Por Victoria Sendón de León
Sus eminencias, los señores obispos, han tenido a bien sumarse a la manifestación pepera contra la reciente ley del matrimonio entre homosexuales tras el lema LA FAMILIA SÍ IMPORTA, como si la Iglesia Católica disfrutara del monopolio sobre una institución existente mucho antes de que ella misma comenzara a dar sus primeros pasos allá en Palestina. Y digo monopolio porque se trata de una ley civil y no eclesiástica, y aquello de “dar al César lo que es del César....” se supone que todavía funciona. ¿O no? Pues va a ser que no, porque estos se apuntan sólo a lo que les conviene. Dicen que la apoyan porque se trata de una reivindicación justa. ¡Que cinismo! También era justa la Ley integral contra la violencia de género y no vimos manifestarse a su favor a ningún tonsurado. También son justas las campañas contra el sida o contra la deslocalización de las multinacionales, pero esas cosas no son de su incumbencia, señalan.
Ellos, que dominan el latín, deberían saber que “familia” significa servidumbre, una servidumbre a la que pertenecían, no sólo los esclavos, sino la esposa y los hijos regidos todos ellos por el pater familias, según el Derecho Romano. De algún modo, es esa la familia que ellos defienden, porque si hay algo contra lo que la Iglesia lucha desde siglos es contra la emancipación de las mujeres. No hay nada que más les obsesione, sobre todo una emancipación que pase por la libertad en las relaciones sexuales. Y esto es ya el colmo. No sólo que las mujeres se relacionen como quieran y con quien quieran, sino que se casen entre ellas sin ser arrojadas de inmediato a los infiernos es ya demasiado. Tan demasiado que supone una pérdida importante de “su” poder sobre las conciencias, que es su fuerte. Los obispos se manifiestan por mantener ese poder, así de claro; y el PP sale a la calle para erosionar un poder legítimamente elegido y que no son capaces de digerir. Si tanto les importaran a los obispos las “aberraciones sexuales” se cuidarían un poco más de las tropelías y abusos cometidos por sus clérigos.
Por supuesto que la familia siempre se ha entendido como la unión entre un hombre y una mujer en las condiciones que fuera: por conveniencia, por obligación, por lascivia, por pelotazo, por costumbre, por equivocación, por ilusión, por no quedarse soltera, por inconsciencia, por temor, por estupidez.... ¡Eso no importa! Lo que importa es seguir manteniendo la institución angular del Patriarcado. Sin las consabidas uniones heterosexuales que reproduzcan ad infinitum el statu quo, la institución de instituciones que supone la globalidad patriarcal se iría al cuerno. Y ahí está el padre del cordero pascual.
El matrimonio entre homosexuales supone romper la tradición del pater familias como jefe de la servidumbre. La jefatura ya no está aquí definida por el sexo, porque, o bien existirían dos padres o ninguno. Supone, pues, otro modelo, pero no en virtud de la homosexualidad, sino en virtud de la jerarquía. No conciben una familia en régimen de igualdad ni menos en ausencia de un varón que domine. Pero es que, además, los hijos de esta unión empezarían a crecer en otro modelo de sociedad en el que los roles no estarían marcados por el sexo al que se pertenece, sino que serían compartidos o se definirían por los gustos o aptitudes de cada quién. Los roles serían personales y no de género: otra aberración, aberración tanto para la Iglesia como para la derecha conservadora de privilegios ideológicos y machistas. Ellos no quieren que cambie nada porque así les va muy bien.
Personalmente, aunque apoyo la opción de los matrimonios homosexuales como un logro de la lucha por la igualdad y la libertad, yo prefiero la abolición de la familia y me decanto por la fraternidad: la tribu.
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