos de la actual sociologia feminista. Ciertas feministas occidentales suelen caer en la tentación de utilizar sus propios baremos para juzgar situaciones cuya homologación desde todos los puntos de vista (culturales, históricos, religiosos, técnicos) es imposible. Tal tendencia ha sido denunciada en varias ocasiones por los movimientos feministas existentes en los países musulmanes, que también existen.
Sería un tanto hipócrita y, además, falso, negar que en los últimos cincuenta anos la condición y derechos de las mujeres musulmanas han experimentado cierta mejora. Desde el punto de vista legal (y exceptuando algunos países del golfo Pérsico, sometidos todavía a una teocracia aniquiladora) los derechos de la mujer han avanzado de forma espectacular. Otra cosa muy diferente es la aplicación de estos principios legales a la realidad cotidiana. Y ahí radica el obstáculo más difícil de superar.
Las estructuras tradicionales, tanto materiales como psicológicas, siguen impidiendo cualquier avance liberador en nombre de los principios religiosos de la moralidad pública, o de los valores familiares. Los actuales esfuerzos de muchos hombres y mujeres para terminar con la poligamia, la escisión, la esclavitud, la «venta» matrimonial, el abandono o repudio, la falta de instrucción femenina, etc., han chocado no sólo con reacciones caricaturescas (aunque dramáticas), como es el caso del «ayatollah» y sus seguidores en Irán, sino también —y sobre todo— con el peso de la tradición sexista y de la historia. Tales resistencias no podrán superarse sin que se produzca un proceso de modernización «autocentrado», es decir, nacido y desarrollado según las exigencias internas de la sociedad y no mediante copias o remedos más o menos bienintencionados de las experiencias ajenas.
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